7 febrero 1944, a las 18 horas.
jESÚS Y LOS NIÑOS
Se dirigen a una casa que se levanta donde termina el pequeño muro
He de consignar que esta mujer es extremadamente morena y hermosa, frisando los treinta años
La joven madre le saluda y, sonriendo, le dice: Entra, Maestro, que mi casa es tuya.
Jesús le ruega que le deje el niño
El Maestro, que es siempre maestro, aun con estos pequeños, habla a los mayorcitos de las flores
Mientras habla Jesús entran en el recinto más niños
Algunos niños le muestran a Jesús sus juguetes... rotos
Es mi gozo de hoy.
Veo un paraje montañoso. No sé dónde esté situado. Hay una cadena de montes que entran y salen con sus cumbres de un valle por cuyo lecho discurre un riachuelo de corriente impetuosa, todo él por entre peñascos y espumas. Es angosto, mas, como todos los cursos de agua de las montañas, rápido y de ruidosas cascadas. Corre en dirección sur respecto a la posición en que me encuentro. Hay otros montes más lejanos que están detrás de otro valle al otro lado del declive de la ladera.
Comprendo que me hallo entre un grupo de montes, no demasiado altos, aunque, ciertamente son montes y no colinas, como vienen a ser nuestros Apeninos en tanto lugares, por ejemplo, en el valle de la Magra o cerca de Porreta. La vegetación es más apta para el pastoreo que para ningún otro cultivo. Veo verdes praderas subir y bajar, arriba y abajo de las laderas que, a la hora que me parece ser: la puesta del sol, adquieren en las partes más bajas una tonalidad violeta añil. La estación debe ser: comienzo del verano porque la hierba está rozagante y alta, pero aún no quemada por el sol.
Desde el punto en que me encuentro, veo ascender un camino de herradura en dirección a un pueblo en el que se adentra. Camino característico de montaña, pedregoso y de continúas pendientes. Sube de sur a norte (siempre respecto a mí) de modo que o lo veo penetrar al poblado en esa dirección y correr en contra del riachuelo que va, a su vez, en dirección opuesta, no al poblado sino abajo, al valle.
Hay también otro pequeño camino que, desde el valle, se encarama sobre esta estribación en que se asienta el pueblo. Un estrecho camino que más tiene de senda que de camino y que va contorneando la crestería de la montaña. Tras ésta, abajo, va declinando la montaña en repechos de verdes pastizales hasta tocar el torrentillo espumoso tras el cual se abren más pastizales que asaltan otros montes agrupados al este.
Por esta senda sube Jesús acompañado de sus discípulos. No de todos. Veo a Pedro, a Andrés, a Juan y a Judas Iscariote. No veo a los demás. Jesús va vestido de blanco y envuelto en un manto azul oscuro, más azul mar que azul, con la cabeza descubierta; sube ágilmente y solo. Detrás, en grupo, los cuatro apóstoles hablando entre sí. Jesús, que les precede unos cuantos metros, no habla. Piensa. Mira en derredor, pero no habla en absoluto.
En un punto determinado el sendero discurre pegado a un pequeño muro levantado en seco que delimita (así al menos me parece) una propiedad, como para impedir que la tierra de ésta caiga al valle. Jesús penetra en esta heredad de pastos muy bien cuidados en la que hay profusión de árboles de manzanas, nueces e higos. Todos muy bien atendidos y cargados ya de frutos.
Jesús se detiene un instante, precisamente en el punto donde el espolón del monte forma un a modo de triángulo puntiagudo, semejante al tajamar de una nave. Se apoya en el pequeño muro y mira abajo, arriba y a su derredor. Aguarda a los apóstoles que suben, Pedro en particular, bastante lentamente. Después, una vez juntos, les dirige algunas palabras que no llego a captar. Le veo inclinarse un poco para hablar porque El es mucho más alto que ellos. No percibo las palabras pero intuyo su significado porque veo al Iscariote dirigirse resueltamente a una casa que se levanta donde termina el pequeño muro.
Se dirigen a una casa que se levanta
donde termina el pequeño muro
Es una casa muy diferente de aquella de Caná. Esta no tiene terraza sobre el tejado sino que por encima tiene una especie de cúpula recorva, sin duda para impedir que las nieves invernales se estanquen sobre el tejado pues, dada la situación de la localidad, el invierno debe ser, sin duda, de abundantes nieves o de lluvias al menos. A cambio de la terraza que falta, cuenta a un costado con un ala saliente en la que desemboca la escalera, toda ella exterior, aunque resguardada por un a modo de techo voladizo. Esta ala tiene a ras del suelo un vestíbulo y sobre él una galería cubierta. La casa es completamente blanca resaltando sobre el verde que la circunda. Tiene por delante un extenso espacio herboso en cuyo centro se abre un pozo rodeado de frutales plantados ya con la idea de formar un jardín, puesto que hay sembradas flores en torno a ellos haciendo bancales circulares. Me da la impresión de que es una casa de gente acomodada y más refinada que los de la casa de Caná.
