vIERNES 11 FEBRERO 1944,
A LAS 23,30 HORAS.
La Pasión de Jesús.
Desde el huerto de Getsemaní
hasta Jesús con la cruz a cuestas.
Jesús y los suyos caminan hacia el olivar
Aguardadme aquí vosotros mientras Yo hago oración.
Aquí es donde se detiene Jesús
Acto seguido vuelve sobre sus pasos y torna adonde sus tres discípulos
Torna al mismo peñasco y se arrodilla sumiéndose en una más intensa oración.
Vuelve de nuevo adonde los tres que duermen más profundamente que antes
Jesús les mira, mueve la cabeza y vuelve por los mismo pasos a su peñasco.
Se levanta acto seguido y marcha hacia los discípulos dejando el manto donde está.
Los doce apóstoles huyeron a la desbandada y Jesús se encuentra solo rodeado de sus verdugos.
Entre gritos y sevicias se llega a la casa de Caifás en donde es interrogado por Anás
Jesús se vuelve para mirar a Pedro que se ha quedado solo. Juan ya no está.
Pilatos le interroga y, no hallando en el nada de qué condenarle,... lo manda a Herodes ...
Jesús condenado a muerte, camino del Calvario
Vuelve a reproducírseme más distintamente la visión de las primeras horas de hoy, indicándome Jesús que la describa. (Mt, 26, 36 al 27, 32; Mc desde el 14,32 al 15,20; Lc desde el 22, 39 al 23,25; y Jn desde el 18,1 al 19,22).
Jesús y los suyos caminan hacia el olivar
Jesús, en medio del grupo de sus discípulos, marcha a través de un mal camino pedregoso alumbrado por un tenue claro de luna. Uno de los suyos porta consigo una antorcha por ver de iluminar mejor el camino. No está Judas. A la luz de la antorcha veo que el vestido de Jesús es de color rojo pálido y su manto de un rojo más oscuro
El grupo, a cuyo frente va Jesús que se apoya en Juan cual si estuviese cansado, atraviesa un riachuelo de aguas escasas. Tan sólo en su centro lleva agua que discurre borbollando entre las piedras. Lo demás del cauce, que no pasa de cinco o seis metros de ancho, se encuentra seco, blanqueando los guijos del fondo a la luz de la luna que convierte en plata el agua cantarina del riachuelo. Sobre este curso de agua hay tendido un puentecillo sobre el que pasa el grupo.
Ese mal camino aún continúa algunos metros más adelante, pero a sus lados se dan ya aquí olivos y hierba, desembocando, al fin, en un auténtico olivar.
Su descripción es así:
Al comienzo, el suelo es ondulado partiendo de una como plazuela irregular que viene a ser a modo de hondonada herbosa cercada y poblada de olivos. Después el suelo va subiendo y bajando en escalones y hondonadas prestándole la apariencia de un rústico anfiteatro. Los olivos hacen guardia como centinelas apostados en los naturales contrafuertes de este lugar. Se parecen mucho a nuestros olivares, generalmente diseminados, que forman escalones en las laderas de nuestras colinas.
Jesús dice a sus discípulos que le esperen en la plazuela herbosa; pero después, como si se hubiera arrepentido de irse solo o abrigase algún temor, llama a Pedro, a Juan y a Santiago y se va con ellos remontando la primera pendiente.
Aguardadme aquí vosotros mientras Yo hago oración.
Llegados a este punto, les dice a los tres: "Aguardadme aquí vosotros mientras Yo hago oración. Pero no os durmáis porque podría necesitaros. Por caridad os pido, orad. Vuestro Maestro se encuentra espiritualmente muy abatido..." Recalca sobremanera la palabra "muy" y las dos últimas frases las dice con un tono de profunda tristeza. Tiene la voz más grave y triste por una pena interior; es una voz cansada y triste.
Pedro, que había tomado la antorcha de manos de uno de los que Jesús dejó anteriormente, dice: "Estáte tranquilo, Maestro. Velaremos y haremos oración y acudiremos tan pronto como nos llames".
