18 febrero 1944
La muerte de Jesús
En un punto determinado hay estacionado un numeroso grupo de piadosas mujeres
el cortejo de los soldados y sentenciados alcanza la cumbre del Calvario
El Centurión ofrece a Jesús el ánfora para que beba antes de ser crucificado
La crucifixión del Señor. Le clavan la mano derecha. Le clavan la mano izquierda
es izada en primer término la cruz de Jesús
Longinos da la orden que María y Juan se coloquen junto a su hijo
Descripción del sufrimiento de Jesús en todo su cuerpo
Contemplación de la corona de espinas, el pensar en la sed de Jesús...
La naturaleza protesta por lo que se le hace al buen Jesús
Mujer, he ahí a tu hijo. Hijo, he ahí a tu Madre
Dios mío, Dios mío (Eloi, Eloi), por qué me has abandonado
La tierra responde con un bramido al grito del Occiso
Dos judíos piden el cuerpo de Jesús
la Madre lo reclama. Su regazo está dispuesto a recibirlo
Me encuentro en el camino del Calvario en el sitio en que Jesús cayó. Es el punto donde terminó la contemplación del viernes, día 11. Son las 11 del día de hoy. Creo, por tanto que es la hora justa en que Jesús hizo el camino hacia la cumbre del Gólgota.
Yace Jesús todavía, rostro en tierra, tendido bajo su cruz. Los soldados dialogan con el Centurión. Este dispone que el cortejo se ladee por otro acceso más angosto sin empedrar que parece dar la vuelta al monte por el lado opuesto sin duda para hacer menos dificultosa la subida. Es un camino hecho por el tránsito humano más que por la mano del hombre. Sube en zigzag. Es más largo pero menos escarpado que el otro que es rectilíneo y sube a la cima en rápido desnivel.
Levantan a Jesús y lentamente se pone en movimiento el cortejo seguido siempre por la turba vociferante. Otras gentes, provenientes de Jerusalén o de localidades vecinas, suben también afluyendo por diversos senderos que parten de la base del Calvario.
hay estacionado un numeroso grupo de piadosas mujeres
En un punto determinado, pocos metros después que Jesús ha tomado este camino, hay estacionado un numeroso grupo de piadosas mujeres. Una de ellas lleva en la mano un ánfora. La otra, a la que por ello la reconozco, ha traído una sirvienta jovencita que porta en el brazo un cofrecito del que extrae un delicado lienzo de lino blanquísimo de un metro en cuadro poco más o menos. Comprendo, por sus vestidos, que se trata de ricas matronas de Jerusalén, secuaces sin duda del Nazareno por el que sienten gran compasión.
La Verónica se acerca llorando y le ofrece su lienzo e, incluso, le ayuda al Redentor a pasárselo por el rostro polvoriento, sudoroso y ensangrentado, cosa que difícilmente podría hacerlo con una sola mano por tener que sujetar con la otra la cruz.
Los guardias romanos querrían echar atrás a aquel grupo, mas, por fin, lo dejan pasar a través del escuadrón armado y acercarse a Jesús.
El aún saca fuerzas para sonreír. Valiéndose de la mano izquierda que tiene libre, se frota el rostro con el lienzo que se lo devuelve a la Verónica. Después, con pausas de ahogo y apenas sin voz, dice: "Hijas de Jerusalén, no lloréis por Mí sino por vuestros pecados y por los de vuestra ciudad. Llorad por vuestros hijos pues esta hora no pasará sin castigo y deploraréis el haber concebido y amamantado y llorarán las madres de aquel tiempo porque, en verdad, os digo que serán afortunados entonces los que hayan sucumbido con anterioridad bajo los escombros".
El cortejo progresa algunos metros todavía, cada vez con mayor dificultad, a pesar de que por este lado es más suave la subida.
El sol abrasador del medio día, que está a punto de caer, de un medio día que presagia tormenta, debe hacerle sufrir enormemente a Jesús dándole de lleno sobre su cabeza descubierta y febril, irritando las llagas bajo la túnica de lana y acrecentando su sed. Mas El calla. Se tambalea como ebrio dando la impresión de estar de continuo a punto de desplomarse, tanto es así que los soldados, para hacer antes el camino y no dejarle caer, le atan una soga a su cintura y, tomándola por ambos cabos, le sostienen levantado tirando de un lado y de otro. Mas de poco sirve esto y en nada alivia la situación porque Jesús continúa tambaleándose y la soga le corta la cintura, precisamente por donde tiene tantas llagas y tropieza con la cruz que de rebote, se desplaza continuamente del hombreo herido y golpea la corona moviéndola de continuo, aumentando más y más los rasguños y punzadas. La frente de Jesús es un verdadero tatuaje de heridas sangrantes. Semeja na labro de filigrana cuajada de rubíes. Los cabellos, allí donde los ciñe la corona, aparecen costrosos, empastados en sangre, incrustándose y moviéndose en ellos la corona: Todo un tormento.
