10 enero 1944 (continuación)
Isaías. Cap. 45, v.11-23
Echaos en los brazos de María.
vISIÓN DEL pARAÍSO
Yo soy el asiento de la Sabiduría que me hizo suya y Madre del Hijo de Dios.
No os pido mucho: Sólo que me améis como a Madre y me invoquéis.
Descansad sobre mi regazo vuestra cabeza enferma
Descripción de la Iglesia celestial y de la Iglesia triunfante
Descripción de cuanto he notado en los diferentes cuerpos
Dice María:
"Y, puesto que soy la Madre, hablo asimismo Yo estrechándoos en mi seno para atraeros a la fe, hijos míos a los que veo morir, atacados como estáis por un tóxico de muerte.
Os pido por aquel Hijo mío que, con dolorosa satisfacción,
di para vuestra salvación, que tornéis a los senderos de Cristo
Os pido por aquel Hijo mío que, con dolorosa satisfacción, di para vuestra salvación, que tornéis a los senderos de Cristo. Habéis escrito su Nombre santísimo en vuestros caminos, lo que resulta una profanación. Y si no fuese porque el enemigo os ofusca la mente y os lleva la mano forzándola a escribir, no pondríais ese Nombre bendito en los caminos por los que Satanás viene a vosotros ni en las puertas de vuestros grotescos templos sin Dios.
Mas yo digo al Padre por vosotros: "Padre, perdónales porque no saben lo que hacen" (Lc 23, 34.) y pido al Padre Santo por vosotros, pobres hijos caídos en las redes de Satanás. Yo vencí a Satanás en mí y para los hombres. El está bajo mi pie y lo venceré también en vosotros con tal de que vengáis a mí.
Yo soy el asiento de la Sabiduría
que me hizo suya y Madre del Hijo de Dios
Yo soy la Madre. La Madre a la que el Amor hizo madre del amor. Yo soy aquella en la que, como en un arca, reposa el maná de la Gracia. Colmada estoy de Gracia y Dios no pone límite alguno a mi poder de distribuir este divino tesoro. Soy la Madre de la Verdad que en mí se hizo Carne. Soy la portadora de la Esperanza para el hombre. A través de mí vino a ser realidad la esperanza de los patriarcas y de los profetas. Yo soy el asiento de la Sabiduría que me hizo suya y Madre del Hijo de Dios.
Venid para que yo os lleve a Cristo teniéndoos de la mano, con esta mi mano que sostuvo los primeros pasos de Jesús-Salvador por los caminos de la tierra enseñándole a caminar para que subiese solícito al Gólgota a salvaros a vosotros que me sois tan queridos por ser los más infelices de todos los hombres al estar condenados, luchando por arrancaros del poder que os arrastra al abismo y salvaros para el Cielo.
Mirad cuánto he llorado por vosotros. No seáis de esos que caen arrollados por el peso de la carne de forma tan impetuosa y súbita que no os da tiempo ni modo de reaccionar. Sois vosotros, como señaló mi Hijo, los que tenazmente, conscientemente, cometen ese pecado que no tiene perdón (Mt 12, 32; Mc 3, 29; Lc 12, 10.). Negáis la Verdad para fabricaros verdades con mentiras nefandas. ¡Pudiendo ser ángeles os hacéis luciferes!
Sólo que me améis como a Madre y me invoquéis
No os pido mucho: Sólo que me améis como a Madre y me invoquéis. Mi nombre será ya miel para vuestros labios atosigados y, a la vez, salvación, porque donde está María también está Jesús y quien me ama no puede dejar de amar la Verdad que es el Hijo de mis entrañas. Yo no reprendo ni condeno. Yo amo. Amo únicamente.
No debo causaros miedo pues soy más apacible que una cordera y más pacífica que el olivo. Tan apacible que, superando a las corderas, dejé que me arrancasen del seno a mi Criatura y me la sacrificaran sobre un cruento altar sin resistir ni maldecir. Y tan superior al olivo, que hice por mí misma y de mí misma oliva en el trujal haciéndome moler por el dolor para destilar de mi virginal y materno corazón inmaculado el óleo con que medicinar vuestras heridas y consagraros para el Cielo.
