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Domingo infraoctava de la Ascensión.
"Escucha, Señor, la voz de mi plegaria, a Ti te habla mi corazón"
El Padrenuestro enseña al hombre,
sin laguna ni defecto alguno,
cómo, porqué y para qué se debe orar
La súplica de Jesús Santísimo sobre la cruz sobrepujó
en elevación a la de obediencia del Getsemaní.
Esta oración enseña al hombre, sin laguna ni defecto alguno, cómo, porqué y para qué se debe orar.
La súplica de Jesús Santísimo sobre la cruz sobrepujó en elevación a la de obediencia del Getsemaní.
¡Oh, si se profundizase en la inmensidad, en lo acabado del dolor que aquel grito encierra!
Ten siempre esta fe realista: que Dios no hace sino cosas buenas. Hace.
Reparar con el amor el colapso más o menos grave producido en el amor.
El fin de todo aquél que quiera ser justo es dar gloria al Señor
Dice Azarías:
"Esta Santa Misa, alma mía, es propiamente toda para ti, Para ti en la hora presente, para iluminar tu corazón con los rayos de la esperanza, de la confidente esperanza en el Señor tu Padre, tu Hermano y tu Esposo.
Mira, da comienzo con las palabras de tu plegaria interior. "Escucha, Señor, la voz de mi plegaria, a Ti te habla mi corazón".
La oración, perfecta al ser enseñada por el Verbo, tras haber planeado en las alturas,
desciende cual golondrina de luz amorosa, en raudo vuelo, a suplicar:
"danos hoy nuestro pan de cada día";
mas he aquí que, de pronto, torna a subir
de la necesidad animal del alimento a la necesidad espiritual del alma y vuela,...
Sí, verdaderamente tu corazón habla al Señor tu Dios y con palabras que no se pronuncian por necesidades terrenas, por alivios físicos ni por cosa alguna de las que los hombres acostumbran a dirigirse al Altísimo pidiéndole cosas del todo terrenas. No es pecado pedirlas. Jesucristo, Señor Santísimo, enseñó a los hombres a pedir el pan de cada día. Mas, si acertaseis a meditarla, veríais que esta petición, de una necesidad totalmente humana, la pone a seguido de estas tres sublimes peticiones: que al Nombre Santísimo de Dios se le tributen los honores debidos al mismo; que venga su Reino; y que se haga su Voluntad así en la Tierra como en el Cielo. La oración, perfecta al ser enseñada por el Verbo, tras haber planeado en las alturas, desciende cual golondrina de luz amorosa, en raudo vuelo, a suplicar: "danos hoy nuestro pan de cada día"; mas he aquí que, de pronto, torna a subir de la necesidad animal del alimento a la necesidad espiritual del alma y vuela, aligerada de nuevo por el deseo de perdón e la criatura, "como nosotros perdonamos sus débitos a nuestros deudores", pidiendo ser perdonada y, después de haber desarrollado un ciclo de oración perfecta, termina posándose nuevamente a los pies de Aquél a quien, adorándole, llamó al principio "Padre", pidiéndole lo que un Padre amoroso puede hacer: defender a sus hijos de la tentación.
Esta oración enseña al hombre, sin laguna ni defecto alguno,
cómo, porqué y para qué se debe orar.
Esta oración enseña al hombre, sin laguna ni defecto alguno, cómo, porqué y para qué se debe orar. Mas, generalmente, el hombre no hace sino pedir por la acuciante necesidad material. ¡Y si tan sólo fuese por la necesidad de pan...! Mas ¡cuántas, cuántas necias, cuando no ofensivas peticiones desgranan las afanosas plegarias de los hombres!
Uno que tan sólo ruegue por casas espirituales y por la gloria de Dios y el bien de sus hermanos, viene a ser como una estrella encendida en el gris uniforme de la Humanidad. Así es como ve el Cielo a estos orantes solitarios y su súplica resuena con voz de oro entre la cantinela de las desentonadas, roncas y pobres súplicas del 90 por 100 de las criaturas.
Verdaderamente, si por un instante el Perfecto accediese a las demandas de la imperfección, esto es, de la Humanidad que ama voluntariamente la imperfección; si se hubiera de dar cumplimiento a cuanto habría de entrañar pecado –porque rara vez los hombres se abstienen de suplicar porque se vean secundados sus instintos y saciados sus deseos viciosos– o si tal vez no se llegara hasta el pecado, siempre sería un envilecimiento de la criatura que, olvidándose de que tiene un alma, se ocupa y preocupa tan sólo de dar satisfacción a su cuerpo.