Más allá se encuentra María. Aparece firme contra el monte, adosada al talud de la orilla, cubierto apenas de hierba corta y rala. Pero se mantiene en pie. Tiene un rostro de agonizante aunque no desprovisto de fortaleza. Juan la sostiene de un brazo. Dos o tres pasos más atrás está el grupo de las Marías y de otras mujeres a las que no conozco.
el Centurión, desde lo alto de su caballo,
ve subir hacia él por un atajo a un hombre con una carreta
tirada por un borrico que va cargada de hortalizas.
El Cirineo
María va al encuentro de Jesús. Los soldados querrían apartarla para coronar más rápidamente la cumbre; mas, en el ínterin, el Centurión, desde lo alto de su caballo, ve subir hacia él por un atajo a un hombre con una carreta tirada por un borrico que va cargada de hortalizas. Sobre la carreta van tendidos dos rapaces. Se detiene y ordena que lo lleven a su presencia y cuando lo tiene a su lado le manda que cargue con la cruz del Condenado y se vuelve para indicárselo. En esto ve cómo los soldados despachan a María y, compadeciéndose de Ella, ordena que la dejen acercarse.
Refunfuña el Cirineo; pero, por miedo a la guardia romana, se aviene de mala gana. Llega adonde Jesús en el preciso instante en que El, encorvado bajo el peso de la cruz, se vuelve al ver a su Madre y grita: "¡Mamá!". Es la primera palabra que le oigo, palabra que expresa a la vez invocación, lamento y confesión de dolor. Va todo en ese "¡Mamá!".
María vacila como si aquel grito le hubiera atravesado el corazón con una puñalada, y responde con voz desgarrada: "¡Hijo!". Nada más. Aquel lamento hiende el aire y los corazones más crueles. Querría también –siente el impulso pero lo refrena como si temiese un más vivo escarnio de la turba que ya le insulta y se burla de Ella– querría también abrazar a su Hijo; mas, después de haber extendido los brazos, los deja caer de nuevo contentándose con mirarle.
Y El, torciendo la cabeza bajo el yugo de la cruz que le oprime, la mira a Ella. Son dos torturas que se entrelazan, dos amores que se comunican y dos condolencias que se compadecen a través de los ojos, lavados los de Una por el llanto y velados los del Otro por la congoja.
El Cirineo siente que algo extraño se mueve en su corazón de padre y, sin dudarlo más, levanta con delicadeza la pesada cruz y se la carga sobre el hombro, volviendo el cortejo a ponerse en marcha.
María, con las piadosas mujeres, no le sigue. Espera a que pase y, sostenida por Juan, toma un atajo para llegar a la cima antes que lo haga el cortejo.
En esto cesa para mí la contemplación.
Tarde del viernes 18 febrero.
En medio de generales y acerbos sufrimientos voy a terminar de describir la contemplación que ha constituido y está constituyendo mi tortura de hoy.
el cortejo de los soldados y sentenciados
alcanza la cumbre del Calvario
Para cuando el cortejo de los soldados y sentenciados alcanza la cumbre del Calvario, ésta se encuentra ya invadida por la muchedumbre que se ha volcado afluyendo por los atajos para conseguir un buen puesto desde el que presenciar el último acto de la tragedia. Mas los soldados, haciendo uso de sus dagas por la hoja plana de las mismas, echan atrás a la multitud desalojando la cumbre.
Esta tiene la forma de un trapecio muy irregular ligeramente en cuesta, de modo que el lado más alto y angosto viene a desplomarse por la pendiente. No acierto a fijar los puntos cardinales puesto que el sol, al ser medio día, cae perpendicularmente y no me oriento.