El camino de herradura cruza por delante de la casa, de modo que se puede acceder a ella bien por el atajo o por el camino. La cerca de espinos no supone barrera infranqueable y menos las dos rústicas cancelas abiertas en ella que se encuentran entreabiertas.
Judas entra con toda libertad en la casa cual si conociera perfectamente a quien habita en ella. Sale al momento una agraciada madre de familia rodeada de tres niños con el más pequeño en brazos. Se dirige sonriendo hacia Jesús que, entre tanto, se había acercado al pozo.
He de consignar que esta mujer es extremadamente morena
y hermosa, frisando los treinta años
He de consignar que esta mujer es extremadamente morena y hermosa, frisando los treinta años. Tiene los cabellos muy negros y bastante rizados, cogidos en dos trenzas que le circundan la cabeza. Sus ojos son igualmente negros y grandes, la nariz aguileña y su boca de labios un tanto gruesos y muy encendidos. Es alta y bien conformada y advierto además que viste distinto a como lo hacen María y las otras mujeres que vi en Caná. Lleva también un vestido largo, de un azul casi blanco y, por añadidura, va envuelta del todo en una especie de chal azul oscuro que la ciñe por encima moldeándola. Este chal pasa por debajo de los sobacos, le da dos vueltas completas y un extremo del mismo, el superior, gira después por detrás del hombre izquierdo y sube hasta la cabeza cubriéndola hasta la frente con la punta franjeada.
El conjunto de ella me hace pensar que no es una galilea puesto que sus caracteres somáticos y su vestir difieren de los usuales en las mujeres galileas.
El pequeñín que lleva en brazos, morenito como ella, tendrá a lo sumo dos años. Es un niño hermoso, vestido con una especie de camisita de lana blanca. Los otros niños son: una chiquilla de unos seis años, de cabellos rizados del todo, de color rubio castaño vestida de rojo pálido y dos varoncitos más pequeños, vestidos ambos igualmente con tunicelas de lana azulina como la madre. Deben conocer muy bien a Jesús puesto que se le agolpan en torno riendo.
La joven madre le saluda y, sonriendo, le dice:
"Entra, Maestro, que mi casa es tuya".
La joven madre le saluda y, sonriendo, le dice: "Entra, Maestro, que mi casa es tuya".
Jesús le responde. "El Señor te lo pague" y alarga el brazo derecho –el izquierdo lo tiene doblado sobre el pecho sosteniendo recogido con la mano un extremo del manto– para acariciar al niño. Veo la hermosa mano de mi Jesús tocar la frente del pequeñín que se hace el graciosillo escondiendo entre risas su cabecita contra el cuello de su mamá y, desde ese nido, le mira a Jesús riendo para incitarle a que repita la caricia.
Junto al pozo, situado bajo un manzano cargado de fruta que comienza a madurar, hay un banco de piedra que sirve de asiento. Jesús reposa en él mientras la mujer entra en casa y sale de ella con un jarro.
Jesús le ruega que le deje el niño
Jesús le ruega que le deje el niño que se lo sienta sobre las rodillas mientras la mujer saca el agua y después vuelve con una copa llena de agua y otra de leche dándoselas a Jesús. De entre las manzanas, que aún están verdes, escoge las maduras que se las ofrece también poniéndolo todo en una bandeja colocada sobre el banco al lado de Jesús. Se ve que otras veces ha hecho lo propio y sabe los gustos de Jesús.
Los apóstoles han ido con Judas y beben ellos, a su vez, bajo el soportal.
Jesús bebe primero el agua teniendo el pequeño sobre sus rodillas y ríe porque éste le tira de los cabellos y de la barba. Los otros tres están a su alrededor. Jesús coge las manzanas y da una cada uno de los tres mayorcitos y, por último, coge otra que se la come El también. Al pequeño, a su vez, le da a beber de la leche que hay en la copa y después bebe asimismo El. Jesús está contento y ríe como nunca le vi reír.
La niña va por fin a ponerse en sus rodillas y hunde confidencialmente la cabecita en su regazo. Jesús le acaricia sus rizos. Los dos niños que se habían alejado corriendo, vuelven: el uno con una palomita que sujeta contra el pecho y el otro arrastrando de la oreja a un corderillo de pocos días que bala desesperadamente. Con ello muestran a Jesús sus tesoros.
