17 febrero 1944
La Última Cena
Colocación de los apóstoles en la mesa
Termina por fin de dar la vuelta y deja en un rincón el barreño
Penetra en el cenáculo en el que, a la sazón, se halla todo dispuesto: La mesa con el mantel y la vajilla. Junto a las palanganas y las ánforas las toallas para secarse las manos. Sobre la credencia los panes ácimos y los alimentos, o sea: el cordero asado colocado sobre una gran fuente y unas como ensaladeras con achicorias. El pan ácimo tiene la apariencia de una torta bastante descolorida y muy poco levantada: como unos dos dedos.
Los apóstoles dan los últimos toques a los preparativos. Ponen ánforas sobre la mesa y colocan una copa grande delante de Jesús junto con panes que dejan por aquí y por allí. Uno de ellos está junto a la copa.
Colocación de los apóstoles en la mesa
Jesús se dirige a su puesto, en el centro de la mesa, teniendo a su derecha a Juan y a su izquierda a Santiago. Después de Juan viene Pedro y seguidamente Santiago y Andrés. Jesús tiene enfrente al Iscariote el cual tiene a su lado a uno al que no conozco y, a seguido de este desconocido, está Judas Tadeo. En fin, los comensales son: siete en el lado de la mesa que da la espalda a la puerta de servicio y seis en el lado que mira a ella. Jesús está de espaldas a dicha puerta.
Antes de iniciar la Cena entonan una plegaria que podría decirse que la cantan pues la recitan sobre un motivo coral. Después Jesús toma el pan y, teniéndolo en las palmas de las manos, lo ofrece al cielo. Escancia vino en la copa y, tomando con ambas manos este amplio cáliz, lo alza ofreciéndolo al igual del pan. A continuación parte el cordero y lo distribuye.
Los primeros bocados los comen de pie y, por turno, van tomando de las achicorias depositadas en las ensaladeras que untan en una especie de salsa rojiza contenida en unas copas pequeñas y las comen. Acto seguido se sientan y prosigue la cena una vez que han bebido todos un sorbo de la copa grande puesta delante de Jesús que la hace circular comenzando por Juan, siguiendo por Pedro y así sucesivamente.
Ardientemente he deseado comer con vosotros esta Pascua
porque ya no gustaré de ella hasta que venga el reino de Dios.
Dice Jesús con una gran tristeza: "Ardientemente he deseado comer con vosotros esta Pascua porque ya no gustaré de ella hasta que venga el reino de Dios. Entonces me sentaré de nuevo con los elegidos al banquete del Cordero para celebrar las nupcias de los vivientes con el Viviente. Mas a ellas acudirán tan sólo quienes se hayan conservado humildes y puros como lo soy Yo. Acercaos para que Yo os purifique. Dejad de comer. Hay algo más sublime y necesario que el alimento suministrado al vientre para que se sacie por más que se trate de un manjar santo como éste del rito pascual. Y este algo es un espíritu puro dispuesto a recibir el don del Cielo que desciende ya para entronizarse en vosotros y daros la vida. Dar la Vida a quien está limpio.
Jesús se pone de pie y se despoja del vestido rojo. El manto se lo había quitado ya, como todos, dejándolo sobre el banco. Se dirige a éste, vierte agua en una jofaina, se ciñe encima de la túnica uno de aquellos purificadores que allí estaban doblados, lleva el barreño al centro de la estancia poniéndolo delante de la mesa y coloca una banqueta ante él.
Los apóstoles que han observado estupefactos los preparativos, se muestran perplejos y dice Pedro: "Maestro, estamos ya purificados".
"No importa. Mi purificación servirá a quien está puro para estarlo más".
Y comienza a lavarles los pies empezando por el Iscariote estando ellos tras el canapé que les sirve de asiento y hundiéndoles los pies en el barreño colocado sobre la banqueta. Jesús está de rodillas. Judas le mira turbado y de soslayo.
Jesús da la vuelta así a la mesa por la derecha. Al llegar a Pedro éste se revuelve y rebela. Pero Jesús le aplaca y lava sus pies con un amor inmenso diciéndole: "¡Simón, Simón!, tú tienes necesidad de esta agua para tu alma y para el largo camino que has de recorrer. Si no te lavo no puedes tener parte en mi reino.
Pedro, siempre impulsivo, grita: "Pues entonces, lávame todo, Señor: los pies, las manos y la cabeza".
Juan se ha soltado ya las sandalias y, mientras Jesús le lava, él se inclina y le besa al Maestro en sus cabellos.
Termina por fin de dar la vuelta
y deja en un rincón el barreño
Termina por fin de dar la vuelta y deja en un rincón el barreño. Se suelta la toalla y la coloca junto al barreño. Va a su puesto, coge su vestido rojo y se lo pone de nuevo ajustándoselo al talle con el cinturón. Mientras va a sentarse dice: "Ahora estáis limpios; mas no todos. Solo aquellos que tuvieron voluntad de estarlo". Y mira por un instante a Judas que se desentiende hablando con el que tiene a su lado.
La Cena continúa. Naturalmente veo que beben aunque no sé si ello forma parte del rito. Beben y nada más sé. El cordero se ha terminado y en la fuente queda un poco de jugo.