El pequeño espacio destinado a los suplicios se halla configurado así:
El lado A es el punto más alto y en el que se encuentran los agujeros para las cruces, que no se excavan en el acto sino que están ya hechos: agujeros profundos, como de un metro bien cumplido, recubiertos de ladrillos o pizarras para hacerlos más resistentes. Junto a cada uno hay piedras y tierra no sé con qué objeto. Hay más agujeros, pero en éstos aún hay piedras en el hueco; tal vez está para cuando los condenados sean muchos.
Los dos caminos que conducen a la cima están en donde he marcado la flecha f y la línea cuadriculada e. La línea cuadriculada e, es el camino empedrado y más escarpado que han tenido que abandonar por la debilidad de Jesús y que, naturalmente, se comprende que es el que de ordinario se sigue para conducir al lugar de su ejecución a los que han de ser supliciados. El camino f, a su vez, es el usado por la gente que acude a presenciar las ejecuciones, si bien esta vez se ha invertido el orden acostumbrado.
A todo lo largo del lado D., del trapecio y cerca de dos metros más bajo que éste, hay un largo bastión natural: un segundo pequeño espacio más bajo que desciende suavemente, cómodo en extremo para los espectadores macabros. A él se accede tanto del camino e, como del camino f.. También en los lados C y B existe igualmente una especie de largo andén de suerte que el trapecio de la cima viene a ser como un tablado escénico visible por tres lados. Únicamente del lado A desciende escabrosamente sin gradas.
De este espacio es del que los soldados echan a la gente que invadió la cima. Son los soldados de a pie los que prestan este servicio. Los de a caballo, por su parte, rodean a los condenados y aguardan a que se despeje la cima.
En el espacio más bajo, junto al punto que indico con la letra h, está el grupo formado por María, Juan y las Marías. Cerca, pero un poco más allá, el grupo de las mujeres de Jerusalén que ha quedado reducido a cinco de ellas. Ya no está la Verónica con su sirvienta.
Los judíos que se encuentran en la cumbre identifican al grupo de los galileos y empiezan a insultarles diciendo: "¡Galileos! ¡Galileos! ¡Mueran los galileos! ¡Muera el Nazareno blasfemo! Ni de su Madre tienen piedad. Juan la sostiene rodeándola con su brazo como para defenderla y Juan, el dulce Juan lanza aquí y allá miradas en las que al dolor se une la amenaza contra aquellos viles insultadores. Llegan después los soldados que echan a todos más abajo de la cima.
El Centurión desmonta del caballo y lo propio hacen los demás. Un soldado toma las bridas de los caballos, las anuda y los lleva tras el costado del monte, lado B., a la sombra del mismo, mientras los otros se dirigen al espacio de arriba. Cuando va a pasar el Centurión, las mujeres de Jerusalén se le acercan y la más influyente de ellas le entrega al ánfora que lleva consigo y, creo que también una bolsa con dinero, tal vez para que se muestre amable con la Moribundo. No lo sé.
Jesús pasa una vez más ante la mirada angustiada de su Madre y sube al espacio de más arriba que los soldados acordonan de pronto con un piquete de ellos colocados a todo lo largo del borde del mismo. En el centro están los tres condenados y el Cirineo con la cruz de Jesús. El centurión ordena a éste que deponga la cruz y que se marche. Los dos ladrones ya han tirado al suelo las suyas.
No sé de donde hayan podido salir, pero surgen de súbito cuatro nervudos tipos patibularios vestidos con túnicas cortas y provistos de cuerdas y clavos que se me figuran ser los verdugos encargados de la ejecución.
El Centurión ofrece a Jesús el ánfora
para que beba antes de ser crucificado
El Centurión ofrece a Jesús el ánfora para que beba antes de ser crucificado. Mas El mueve la cabeza indicando que no quiere. Por el contrario beben los dos ladrones.
Se les ordena a los condenados despojarse de sus vestidos. Los dos ladrones lo hacen procazmente profiriendo imprecaciones. Los verdugos entregan a cada uno un trapo sucio para que se lo ciñan por las ingles.
Se lo ofrecen igualmente a Jesús que se desviste lentamente, tanto a causa del espasmo producido por las heridas como por su pudor ofendido. Mas la Madre que ha adivinado el gesto de los verdugos, se despoja de su velo blanco tirando de él por debajo del manto sin quitárselo de la cabeza, y se lo entrega a Juan para que éste se lo pase al Centurión y éste, a su vez, lo ponga en manos de Jesús. Cosa que Longinos realiza sin inconveniente alguno.
