El mismo día 11 enero 1944, a las 7 horas

 

 

mARÍA HABLA DE SUS ESPONSALES CON s. JOSÉ

 

El matrimonio

 

 


 

Era deseo ardiente de mi espíritu permanecer virgen en el Templo por toda la vida

   con alegre obediencia, dije a Dios a través de su sacerdote: Heme aquí, Señor, dispuesta a hacer tu voluntad y no la mía

    Condición principal, y a menudo olvidada en vuestros matrimonios de hoy día ...

    Yo, a quien destinó el Eterno para ser la Reina de sus ángeles, tuve, ya desde la tierra, dos ángeles a mi servicio: mi Ángel Custodio y mi angelical consorte

 


 

Dice María:

 

Era deseo ardiente de mi espíritu permanecer virgen

en el Templo por toda la vida

 

"Era deseo ardiente de mi espíritu permanecer virgen en el Templo por toda la vida para alabar al Señor y pedir que fuese concedido el Emmanuel a quienes, desde siglos, aguardaban su venida de Gracia.

Por eso, cuando el Sumo Sacerdote me dio a conocer su voluntad de darme en matrimonio, experimenté interiormente mi primera turbación, siendo la segunda cuando el anuncio del ángel (Lc 1, 26-38).

Tuve un momento de incertidumbre y de abatimiento porque, María, parecíame que el Señor rechazase mi ofrecimiento de virginidad por no encontrarlo digno de su Perfección. Me examiné a mi misma para ver en qué hubiera podido desagradar a mi Señor, puesto que, naturalmente, no pasaba por mi pensamiento ni la más leve sombra de que fuese injusta la divina Justicia. Y así, en el humilde examen de mi misma encontré la respuesta y la paz.

Con su luminosa voz de amor me dijo el Espíritu que esta voluntad sacerdotal, acorde con la de Dios, no suponía retroceso alguno a los ojos de Dios antes progreso en los grados del espíritu y que, al ser voluntad del Señor su sola aceptación con pronta obediencia me habría de reportar bendiciones y méritos y una más intensa unión con mi Santo Señor Dios.

 

con alegre obediencia, dije a Dios a través de su sacerdote:

"Heme aquí, Señor, dispuesta a hacer tu voluntad y no la mía"

 

Así que, con alegre obediencia, dije a Dios a través de su sacerdote: "Heme aquí, Señor, dispuesta a hacer tu voluntad y no la mía". Las palabras de mi Hijo (Mt 26, 39-44; Mc 14, 35-36; Lc 22, 41-42) florecieron pues muchos años antes en los labios y en el corazón de su Madre.

A cambio de mi obediencia, tan sólo pedí a Dios que concediese a su Sierva un esposo tal que no emplease violencia turbadora ni desprecio burlón contra mi virginidad consagrada al Señor, antes fuese un compañero respetuoso y santo para el que el temor y el amor de Dios iluminaran su corazón para comprender el alma de su Esposa. Nada más pedí. Belleza, juventud, posición social, bienes, fueron para mí cosas sin importancia que no merecieron ser objeto del más fugaz pensamiento mío. Busqué la "santidad" en mi futuro esposo no cuidándome de más.

 

Condición principal, y a menudo olvidada

en vuestros matrimonios de hoy día ...

 

Condición principal, y a menudo olvidada en vuestros matrimonios de hoy día, es ésta de dirigirse a Dios pidiéndole recibáis de su mano el compañero que se acomode a vuestro carácter, a vuestra posición y, sobre todo, el compañero justo a sus ojos. Nada le pedís a Dios en hora tan decisiva de la vida de la mujer, ni mirando para nada a vuestro espíritu ni al del compañero. Os basta con que sea guapo, rico, joven e influyente en el mundo. Todo lo demás no cuenta nada en el momento de la elección. Mas, por desgracia, los inconvenientes surgen después de las nupcias y, así, muchos matrimonios resultan una desilusión que viene a mitigarse únicamente cuando la esposa es mujer de sentimientos cristianos. Y si éstos llegan a faltar también en ella, el matrimonio viene entonces a ser un desastre del que son víctimas expiatorias los inocentes, terminando muchas veces en un doble adulterio. Ponéis en peligro vuestra alma y con frecuencia le causáis la muerte por tener en cuenta en las nupcias tan sólo los fines humanos sin acudir al Padre de los Cielos en hora tan solemne.