Mas, bienaventurados aquellos que saben pedir por su espíritu y por las cosas espirituales. Y más bienaventurados aún quienes ni cosas santas saben pedir sino que se limitan a decir. "Tú que sabes qué es lo mejor para mí, dame lo mejor". Y, bienaventurados en sumo grado son aquéllos que, llegando hasta olvidarse de sí mismos y de pedir a Dios que les dé lo mejor, se limitan a formularle esta petición. "Te ruego que se cumpla lo que es de tu gloria y sirve para la santificación de los hermanos".
La súplica de Jesús Santísimo sobre la cruz
sobrepujó en elevación a la de obediencia del Getsemaní.
Entonces es cuando el que ora se eleva hasta la oración perfecta, hasta aquélla que, olvidando los propios martirios, suplica por los demás. La súplica de Jesús Santísimo sobre la cruz sobrepujó en elevación a la de obediencia del Getsemaní. Fue más elevada por ser de perfecta caridad: "¡Padre, perdónales!".
Cuando dices: "Padre, no por mí sino por el bien del que tantos hermanos pueden estar necesitados y para que este bien contribuya al aumento de tu gloria", entonces es cuando llegas a la perfección en la oración, perfección por la que la criatura de tal manera se adhiere a su Dios que llega a fundirse con El y a compartir sus mismos deseos que son: el bien, la santificación y la gloria de los hombres para glorificar al Señor. Esta es la voz de tu plegaria. Así habla tu corazón a Dios y Dios por esto te ama como a hija muy querida.
"Busqué tu Faz y la hallaré". ¡Esto! ¡Así es! Y no imitar jamás aquellos que, tras haber buscado la Faz de Dios en la hora de la necesidad, ya no la buscan, una vez obtenida la gracia, como tampoco a aquellos que, no habiendo recibido la gracia, dejan de buscar la Faz de Dios, cual si El fuese un enemigo invisible a sus ojos.
No. La vida de un alma amante debe ser desde la Tierra lo que ha de ser en el Cielo: un mirar fijamente de continuo a la Divinidad para adorarla, honrarla, amarla, gozarse en Ella y captar sus Palabras de luz, como hacemos nosotros, los ángeles. Y ¿en la necesidad? Levantar la mirada espiritual a Dios. ¿En la satisfacción por la gracia obtenida? Levantar la mirada espiritual a Dios. ¿En el gozo? Levantar la mirada espiritual a Dios. ¿En el dolor? Levantar la mirada espiritual a Dios. ¿En los abandonos? Levantar la mirada espiritual a Dios: para recibir ayuda, para darle gracias, para hacerle partícipe de vuestro gozo, para que se compadezca de vuestro dolor y para no estar solos.
¡Qué gozo poder tener prendida la mirada en la Divinidad! Esta es, María, la bienaventuranza del Cielo. Como tú ya lo ves, al completarse el último detalle de la desgarradora y completa Pasión del Redentor, fue permitido que se ocultase a su espíritu la Divinidad. Y entonces el Voluntarioso, el Heroico y Silencioso en el dolor lanzó el grito de su completo dolor: "¡Padre!, ¿por qué me has abandonado?".
¡Oh, si se profundizase en la inmensidad, en lo acabado del dolor que aquel grito encierra!
¡Oh, si se profundizase en la inmensidad, en lo acabado del dolor que aquel grito encierra! El Cielo se estremeció por El y la Divinidad hubo de violentarse a Sí misma para resistir y no tener compasión a fin de que todo quedase reparado y cumplido para la expiación de la Humanidad que había abandonado a Dios por seguir al Tentador. Los Ángeles temblaron ante el desconocido aspecto de la Divinidad, por primera vez inmisericorde, y lloraron al meditar y comprender plenamente el abismo del pecado perpetrado por Lucifer y los otros rebeldes, instaurando el Mal y provocando los sufrimientos consiguientes que culminaron en los de la Gran Víctima. Superaron al obedientísimo y dulcísimo Verbo poniéndole en parangón con lo que era, es y será la creación. Y hasta en el reino de las Tinieblas aquel grito provocó un bramido, apagando hasta el último y tenaz pensamiento de poder ser un día perdonados.