Jesús, tras soltarse las sandalias y desembarazarse de los vestidos, cuando llega a tener que desnudarse del todo, se vuelve hacia el lado A., del trapecio, donde únicamente hay soldados, para no aparecer ante la gente desnudo. Ahora es cuando se ve cómo tiene la espalda toda llena de moraduras, de ampollas azuladas y de llagas abiertas o con costras sanguinolentas. La del hombro derecho es de grande como la mano y está en sangre viva. Ahora bien, al inclinarse para dejar los vestidos en el suelo, se abren de nuevo otras llagas que las tenía recién encostradas, abriéndose de nuevo y, desprendido el coágulo que las cubría, vuelven otra vez a manar sangre fresca.
El Centurión ofrece a Jesús el velo de María
y El, que lo reconoce, se envuelve en este amplio y fino velo
El Centurión ofrece a Jesús el velo de María y El, que lo reconoce, se envuelve en este amplio y fino velo dando con él varias vueltas en orno de la pelvis asegurándolo bien para que no pueda caer. Y, hecho esto, se vuelve hacia el gentío y se dirige a la cruz.
Ahora es cuando se aprecia perfectamente cómo aparecen marcados también por los flagelos el pechos, los brazos y las piernas. Las rodillas sangran a causa de las caídas. Está hecho todo una llaga. Y aún faltan las más crueles.
El es el último en ser colocado en la cruz. Primero fijan en las suyas respectivas a los dos ladrones entre blasfemias y procaces resistencias. Después le toca la vez a Jesús que se tiende mansamente en su leño. Pone la cabeza en donde le dicen que la ponga, abre los brazos como se lo indican y extiende las piernas del modo que se lo mandan. Es una longitud blanca destacando del marrón claro de la cruz y del tono amarillento del suelo.
Le clavan la mano derecha.
Los verdugos caen sobre El. Dos de ellos sobre el pecho para no dejarle reaccionar, cogiéndole uno el brazo derecho con una mano en el antebrazo y con la otra sujetándole los dedos. Observan si se corresponde el carpo con el agujero hecho en la cruz. Va bien. El otro apoya el largo clavo, largo y muy grueso, de punta aguzada y de cabeza tan ancha como un sueldo de los tiempos antiguos, en donde comienza la palma de la mano, alza el pesado martillo y descarga el primer golpe. La punta del calvo se hunde en la carne viva, perfora el hueso y lesiona los nervios.
Jesús da un grito y se contrae. No esperaba ese golpe tan pronto o no ha podido contener la convulsión. A ese grito responde el gemido de un ser torturado. Es María que se lleva las manos al rostro doblándose como agobiada por un peso atroz. Jesús no grita más. Sólo se oyen resonar los golpes del hierro contra el hierro. La mano derecha está clavada.
Pasan a la izquierda. El agujero no se corresponde a su carpo. Así que echan mano de las cuerdas, atan la muñeca y tiran hasta desgarrar los tendones y los músculos y descoyuntar las articulaciones. Mas, con todo, aún no llega y se resignan a clavar por donde pueden. El clavo penetra en el metacarpo con más facilidad aunque con un mayor espasmo al seccionar los nervios. Con todo, tampoco grita Jesús por no torturar a su Madre con el grito. Únicamente exhala lamentos contenidos cerrando fuertemente la boca.
Ahora toca la vez a los pies. Desde un principio han fijado a la cruz una cuña menuda destinada a servir de apoyo a los pies y para mayor sujeción del clavo que es aún más largo que el de las manos y más grueso. Jesús no grita pero está contraído del todo por la fuerza del espasmo y, con un movimiento instintivo, retira los pies cuando comprende que están a punto de clavárselos: mas después se abandona a los verdugos que colocan el pie izquierdo abajo y encima el derecho. Uno de los verdugos presiona sobre los tobillos para tenerlos sujetos y, a la vez, sobre la parte de los dedos para que apoyen bien los pies y estén perfectamente pegados a la cuña. El clavo penetra con dificultad en uno y otro pie por el inicio del tarso.