Jesús vuelve a verter vino en el cáliz y toma un pan. Bendice y ofrece éste y aquel; trocea el pan en trece partes dándoselas una por una a los apóstoles; hace que circule el cáliz y dice: "Tomad y comed: esto es mi Cuerpo. Haced esto en memoria de Mí que ya me voy. Tomad y distribuírosla entre vosotros: esta es mi Sangre, este es el cáliz del nuevo pacto con la Sangre y por mi Sangre que será derramada por vosotros para remisión de vuestros pecados y para daros la Vida. Haced también esto en memoria de Mí".
La tristeza de Jesús es tan manifiesta que los apóstoles se quedan tristes y silenciosos.
Jesús se levanta y hace indicación a todos de que permanezcan en sus puestos. Toma el cáliz y el 13.º trocito de pan que había quedado sobre la mesa y sale del cenáculo. Lleva a su Madre la Eucaristía. Le da la comunión con sus propias manos. Al entrar El, María está sola, de rodillas y en oración. El rostro de María irradia en el éxtasis eucarístico. Después Jesús torna adonde los apóstoles.
"Está cumplido el nuevo rito. Haced esto en memoria de Mí", repite
"Yo os he lavado los pies para enseñaros a ser humildes y puros como vuestro Maestro porque en verdad os digo que los discípulos deben ser como su maestro. No hay discípulo que sea más que su Maestro y si Yo os he lavado, otro tanto debéis hacer los unos a los otros, o sea, amaros como hermanos, ayudaros los unos a los otros y respetaros mutuamente siendo ejemplo los unos para los otros. Y sed puros a fin de ser dignos de comer el Pan vivo bajado del Cielo y tener en vosotros por El la fuerza necesaria para ser mis discípulos en el mundo hostil que os odiará por mi Nombre. Mas uno de entre vosotros no está limpio. La mano del que me traiciona está conmigo en esta mesa sin que mi amor, mi Cuerpo, mi Sangre, ni mis palabras consigan hacerle volver en sí ni arrepentirse. Yo estoy dispuesto a perdonarle marchando, incluso, a la muerte por él".
Judas, sonriendo, dice: "Maestro, ¿acaso soy yo ése?"
"Tú lo dices, Judas de Simón. Yo no; tú lo dices. Yo no te he nombrado. Pregúntaselo a ese secreto amonestador, a esa conciencia que Dios te ha dado para conducirte como hombre y mira a ver si te acusa. Tú lo sabrás antes que nadie".
Jesús habla con calma cual si se tratara de una respuesta académica a cuestión que se le hubiese planteado. Mientras, los demás arman murmullo mirándose con recelo los unos a los otros.
Pedro está con cara de pocos amigos. Mira intencionadamente a Judas y a Mateo; y sé que se trata de éste porque el Iscariote le ha llamado por su nombre. Ambos están frente a Pedro que, por ello, los ve perfectamente. Después tira de la ropa de Juan el cual, al oír hablar de traición, se estrecha al Maestro posando la cabeza sobre su pecho para consolarle haciéndole sentir lo mucho que le ama y le dice quedo, cuando Juan se vuelve inclinándose hacia él: "Pregúntale quién es".
Juan adopta de nuevo su postura amorosa y, volviendo ligeramente su cabeza hacia arriba, le pregunta: "¿Quién es, Maestro?" Se lo pregunta con un susurro imperceptible y Jesús le contesta más bajo aún hablándole por entre sus cabellos como si se los besara: "Aquel a quien le dé un trozo de pan untado". Desprende un bocado de un pan todavía entero, lo remoja en la salsa que ha dejado el cordero y, alargando el brazo a través de la mesa, se lo ofrece a Judas diciéndole: "Toma, Judas, que sé que te gusta".
Judas, desconocedor de aquel gesto que horroriza a Juan, lo acepta sonriente cual si de nada especial se tratara, sonrisa indigna pero sonrisa al fin, y lo come. "Ya está aquí todo cumplido", dice Jesús. "Lo que aún hay que hacer por ahí, hazlo presto, Judas de Simón".
Judas se levanta disparado. El suelo le debe escaldar bajo los pies y la mirada de Jesús resultarle insostenible, o, por lo menos, dificilísima de soportar sin delatarse a sí mismo. Saluda, se echa el manto, sube la escalerilla, abre la puerta y sale.
Jesús suspira sintiéndose aliviado. También a Jesús debía resultarle fuerte tener delante al traidor.
Y aquí oigo el resto de las diversas conversaciones y del amaestramiento final del Maestro tal como lo relata Juan ( Jn 13, al 17, 26). Varía únicamente en alguna palabra debido a los traductores; pero el sentido es el mismo.
Por más que Jesús aparezca siempre triste y solemne, se encuentra más tranquilo que antes. Se mueve con más soltura, mira en torno suyo con viveza y su voz es más vigorosa. Cuando pronuncia su oración al Padre, de pie y con los brazos extendidos, aparece transfigurado. Los apóstoles lloran cabizbajos. "¡Ánimo, vamos!" dice Jesús. "Levantaos".
Entonan un nuevo himno y salen. Jesús marcha en cabeza apoyándose en Juan y siguiéndole los demás entre los que va uno con una antorcha que ha encendido con un tizón de la lumbre.
Aquí termina la escena para mí.
172-177
A. M. D. G.