Jesús les deja y camina dándoles la espalda. Trepa cabizbajo buscando con la mirada, a la luz de la luna que ahora se muestra más elevada y diáfana, dónde posar los pies.
Tras hacer unos cuantos metros de camino, traspone un escalón que surge delante y que queda entre él y los tres apóstoles. El escalón es alto, de unos centímetros, medio metro poco más o menos al principio, pero que se va elevando rápidamente, ya que el sendero tomado por Jesús es descendente y así los escalones del terreno se elevan de súbito cada vez más altos. A los pocos metros se aprecia ya un desnivel de algunos centímetros sobre la estatura de Jesús. Se ve también allí un bloque de piedra colocado por la misma naturaleza o por el hombre tal vez para contener la pendiente.
Aquí es donde se detiene Jesús
Aquí es donde se detiene Jesús. Casi bajo sus pies tiene la copa plateada de un olivo del bancal inferior y sobre su cabeza las ramas retorcidas de otro olivo, curvo del todo, que se alarga en el vacío desde el bancal superior al en que está la piedra. La luna se filtra con otros tantos ojos y haces de luz por entre las hojas diminutas que se agitan de continuo movidas por un ligero viento.
Jesús ora erguido, de pie sobre la piedra, con el rostro vuelto al cielo y abiertos en cruz los brazos. Su oración es ardiente. Le oigo suspirar y susurrar palabras con apremiante anhelo. Se vuelve después apoyando su espalda en el peñasco y mira... Más allá de los penachos en desorden de los olivos que van descendiendo a sus pies siguiendo los desniveles de la colina, se divisa Jerusalén, blanca toda ella al claror de la luna y, en apariencia, por completo sosegada, bonancible y dormida. Jesús, con los brazos cruzados sobre el pecho, la mira fijamente y suspira con redoblada angustia
Acto seguido vuelve sobre sus pasos
y torna adonde sus tres discípulos
Acto seguido vuelve sobre sus pasos y torna adonde sus tres discípulos que han encendido una fogata, bien para contrarrestar el frío de la noche o para resistir mejor el sueño. Pero, es lo cierto, dormitan ya, pues sus cabezas, sobre todo la de Pedro, se bambolea sobre el pecho.
"¿Estáis durmiendo? ¿Ni siquiera una hora habéis sabido permanecer en vela? ¡Con la necesidad que Yo tengo de vuestro consuelo y de vuestra oración...!" Los tres se revuelven restregándose los ojos. "Orad y velad pues también vosotros tenéis la misma necesidad". Y los deja tornando a su puesto.
A la luz de la luna que le da en el rostro haciendo que parezca blanco hasta su vestido, veo, mientras camina por el sendero, que tiene el rostro profundamente abatido, martirizado por un dolor interno. Parece como si hubiera envejecido. Su mirada ya no destella y su boca se contrae con un rictus de tristeza.
Torna al mismo peñasco y se arrodilla
sumiéndose en una más intensa oración.
Torna al mismo peñasco y se arrodilla sumiéndose en una más intensa oración. Ruega y medita quedando abrumado en su meditación le advierto sobresaltado y le oigo cómo gime. Le veo elevar las manos juntas más arriba de la cabeza, apoyarlas en la piedra con la frente sobre los pulsos y permanecer así en continua súplica. Cuando levanta el rostro, la luna, que cae ahora perpendicularmente sobre El, me permite vérselo bañado por el llanto.
Se incorpora. Da pasos adelante y atrás murmurando palabras que no alcanzo a recoger, elevando los ojos y las manos al cielo y volviendo a bajarlos con un gran abatimiento. Sufre, llora y está turbado.
Vuelve de nuevo adonde los tres
que duermen más profundamente que antes
Vuelve de nuevo adonde los tres que duermen más profundamente que antes. Hasta la pequeña lumbre dormita también. "Pero, cómo, ¿aún dormís? Orad. No dejéis que os venza la carne. Que en modo alguno os venza la carne pues si el espíritu está pronto, la carne es débil. Ayudadme".