Descansad sobre mi regazo vuestra cabeza enferma
Descansad sobre mi regazo vuestra cabeza enferma. Yo os la curé y os diré las palabras que la Sabiduría me dicte para conduciros a la Luz de Dios".
¡Qué hermoso, qué hermoso, qué hermoso es lo que veo!
Trataré de ser exactísima y clara al describirle lo que me ha traído la Comunión.
Que yo me sintiese feliz, usted ya lo sabe; mas qué clase de felicidad y qué visión gozosa me fueran concedidas desde el momento de la unión eucarística en adelante, no. Fue como a modo de un cuadro que se me fuera descubriendo por grados. Ahora que no era cuadro sino contemplación. Quedé recogida en él durante una hora larga sin otro rezo que esta contemplación que me arrebataba fuera de la tierra.
Se inició inmediatamente después de recibir la sagrada Forma y creo que a usted no se le pasó por alto cómo yo tardaba en responder y en saludar. Estaba ya trastocada. Eso no obstante, dije en alta voz toda la acción de gracias mientras se iba acercando hacia mí cada vez más nítida la visión. Y después me quedé quieta, con los ojos cerrados, como si durmiese. Mas nunca como entonces estuve tan despierta y dueña de mí misma.
La visión aún dura en su fase final mientras escribo. Escribo bajo la mirada de tantos seres celestiales que observan cómo digo únicamente lo que veo sin añadir detalle alguno ni modificación. He aquí la Visión:
No bien recibí a Jesús, sentí a María, nuestra Madre, al lado izquierdo del lecho, que me abrazaba con su brazo derecho atrayéndome hacia sí. Estaba con su vestido y velo blancos, igual que en las visiones de la Gruta en diciembre. Me sentí envuelta a la vez por una luz dorada y por un suave, indescriptiblemente suave color (calor), y los ojos de mi espíritu buscaban el manantial de todo eso que yo sentía llover sobre mí desde lo alto. Me parecía como si mi aposento, aun siendo como es en su pavimento, en sus cuatro paredes y en los muebles, no tuviese ya techo y yo viese el azul sin confines de Dios.
Suspendida en este azul, la Paloma Divina de fuego aparecía dispuesta perpendicularmente sobre la cabeza de María y, naturalmente, también sobre la mía, puesto que yo la tenía apoyada, mejilla con mejilla, en María. El Espíritu Santo tenía las alas extendidas verticalmente siendo su posición erecta. No se movía y, eso no obstante, vibraba y, a cada vibración, se desprendían ondas, destellos de luz y chispazos de fulgor. Emanaba de El un cono de luz áurea cuyo vértice partía del pecho de la Paloma y su base nos envolvía a María y a mí, encontrándonos recogidos en este cono, en este manto, en este abrazo de luz festiva. Era una luz vivísima, mas, con todo, no deslumbraba, pues comunicaba a los ojos una fuerza nueva en cada esplendor que se desprendía de la Paloma cuya intensidad iba aumentando a cada vibración de la misma. Sentía que se dilataban mis ojos con un poder sobrehumano cual si no fueran ya ojos de criatura sino de espíritu glorificado.
Cuando, por obra del Amor inflamado y suspendido sobre mí, llegué a alcanzar la capacidad de ver aún más allá, fue llamado mi espíritu a mirar más a lo alto. Y, contra el azul más terso del Paraíso, vi al Padre distintamente, por más que su figura estuviese formada de trazos de luz inmaterial de una belleza que no intento describir por superar la capacidad humana. Me aparecía como sobre un trono. Y digo así porque aparecía sentado con infinita majestad, por más que no viese trono, poltrona ni baldaquino, nada de cuanto en la tierra tiene forma de asiento. Aparecía a mi lado izquierdo (por darle alguna indicación, hacia donde está mi Crucifijo y, por tanto, a la derecha de su Hijo) si bien a una altura incalculable. Con todo, lo veía en los más nimios detalles de sus luminosísimos rasgos. Miraba hacia la ventana (siempre para darle una indicación de las diferentes posiciones). Miraba con ojos de infinito amor.