Jesús se estremece convulso. María, cual paloma torturada, lanza a cada golpe de martillo, ahogados gemidos estando completamente encorvada como si se encontrase en trance e muerte. Y tiene razón para ello porque la crucifixión es algo espantoso. Cada golpe parece que haga penetrar el clavo en su corazón.
es izada en primer término la cruz de Jesús
Terminada la crucifixión, es izada en primer término la cruz de Jesús. En las sacudidas que le imprimen para alzarla, El debe sufrir atrozmente al remover los miembros perforados en torno al hierro de los clavos. Las heridas deben quemar como el fuego vivo y hasta la corona, con los movimientos, se desplaza y punza en nuevos sitios.
Mas cuando la cruz, una vez alzada, la arrastran hasta el hoyo dejándola caer al mismo, el sufrimiento de Jesús aumenta en atrocidad. Todo el peso del cuerpo gravita ahora hacia adelante y hacia abajo y, al dar el madero contra el fondo del hoyo, las manos se desgarran, en particular la izquierda, ensanchándose igualmente el agujero de los pies y la sangre chorrea de todas las partes al tiempo que todo su cuerpo recibe una fuerte sacudida que le aturde.
Los verdugos aseguran la cruz con la tierra y las piedras puestas junto al hoyo, la calzan bien y apisonan el suelo. A continuación izan a los ladrones. Se inicia la agonía final.
La turba vocifera e increpa, no tanto a los ladrones cuanto a Jesús; y, amenazándole con los puños, le maldicen y escarnecen. Allá abajo los soldados se reparten los vestidos de los condenados y, para matar el tiempo, se juegan a dados la túnica. Después siguen jugando cual si nada aconteciera.
que María y Juan se coloquen junto a su hijo
Longinos, no. Observa y, al mirar en derredor, ve a María arrinconada en el peñasco que está debajo y da orden de que se le haga subir, si lo desea, "junto con el hijo que le acompaña" –así se expresa Longinos– junto a la Cruz. Supone que Juan sea un segundo hijo suyo y, sin saberlo, hace con ello de profeta. Y María, junto con Juan, atraviesa el cordón de los soldados. Sólo Ella y Juan. María Magdalena, María de Cleofás, María de Zebedeo y las demás se quedan en donde están.
La Madre, sostenida por Juan, va a su gloriosa picota. El populacho no la perdona, como tampoco el mal ladrón. Dimas, no. La Gracia comienza a obrar en él. Ya no profiere imprecaciones. Desde su cruz mira, observa a Jesús y reflexiona.
Las cruces se hallan colocadas así:
María se encuentra situada entre la cruz de su Hijo y la de Dimas, vuelta hacia Jesús del que advierte cada uno de sus estremecimientos que le ponen en trance de muerte.
Descripción del sufrimiento de Jesús en todo su cuerpo
Jesús apenas si habla. Jadea. Su cuerpo trata de encontrar postura de alivio aligerando el peso que gravita sobre los pies, suspendiéndose para ello de las manos y haciendo fuerza con los brazos. Mas a los pocos minutos las heridas de las manos y el peso del cuerpo le obligan a tener que afianzarse de nuevo sobre los pies.
Veo sus piernas presas de ese temblor que se apodera de los músculos cuando se encuentran en una posición incómoda, forzada y obligados a soportar una fatiga superior a sus posibilidades. Los dedos de los pies se arquean alternativamente hacia el dorso y hacia la planta, se separan y se juntan dando a entender con sus movimientos el espasmo que les aqueja.
Las manos y los brazos sufren también estremecimientos, particularmente la derecha. La izquierda se repliega sobre sí misma como si todos los nervios de los dedos estuviesen destrozados. Cada vez que Jesús se deja caer sobre los pies, el desgarro del metacarpo izquierdo se alarga en dirección al dedo pulgar.
Mas lo que resulta desgarrador de contemplar es el movimiento del pecho, del tronco. Las costillas, muy prominentes por conformación y por la postura tomada sobre la cruz, se dibujan bajo la piel marcada por los azotes y distendida por la posición forzada y el anhélito afanoso. Mas con todo, aún no se dilatan la suficiente como para aliviar la plétora sanguínea de los pulmones y del corazón. Y hasta el abdomen distendido, hundido, escuálido y por demás enjuto, se mueve arriba y abajo cual vela que gualdrapea.
El diafragma sufre estremecimientos que se transmiten a todo el tronco y son visibles bajo el arco costal mucho más elevado que la línea diafragmática. Se advierte cómo se propagan por debajo de la tetilla izquierda en dirección al brazo y a la línea media del pecho los impulsos de la extremidad del corazón.