Los tres se disculpan. Abandonan la postura cómoda que habían adoptado, van en busca de ramas y para ello se levantan y desperezan avivando el fuego. La llama permite ver un rostro tan atormentado que sería capaz de mantener despierto a un moribundo. Pero los tres se hallan transidos de sueño...
Jesús les mira, mueve la cabeza
y vuelve por los mismo pasos a su peñasco.
Jesús les mira, mueve la cabeza y vuelve por los mismo pasos a su peñasco.
Ora nuevamente, primero con las manos en alto extendidas en cruz y después arrodillado como antes con las manos juntas. A continuación calla pensativo. Sufre sin duda atrozmente puesto que ahora solloza sin rebozo caído sobre sus talones e invoca al Padre con tal congoja... Parece un niño torturado llamando al único que le puede salvar.
Mas se recobra y tras haber suplicado entre gemidos: "¡No, no! ¡Es por demás amargo este cáliz! ¡Padre, aléjalo de tu Hijo!", se repone y dice: "Pero no me escuches, Padre, si lo que te pido es contrario a tu voluntad. No tengas encuentra que soy tu Hijo sino tu siervo. ¡No se haga mi voluntad sino la tuya!".
Y, una vez hecha esta plegaria,
se abate sobre El la marea de todos los dolores del mundo.
sobre su cabeza, se deja ver una luz potente
Y, una vez hecha esta plegaria, se abate sobre El la marea de todos los dolores del mundo prensándole, aplantándole y derribándole. Materialmente no es sino un algo miserable que está doblado en el suelo con el rostro contra la tierra sobre la hierba fresca que es la única que con piedad alivia su fiebre. Tiene la semejanza de un moribundo. Espiritualmente es un alma torturada, una mente empavorecida, un corazón destrozado por el abandono del Padre, por su rigor, por el conocimiento del tormento que le aguarda, por tantas, tantísimas cosas...!
Así permanece por largo rato cuando, sobre su cabeza, se deja ver una luz potente –no aprecio sino una luz blanquísima– y Jesús levanta la cabeza. La luz de la luna y la luz angélica me muestran un rostro enrojecido de sangre. Las lágrimas marcan dos surcos blancos en aquella máscara roja. Hasta las manos parecen enrojecidas igual que los brazos que El levanta en dirección a la luz. Se despoja de su manto de color rojo oscuro y se seca con él el rostro, las manos, el cuello y los brazos. Mas el sudor sanguíneo continúa fluyendo y así cada uno de los poros tiene su gota que va formándose y aumentando hasta desprenderse. La hierba sobre la que ha tenido posado su rostro aparece más oscura teñida como está de sangre.
Jesús se encuentra desasosegado como quien tiene un malestar. Se sienta en la piedra apoyándose en ella en actitud de abandono con la cabeza doblada sobre el pecho y los brazos caídos a ambos lados del cuerpo. La luz angélica, que está sobre El, se desvanece a continuación confundiéndose con el rayo de luna.
De nuevo se ve solo Jesús si bien se siente más confortado. Se seca otra vez cuidadosamente el rostro y las manos con el manto que después dobla colocándolo sobre la piedra y apoyando en él su cabeza y sus manos en una última plegaria.
Se levanta acto seguido y marcha hacia los discípulos
dejando el manto donde está.
Se levanta acto seguido y marcha hacia los discípulos dejando el manto donde está. Su túnica de color rojo pálido, aparece manchada cual si estuviese mojada con algún líquido oscuro. Ahora bien, su rostro ha vuelto a tomar su aspecto majestuoso por más que aparezca inmensamente triste y pálido en grado mucho mayor de lo acostumbrado.
Los tres, cómodamente tendidos y arrebujados del todo en sus capas, duermen junto al fuego ya definitivamente apagado.
Jesús les menea: "¡Arriba! Vamos, que ya está cerca el que me traiciona".