Jesús se interesa pero, compadecido de la suerte de aquellos dos pobres animalitos, recoge la palomita y, después de admirarla, la deja que vuele a su nido y, subiendo el corderillo al asiento, lo acaricia y lo tiene seguro hasta que la madre de los niños vuelve y lo lleva a su sitio.
La niña, que nada tiene, se agacha y hace un ramillete de flores que se lo entra a Jesús.
El Maestro, que es siempre maestro,
aun con estos pequeños,
habla a los mayorcitos de las flores
El Maestro, que es siempre maestro, aun con estos pequeños, habla a los mayorcitos, teniendo siempre en brazos al más chiquitín, de las flores "tan bellas, desde las más grandes hasta las más diminutas, hechas por el Padre celestial, esas flores que, a los ojos de Dios son hermosas como los niños cuando son buenos. Y para ser buenos precisa ser como las flores que a ninguno hacen mal antes prestan a todos su perfume y su alegría y hacen siempre la voluntad del Señor naciendo donde El quiere, floreciendo cuando El lo dispone y dejándose tomar si a El así le place.
Habla de las palomas "tan fieles a su nido y tan pulcras que jamás se posan sobra cosas sucias, que recuerdan siempre su casa y a las que Dios ama por ser fieles y puras. También los hijos de Dios deben ser así: como las tortolillas, que aman la casa del Señor en la que hacen su nido de amor y que, para ser dignos de ella, saben conservarse puros".
Habla de los corderillos, "tan mansos, tan pacientes y resignados, que dan lana, leche, carne y se dejan inmolar en nuestro provecho dándonos tan alto ejemplo de amor y de mansedumbre. Los corderitos son amados por Dios hasta tal extremo que llama 'Cordero' a su propio Hijo. El buen Dios ama como hijos predilectos a quienes saben tener alma de cordero hasta la muerte".
entran en el recinto más niños
Mientras habla Jesús entran en el recinto más niños que se le van agrupando. Y no sólo niños sino también adultos que escucha. Hay también otras madres que le ofrecen a Jesús sus pequeñines, algunos de ellos enfermos, para que los acaricie y los tenga en brazos un momento. Los más grandecitos ya se valen solos para ello.
Jesús se ve rodeado de una verdadera nidada de párvulos. Los tiene por delante, a los costados, por los hombros y entre las piernas. No puede moverse. Con todo se ríe en medio de aquel cerco bullicioso y un poco revoltoso también. Todos quieren el primer puesto y en esto los dueñecitos de casa no están por cederlo, cosa que da pie a Jesús para ser maestro una vez más: "Ni en el bien hay que ser egoístas. Ya sé que me amáis y por eso estoy muy contento. También Yo os amo; pero os amaré mucho más si ahora dejáis a esos otros venir a Mí. Como buenos hermanos, un poco para cada uno. Todos sois hermanos e iguales a los ojos de Dios y a los míos. Todos iguales a los ojos de dios y a los míos. Todos iguales. Es más, aquellos que son obedientes y aman a sus compañeros, a esos les amo Yo más y les ama Dios".
El enjambre, para demostrar que ... son obedientes y saben amar, se disgrega de golpe. Todos son buenos (!). Jesús ríe.
Mas enseguida se forma otra vez el enjambre inocente a despecho mismo de las madres que no querrían tanta intromisión irrespetuosa y, más que nada, de los discípulos. El Iscariote es el más intransigente y el que menos, Juan que se sienta sobre la hierba y ríe también él rodeado de chiquillos. Judas les pone mala cara y refunfuña. También Pedro se queja.
Mas a los niños, estrechados en torno de Jesús, no les importa por ello. Miran con recelo a los gruñones y, si no fuera por el respeto de Jesús, les harían cualquier burla a los dos. Se sienten protegidos al lado de Jesús que les abre los brazos atrayendo hacia Si a cuantos más niños puede: un manojo de flores vivas.
Algunos niños le muestran a Jesús
sus juguetes... rotos
Algunos niños le muestran a Jesús sus juguetes... rotos, y Este, con un trocito de rama, repone el eje de las ruedas de un carrito, y con una cuerdecita y el refuerzo de un taruguito ajusta la pata de un caballito de madera. Hay algunos zagalillos que, dejando por un momento su rebaño en el camino –a la sazón está declinando la tarde– se acercan a Jesús que les acaricia y bendice. Uno le lleva una ovejita herida a Jesús quien, no queriendo que a su pequeño amigo le regañe el amo, restaña la sangre de la misma y se la entrega.
Entra una madre abriéndose paso. Lleva en brazos a un niño macilento y enfermo. Está muy enfermo y va caído del todo sobre el pecho de su madre. Jesús, que había ya tocado a otros niños enfermizos que sus madres le presentaran, abre los brazos y toma en ellos al medio mortecino. La madre se lo encomiendo llorando.