Los riñones aparecen hundidos por el esfuerzo de la postura y por ello la espalda se adhiere fuertemente a los huesos de la pelvis y a los omoplatos.
El hundimiento del cuello de la yugular tiene como contrapartida la hinchazón azulada de las carótidas y la rubicundez de la congestión le sube hasta la cabeza a la que el sol da de plano, le inyecta los ojos en sangre y hace que sus labios estén túmidos y hasta violáceos por las grietas sangrantes que los abrasan. El labio superior muestra la postilla de la herida producida a raíz de la captura y desde el pómulo derecho a la nariz hay un extenso cardenal con hinchazón que parece indicar esté desviada la nariz y semicerrado el ojo.
Contemplación de la corona de espinas,
el pensar en la sed de Jesús...
La corona de espinas debe ser algo torturante. De cuando en cuando se apoya Jesús con la cabeza en el madero, sobre todo cuando intenta apoyarse en los pies para aliviar el espasmo de las manos. Entonces las espinas penetran en la nuca.
¡Oh, no es posible contemplar todo eso...!
La sed debe ser abrasadora. El Salvador que, en fuerza de la angustia, respira con la boca entreabierta, trata de humedecer de cuando en cuando sus labios resecos con la lengua. Mas también ésta la tiene seca.
Con todo, aún encuentra modo de pedir al Padre que perdone a todos: "¡Padre, perdónalos!"...
Esta plegaria, pronunciada entre tanto martirio en favor de quienes le martirizan, conmueve a Dimas. Es el golpe final de la Gracia. El no puede aguantar por más tiempo las blasfemias del otro ladrón y le recrimina a la vez que se encomienda a Jesús al que reconoce por Señor. Y Jesús, volviendo fatigosamente su cabeza cansada, aún encuentra una sonrisa para confortarle y prometerle el Cielo: "Hoy estarás conmigo en el Paraíso".
La naturaleza protesta por lo que se le hace al buen Jesús
El cielo se encapota por momentos. Ahora, con el calor sofocante se entremezclan ráfagas de aire frío que, a intervalos, cruzan rápidas arrastrando tras sí un cortejo de nubes lívidas. Jesús, a la luz verdosa que precede al temporal, aún aparece más lívido. La cabeza se le cae sobre el pecho y le van faltando las fuerzas rápidamente.
"Mujer, he ahí a tu hijo. Hijo, he ahí a tu Madre"
Ve a su Madre con Juan al pie de la Cruz: "Mujer, he ahí a tu hijo. Hijo, he ahí a tu Madre".
María se hace cargo con un semblante de mártir de esta herencia de su Jesús. Mas se esfuerza en no llorar y resistir a fin de infundirle ánimos y no atormentarle con su llanto.
Los sufrimientos aumentan por instantes. El ahogo es cada vez más intenso y más vivo el anhelo del corazón. El tétanos inicia su obra paralizante y espasmódica. Jesús articula la boca con mayor fatiga y se endurecen las mandíbulas. La espalda se encorva todavía más. El movimiento respiratorio es cada vez más embarazoso y el tórax se dilata sin que llegue a reducirse en la espiración.
La luz va decayendo rápidamente haciendo difícil poder seguir viendo las convulsiones del Moribundo. Sólo quien esté junto a la Cruz, como María, Juan y el Centurión, las puede ver bien.
"Dios mío, Dios mío (Eloi, Eloi),
¿por qué me has abandonado?"
Con inmensa fatiga, apoyándose todavía una vez más en los pies e inclinado en ademán de ofrecerse, para mover a compasión al Padre con la exposición de todas sus llagas y de su agonía, luchando con la contracción de sus mandíbulas, las fauces secas, la lengua tumefacta y los labios endurecidos por la sequedad, grita: "Dios mío, Dios mío (Eloi, Eloi), ¿por qué me has abandonado?".
Mas ninguna luz viene del Cielo. Es la agonía sin consuelo alguno sobrenatural; la agonía de la Gran Víctima.
La oscuridad es ahora como de noche cerrada. Jerusalén desaparece envuelta en nubes de polvo levantadas por el viento y en medio de las tinieblas de una noche adelantada. El sol desapareció cual si hubiera muerto. Se me figura hallarme envuelta en aquella luz vista en la contemplación de la resurrección final (29 enero): una luz de astros apagados, una luz que no es luz.
