17/11/1946

Domingo 23.º después de Pentecostés

 

 

LOS JUSTOS APLACAN LA JUSTICIA DIVINA

 

Cómo se debe comportar el que recibe dones del Señor

 

Las almas buscan a Dios

 

 


 

en una creación perfecta no deben subsistir cosas ignominiosas.

  Los justos ruegan por los pecadores.

   Una de las causas de justicia es el sincero y humilde conocimiento de sí mismos y de las obras de Dios en vosotros. Es ésta una de las sabidurías más difíciles de encontrar en los cristianos, aun en los mejores. 

  Mas el hombre calumnia muchas veces al mismo demonio haciéndole causa de todas sus caídas, ya que, a menudo, es el hombre el que busca el terreno resbaladizo y no el demonio el que le empuja.

   Imprudente es el instrumento de Dios que no guarda en secreto el don del Señor y tres veces imprudente el sacerdote que, ...

   Dios las enciende. Dios os enciende.

   Las almas buscan a Dios 

  Nada se pierde nunca de las obras del amor.

    Así es como penetra la Gracia inadvertidamente a donde de ningún otro modo habrá penetrado.

 


 

Dice Azarías:

 

en una creación perfecta no deben subsistir cosas ignominiosas.

 

"Las culpas de los pueblos son tales y tantas que, de no ser infinitas la benignidad de Dios y su paciencia divina, ha tiempo que el mundo habría sido destruido como un horror del Universo; horror que debe desaparecer por cuanto en una creación perfecta no deben subsistir cosas ignominiosas.

Mas en el mundo, que a la sazón es ya verdaderamente el vestíbulo del Infierno y feudo de Satanás, existen siempre justos, raros, es cierto, como las estrellas en una noche de tempestad y como las palmeras en la inmensidad árida de los desiertos. Y como ya se echa de ver por el episodio de Abraham, Dios está dispuesto a usar de misericordia hasta con los pecadores y salvarlos del castigo si entre ellos hay justos que ruegan. Salvarlos de las desventuras materiales y morales mientras dura su día y darles tiempo de tornar al Señor hasta tanto llega su ocaso. No salvarlos después de la vida si merecieron castigo, ya que en el Día de Dios ya no sirven las súplicas de los justos para salvar a los que están muertos a la Gracia. La Justicia requiere su curso. Y si hasta con ira y descompasadamente ellos le gritan al Eterno Juez: "Tú nos odias y defraudas nuestra para de bien", El les responderá justamente: "No. Os di vuestra parte. Queríais gozar, gozar de las riquezas, del poder, de la lujuria y de las francachelas, conseguido todo ello a cualquier precio. Todo eso lo habéis tenido y os dejé gozarlo como queríais. La elección fue vuestra, elección que Yo respeto y os la dejo para siempre. En mi Reino tan sólo entran quienes vivieron castos, sobrios, justos, misericordiosos, aquellos que sufrieron y lloraron, incluso por vuestra causa, y que amaron a Dios, al prójimo y hasta a vosotros que les afligíais. Marchad. ¿Acaso no decíais que era necedad dejar el gozo para el futuro y cordura el gozar del presente seguro? Así os lo concedo. Pues gozasteis en el corto presente, sufrid ahora en el presente eterno".

 

Los justos ruegan por los pecadores.

 

Los justos ruegan por los pecadores. ¡Ay si así no fuese! Al lavacro diario y perpetuo de la Sangre Divina se mezclan las plegarias y lágrimas de los justos. Y esta rociada de caridad purifica al mundo de ese exceso de inmundicia que la Infinita Misericordia no podría soportar (Este expresión se acomoda al modo de decir humano; pues si bien Dios, que es Amor infinito y omnipotente podría de Potencia absoluta soportarlo todo, en cambio, de hecho, no lo soporta...). Por lo que el mundo puede subsistir por más que el Ojo de Dios lo mire con una severidad que a nosotros, los ángeles, nos impresiona.

Si por un acaso transcurriese un día tan sólo sin que en todo el Orbe se realizara una obra buena; si llegase tal vez un día en que los justos se hiciesen pecadores, la luz no tonaría a iluminar la Tierra porque ésta ya no existiría puesto que la Justicia habríala eliminado de las obras creadas.

 

Una de las causas de justicia es el sincero y humilde conocimiento de sí mismos

y de las obras de Dios en vosotros.

Es ésta una de las sabidurías más difíciles de encontrar en los cristianos, aun en los mejores.

