13 ENERO DE 1944
Amó
eL MARTIRIO DE Inés
Una sola es la palabra que debería ponerse
como epígrafe sobre estos mis "santos".
La que de Mí se dice:
"Dilexit"
Amó
las muertes, tanto de Inés como de Teresa tienen un denominador común: el amor
Amó. Esta corta palabra que es la más grande del universo
Dice Jesús:
"Está dicho: "Habiendo amado Dios infinitamente al hombre, le amó hasta la muerte" (señalándolos con una crucecita a lápiz, anota así María Valtorta: Juan cap 13º, v. 1º.(Me lo hace ver San Juan) ).
Mis seguidores más auténticos no son ni han sido diferentes de su Dios y, siguiendo su ejemplo y por su gloria, le han profesado a El y a los hombres un amor tan sin medida que ha llegado hasta la muerte.
las muertes, tanto de Inés como de Teresa
tienen un denominador común:
el amor
Ya te dije (El 14 de octubre de 1943 en los "Cuadernos de 1943") que las muertes, tanto de Inés como de Teresa tienen un denominador común: el amor. Ya fuera la espada o la enfermedad la causa aparente de la muerte de tales criaturas que supieron amar con aquella "infinitud" relativa propia de las criaturas (me expreso así por los sofisticadores de la palabra) que es la copia más acabada de la perfecta infinitud de Dios, el agente verdadero y único fue el amor.
Una sola es la palabra que debería ponerse como epígrafe sobre estos mis "santos". La que de Mí se dice: "Dilexit". Amó. Amó la niña Inés como también la joven Cecilia, amó la serie de hijos de Sinforosa, amó el tribuno Sebastián, amó el diácono Lorenzo, amó Julia la esclava, amó Casiano el Maestro, amó Rufo el carpintero, amó el pontífice Lino, amó el cándido arríate de las vírgenes, la tierna pradera de los niños, la hilera suave de las madres y la viril de los padres, la férrea cohorte de los soldados, la sacerdotal teoría de los obispos, pontífices, sacerdotes y diáconos y amó, por último, la humilde y por dos veces redimida masa de los esclavos.
Amó esta mi corte purpúrea que me confesó entre tormentos. Y, en épocas más apacibles, amó la multitud de los consagrados en los claustros y cenobios, de las vírgenes de todos los conventos y de los héroes del mundo que, viviendo en él, supieron hacer del amor clausura para su espíritu a fin de que viviera éste amando únicamente al Señor, por el Señor y a los hombres a través del Señor.
Esta corta palabra que es la más grande del universo
Amó. Esta corta palabra que es la más grande del universo –porque en su brevedad encierra la fuerza más vigorosa de Dios, la característica más acusada de Dios, el poder más potente de Dios– esta palabra cuyo sonido, pronunciado sobrenaturalmente como definición de una existencia ya vivida, llena de sí la creación y hace estremecer de admiración a la humanidad y de júbilo a los Cielos, es la llave, es la combinación que abre y explica la resistencia, la generosidad, la fortaleza, el heroísmo de tantas y tantas criaturas que por su edad o condiciones familiares y posición parecían las menos dispuestas a tanta perfección. Porque, si todavía no causa asombro el que Sebastián, Alejandro, Mario y Expedito pudiesen desafiar a la muerte por Cristo lo mismo que la habían desafiado por el César, produce ciertamente estupor el que unas poco más que niñas, como Inés, y unas madres pletóricas de amor, hubieran sabido lanzar su vida a los tormentos aceptando como el mayor de ellos el arrancarse de los brazos de los parientes y de sus hijos por mi amor.
Soy Yo el que les infundo la fuerza a estos héroes míos
y a todas las víctimas del incruento pero prolongado
y no menos heroico martirio
Mas la generosidad humana y sobrehumana del mártir por amor corresponde la generosidad divina del Dios del amor. Soy Yo el que les infundo la fuerza a estos héroes míos y a todas las víctimas del incruento pero prolongado y no menos heroico martirio. Yo soy su fortaleza. Soy Yo el que infundo fortaleza tanto a la corderita Inés como al anciano decrépito; a la oven madre como al soldado; al maestro como al esclavo; y después a lo largo de los siglos, a la enclaustrada como al estadista que muere por la fe, a la víctima ignorada como al director de espíritus.
En el fondo no busquéis en sus corazones ni en sus labios otra perla ni otro sabor que éste: "Jesús". Yo, Jesús, estoy allí donde la santidad irradia y la caridad se expande".
Es la media noche. No bien termina Jesús de dictar este fragmento, conecto con mi visión de esta tarde.
La frase: "Habiendo amado Dios infinitamente al hombre, le amó hasta la muerte" me resonaba en el corazón desde esta mañana. Tanto que había hojeado todo el Nuevo Testamento tratando de encontrarla. Mas no he dado con ella o tal vez se me haya pasado o no esté allí.