Jesús la escucha y le mira. Después mira a la pobre criaturita demacrada y exangüe. La acaricia y besa acunándola un poco porque llora. El niño, o niña, –no advierto qué sea pues lleva una melena larga que le llega hasta las orejas– abre los ojos y le mira a Jesús con una sonrisa triste. Jesús le habla bajito. No entiendo lo que le dice porque su voz es un susurro. El enfermito sigue sonriendo.
Jesús se lo devuelve a su madre que llora y, mirándola fijamente con sus ojos dominadores, le dice: "Ten fe, mujer. Mañana tu niño jugará con todos éstos. Vete en paz". Y traza una vez más un signo de bendición sobre su carita de cera.
Y aquí, Padre, me parece acercarme a mi Jesús y decirle: "Pero ¿qué es lo que tienen tus manos, Maestro, que cuanto tocan se arregla, cura o cambia de aspecto?"
Pregunta, en verdad, por demás necia, pero a la que mi Jesús responde con bondad divina: "Nada, hija, de no ser el fluido de mi amor inmenso. Mira mi mano, obsérvala". Y me tiende su mano derecha.
La tomo con veneración con las puntas de mis dedos presionando en las yemas de los suyos. No me atrevo a más mientras el corazón late fortísimamente. Nunca había tocado a Jesús y si bien El me había tocado a mí, yo jamás me había atrevido. Ahora sí le toco. Siento el calor tibio de sus dedos, la tersura de su piel y sus uñas alargadas (alargadas, no sobresaliendo, sino bien conformadas sobre la última falange). Veo sus largos y sutiles dedos, la palma notablemente cóncava. siendo el metacarpo mucho más corto que los dedos y observo en el arranque de la muñeca el recamado de las venas.
Jesús me deja su mano benignamente. Ahora se pone de pie y yo estoy de rodillas; por lo que no le veo el rostro aunque siento que sonríe por reflejarse la sonrisa en su voz.
"¿No ves, alma a la que amo, no ves cómo no hay nada? Mis años de trabajador dejaron en Mí la capacidad para arreglar los juguetes de los niños y de ella me valgo porque sirve también para atraer hacia Mí esas criaturas a las que amo con predilección: los niños. Mi humanidad, que recuerda su condición de menestral, opera en esto. Y mi divinidad opera en eso otro de curar a los niños enfermos del modo que compongo los juguetes enfermos y los corderitos.
Nada tengo fuera de mi amor y de mi poder de Dios
Y sobre ninguno los derramo con tanto gozo como sobre estos
inocentes a los que os propongo por modelos
para entrar en el reino de los Cielos
Nada tengo fuera de mi amor y de mi poder de Dios Y sobre ninguno los derramo con tanto gozo como sobre estos inocentes a los que os propongo por modelos para entrar en el reino de los Cielos. (Mt 19, 14; Mc 10, 14-15; Lc 18, 16-17.). Yo descanso en medio de ellos. Son sencillos y sinceros. Y Yo, que soy el Traicionado y siento repugnancia del que traiciona, encuentro paz al lado de éstos que no saben traicionar; y Yo que seré Aquel de quien tantos han de desconfiar, me siento feliz al lado de éstos que no saben desconfiar. Y Yo, que he de ser repudiado por quienes, con reflexión de adulto, pensarán en ponerse a buen recaudo en las horas de borrasca, encuentro consuelo al lado de éstos que creen en Mí sin pensar en si su creer les ha de reportar un bien o un mal. Creen porque me aman.
Sé tú también como una niña, como una de éstas y tendrás el reino de los Cielos que se abre ante el empujón impaciente de Jesús que arde en deseos de tener junto a Sí a quienes más amó por ser los que más le amaron.
Vete ahora en paz. Te acaricio como a uno de estos pequeñines para hace feliz. Vete en paz."
Advierta que la visión ha venido mientras, disgustada por una contestación grosera, –y no la única de hoy– lloraba abatida y desolada, llena de aflicción y de disgusto al comprobar la manera de ser de algunos. La visión me ha clamado desde su inicio y me ha alegrado después. Pero cuando, más adelante, he podido gozar sintiendo los dedos de Jesús, entonces es cuando he llegado a experimentar cómo la dulzura del éxtasis se sobreponía a toda amargura.
Me miro la mano que escribe y aún guarda la sensación de haber tocado la de Jesús, pareciéndome santa como cosa tocada a una reliquia (Esa mano, la derecha, quedará blanca, a la muerte de María Valtorta, mientras la izquierda estaba lívida.). ¡Que mi Jesús sea bendito!.
135-143
A. M. D. G.