No. La Tierra se estremeció, se rasgó el velo del Templo y se abrieron los sepulcros con el grito imponente con que el Mártir entregó su espíritu. Mas lo que hizo estremecerse a la Tierra, rasgarse el Velo y salir de los sepulcros a los justos fue el deicidio consumado, la señal dada a los incrédulos y odiadores, y la alegría de los justos expectantes. ¡Oh!, y esto aconteció al tiempo que el grito de abandono completo sacudió los espíritus, a todos los espíritus, triturándolos con una angustia como jamás fue ni será, porque el abandono de Dios, el no poder ya verle, es la prueba más atroz para los vivientes y el castigo mayor para los que pasan a la otra vida. Y aquí no se trataba de la prueba impuesta a una criatura, ni únicamente del Hombre que se encontraba separado de Dios sino que era que el Verbo ya no estaba en contacto con el Pensamiento, que el Hijo se hallaba separado del Padre y que el Hijo de Dios pasaba del amor perfecto a no sentir ya el amor perfecto del Padre-Dios, quedando amando desoladamente en solitario.
Ahora bien, tú, alma mía, eres víctima; mas no la Gran Víctima. Por eso no se te da esta desolación. La conociste para comprenderla; la apuraste para aliviar a tantos hermanos de las desesperaciones provocadas por la ferocidad humana y la tuviste durante el tiempo preciso. Ahora ya no. Alza la mirada de tu alma. Mira. Bienaventurados... y canta conmigo el aleluya. La Divinidad te tiene bajo su mirada como la clueca a sus polluelos. Recógete bajo este fulgor feliz..., paremos, tú de escribir, yo de hablar, y adoremos...
Y ahora, saliendo del Fuego Santísimo totalmente recobrada, purificada, encendida y voluntariosa, di las palabras de la oración: "¡Oh Dios!, haz que yo tenga siempre una voluntad de continuo a Ti sumisa y que sirva a tu Majestad con un corazón sincero". Sí, que nunca sea tu voluntad la que prevalezca; que jamás conozca desfallecimiento ni se malee con compromisos o se rebaje con reflexiones tendentes a juzgar conforme al criterio humano si la Voluntad Santísima te da órdenes que no te parecen las más acertadas.
Ten siempre esta fe realista: que Dios no hace sino cosas buenas. Hace.
Ten siempre esta fe realista: que Dios no hace sino cosas buenas. Hace. Y aunque, al pronto, no comprendas el porqué de una orden, cúmplela. Y por más que la orden te parezca arriesgada, cúmplela. Sirve con corazón sincero y basta. Los siervos buenos, devotos y fieles jamás critican las órdenes de sus señores sino que se remiten al juicio de los mismos que, para los buenos siervos, es siempre el óptimo. Ahora tú sirves, no ya a un rey, a un príncipe o a un señor cualquiera de la Tierra que, por muy bueno que sea, se halla siempre sujeto a error, sino que sirves al Señor Dios Omnipotente, Sapiente y Bueno. Por eso, con la tranquilidad de quien se sabe mandado por uno que no yerra, escucha y obra conforme a su querer. ¿Que es orden que te letifica? No te ensoberbezcas antes haz y adora alabando al Señor. ¿Que, por el contrario, es orden que te acongoja? No te desanimes sino cúmplela y ama obedeciendo al Señor.
Escuchemos ahora al Apóstol Pedro, el grande y buen Simón de Jonás que se formó con una constante y penosa labor de buena voluntad para llegar a ser digno de su Maestro, sin cálculo para el futuro y con el único estímulo de dar gusto a su Rabí y Dios. Escuchemos al hombre que, de todo cuanto él vivió humanamente, supo hacer dote para su futuro ministerio, cambiando, a fuerza de amar, lo humano en espiritual. Y, de padre de las gentes, llegó a ser pastor, maestro y nauta de la Iglesia, pero, sobre todo, padre, padre de dulcísima y firme paternidad para todos los hijos que su Jesús habíale confiado con sus tres recomendaciones a seguido de las tres profesiones de amor. "Apacienta mis corderos y apacienta mis ovejas". Y Pedro, apóstol y pastor, es el que a ti te habla, corderita del rebaño de Cristo. Escucha: "Sed prudentes y velad en la oración. Pero, sobre todo, tened siempre entre vosotros la caridad mutua porque la caridad cubre la multitud de los pecados".