Medio ciega, me he resignado a cejar en la búsqueda convencida no obstante de que Jesús habría hablado con toda seguridad sobre dicho tema. Y no me he equivocado. Pero antes de hablar de eso, mi Señor me ha regalado con una dulce visión y, con ella en el corazón, me he entregado a mi acostumbrado... reposo, volviéndola a encontrar después, a mi vuelta entre los vivos, tan nítida como en el primer momento.
Parecíame ver pues a modo de pórtico (peristilo o como si fuese un foro), un pórtico de la antigua Roma. Digo "pórtico" porque tenía un hermoso pavimento de mármol y columnas también de mármol blanco sosteniendo a su vez un artesonado decorado con mosaicos. Podía ser el pórtico de algún templo pagano o de un palacio romano o bien la Curia o el Foro. No lo sé.
Adosado a una de las paredes había una especie de trono compuesto de una peana de mármol sosteniendo un sitial. Sobre este sitial aparecía un romano entrado en años vistiendo la toga. Comprendí pues ser éste el Prefecto imperial. Adosadas a las otras paredes, estatuas y estatuillas de dioses y trípodes para el incienso. En medio de aquella sala o pórtico, un espacio libre en el que había una gran losa de mármol blanco. Frente por frente del sitial de aquel magistrado se abría el verdadero pórtico, propiamente dicho, a través del cual se veía la plaza y la vía pública.
Mientras observaba estos pormenores y el gesto ceñudo del Prefecto entraron tres jovencitas en el vestíbulo, pórtico, sala (o lo que usted quiera).
Una de ellas era jovencísima: una niña casi, vestida completamente de blanco con una túnica que la cubría toda dejando al descubierto tan sólo las manos diminutas a partir de sus muñecas de niña. Llevaba la cabeza destocada y era rubia. Peinaba sencillamente con una raya en medio de la cabeza y dos gruesas y alargadas trenzas que le caían por la espalda. El peso de sus cabellos era tal que, sin quererlo, hacíales doblar levemente la cabeza hacia atrás prestándole un empaque de reina. Por entre sus pies retozaba balando un corderillo de pocos días, todo blanco, con su hociquito sonrosado como la boca de un niño.
Detrás de la chiquilla, a pocos pasos de ella, estaban las otras dos jovencitas, una de las cuales era de una edad casi igual a la primera si bien más robusta y de apariencia más vulgar. La otra era de más edad: de 16 a 18 años lo sumo. Ambas vestían igualmente de blanco y llevaban un velo en la cabeza; pero sus vestidos eran más humildes. Parecían doncellas puesto que permanecían en actitud respetuosa hacia la primera. Comprendí que ésta era Inés, la otra, de su misma edad, Emerenciana y la tercera, no lo sé.
Inés, sonriente y segura, avanzó hasta la peana del Magistrado y, en este punto, escuché el siguiente diálogo:
"¿Estaba deseando verme? Aquí me tiene".
"No creo que, cuando sepas por qué te quería, sigas llamando deseo a esta mi voluntad. ¿Eres cristiana?".
"Sí, por la gracia de Dios".
"¿Ya te das cuenta de las consecuencias que esta afirmación te pueden reportar?"
"El Cielo".
"¡Vaya! La muerte es horrible y tú aún eres una niña. No sonrías que yo no bromeo".
"Ni yo tampoco. Te sonrío porque eres el padrino de mis nupcias eternas y te estoy agradecida por ello".
"Piensa más bien en las nupcias de la tierra. Eres hermosa y rica y hay muchos que ya se fijan en ti. No tienes pues sino elegir para ser una patricia feliz".
"Tengo ya resuelta mi elección. Amo al Solo digno de ser amado, ha llegado el momento de mis nupcias y éste es el templo donde se han de celebrar. Oigo la voz del esposo que se acerca y vislumbro ya su mirada de amor. A El sacrifico mi virginidad para que haga de ella una flor eterna".
"Pues si quieres conservarla, lo mismo que tu vida, sacrifica inmediatamente a los dioses. Así lo exige la ley".