Los tres, confusos por el reproche y el sueño, se levantan aturdidos y, mirando en derredor, no ven sino la luna y los olivos...
irrumpen en el anfiteatro en el que ya están reunidos Jesús
y los tres con los otros ocho,
Judas y un tropel de brutos patibularios
Mas, mientras con ojo avizor se miran entre sí y dirigen sus miradas al Maestro como preguntándose y preguntándole dónde está el traidor, irrumpen en el anfiteatro en el que ya están reunidos Jesús y los tres con los otros ocho, Judas y un tropel de brutos patibularios que nada tienen de soldados sino mucho de delincuentes.
Judas se acerca a Jesús que le dirige una de esas miradas suyas dominadoras y destellantes que no le he visto en toda la tarde. Judas afronta esa mirada. La resiste –no sé cómo lo pueda hacer– y, sonriendo melosamente, se acerca más y besa al Maestro en su mejilla derecha.
"Amigo, ¿a qué has venido?". Judas baja sólo por un instante la cabeza. "¿Con un beso me traicionas?" Si en la primera frase se descubre todavía una reconvención, una queja, una última tentativa del Maestro y del Salvador para atraer a Judas al arrepentimiento, en la segunda, a la vista de su alma cerrada tenazmente al remordimiento, no se aprecia sino la desolada constatación de la realidad.
El tropel se abalanza con cordeles y garrotes tratando de prender a todos menos a Judas.
"¿A quién buscáis?" pregunta Jesús con voz tranquila.
"A Jesús Nazareno".
"Yo soy". Su voz aquí es un trueno. Esta declaración de su personalidad ha tenido que oírla toda la tierra. Aquellos truhanes caen fulminados al suelo.
"¿A quién buscáis? os digo".
"A Jesús Nazareno".
"Ya os he dicho que soy Yo. Dejad pues en paz a éstos. Aquí me tenéis. Dejad las espadas y garrotes, que no soy ningún ladrón. De continuo me teníais entre vosotros; ¿por qué no me prendisteis entonces? Pero bien, esta es vuestra hora y la de Satanás. Vayamos. Y tú, queda curado, en el alma lo primero". Y habiéndole tocado la oreja seccionada, se la vuelve a dejar sana.
Es el último ademán que puede hacer con las manos puesto que se las ligan con una cuerda más propia de atar bueyes que personas. Le pasan otra por el talle y así un grupo se agarra al extremo de la cuerda de las manos y otro al de la cintura.
Los doce apóstoles huyeron a la desbandada
y Jesús se encuentra solo rodeado de sus verdugos.
Los doce apóstoles huyeron a la desbandada y Jesús se encuentra solo rodeado de sus verdugos.
Se inicia la marcha. Unos le tiran de un lado y otros de otro, de modo que choca aquí y allá contra troncos y muretes resultando con frecuencia trompicado.
Al llegar al puentecillo, un tirón más fuerte le hace chocar contra la barandilla de madera. Su boca sangra por la violencia del choque y mientras se incorpora llevándose a la boca sus manos atadas para limpiarse la sangre, los bribones corren al cascajar a fin de proveerse de cantos, lanzando las piedras contra Jesús. Y, en vista de que también le golpean los de la escolta, se arma una verdadera zapatiesta que termina en garrotazos sobre la espalda y la cabeza. Al estar ya ocultándose la luna, son las teas los que iluminan la escena.
Entre gritos y sevicias se llega a la casa de Caifás
en donde es interrogado por Anás
Entre gritos y sevicias se llega a la casa de Caifás en donde es interrogado por Anás que le estaba esperando. En el patio existente delante de la casa se ven ya muchos rostros patibularios y de sacerdotes.
Juan, junto con Pedro que aparece indeciso, entra igualmente y se acerca al fuego encendido en el centro del patio ya que la noche se ha puesto fría y ventosa como si hubiera de sobrevenir un temporal. Se ve que, tras haber huido en un principio, se han vuelto uniéndose a la chusma vocinglera.