¡Qué bien comprendió la lección de su Señor siendo ya israelita adulto! Lección que la transmite a sus hijos y hermanos que no son perfectos, que tiene necesidad de continuas absoluciones para sus faltas y que no siempre tienen a mano al absolutor. Porque la muerte acecha de mil formas y en cada momento Puede sonar la llamada para comparecer ante el Juez eterno. Y para entonces, ahí está el absolutor: el amor. Cada pecado, cada omisión, cada imperfección, ¿qué son sino un momentáneo o, tal vez, un pertinaz colapso del amor en el hombre?
El pecado mortal, obstinado e impenitente es el pertinaz colapso del amor, el coma, la agonía mortal que termina en la muerte eterna. El pecado venial es un colapso menos profundo pero que mantiene en torpor al alma. La imperfección es aún menos. Si es involuntaria, apenas si viene a constituir una momentánea relajación en la vigilancia amorosa. Con todo, un hombre llegaría a morir de asfixia si repitiese con frecuencia una parada en la respiración e, igualmente moriría también un hombre mediante alfilerazos indefinidamente repetidos. Moriría, no desangrado sino agotado por los espasmos. Y lo mismo ocurre con el espíritu. Se le debe corroborar aun cuando se encuentre herido con leves punzadas. Y el absolutor que siempre le tiene dispuesto para la llamada de modo que no abrigue temor, es el amor.
Reparar con el amor el colapso más o menos grave producido en el amor.
Reparar con el amor el colapso más o menos grave producido en el amor. Reconquistar con el amor a Dios para que El incinere vuestras culpas con su Amor y para que recubra con su Misericordia a favor del humilde que reconoce al amor y con el medio adecuado repara la miseria de la criatura tan proclive a manchar su alma.
Tanto en ésta como en la otra vida, las culpas que no merecen condenación se reparan con el amor. Cuando el espíritu aprendió a amar de modo que ya no ofende al Amor, entonces es bienaventurado.
No hay que temer la muerte imprevista ni el juicio de Dios. No son cosas que deban aterrorizar. Teme, sí, en cambio, faltar a la Caridad. Las faltas contra la Caridad provocan el rigor de Dios y sólo el que ha de enfrentarse a ese rigor debe abrigar miedo a la muerte. Los demás, no. Sea que venga lentamente o veloz como un rayo, ella no causa mal alguno al espíritu que se halla purificado de continuo por la caridad.
Tanta debiera ser en vosotros la caridad, que hasta una simple mirada debería constituir una caricia para vuestros hermanos por el amor que la saturase. Y, verdaderamente, cuando Dios habita así en el espíritu hasta el punto de formar un todo con la criatura, el ojo humano se transforma en ese manantial de paz y de afecto, de suerte que todo aquél que sufre, se siente consolado, el que está solo, se siente junto a un hermano, y el que duda, alcanza la fe; porque, como en tiempos de los primeros cristianos, el que convierte es el amor.
"¿Ya veis cómo se aman?", se decían unos a otros los paganos. Y con este medio tan simple y sublime los cristianos hacían prosélitos más numerosos y convencidos que si hubiesen estado hablando doctamente de la mañana a la noche, sostenido disputas y ejercido presiones.
"Practicad la hospitalidad... sin murmuraciones". Aquí Pedro indica una de las formas materiales de amor al prójimo, si bien sirve para todas el mismo consejo. La caridad debe ser silenciosa, púdica, comprensiva y prudente. Ya lo dio Nuestro Santísimo Señor Jesús: "Que no sepa vuestra mano izquierda lo que hace la derecha". Y esto, no sólo cuando se trata de la limosna, mas también de otras ayudas en otras mayores desventuras, como son las morales y espirituales en lasque, si ha de estar purificada de toda escoria, debe saber obrar y callar, ya que hasta la simple admiración y el pensamiento íntimo de: "¿Puede haber algo mayor que esto en el hermano?", aunque levemente, lesiona la caridad. No juzguéis jamás ni aún en vuestro corazón porque hasta vuestro corazón llega el Ojo divino y lee en él. No os hinchéis de soberbia diciendo: "Yo soy más santo porque no tengo estas cosas que rebajan al hermano". Nada de más santos sino de más afortunados y protegidos. Y eso ¿por qué? ¿Sólo por vuestros méritos? ¿No sería, por el contrario, mucho más meritorio pensar humildemente que Dios os perdona porque sois los más imperfectos de todos y El no quiere vuestra ruina?