 

Lo que os digo puede daros la medida de cuánto sea el valor de la justicia de los hombres a los ojos de Dios. Una de las causas de justicia es el sincero y humilde conocimiento de sí mismos y de las obras de Dios en vosotros. Es ésta una de las sabidurías más difíciles de encontrar en los cristianos, aun en los mejores. Una equivocada valoración de las virtudes hace que, efectivamente, para ser humildes, se hagan insinceros y, a lo mejor, hasta hipócritas, sin pensar que con ello se hacen, incluso, desagradecidos.

Hay muchos, que siendo buenos, poseyendo dones particulares y sabiendo que son buenos o que reciben dones especiales del Señor, por una humildad injusta dicen de sí ser pérfidos o que carecen de aquellos dones que los demás reconocen en ellos.

Pues bien, aun en esto se requiere justicia, prudencia, humildad y sinceridad sumas. Prudencia en mantener oculto el don gratuitamente recibido a fin de que su conocimiento no degenere en fanatismo de la gente, en turbación del beneficiado, en pérdida de tiempo –que, por otra parte, podría se empleado dignamente en el servicio del Señor–, en tentación y tal vez en pecado de orgullo. Es de obligación no ponerse en trance de tentación. El hombre, así sea el mayor favorecido por Dios, debe tener siempre presente que es un hombre, no debiendo por tanto preciarse de ser perfecto ni lisonjearse temerariamente de que, por más que cometa alguna imprudencia, el Señor la reparará en atención a su hijo predilecto. Está bien el dirigirse al Padre diciéndole que no os induzca en tentación; pero es obligado comportarse de forma que se evite el poner en peligro de tentación.

 

Mas el hombre calumnia muchas veces al mismo demonio haciéndole causa de todas sus caídas,

ya que, a menudo, es el hombre el que busca el terreno resbaladizo

 y no el demonio el que le empuja.

 

El demonio es un gran seductor. Mas el hombre calumnia muchas veces al mismo demonio haciéndole causa de todas sus caídas, ya que, a menudo, es el hombre el que busca el terreno resbaladizo y no el demonio el que le empuja. ¿Podría uno que se aventurase a caminar por el borde de un tejado culpar al dueño de la casa de haberle hecho caer o de haberse lesionado? No lo podría. De igual manera, el hombre que, en un sentido o en otro, se pone espontánea e imprudentemente en peligro de pecar, no puede acusar a Dios ni al diablo de su pecado, puesto que ni Dios ni el diablo le han inducido en tentación sino que ha sido su voluntad la única culpable de haberse puesto en ocasión de pecar.

Esto, para todos. Y ahora, en particular, para los predilectos del Señor favorecidos con dones extraordinarios: Es ponerse en trance de pecar de orgullo el no tutelar con prudencia el don recibido para así evitar fanatismos que pudieran suscitar complacencias de sí mismo y, por ende, funesto orgullo.

 

Imprudente es el instrumento de Dios que no guarda en secreto el don del Señor

y tres veces imprudente el sacerdote que, ...

 

Imprudente es el instrumento de Dios que no guarda en secreto el don del Señor y tres veces imprudente el sacerdote que, al ser director del instrumento o bien confesor, párroco, Pastor diocesano o estando puesto tal vez accidentalmente en condiciones de aconsejar y de dirigir (como predicador cuaresmal, ejercitante o misionero), habiendo llegado a su conocimiento un caso extraordinario, una vez que lo ha sabido, lo divulga o bien, comprobando que el instrumento no sabe desenvolverse, arriesgando su propia ruina y la del don, bien por ignorancia o por imprudencia no interviene con santos consejos en ayuda del instrumento para bien del mismo y del don del que el instrumento es depositario.

La prudencia, que es siempre compañera de un reservado silencio, que no admite propaganda y oculta lo extraordinario bajo apariencias de vida ordinaria, no debe, por lo demás, degenerar nunca en falsa humildad ni en mentira.

Cuándo y con quién es, por deber, necesario para vosotras, queridas almas extraordinarias, hablar o responder a quien puede interrogaros, no debéis, por falsa modestia, decir. "Yo nada tengo pues soy la más grande pecadora", cuando, por dentro, sentís que, si bien sois almas muy pequeñas, con todo, por la gracia de Dios, no sois pecadoras hasta el punto de disgustar al Señor. Eso sería mentir. Si estuvieseis convencidas de serlo, el manifestarlo no sería sino la humilde confesión de la culpa y miseria vuestra contenidas en vosotras. Mas si la conciencia os asegura que vuestra pequeñez no se halla manchada con culpa grave, no debéis mentir. Y, sobre todo, no lo debéis hacer con el secreto deseo de oír que o dicen: "No, si tú eres una santa", para complaceros con ello. Con el espíritu rendido ante la potencia amorosa de Dios que os ama, responded sinceramente al que tiene derecho a interrogaros: "Sí, el Señor ha hecho en mí estas cosas por más que yo sea pobre o imperfecta".