Jesús es llevado a la sala semicircular del Sanedrín. Los escaños están situados en el arco de la sala y en el lienzo recto de la misma aquellos más destacados del Sumo Sacerdote y de los cargos de superior relevancia. En el centro hay un espacio libre al que se le lleva a Jesús pare ser interrogado por la rencorosa asamblea y acusado por falsos testigos.
Jesús calla. Mira y calla. Se muestra manso, inofensivo y paciente. Está de pie, con su vestido manchado por el sudor de sangre, ahora ya seco dándole con ello una apariencia un poco más oscura. Tiene ya dos o tres moraduras en las manos y en el rostro, efecto de las pedradas y garrotazos, y en la frente, un hilo de sangre va bajando de una herida abierta por una piedra cortante. En la boca, el labio lo tiene levemente hinchado. Pero, con todo, aparece tan bello, tan divino...!
A la pregunta del Sacerdote: "Yo te conjuro por Dios vivo a que nos digas si eres el Cristo Hijo de Dios", Jesús responde: "Tú lo has dicho. Lo soy. De aquí en adelante veréis al Hijo del hombres, sentado a la derecha del poder de Dios, venir sobre las nubes del cielo. De lo demás, ¿a qué me interrogas? Durante tres años he hablado en público. Nada he dicho en oculto. Interroga a los que me han oído. Ellos te dirán cuanto les he dicho y he hecho":
Uno de los guardias le da un guantazo que le hace tambalear hiriéndole precisamente en la boca tumefacta y diciendo: "¡Satanás!, ¿así respondes al Sumo Sacerdote?".
Jesús le mira con piedad y replica: "Si he hablado mal, dime en qué he faltado y si he dicho bien ¿por qué me pegas?".
Mas aquel bofetón es la señal para iniciar una zarabanda de burlas y golpes.
Mientras los sinedritas proclaman no haber necesidad de más para condenarle, los guardias y otros tipos mal encarados le vendan a Jesús los ojos y, turnándose, le golpean y empujan diciéndole: "Gran profeta, di quién te ha pegado".
Amanece entretanto y, al filtrarse la luz del alba en la sala, resultan más lívidos los rostros de los sinedritas y más céreo el de Jesús en el que los golpes han dejado huellas violáceas.
Jesús se vuelve para mirar a Pedro que se ha quedado solo.
Juan ya no está.
El Sanedrín toma sus últimas decisiones y Jesús es sacado fuera. Al pasar por la galería existente al costado de la sala, que es tres escalones más alta que el patio, Jesús se vuelve para mirar a Pedro que se ha quedado solo. Juan ya no está. Su mirar es de un dolor tan acongojado que me parte el corazón lacerado ya con la contemplación de la agonía del Getsemaní. El canto del gallo hiende el aire puro del primer despuntar de la mañana a modo de una llamada de luz. Pedro dobla la cabeza y sale de allí tambaleándose.
También sale Jesús rodeado de aquella turba de verdugos alborotadores, reemprendiendo el camino entre pedradas, garrotazos, ultrajes e inmundicias lanzadas contra El. La gente que se dirige a los mercados se une al cortejo que va engrosando por momentos. Corre la voz y toda Jerusalén se lanza precipitadamente a contemplar el espectáculo. Salen los guardias a contener a la multitud que se vuelca sobre el Pretorio y toman a Jesús bajo la custodia.
no hallando en el nada de qué condenarle,...
lo manda a Herodes ...
Pilatos le interroga y, no hallando en el nada de qué condenarle, se muestra dispuesto a ponerlo en libertad. Mas los Judíos le increpan desde fuera del Pretorio y arman un tumulto. Entonces Pilatos, habiendo oído que Jesús era de Nazaret, lo manda a Herodes a cuya jurisdicción corresponde Galilea.
Nuevo transitar por las calles cada vez más tumultuosas en medio de mayores golpes, blasfemias, esputos e inmundicias.
Herodes, con cara de galeote, le interroga prometiéndole que le salvará la vida si realiza prodigios en su presencia. Más Jesús calla al tiempo que los escribas y sacerdotes le acusan. Entonces Herodes hace que le pongan una túnica blanca sobre su vestido y, tras burlarse de El, se lo devuelve a Pilatos.