Y ahora, dirigidas exclusivamente a las voces, he aquí las palabras de Pedro: "Cada uno, según el don recibido, lo ponga al servicio de todos los demás como buenos dispensadores de la multiforme gracia de Dios".
Vosotras, voces, habéis tenido el don de recibir las palabras santísimas para transmitirlas a los hermanos. Ahora bien, hacedlo con alegría, con humildad, con diligencia y generosidad.
Y vosotros, directores de las voces, habéis tenido el don de dirigir a estos instrumentos. Hacedlo con alegría, con diligencia, con caridad, paciencia y heroísmo. No os sentéis diciendo: "Ya lo hará el Señor". Está dicho que no hay que tentar al Señor ni ser siervos inútiles. Vosotros, al estar quietos esperando a que el Señor haga, tentáis a Dios y sois siervos inútiles, desposeyendo de sabor vuestra sal, no sirviendo ni para conservar lo que Dios os confió y que debe ser tutelado de continuo ya que Dios habla al espíritu de las "voces", pero teniendo en cuenta que las voces no son únicamente espíritu sino también carne e inteligencia. Velad y vigilad para que ni a la carne ni a la inteligencia las seduzca el Enemigo que acecha para tentarlas, vencerlas y hacerlas caer. No arrastréis las "voces" a la soberbia exaltándolas, ni las llevéis al decaimiento dejándolas sin ayuda. No contribuyáis a su decaimiento dejándolas solas. No faltéis a la caridad con las "voces". Su cruz es pesada como el plomo y todo contribuye a aumentar su peso. Sin el amor no la podrían soportar. ¿Queréis vosotros agravarla con pedruscos de indiferencia, de incomprensión, de dejadez y de excesiva espera en las ayudas sobrenaturales? También de éstas os hizo Dios pastores. También de éstas os hizo Dios hermanos.
¿Oís a Pedro? Entonces era el tiempo en que, por decreto justo de Dios y por el fervor de los primeros cristianos que de verdad amaban con heroísmo, abundaban las "voces". He aquí, pues, que dice Pedro: "Si uno habla, que lo haga como quien expone los oráculos de Dios; si uno ejercita un ministerio que lo haga por virtud comunicada de Dios a fin de que en todo sea glorificado Dios por Jesucristo de quien es la gloria y el imperio por los siglos de los siglos".
Las voces no pueden apropiarse las palabras que reciben. Constituiría un hurto sacrílego. Los sacerdotes directores de las voces o de cualquier otra alma, no pueden en manera alguna negarse ni ejercer indolentemente su ministerio puesto que sería menospreciar la virtud comunicada por Dios a sus ministros. Y bien sea que abusasen o dejasen inerte el propio don, cometerían pecado a los ojos de Dios.
El fin de todo aquél que quiera ser justo es dar gloria al Señor
El fin de todo aquél que quiera ser justo es dar gloria al Señor. Y al Señor debéis dársela porque todo lo que sois en las vías del Bien es porque El os lo da para que podáis serlo.
Y tú, alma mía, descansa en la promesa de Jesús Nuestro Santísimo: "No os dejaré huérfanos. Me voy, pero volveré y vuestro corazón se llenará de alegría". Descansa en la oración de Cristo: "Padre... al venir a Ti, no te pido que los saques del mundo sino que los salves del Mal". El Consolador, María, está al llegar. Viene precedido por la oración y la promesa de Jesús Santísimo. ¡Viene! ¡Aleluya, aleluya, aleluya!".
Y después de adorar y alabar a su Señor, me dice Azarías: "Dile a Mariano (Esto es: al Padre Mariano de Sanctis, de la Orden de los Siervos de María que durante tantos años llevó fiel y respetuosamente el Santísimo Sacramento a la enferma María Valtorta. El fue uno de los primeros lectores y admiradores de los escritos valtortianos –por él incluso los conocí yo, habla el P. Berti– creo que hacia el año 1945– que su hermano de religión P. Migliorini iba pasando a máquina conforme recibía los autógrafos de manos de María Valtorta. Y siempre continuó leyendo y admirándolos aun en los largos años de apostolado transcurridos más tarde en el Canadá. Hace algún tiempo que volvió a Italia, a Firenza concretamente, alojándose en el archicenobio de la SS. Anunciata. Mas ahora, año 1971, ha tornado a Canadá.) que comprenda sobrenaturalmente las palabras". Nada más...
75-80
A. M. D. G.