No fue soberbia María al cantar su salmo. Reconocía humildemente las grandes cosas que habíale hecho Dios para que su alabanza subiese al Cielo junto con la de su pariente, prototipo de todas las almas que habrían de alabar al Señor a través de María que es el instrumento suave y santo de las obras del Señor y de vuestra salvación.

Tampoco es soberbio Pablo cuando dice: "Imitadme" (1.ª Corintios 4, 14-17). Simplemente les dice a sus fieles que le imiten porque la misericordia de Dios, unida a la voluntad del hombre, había hecho de él, Pablo, un retrato acabado de Cristo. Así como en otra ocasión manifestó sus culpas pasadas (1.ª Corintios 15, 9-10; Gálatas 1, 11-14; 1.ª Timoteo 1, 12-17) y confesó que, siendo ya Apóstol, le golpeó el ángel de Satanás, así también dice aquí: "Imitadme", como en otro lugar dice sinceramente haber gozado de las revelaciones del Señor y haber sido arrebatado al tercer cielo (2.ª Corintios 12, 1-10).

Decir: "Dios me ha amado extraordinariamente" no es pecar de soberbia si lo decís –y Dios os ve– con un sentimiento y una voluntad de magnificar únicamente al Señor por lo que os ha hecho. ¿No dijo acaso el Divino Maestro: "Cuando se enciende una lámpara no se la pone debajo del celemín sino en alto para que sea vista y alumbre?" Y ¿no está dicho asimismo: "Los justos serán como estrellas"?

 

Dios las enciende. Dios os enciende.

 

Dios las enciende. Dios os enciende. ¡Oh!, el hombre que va de camino por la noche, levanta la cabeza y ve las estrellas que siguen su curso de oriente a occidente y, por más que desconoce el nombre de cada una de las luminarias, acierta a decirse: "Este es el derrotero que lleva a la meta" porque el trasvolar de los astros de oriente a occidente le indica la dirección de los puntos cardinales.

Igual sucede con los instrumentos de Dios. Deben resplandecer. En lo alto de su esfera especial donde Dios los colocó, separados, segregados del resto del mundo, desconocido por su nombre y domicilio (María Valtorta deseaba vivir ignorada, al menos hasta después de su muerte. Por ello se abstenía hasta de recibir visitas que no fuesen seriamente motivadas. Por idéntico motivo dispuso en su testamento que sus funerales fuesen sencillísimos y celebrados a primera hora de la mañana. Voluntad que se cumplió a la letra.) e ignorados tal vez durante años como tales instrumentos especiales aun después de su muerte, deben no obstante resplandecer (Sabiduría 3, 1-12; Daniel 12, 1-4; Mateo 13, 43; 1.ª Corintios 15, 39-44.). Y ¿cómo? Con su santidad de vida, con su incansable trabajo acorde con los quereres de Dios, con su amor y con las demás virtudes que en los momentos precisos "magnifican al Señor por las grandes cosas realizadas en ellos", pero siempre iluminan porque el Señor, al vivir en ellos de un modo total, trasluce y emana de ellos su luz y su santidad y, como navegantes perdidos en un mar tenebroso y agitado, los espíritus se dirigen a estos faros solitarios azotados por las tempestades del Enemigo y de los enemigos de Dios y de sus instrumentos, mas fuertes y heroicos, siempre dispuestos a acoger la luz y a irradiarla sobre los náufragos para que logren salvarse.

 

Las almas buscan a Dios

 

Las almas buscan a Dios (Hechos 17, 16-34). Muchas veces os parecerá que no lo hacen. Nada sabéis vosotros de los espirituales sufrimientos de las almas encerradas en un ser con cuerpo y pensamiento enemigos de Dios. Los mismos poseedores de estas almas envilecidas ni se percatan de las lágrimas de su alma obcecada y encadenada que se agita y busca la luz desde el fondo de su cárcel de la que alguna vez intenta evadirse y buscar a Dios, aspirar un sorbo de aire celestial, saturar su vista espiritual de una luz del Cielo y recoger palabras arcanas que llevan consigo en su secreto interior. Palabras que, al parecer se dijeron y recogieron en vano, pero que, a lo mejor, resurgen en el lecho de muerte venciendo en la última batalla al entregar el espíritu a Dios. Palabras que, tal vez, cierran una salida al error y al delito. Palabras que, a veces sacan a un espíritu del abismo permitiéndole retornar al camino de Dios.