Yo creo que en las casas de Jerusalén no han tenido que quedar más que los muertos y moribundos, pues todos los demás, a excepción de los niños de pecho, están fuera lanzando imprecaciones contra Jesús.
Pilatos, muy disgustado, vuelve a interrogar a Jesús. Mas, aun cuando no quiere disgustar al Sanedrín ni soliviantar a la multitud, un residuo de justicia le impide juzgar a Jesús culpable y, tomando una vía intermedia, decide ponerlo en libertad tras hacerle flagelar. Así lo dispone.
Mas la turba grita: "Pon en libertad a Barrabás y condena al de Nazaret".
Pilatos ordena a los soldados que conduzcan a Jesús a los flagelos. Veo cómo le llevan a un patio interior enlosado de mármol de variados colores y rodeado de pórticos en cuyo centro hay una columna mucho más alta que un hombre de la que sobresale un brazo de hierro con una anilla que pende del mismo.
Le hacen desnudar a Jesús que se despoja de la sobretúnica puesta por Herodes, de su vestido rojo, de una túnica corta que llevaba debajo del vestido, quedándose en calzoncillos, como ya lo vi en el Bautismo, y con las sandalias. A continuación se dirige humildemente a la columna. Le atan las manos que hubieron de desligarle para que se desvistiera y pasan el cabo de la cuerda por lanilla. Para poder hacerlo, un soldado se sube a una banqueta. Tiran de la cuerda de modo que Jesús apenas si toca el suelo con las puntas de los pies teniendo los brazos en alto más arriba de la cabeza y, debido a su elevada estatura, casi alcanza la anilla con las manos. Aseguran debidamente la cuerda y comienza la flagelación.
Un verdugo por delante y otro por detrás –no son soldados de la cohorte sino dos tipos mal encarados de apariencia oriental pagados sin duda por el Presidente para ejercer de verdugos– levantan y abaten el instrumento de tortura consistente en un látigo hecho con tiras de cuero rematadas en una especie de macillo de hierro o de plomo. Alternándose, el verdugo que está delante de Jesús golpea el pecho y el lado izquierdo, mientras que el que está detrás le golpea la espalda y el lado derecho. Es una sucesión de golpes. Silban las correas en el aire, resuenan los flagelos sobre el cuerpo del Redentor y la piel se cubre de ampollas azuladas que se abren brotando de ellas la sangre al recaer los golpes sobre las partes ya golpeadas.
De no estar Jesús suspendido, ciertamente caería; mas, al encontrarse amarrado con la soga, no puede caer. Ahora bien, pende medio desvanecido con la cabeza caída hacia adelante, de suerte que algunos golpes le dan asimismo en la cabeza. No en el rostro sino en la cabeza.
Una vez que ya están cansados, se paran. El cuerpo de Jesús aparece cebrado con moraduras y bañado en sangre. Muchas de esas moraduras, al encontrase abiertas, son heridas que muestran al descubierto la carne viva.
Al desligarlo, cae desplomado al suelo como muerto. Lo dejan allí por algún tiempo y, de cuando en vez, le dan puntapiés con el pie calzado de sandalias militares (cáligas). Después al ver que no se mueve, un soldado lo levanta sentándolo contra la columna y le lanza encima un balde de agua fría que coge de la fuente situada bajo el pórtico.
Jesús suspira profundamente y hace por levantarse sin conseguirlo. Entonces, como... consuelo, un soldado le sacude un baquetazo con el asta de la lanza en la cara asestándole el golpe entre el pómulo derecho y la nariz. Jesús vuelve sus ojos y le mira. Y, apoyando sus manos en el suelo, se levanta.
