14 febrero 1944

 

 

jESÚS Y mARÍA

 

 


 

Juan y María caminan en busca de Jesús

    Habla de su ministerio ya que María quiere saberlo. Y El, a su vez, le pregunta puesto que también quiere saber de Ella.

   Madre, te aconsejo que te prepares para que, al comienzo de la primavera, me ayudes a hacer que te establezcas cerca de Jerusalén

    Madre, te he querido hablar de esto en la presente hora de paz. Te confío mi secreto. Ninguno de los discípulos sabe que ya no volveremos por aquí hasta que todo se haya cumplido

    Después Jesús se queda solo al ausentarse de allí María en compañía de Juan

    Te he sumergido en mi Corazón del que te he hecho gustas sus goces y sus lágrimas

 


 

Y ahora una visión dulce por más que haya de mezclarse con lágrimas

Se presenta a mi vista una cuenca herbosa en si es no es ligeramente ondulada. Emergen tras ella con suavidad plácidas colinas de abundosa y verdegueante hierba que se elevan dulcemente. Allá abajo, a la derecha de la posición que ocupo, o sea, con mi frente vuelta al norte, contemplo el hermoso lago de Tiberíades de un azul purísimo. La cuenca en que estoy situada se encuentra, al parecer, al pie de estas colinas, no precisamente en el valle sino un tantico más elevada que la planicie que constituye la primera ondulación de las colinas situadas al fondo.

Qué lugar sea éste, no lo sé. Sin duda se halla situado en Galilea. En él no hay casas. El pueblo está más abajo y más cerca del lago. Parece un lugar de cierta importancia pues es relativamente amplio con casas que muestran marcada suntuosidad en su aspecto.

Jesús aparece aquí caminando solo. Busca un sitio fresco y solitario en el que se sienta.

Diría que aún es verano, si bien llegando al otoño, por cuanto en los cultivos existentes por la campiña, las viñas muestran ya las uvas maduras en sus sarmientos y las hojas de las vides, aquí y allá, se abarquillan y amarillean tostadas por el sol estival que en este momento está, al parecer, hundiéndose tras la crestería de las colinas. Las sombras cubren ya el lago, mas no así el lugar donde se encuentra Jesús por estar más elevado.

Jesús está sentado y medita. Como de costumbre, va vestido de blanco con el manto azul. Tiene las manos juntas apoyándose con los codos en las rodillas y un poco inclinado hacia adelante, fijos los ojos en la hierba que tiene a sus pies. De cuando en cuando eleva su mirada girándola en torno: por el poblado, por el lago, por el círculo de las colinas. Mas se advierte que esto lo hace maquinalmente pues se le ve absorto en sus pensamientos sin fijarse en lo que tiene delante.

 

Juan y María caminan en busca de Jesús

 

Por el angosto camino, largo sendero que atraviesa el verde por el que subió Jesús, sube ahora María con Juan. El discípulo lleva consigo una alforja y cuando encuentra algún obstáculo de pedruscos o riachuelos casi secos, le ayuda a salvarlos.

Cuando se acercan a distancia de algunos metros, Juan llama: "¡Maestro!". Le llama por dos veces y cuando Jesús se vuelve, Juan le dice con su sonrisa franca: "Aquí está tu Madre". La acompaña hasta donde está Jesús dejando la alforja sobre la hierba. Le saluda y se aleja a continuación de allí.

Jesús se queda con su Madre. Se sonríen y acarician mutuamente y toman asiento el uno junto a la otra en un saliente escogido por Jesús.

María viste muy de oscuro; de un azul oscuro y muy arropada, como la vi en la visión anterior. Diría que desde que es la Madre del Evangelizador, ha prestado mayor austeridad a sus vestidos.

María, tras las primeras frases de mutuo afecto, abre la alforja y saca de ella pan tierno, fruta y un panal de miel y se lo ofrece todo a su Hijo diciéndole: "Cómetelo, Hijo mío, que es de nuestras abejas y de nuestra casa".

Jesús sonríe, trocea el pan crujiente y se lo come con un poco de miel.

Mientras tanto María va extrayendo los demás tesoros. Son vestidos nuevos para su Jesús. Los desdobla del paño en que venían envueltos y se los enseña al Hijo. Después vuelve a colocarlo todo con sumo cuidado y se queda absorta contemplando a Jesús.

Le mira con ese su mirar tan dulce, tan adorante, tan respetuoso... El amor fluye y cabrillea en su rostro como la luz sobre el mar en una puesta de sol llenando de lágrimas sus ojos y de sonrisas sus labios. Mas un respeto infinito la contiene y si no fuera porque Jesús, después de haber comido, se sienta a sus pies sobre la hierba y apoya la cabeza sobre sus rodillas como un niño, Ella apenas si osaría acariciarle tras el primer beso de saludo.

Pero El es allí Hijo para su Madre, Hijo de su Madre, y Ella le acaricia en la cabeza, en su cabellera larga y sedosa, la manita de María se posa blanca sobre aquel oro encendido y roza, como un ala o un pétalo de flor, la frente hermosa del Salvador. Veo serenarse la expresión absorta de Jesús como si la mano de su Madre pusiera en fuga las cruces que le hacían estar pensativo y triste.

Hablan poco, nada se puede decir. Reposan simplemente. Descansan corazón con corazón.

 

Habla de su ministerio ya que María quiere saberlo.

 Y El, a su vez, le pregunta puesto que también quiere saber de Ella.

