19 febrero 1944
La agonía de María
María, sostenida por Juan, solloza más fuertemente
Llega la Verónica con el sudario
José apaga una de las antorchas que había encendido para ver mejor en el sepulcro, ya muy oscuro, y se dirige a la puerta, a la abertura, teniendo encendida una sola con la que se alumbra mientras con la ayuda de Nicodemus, hace correr hasta su puesto la pesada losa del sepulcro.
María, sostenida por Juan, solloza más fuertemente
María, sostenida por Juan, solloza más fuertemente. Ahora Jesús está solo en su sepulcro, en medio del huerto silencioso, un tanto oscuro ya.
Vuelve a rehacerse el grupo y por un atajo llegan a la casa de la que tan sólo ayer tarde salieron los apóstoles con Jesús vivo y hermoso. Entran en ella María, Juan y las mujeres. Ahora me acuerdo de que siempre me he olvidado de decir que una de las mujeres del grupo piadoso era la dueña de la casa. José y Nicodemus se habían ido.
María penetra en la estancia en la que veinticuatro horas antes
estuvo con Jesús y llora
María penetra en la estancia en la que veinticuatro horas antes estuvo con Jesús y llora. Las mujeres la confortan lo mismo hace Juan. Pero nada hay que la consuele. Tiene en las manos su velo manchado de sangre, y de qué Sangre, y lo besa. Tiene delante, sobre una mesa, la corona de espinas, los clavos y los otros pocos objetos relacionados con la Pasión, entre los que están los paños con que frotaron sus miembros en el sepulcro y la sábana en la que le llevaron al mismo. Es todo cuanto le queda del Hijo.
Las, mujeres, por así pedirlo Ella, la dejan sola y lo mismo Juan.
María, de rodillas, llora y ora
con la cabeza pegada a aquellos pocos objetos
evocando los tiempos pasados cuando El era su Niño,
su consuelo y su compañía.
Y va pasando toda la vida familiar de Jesús
María, de rodillas, llora y ora con la cabeza pegada a aquellos pocos objetos .Por momentos va, sin duda, agudizándose la tortura del dolor, del recuerdo y de la soledad puesto que llama a su Jesús y le habla cual si lo tuviera presente evocando los tiempos pasados cuando El era su Niño, su consuelo y su compañía. Y va pasando toda la vida familiar de Jesús con los episodios evocados por su Madre.
Sabe muy bien que resucitará y lo cree porque El lo dijo y Ella lo entendió. Mas, entre tanto, El está muerto, El no está y Ella se encuentra sola con su recuerdo desgarrador.
Si la hubieran dejado con El en el sepulcro se sentiría menos desolada y esperaría a verlo resucitar velándole como cuando era niño, si bien este sueño de muerte sea más pesado y muy diferente su lecho. Mas para Ella hubiera sido repetir una vez más lo que tantas veces hizo cabe su cuna y habríale arrullado, no con la dulce nana de entonces sino con sus plegarias para que el Sacrificio resultase fructífero a todos los hombres, con sus palabras de amor y con su perdón hacia los occisores. ¡Si la hubieran dejado...! Se hubiera sentado allí, a su lado, y habríale parecido verle aún en fajos como entonces".
Y el desgarro, tras una pausa de recuerdos velada por una sonrisa, retorna con mayor fuerza "porque se acuerda en qué pañales ha sido envuelto su Hijo y qué heridas son las que cubren esos pañales".
Y vuelve a sus evocaciones de "cuando era pequeñín y se caía, de cuando empezó a trabajar y se lastimaba, cómo temblaba al ver su sangre, sus pequeñas moraduras, sus leves heridas que Ella curaba con sus besos, no aquietándose hasta entender que el pequeño dolor había desaparecido. Pero ahora, ahora...! Ahora le han herido, golpeado, traspasado y desollado así! Y nadie se ha compadecido, nadie le ha curado y nadie ha tenido a su lado que le acariciase donde los demás le herían! ¡Oh! ¡Si Ella, Ella al menos hubiese estado a su lado de continuo! Ella que, aun antes de que se lo diera Juan, sabía ya de su captura, de los primeros golpes, de las pedradas, de los empellones, de los esputos, de las bofetadas y de los cordeles; Ella que, no obstante el piadoso velo tendido por Juan sobre la verdad de los tormentos, sabía, sí, sabía cuanto acaecía en el Pretorio. ¿Acaso no tenía el corazón arado, punzado, golpeado por los flagelos, por las espinas, por las piedras y por los puños de los crueles que habían flagelado, coronado y golpeado a su Jesús? Y si el corazón de su Hijo habíase partido por el sufrimiento soportado en sus carnes, las suyas habíanse partido por el sufrimiento que hubo de soportar su corazón de Madre".