Le mandan que vuelva a vestirse. Pero mientras El dobla su cuerpo atormentado para recoger los vestidos –operación que realiza fatigosamente, tambaleándose y doblándose a duras penas– un soldado da una patada a los vestidos lanzándolos lejos. Jesús va donde han quedado y se agacha. Nueva patada de otro soldado y así otras más haciéndole dar vueltas por el patio entre burlas obscenas. Cada vez que el Salvador se dobla, se abren nuevas ampollas sangrantes o vuelven a abrirse las ya abiertas chorreando nueva sangre de ellas.
Por fin le permiten que se vista y Jesús se pone la túnica, el vestido y, encima de éste, la vestidura blanca de Herodes, bien para ocultar mejor las manchas que en él dejó el sudor de sangre o para resguardarse del frío ya que tiene unos escalofríos que le hacen estremecer del todo. Y nuevamente le ligan las manos.
Pero como Pilatos está comiendo y los soldados no saben qué hacer; para matar la espera, puesto que uno de ellos dice que la turba le insulta tratándole de falso rey de los Judíos, "¡Vaya rey que tiene allí...!", convienen en coronarlo y así uno de los soldados sale y marcha a otro patio que hay más adentro volviendo con un manojo de ramas espinosas que a mí me parecen de majuelo silvestre. Les quitan con la daga todas las hojas y las yemas de las flores, arman con las ramas una corona y la encajan en la cabeza del Redentor.
La primera vez resulta la corona excesivamente amplia y se hunde hasta el cuello. La desenzarzan y, al hacerlo, le arañan las mejillas estando a punto de dejarle ciego. A la segunda les resulta demasiado estrecha y, por más que la aprietan, no le ajusta en la cabeza. Se la quitan otra vez arrancándole al hacerlo muchos cabellos que se habían enredado entre las espinas. Por fin le queda bien. bien, se entiende, en la medida ya que, en modo alguno, le puede resultar bien a mi Jesús. Una espina le penetra, precisamente en la sien izquierda y tres perforan a la vez su frente por encima de la nariz, si bien es en la zona capilar.
Después los soldados se hacen con un trozo de tela roja, vieja, pingajo de la capa de algún centurión que se la echan por los hombros y, partiendo una caña, tras pegarle con ella en la cabeza, se la ponen entre sus manos atadas en plan de investidura burlesca y le hacen sentar en un taburete contra la columna mofándose de El de mil maneras.
Se me ha olvidado decir que, cuando Jesús se encorvaba para recoger sus vertidos, parecíame verle en la cintura un ceñidor de cuero o de crin a modo de cilicio. No estoy segura porque apenas sobresalía de los calzones cuando se doblaba.
Jesús no dice absolutamente nada. Calla y deja hacer. Tan sólo mora a sus torturadores y con una mirada que no puedo soportar sin llorar.
Se presenta un militar de graduación que ordena se conduzca a Jesús ante Pilatos.
Este se encuentra en una sala abierta por delante a modo de pórtico y más elevada que la calle. La silla curul aparece en el centro.
En la calle, caldeada por un sol bochornoso que cae perpendicularmente desde un cielo cargado de nubes en el horizonte, la multitud se agita tumultuosamente. Los fariseos y los escribas están en primera fila.
Pilatos presenta a Jesús ante el gentío: "Aquí tenéis al Hombre, a vuestro rey. ¿No basta todavía?"
"¡Barrabás, Barrabás! Pon en libertad a Barrabás y da muerte a Este. No tenemos otro rey que el César".
Pilatos se encoge de hombros mascullando: "¡Hipócritas!" y se vuelve después hacia Jesús diciéndole: "¿Lo oyes? ¿Qué tengo que hacer contigo?"
"Lo que te dicte la conciencia".
Pilatos recapacita y vacila. Querría libertar a Jesús, pero los sacerdotes le atruenan los oídos gritándole: "Si pones a éste en libertad, no eres amigo del César".
El miedo de lo que pueda llegar a sucederle le obliga a Pilatos que se lava las manos diciendo: "Me encuentro limpio de la sangre de este justo que vosotros queréis derramar".
"Que caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos con tal de que sea crucificado".