 

Después comienza a hablar Jesús. Habla de su ministerio ya que María quiere saberlo. Y El, a su vez, le pregunta puesto que también quiere saber de Ella. A la Madre le interesan todos los detalles sobre la misión de su Hijo a fin de constatar cuanto de bien o de mal le hayan podido reportar, y al Hijo los de su Madre para saber de su vida y cómo la traten los pariente, amigos, discípulos y el pueblo en general.

Mas, a juzgar por lo que consta en los evangelios (Jn 13, 21-32), es preocupación de Jesús echar un velo sobre el odio peligroso que le rodea, lo que trata de conseguir poniendo por delante la fidelidad de sus discípulos y esto para no afligir a su Madre. Es empeño del Hijo el que a su Madre nada le falte y verla rodeada de paz y de respeto.

Son dos amores que quieren evitarse el uno al otro el conocimiento de sus respectivos sufrimientos.

 

Madre, te aconsejo que te prepares para que,

al comienzo de la primavera,

me ayudes a hacer que te establezcas cerca de Jerusalén

 

Con todo, da a entender Jesús que sabe cómo los de Nazaret continúan siéndole hostiles y que María ha sido objeto de no pocas presiones en tal sentido. "Pero no importa. Yo ahora ya no volveré más a Galilea. Voy a Judea. Subiré al Templo pues está próxima la fiesta de los Tabernáculos (Ex 23, 14-17; Dt 16, 13-17). Después me quedaré por aquella comarca, recorreré una vez más Samaría y trabajaré donde mayor es la necesidad. Por esto,. Allí nos veremos más fácilmente. Yo subiré a la Decápolis alguna vez más y nos veremos aún. Mas después... me quedaré en Judea. Jerusalén es la oveja necesitada de mayores cuidados pues, en verdad, es más obstinada que un carnero viejo y más pendenciera que un cabrón salvaje. Voy a derramarles la Palabra como lluvia que no cesa de caer sobre su aridez. Madre, cuando vengas a Judea, tráeme el vestido más hermoso, aquel de color rojo que me tejiste para las grandes solemnidades. En Jerusalén debo presentarme como "Maestro" en el más amplio sentido de la palabra ya que aquellos espíritus cerrados e hipócritas miran más a lo exterior que al interior, al vestido más que a la doctrina.

María no se engaña acerca de lo que de verdad encierra este deseo. Se levanta por cuanto también Jesús lo ha hecho y, con su ademán habitual, apoya sus manos entrelazadas en el brazo de Jesús y exclama con un acento que me hace sufrir: "¡Hijo!".

Jesús la estrecha contra su corazón y Ella vierte sus lágrimas sobre el corazón del Hijo. Intuye la proximidad del supremo dolor.

 

Madre, te he querido hablar de esto en la presente hora de paz.

 Te confío mi secreto.

Ninguno de los discípulos sabe que ya no volveremos por aquí

hasta que todo se haya cumplido

 

Dícele Jesús: "Madre, te he querido hablar de esto en la presente hora de paz. Te confío mi secreto. Ninguno de los discípulos sabe que ya no volveremos por aquí hasta que todo se haya cumplido.

Pero tú... para ti, Mamá, Jesús no tiene secretos. No llores. Aún tenemos muchas horas para estar juntos. Por esto, precisamente, te digo que vengas a Judea. El tenerte a mi lado me aliviará el cansancio que supone evangelizar a aquellos duros de corazón que oponen diques a la Palabra de Dios. Ven con las discípulas pues me seréis de gran utilidad. Juan se cuidará de tu hospedaje. Y ahora, antes de que él vuelva, oremos juntos. Después, vete al pueblo, que Yo iré también allí cuando se haga de noche".

Y veo de nuevo a Jesús y a María en oración, de pie, la una junto al Otro en verdadera comunión con el Padre.

 

Después Jesús se queda solo al ausentarse de allí

María en compañía de Juan

 

Después Jesús se queda solo al ausentarse de allí María en compañía de Juan, continuando en su oración y en sus pensamientos con la misma postura e idéntica expresión que al principio de esta visión, mientras las sombras van haciéndose cada vez más densas en su derredor.

A continuación María, en respuesta a una oración mía salida del corazón tras recitar la escrita al pie de la imagen de su Corazón Inmaculado: "Amorosísima Madre nuestra, descúbrenos los secretos de tu Corazón Inmaculado. Haz que penetre en nuestros corazones un rayo tuyo puro y dulcísimo que los transforme y prepare a las visitas divinas del Espíritu Santo". A lo que yo había añadido: "Si, Madre de Jesús y Madre mí, descúbreme los secretos de tu Corazón y prepara el mío con tu luz".

 

Te he sumergido en mi Corazón

del que te he hecho gustaR sus goces y sus lágrimas

 

Dice Ella: "Te he sumergido en mi Corazón del que te he hecho gustar sus goces y sus lágrimas. He traspasado tu corazón con el rayo de mi caridad a fin de hacerte apta para comprender la voz de mi Hijo y las luces del divino Espíritu, ya que, sin las luces del Paráclito, no queda en los corazones sino vacío y silencio y es siempre el Espíritu, del que soy Esposa, el que hace que comprendáis la Verdad y el que os santifica para Dios. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo deben habitar en vuestros corazones para que así podáis comprender los secretos de Dios en su triple manifestación de Poder, Redención y Amor. El Padre se halla siempre presente en sus hijos verdaderos con su Bondad, el Hijo con su Doctrina y el Espíritu con su Luz, pues jamás El se halla ausente de donde se opera la santificación refrendada por el querer del Padre que os ama."

167-172

A. M. D. G.