Jesús gime: "Tengo sed". Hasta el viento le tortura secándole más aún la boca y no dejándole respirar con al violencia de su soplo que hinche los pulmones incapaces de reaccionar.
Un soldado se dirige a una vasija, una especie de almirez en el que hay vinagre con hiel, empapa una esponja que eleva sobre una caña hasta el Moribundo que abre con avidez la boca todo lo que le es posible, se echa hacia adelante y alarga la lengua en busca del refrigerio. Da con el mordiente del vinagre para su boca herida y con el amargor de la hiel como último sinsabor. Se retrae desalentado con repugnancia y se abandona.
Ahora gravita sobre los pies y hacia adelante todo el peso del cuerpo. Tan sólo las caderas tocan a la cruz. De la pelvis para arriba está totalmente despegado del leño. La cabeza pende por delante y jadea, jadea con anhélitos cada vez más hondos y espaciados. El abdomen está ya rígido y sólo el tórax acusa todavía elevaciones. Se extiende la parálisis pulmonar.
El presiente la muerte y dice: "Todo está cumplido". Lo dice con resignación infinita.
Un momento de silencio y a continuación, a modo de oración íntima, murmura: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu". Y, un silencio más.
Después, a la luz crepuscular, se asiste a la postrer convulsión de Jesús. Una convulsión que, partiendo por tres veces de los pies, recorre todos sus pobres nervios torturados, levanta por tres veces el abdomen dejándolo después relajado y como vacío, contrae e hincha asimismo por tres veces desmesuradamente el tórax, sacude los brazos, echa hacia atrás la cabeza golpeando una última vez contra el leño su nuca coronada, contrae los músculos del rostro y dilata sus párpados bajo la costra del polvo y de la sangre que los cubre. Permanece un momento largo así: tenso, convulso, arqueado; después, dando un grito que lacera el aire, un fuerte grito en el que se oye el comienzo de esta palabra: "Mamá", muere. La cabeza cae definitivamente sobre el pecho, el cuerpo se desplaza hacia adelante, cesa el temblor y lo mismo la respiración. Ha expirado.
La tierra responde con un bramido al grito del Occiso
La tierra responde con un bramido al grito del Occiso mientras el viento silba, los rayos rasgan el cielo y un terremoto sacude el suelo. Parece como si sobreviniera el fin del mundo. La gente prorrumpe en alaridos de terror agarrándose unos a otros.
María cumplido su cometido santo, se rinde Ella también y Juan la acomoda al pie de la Cruz.
Los soldados se preguntan: "Es posible que haya muerto ya? ¡Si de ordinario no mueren tan pronto...!
Mientras la multitud huye presa de terror quedando tan sólo sobre el monte los soldados, María, Juan y las Marías, Longinos asesta la lanzada a Jesús, de abajo arriba, de derecha a izquierda. Mas El está perfectamente muerto. No se mueve. Rezuma únicamente suero y sangre. Rezuma. No brota a borbotones, a chorro, como sucedería si el herido hubiera tenido un corazón vivo. Faltan la respiración y los latidos que impulsen la sangre, la cual, ya vaciada, escurre lentamente de las carnes que se enfrían por momentos.
Está con la cabeza profundamente doblada sobre el pecho y los cabellos colgando por delante hasta ocultarlo. Carnes lívidas sobre las que ondea el velo de María alzándose contra un cielo de pez sobre el altar del Gólgota en el que hacen de candelabros las cruces de los dos ladrones que aún siguen vivos. Es una visión idéntica a la que por espacio de muchos meses se me hizo presente en la primavera de 1942.
Dos judíos piden el cuerpo de Jesús
Llegan dos judíos a parlamentar con el Centurión. Le piden el cuerpo. Longinos llama a un soldado y le manda a caballo hasta Pilatos para asegurarse de si el Pretor les ha dado permiso a esos dos judíos. El soldado vuelve rápidamente. Es cierto.
Los verdugos intentan subir con las escaleras para desclavar el Cadáver; pero José y Nicodemus no lo permiten. Se quitan los mantos y son ellos los que suben por las escaleras provistos de tenazas y palancas.
Desclavan primero la mano izquierda. El brazo cae a lo largo del Cuerpo que pende ahora medio descolgado. Llaman a Juan para que les ayude.
Los soldados se marchan de allí. Los dos ladrones, con las piernas quebradas, morirán por sí solos. Nada más tienen que hacer los soldados que, en formación, se alejan mientras los discípulos bajan a Jesús de su patíbulo.