Siguiendo la trayectoria de su mirada, vi a Jesús. Mas no al Jesús-Maestro que acostumbro ver sino a Jesús-Rey, vestido de blanco con una ropa luminosa y candidísima como la de María, una ropa que parece hecha de luz. Bellísimo, robusto, imponente, perfecto, deslumbrador. Con la mano derecha –estaba de pie– sujetaba su cetro que es a la vez su estandarte. Un asta larga, a modo de un báculo pastoral, pero más alto que mi altísimo Jesús, que no termina en el rizo del báculo pastoral sino en un asta transversal que forma, por tanto, una cruz hecha así (y María Valtorta traza aquí una cruz latina muy alargada.), de la cual pende, sostenido por el asta más corta, un estandarte de luminosísima y cándida seda, hecho así (aquí dibuja María Valtorta toscamente una especie de escudo cruzado), y marcado con una cruz purpúrea por ambos lados. Sobre el estandarte aparece escrita con diamantes líquidos, la palabra: "Jesucristo".
Veo perfectamente las llagas de las manos, pues con la derecha mantiene el asta en alto sujetándola por cerca del estandarte, y con la izquierda hace indicación a la herida del costado que no la veo sino como un punto luminoso del que parten rayos que descienden a la tierra. La herida de la mano derecha se halla concretamente en la muñeca y semeja un rubí brillantísimo de la anchadura de una moneda de 10 céntimos. La de la izquierda es más céntrica y extensa, pero que se alarga después así (aquí diseña María Valtorta un pequeño círculo elíptico y alargado con la punta hacia la derecha.) hacia el pulgar. Resplandecen como carbones encendidos. No veo otras heridas. Por lo demás el Cuerpo de mi Señor es bellísimo y aparece íntegro en todos sus miembros.
El Padre mira al Hijo a su izquierda y el Hijo mira a su Madre y a mí. Le aseguro que si no mirase con amor no podría resistir el fulgor de su mirada y de su semblante. Es ciertamente el Rey de tremenda majestad, como se dice de El.(en el "Dies irae, dies illa" de la liturgia romana.)
Conforme se va prolongando la visión, va aumentando en mí la facultad de percibir los detalles más insignificantes y de extenderse cada vez más mi campo de visión.
En efecto, poco después veo a San José (junto al rincón donde está el Pesebre). No es muy alto, poco más o menos como María. Robusto. De pelo entrecano, rizado y corto, con la barba recortada en forma cuadrada. Nariz alargada y fina, aguileña. Dos arrugas surcan sus mejillas partiendo de los ángulos de la nariz y yendo a perderse por entre la barba a ambos lados de la boca. Ojos oscuros y buenísimos. Vuelvo a encontrar en ellos la mirada amorosamente buena de mi padre. Todo su semblante es bueno, pensativo sin llegar a ser triste, digno, pero extraordinariamente bueno. Aparece vestido con una túnica entre azul y violácea, como el color de algunas pervincas y lleva un manto de color pelo de camello. Jesús me lo señala con el dedo diciéndome: "He aquí el dechado de todos los justos".
Después de la Luz llama la atención de mi espíritu hacia otro lado de la habitación, esto es, hacia el lecho de Marta (cuando María Valtorta nombra a Marta, se refiere a Marta Diciotti) y veo a mi ángel. Está de rodillas, vuelto hacia María a la que parece venerar. Vestido de blanco, con los brazos puestos en cruz sobre el pecho tocando los hombros con sus manos. Tiene la cabeza muy inclinada, por lo que apenas si distingo su rostro. Veo sus hermosas alas largas, blanquísimas, puntiagudas, alas de verdad hechas para trasvolar raudas y seguras de la Tierra al Cielo, alas que ahora las tiene plegadas a la espalda. Con su ademán me enseña cómo se ha de recitar el: "Ave María".