Jesús condenado a muerte, camino del Calvario
Pilatos llama al centurión y a un esclavo a los que hace traer una tabla en la que fija un cartel en el que hace escribir al esclavo: "Jesús Nazareno, Rey de los Judíos". Da órdenes al centurión para que tome una sección de la cohorte y se dirija al Calvario con Jesús y dos ladrones ya condenados a la crucifixión. Acto seguido se ausenta Pilatos.
Se organiza el cortejo que lo encabeza un grupo de soldados a caballo con el centurión al frente. Después viene Jesús y, detrás de El, los dos ladrones.
No acierto a comprender cómo dicen que la cruz fue armada sobre el Calvario. ¿Cómo habían de poder darle solidez allí si no hubiera sido ya antes fabricada? Es una cruz pesada, mucho más alta que Jesús y con sus brazos muy sólidamente unidos.
La desligan las manos a Jesús y le dicen que la coja. Lo primero le cuelgan del cuello el cartel con la inscripción –y la cuerda topa con la corona aumentando el tormento– Acto seguido le obligan a tomar la cruz. Esta rebrinca al bajar los escalones del Pretorio lo mismo que al dar contra las piedras y los baches del camino, siendo cada brinco de la cruz una tortura para la espalda y cabeza de Jesús, pues la cruz, al balancearse, choca contra la corona. Ni faltan las pedradas y bastonazos a pesar de que los soldados de a pie tratan de protegerle.
Jesús suda bajo el sol de fuego de aquel día borrascoso y el polvo se le apega al rostro manchado desangre, tumefacto y descompuesto. ¡Oh, que Este no es ya mi Jesús! Es un agonizante de máscara trágica. ¡Está irrecognoscible" Marcha doblado bajo el peso, tambaleándose, jadeante. Percibo el anhélito de su pecho flagelado. Se vuelve a cruzar un arroyuelo por otro puente y el lecho del mismo sirve para proveer de piedras a los malvados. Se llega a aquella puerta que vi en la visión de la disputa y se acomete la ascensión al montecillo pelado que vi en aquella ocasión. Es el Calvario.
Aquí, un suelo con piedras más sueltas, aun sin contar con la pendiente, aumenta la fatiga de Jesús. Cae por primera vez al tropezar en una piedra que sobresale. Toca el suelo con la rodilla derecha y, afianzándose en la mano izquierda, vuelve a ponerse en pie. El propio cartel con su bailoteo por delante, resulta un obstáculo al no dejarle ver donde pone los pies.
Continúa la marcha cada vez más encorvado y jadeante. Vuelve a caer. Esta vez tropieza en el vestido dando con las dos rodillas en tierra. La cruz se le va de la mano, debiendo levantarla y ponérsela sobre el hombro. Su vestido, por el lado derecho en donde la cruz se apoya, aparece empapado por completo de sangre y de sudor sin contar con que por debajo debe estar hecho todo una llaga.
Se reanuda el camino cada vez con una mayor fatiga. Jesús avanza lentamente a pesar de los cintarazos que le propinan los soldados para que vaya más de prisa. El centurión se vuelve y, compadecido, sin tener en cuenta el clamor del populacho, manda detenerse unos instantes.
Se vuelve a caminar y, a los diez metros poco más o menos, Jesús se desploma, no por haber tropezado –pues en la parada se levantó la túnica– sino por un síncope, cayendo cuan largo es, dando con su rostro santísimo contra las piedras y quedando así en el polvo del suelo con la cruz encima..
El camino se hace a partir de aquí tan escabroso que no sé cómo ha de poder subirlo Jesús. Hasta los soldados lo comentan y van a referírselo al centurión.
La visión se me desvanece en este punto (volverá a reanudarse el 18 de febrero). Hasta ahora no he visto al cirineo, a las piadosas mujeres ni a la Madre. Nada entiendo de cuanto he escrito. Mas esto lo digo por dos motivos: el primero, porque de ello me hablará Jesús; y el segundo, porque me encuentro... igual que El, con el corazón que da miedo. Me siento morir (son las 3 del 12-2).
149-163
A. M. D. G.