"Tengo un único verdadero Dios y a El sacrifico de mil amores" (El texto comprendido en los cinco párrafos precedentes aparece condensado así en el cuaderno autógrafo: "Ni yo tampoco. Te sonrío porque eres el padrino de mis nupcias eternas y te estoy agradecida por ello". "Sacrifica a los dioses. Así lo exige la ley". "Tengo un único verdadero Dios y a El sacrifico de mil amores". Mas posteriormente María Valtorta tachó a pluma todo el fragmento escribiendo encima y cruzado: corregido al dictado de Inés, y en una hojita suelta, que unió al cuaderno, escribió: Mientras hacía la acción de gracias de la Comunión, me ha dicho la mártir Inés: "Has relatado con exactitud, pero has olvidado un punto. Corrígelo así y escribe de esta manera..." (y sigue el fragmento contenido en el texto, en sustitución del tacho por María Valtorta) etc. etc. En efecto, con todas las chácharas habidas en torno mío y el tiempo (6 horas) transcurrido entre la visión y su descripción, por más que yo tenga buena memoria, se me había ido aquella parte del diálogo que, al oírsela repetir a la mártir, recuerdo ahora perfectamente haberla oído. Estoy muy contenta de haber podido subsanar, por benevolencia de la Santa, esta omisión mía y dar la exacta versión del diálogo.).
Y en esto apareció cómo los ayudantes del Prefecto entregaban a Inés una copa con incienso para que lo derramara delante de un dios.
"No son éstos los dioses que yo amo. Mi Dios es nuestro Señor Jesucristo. A El, a quien amo, me entrego a mí misma en sacrificio".
En este punto vi cómo el Prefecto, irritado, daba orden a sus ayudantes de esposar a Inés a fin de impedirle la fuga o cualquier acción irreverente contra los simulacros, siendo desde aquel momento considerada como rea y detenida.
Mas la virgen se volvió sonriente al verdugo diciéndole: "No me toques. He venido aquí espontáneamente porque me llama la voz de mi Esposo que me invita desde el Cielo a las nupcias eternas. No necesito de tus brazaletes ni de tus cadenas. Únicamente me las deberías poner si me quisieras arrastrar al mal. Pero entonces (tal vez) de nada servirían porque mi Señor Dios haría que fuesen más vanas que un hilo de lino para sujetar los puños de un gigante. Ahora bien, para ir al encuentro de la muerte, de la felicidad, de las nupcias con Cristo, no, hermano, no sirven tus cadenas. Yo te bendigo si me proporcionas el martirio. No huyo. Te amo y ruego por tu alma".
Hermosa, blanca y erguida como un lirio, Inés era una visión celestial dentro de la propia visión...
El Prefecto dictó la sentencia que no oí bien. Me pareció que esto se debiese a un lapsus producido en el que perdí de vista a Inés, atenta como estaba a la mucha gente que se había aglomerado en aquel lugar.
En seguida di de nuevo con la mártir, más hermosa aún y jovial que antes. Frente a ella una estatuilla de oro de Júpiter y un trípode. A su costado el verdugo con la espada ya desenvainada. Parecía como que hiciesen una última tentativa para doblegarla. Pero Inés, con ojos chispeantes, agitaba la cabeza y con sus manecitas rechazaba la estatuilla. No andaba ya por entre sus pies el corderillo que estaba, por el contrario, en brazos de Emerenciana, toda llorosa.
Vi cómo hacían arrodillar a Inés sobre el pavimento en medio de la sala, en el sitio donde estaba la gran losa de mármol blanco. La mártir se recogió con las manos sobre el pecho, dirigiendo su mirada al cielo. Lágrimas de sobrehumana alegría emperlaban sus ojos arrebatados en suave contemplación. Su rostro, sin que estuviese más pálido que en un principio, sonreía.
Uno de los ayudantes le cogió las trenzas cual si fuesen cordeles para sujetarle la cabeza, mas no era necesario.
"¡Amo a Cristo!" gritó cuando vio al verdugo levantar su espada, y advertir cómo ésta penetró por entre el omoplato y la clavícula seccionando la carótida derecha y cómo se desplomó la mártir por su lado derecho conservando siempre su posición arrodillada, como quien se echa a conciliar un sueño feliz, pues la sonrisa no desapareció de su rostro siendo velada tan sólo por el chorro de sangre que salía a borbotones de su cuello seccionado.
Aquí tiene descrita mi visión de esta tarde. Por cierto que no veía la hora de poder encontrarme sola para escribirla y solazarme con ella.
Era tan hermosa que, mientras la disfrutaba (me caían lágrimas que, debido a la penumbra de la estancia, creo pasarían inadvertidas a los circunstantes y así estaba con los ojos cerrados, en parte porque me encontraba tan absorta en la contemplación que necesitaba concentrarme y, en parte también por hacer creer que estuviese dormida, ya que no me gusta dar a entender... dónde me encuentro) me resultaba insoportable escuchar parrafadas de frases comunes y por demás humanas entremezclándose, a modo de desperdicios, entre la belleza de la visión y así he dicho, como si me molestara el murmullo: "¡Chitón, chitón!" Pero no era eso sino que quería quedarme sola para poder contemplar en paz como así ha sido en efecto.
Y después me ha hablado Jesús.
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A. M. D. G.