Mientras estoy mirándole, siento que alguien está junto a mí, al lado derecho, y me pone su mano sobre mi hombro derecho. Es mi San Juan con su rostro esplendente de amor festivo.
Me siento feliz y me recojo en medio de tanta beatitud creyendo haber alcanzado ya el summum de la misma. Mas unos más vivos destellos del Espíritu de Dios y de las llagas de Jesús, mi Señor, aumentan más aún mi capacidad de ver y así contemplo a la Iglesia celestial, a la Iglesia triunfante. Trataré de describírsela.
Descripción de la Iglesia celestial y de la Iglesia triunfante
En lo alto siempre el Padre, el Hijo y ahora también el Espíritu que está más arriba que los Dos, en medio de Ellos, envolviéndolos con sus fulgores.
Mas abajo, como entre dos laderas azules, de un azul que no es de la tierra, reunida en un valle dichoso, la multitud de los bienaventurados de Cristo, el ejército de los señalados con el nombre del Cordero (Ap 7), una multitud que es luz, una luz que es canto, un canto que es adoración y una adoración que es bienaventuranza.
A la izquierda los coros de los confesores. A la derecha los de las vírgenes. No vi el de los mártires y, y a este respecto, el Espíritu me hace comprender que los mártires se agregan a las vírgenes, toda vez que el martirio revirginiza el alma cual si acabara de ser creada. Veo a todos, tanto confesores como vírgenes, vestidos de blanco, de ese blanco luminoso de los vestidos de Jesús y de María.
Del suelo y laderas azules de ese santo valle emana una luz como de vivo zafiro. Luz despiden los vestidos tejidos de diamantes; luz, sobre todo, los cuerpos y los rostros espiritualizados. Y ahora voy a ver cómo me las compongo para describirle cuanto he notado en los diferentes cuerpos.
Descripción de cuanto he notado en los diferentes cuerpos
Cuerpos de carne con espíritu vivo, latientes, perfectos, sensibles al tacto y al contacto, son únicamente los de Jesús y de María: dos cuerpos gloriosos, pero realmente "cuerpos". Luz con forma de cuerpo, sin duda para que puedan ser perceptibles a esta pobre sierva de Dios, son el Padre Eterno, el Espíritu Santo y mi ángel. Luz ya más compacta, San José y San Juan, pues de ellos debo percibir su presencia y sus palabras. Llamas blancas son los cuerpos espiritualizados y todos los bienaventurados que integran las muchedumbres celestiales.
Entre los confesores nadie se vuelve, todos miran atentos a la Santísima Trinidad. De entre los vírgenes se vuelve alguno. Reconozco a los apóstoles Pedro y Pablo, pues, aun cuando sean luminosos y estén vestidos de blanco como todos, su rostro es más recognoscible que el de los demás: es un característico rostro hebreo. Me miran con benevolencia (¡menos mal!).
Veo a continuación tres espíritus bienaventurados que comprendo son mujeres, las cuales me miran, hacen señas y sonríen como invitándome. Son jóvenes, si bien me parece que los bienaventurados tienen todos una misma edad: juvenil, perfecta, y una misma belleza. Son copias menos acabadas de Jesús y de María. Quiénes sean estos tres seres celestiales no puedo asegurarlo, mas porque dos llevan palmas y sólo uno flores, –la palma es lo único que diferencia a los mártires de los vírgenes– creo que puedo decir, sin temor a equivocarme, que son: Inés, Cecilia y Teresa de Lisieux.
Lo que, a pesar de mi buena voluntad, no le puedo describir es el Aleluya de esta multitud. Un Aleluya potente al par que suave como una caricia. Y a cada hosanna que entona a su Dios, todo sonríe y esplende con mucha mayor viveza.
Cesa la visión y toda su intensidad se diluye así: Me deja María y, con Ella, Juan y José, tomando María su puesto frente al Hijo y los otros dos el suyo en el coro de los vírgenes.
Sea loado Jesucristo.
38-45
A. M. D. G.