No son precisas muchas palabras. Ninguna tal vez. Basta verse: una mirada. Vuestros ojos callan, vuestra alma está amando. Y, al amar, acaricia y reconforta al alma exasperada, enferma y airada que os habla. Con todo, hablad alguna vez e intercambiad palabras banales con interlocutores banales a los que queréis ocultar vuestro secreto. Mas, como nota de canto que de cuando en cuando se escapa de una sala cerrada llenando la calle de dulzura que la recoge el pobre consolándose con ella, así también caiga de cuando en cuando de vuestros labios una perla espiritual: chispa desprendida del Fuego que os posee y que vuestro interlocutor la recoge e, incluso, la medita, con lo que su alma despierta, reflexiona y, a las veces, decide.

 

Nada se pierde nunca de las obras del amor.

 

Nada se pierde nunca de las obras del amor. En vosotros está el Amor y todo, por ello, es activo. Si, hay muchos, demasiados, que viven como enemigos de la Cruz de Cristo. Su bien es la perdición, su dios el vientre y su gloria la hacen consistir en su vergüenza, no pensando sino en las cosas de la tierra. Esto es así; pero muchas veces no son sino almas salvajes o asalvajadas por un complejo de circunstancias. No saben, no conocen y es por eso que no aman ni distinguen. Las iglesias están de sobra para ellos. ¿Qué son para ellos las iglesias? Están de mas los sacerdotes. ¿Qué son los sacerdotes para ellos? Son inútiles los Sacramentos. ¿Qué son para ellos los Sacramentos?

¿Sabe por ventura el salvaje qué cosa es el navío que ve cruzar delante de sus costas o el avión que surca el cielo? Los toma por misteriosas formas mágicas y pavorosas capaces de dañarle y, si puede, las combate. ¿Sabe acaso el antropófago qué representa el hombre que, en nombre de la Cruz o de la Ciencia, se aventura a penetrar en sus tierras para llevarle la fe o para estudiar las enfermedades y curarlas? Para el antropófago no es sino la presa que ha de abatir para comerla o bien al que hay que matar como hechicero maléfico. ¿Sabe tal vez el salvaje o también el hombre primitivo o ignorante qué cosa es el suero que el médico le quiere inocular para salvarle de determinada epidemia? Para él es tan sólo veneno, venganza del hombre blanco contra las razas inferiores y, entre los blancos de países civilizados, es tal vez un procedimiento usado por los gobernantes para eliminar a los más desgraciados. ¿Cuántos médicos no han sucumbido linchados por el furor desatado a causa del miedo de los salvajes y de los ignorantes?.

 

Así es como penetra la Gracia inadvertidamente

 a donde de ningún otro modo habría penetrado.

 

No os sorprendáis, por tanto, de que los salvajes espirituales que conviven con vosotros teman, odien, huyan o se abalancen contra todo aquello que forma parte del espíritu y de la Iglesia y vivan en su bestial ignorancia. Son unos infelices. No acuden a las corrientes espirituales que las contemplan por ser vistosas, pero que las rehuyen. Ahora bien, ¿quién deja de beber de un manantial fresco que brota de la ladera de un monte? Parece tan humilde, tan privado de poder milagroso... No cabe sospechas ni prevenciones contra él y se acaba bebiendo de su frescura. Así es como penetra la Gracia inadvertidamente a donde de ningún otro modo habría penetrado.

Muchos que eran enemigos de la Cruz y vivían para su vientre y para las cosas de la Tierra, dejan de serlo gracias a las secretas operaciones de los ocultos misioneros del mundo civil que sois vosotros, instrumentos de Dios.

Aún hay muchos que os odian: aquellos en los que reina Satanás que os odia por su conducto. Mas, no os preocupen ni les tengáis miedo. Decíos: "Somos ciudadanos del Cielo del que nos viene Cristo que transforma el cuerpo de nuestra humillación en luz que no se extinguirá". Y manteneos firmes en vuestra labor.

Y si ni aún entre los sacerdotes de Cristo encontráis quien os tienda la mano, como recomienda Pablo a su fiel compañero y a sus Filipenses que hagan con Síntica y Evodia, estad firmes, pensando que vuestros nombres figuran escritos en el libro de la vida, puesto que vivís, trabajáis y morís por la gloria de Dios y el conocimiento del Evangelio.

Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo".

165-169

A. M. D. G.