Tan pronto como vi a José, toda mi natural ansiedad desapareció como tormenta que se desintegra con la aparición del arco iris. Me bastó fijarme en sus ojos para leer en ellos su rectitud, su fidelidad, su pureza y su bondad. Su edad, el doble más adulta que la mía, habíale dejado la tersura de la mirada de un niño porque, si bien el Mal, al vivir en el mundo, había producido perturbación en torno suyo, mas no pudo penetrar en su corazón, saturado como estaba de amor de Dios.

¡Con cuánta confianza puse mi mano en la suya al reconocer que en él había encontrado un padre amoroso, un esposo fiel y un compañero casto que habría de ser lo que el olivo y la higuera que dan sombra a la pequeña casa a la que defienden de los vientos y del calor proporcionando refrigerio y placer con su dulzura y nutrimiento!

¡Dulce esposo mío que nunca, nunca me defraudó! Que, porque realmente me amaba, creyó en mí aun teniendo todas las apariencias en contra (Mt 1, 18-19); que, por no apenarme, me ocultó su llanto; que no tuvo para mí sino sonrisas y ayudas; que me guió como si fuera su primera hija putativa, teniéndome de la mano para hacerme sentir que estaba a mi lado con su amor, evitándome los tropiezos, anticipándose a cuanto necesitaba, paciente, silencioso y casto, casto como lo pueda ser un ángel.

 

Yo, a quien destinó el Eterno para ser la Reina de sus ángeles,

tuve, ya desde la tierra, dos ángeles a mi servicio:

mi Ángel Custodio

y mi angelical consorte

 

¡Oh sí! Sea bendito el Señor por ello. Yo, a quien destinó el Eterno para ser la Reina de sus ángeles, tuve, ya desde la tierra, dos ángeles a mi servicio: mi Ángel Custodio cuya invisible presencia sentía aletear de continuo junto a mí con destellos de luz y perfume celestial y mi angelical consorte cuya carne, no ensombrecida por deseo alguno de sangre, vivía al lado de la mía al modo como dos lirios se abren en un mismo bancal perfumándose el uno al otro y floreciendo para el Señor, estimulándose mutuamente con el ejemplo a subir cada vez más arriba hacia Dios y a difundir con más intensidad su perfume en fuerza de la caridad de Dios y del compañero, pero sin unir jamás sus bocas floridas en un beso que manche de polen la seda angelical de su vestido de pureza.

¡Santo y bendito José mío! No acaba mi corazón de dar gracias al Señor por habérmelo dado por esposo, concediéndole así a su Sierva un Padre Santo que fuese una viva defensa de su virginidad al salir del Templo y así el hálito del mundo se quebrase en José sin que estrépito o hedor alguno de humana torpeza penetrase adonde la eterna Virgen continuaba en sus alabanzas al Señor igual que si hubiera continuado adscrita al servicio del altar tras el Santo de los santos, allí donde resplandecía la gloria del Dios Eterno".

 

Esta mañana he tenido un despertar feliz. Había estado escribiendo desde media noche hasta las dos, iluminada siempre por la Paloma y abrazada por María, pues la visión, que habíase desvanecido al hacerse de día, se volvió a reproducir en toda su magnificencia ayer tarde antes del sopor y después volvió a empezar del modo como quedara, de las 11 a las 18, con el Espíritu Santo y María. Después de haber escrito me acosté rezando y de madrugada me dormí a pesar de los vivos dolores que me interrumpían el sueño a cada instante.

La última vez que me despertaron dieron las seis. Dentro de la congoja del espasmo sentí un beso leve sobre mi frente y la voz dulce, inconfundible de María que me decía con toda suavidad: "La gracia del Señor sea siempre contigo". A lo que respondí inmediatamente, en la seguridad de no equivocarme: "Bendita tú entre todas las mujeres". Y me acurruqué silenciosa en el calor del lecho sintiéndome velada por la Madre que acababa de saludarme con los mejores "buenos días" que puedan darse.

Era mi intención escribirle esto en seguida; pero, a las siete y media, empezó a hablar María de sus esponsales y lo he escrito después. Ahora agrego unas hojas porque se me dice que éste es un dictado que debe unirse aquí por pertenecer a la serie de los precedentes.

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A. M. D. G.