Todo lo compartió la Madre: la sed, la fiebre, los azotes y las espinas, lo mismo que las acusaciones, las ofensas y las blasfemias. Y después, después... "en el Calvario... no poderle ayudar, no poder darle ni una gota de agua, Ella que le dio tantas veces el pecho, no poderle sostener en la hora extrema; Ella que le sostuvo en sus primeros días, no poder tenerle la cabeza para que no se golpeara contra el madero y tuviese por almohada el corazón de su Madre para expirar sobre él menos atrozmente...!"
Es una agonía espiritual no menos penosa que la física de Cristo. Yo me encuentro destrozada por ella. ¿Cómo hará para poder vivir sin El siquiera sea por pocas horas? María se lo pregunta a sí misma, se lo pregunta a las cosas que han estado en contacto con su Jesús y se encuentran bañadas con su sangre, con su sudor de muerte, se lo pregunta a Dios...
"¿Cómo ha podido permitir tantas sevicias dejándole solo, solo sobre su cruz? El, su Padre, tan santo y bueno, ¿cómo ha podido resistir el grito de aquel corazón que moría hasta por el dolor de no verse ya ayudado ni por El? El recuerdo del corazón le trae al pensamiento la herida del costado de la que busca el testimonio en su velo. Aquí está la impronta de sus dedos que penetraron con el lienzo en ese desgarro atroz. Sí, aquí está. Ella, sin quererlo, tocó el Corazón de su Hijo ¡El Corazón de su Dios! Mas, ¡aquel Corazón estaba muerto! ¡Muerto!".
María grita estas palabras presa de un paroxismo de dolor. Y llama a Dios: "¡Padre, Padre, piedad! ¡Yo te amo! Nosotros te amábamos y Tú nos has amado tanto...! ¿Cómo has permitido que fuese herido el corazón de nuestro Hijo?".
Y se acuerda de que estaba, a la sazón, muerto y de que, por tanto, no sufrió por esa herida. Y entonces bendice la bondad de Dios que le ahorró ese sufrimiento a su Jesús. "Esta, cuando menos ésta no la sentiste, Hijo mío. Sólo yo la he sentido en el mío al ver tu corazón abierto. En el mío está ahora tu lanza hurgando y desgarrando en él. ¡Cuánto mejor así! Tú no la sientes. Pero, Jesús, compadécete! Una señal tuya, una caricia, una palabra para tu Mamá que tiene el corazón destrozado! ¡Una señal, una señal, Jesús, si quieres encontrarme viva cuando vuelvas!".
Llega la Verónica con el sudario
Un aldabonazo en la puerta de casa rompe el silencio alterado tan sólo por los ayes de dolor de María; y, a seguido, nueva llamada más tenue en la puerta de la estancia.
Entra Juan que habla con María a media voz. Ella asiente, se reporta y se vuelve hacia la puerta.
Entra Verónica con su doncella. Se arrodilla delante de María que ahora está sentada. Las mujeres fieles se apelotonan en el hueco de la puerta. Juan está en pie tras el asiento de María a la que echa una mano sobre su hombro y pasándole el brazo izquierdo por la espalda como para sostenerla. Verónica, del cofrecillo que su doncella, arrodillada igualmente, tiene en sus manos, extrae el lienzo y lo despliega.
El Rostro vivo de Cristo aparece sobre la tela. Un rostro dolorido, pero vivo todavía en su expresión, con los ojos abiertos y la boca sonriendo levemente con dolor. María abre sus brazos dando un grito al que hacen eco los de las mujeres.
Verónica entrega el sudario a la Madre, pues es justo que lo tenga Ella. Y, en un gesto de delicadeza, se retira en compañía de su doncella.
La señal le ha llegado: una nada dentro del mar de dolor que le anega; mas lo bastante para no hacerla morir.
La contemplación me deja así: con el rostro de María pegado al de Cristo impreso en el sudario.
192-196
A. M. D. G.