Después del brazo izquierdo, mientras Juan, subido a una escalera se lo pasa por el cuello –por circunstancia puedo ver perfectísimamente la horrorosa herida de la mano izquierda que parece le haya alcanzado una bala explosiva por lo irregularmente lacerada que se encuentra– sosteniéndolo así entre la cruz y su espalda, teniendo Jesús la cabeza doblada sobre la del Predilecto como si todavía le hablara por entre los cabellos, José y Nicodemus desclavan los pies.
María, a la que rodean las mujeres fieles, está sentada en el suelo apoyándose en la Cruz.
Una vez desclavados los pies, pasan a hacer lo propio con el brazo derecho. Esta operación resulta muy fatigosa porque el Cuerpo, a medio descolgar, no obstante los esfuerzos de Juan, gravita hacia adelante y la cabeza del clavo casi ha desaparecido entre los bordes de la herida que, a lo largo de aquellas tres horas, se ha inflamado formando un cerco. Por fin se arriesgan y, con cuidado, abrazando Juan fuertemente a Jesús por los sobacos y levantándolo José y Nicodemus por los muslos, bajan el Cuerpo.
la Madre lo reclama. Su regazo está dispuesto a recibirlo
Llegados a tierra, buscan dónde acomodarlo. Pero la Madre lo reclama. Su regazo está dispuesto a recibirlo. Ha desplegado su manto y está con las rodillas más bien abiertas para hacer así con ellas un asiento más amplio para su Hijo. Mientras los discípulos lo llevan, va colgando la cabeza y sus brazos penden hacia tierra.
He aquí que se lo entregan a su Madre. María se lo apoya en el hombro teniéndolo con su brazo derecho contra el pecho y sosteniéndolo con el izquierdo por los muslos. La cabeza de Jesús se apoya ahora, cual si estuviese durmiendo sobre el hombro de su Madre, entre el hombro y el cuello de la misma. Parece un niño que se hubiese refugiado en el cuello de su madre. Y Ella le llama, le vuelve a llamar... Después se lo aparte del hombro y, sosteniéndolo siempre con el brazo derecho, le acaricia con su mano izquierda, le junta las manos, se las pone en su regazo, las coge, las besa y vierte su llanto sobre las heridas. Acaricia sus mejillas, le besa en sus pobres ojos, en su boca entreabierta y tumefacta en la frente y contra las espinas.
Los discípulos y discípulas querrían auxiliarla. Mas Ella no lo consiente. Gime: "¡No, no. Yo, yo...!" y se punza al querer desenredar las espinas de los cabellos y solloza pensando que han estado cuatro horas cuando menos martirizando la cabeza de Jesús. Por fin le quitan la corona.
La mano de María, que tiembla como presa de la fiebre, trata de poner en orden los mechones ensangrentados. Su llanto riega el Rostro y el Cuerpo de mi Señor. Y María, con un extremo de su velo que aún cubre los muslos de Jesús, le limpia y enjuga quitándole así el polvo y las manchas que afean aquel Rostro y Cuerpo adorables.
Y grita ahora la Madre. Grito de niño degollado.
Es Ella asimismo la Cordera a la que la espada
le asestó el golpe definitivo.
Cae abatida sobre el Cuerpo de su Hijo
pareciendo estar muerta Ella también.
Mas, al llevar a cabo ese piadoso menester, la mano de María topa con el rasgón del costado. Penetran sus dedos con el fino lienzo en aquella herida. María, en aquella media luz que está tornando apenas, se inclina para mirar y ve... Ve el pecho abierto y el corazón de su Hijo a través de aquel tajo cruel. Y grita ahora la Madre. Grito de niño degollado. Es Ella asimismo la Cordera a la que la espada le asestó el golpe definitivo. Cae abatida sobre el Cuerpo de su Hijo pareciendo estar muerta Ella también.
Le arrebatan por fin el Muerto divino al que envuelven en una tela amplia y, cogiéndolo por los hombros y los pies, mientras las mujeres sostienen a María –llevando asimismo la corona, los clavos, la esponja y la caña, todo cuanto, en fin, han podido tomar consigo– Juan, Nicodemus y José descienden transportando a Jesús hacia su sepulcro.
Quedan sobre el monte las tres cruces de las que una se halla a la sazón desnuda.
Y aquí termina la visión para mí.
177-192
A. M. D. G.