20 febrero 1944

 

 

Comentario a la Pasión del Señor

 

 


 

Ahora que ya es de noche, dice Jesús:

   Los que quieren y piden al Señor Dios que les haga Salvadores, deben recapacitar que Yo y María somos sus modelos

   Es una misión austera, la más austera de todas

    Por encima de cualquier amor o vínculo de la tierra está o debe de estar el amor hacia el Señor Dios vuestro

    Ya has visto cuál fue la corona que Yo quise

   Vuestros científicos con el testimonio de mi Pasión que es la Sábana, explican cómo la sangre, el sudor cadavérico y la urea de un cuerpo sobrefatigado pudieron, al mezclarse con los aromas, reproducir aquella pintura natural de mi Cuerpo

    ¡Oh, la condición de víctima es muy severa!

    verla morir (a mi Madre) a cada estremecimiento mío, fue para Mí el mayor de los dolores

    Siempre Madre. Ella supo ser a la vez Hija del Padre de los Cielos

    Ella es ciertamente la Esposa de Dios

    Tan sólo pide un poco de consuelo para no morir, pues es necesaria para la Iglesia naciente de la que fue constituida Madre pocas horas antes

   Juan compartió el dolor con María y con Jesús

    A excepción de mi Madre, ninguno como Juan poseyó el amor de compasión en el mundo

 


 

Como le he dicho, hoy no he tenido otra contemplación que la de la Cruz con mi Jesús que mira hacia abajo, a la base de su patíbulo; mira a María y a Juan que están casi dándome la espalda y mirando en lo alto a Jesús.

Se me ha iluminado mientras oía la Misa transmitida por radio desde Francia y, precisamente, en el Sanctus. Tan nítida y comunicativa ha sido para mi espíritu, que me he dicho a mí misma que la Misa de este modo vista es algo celestial

Después ha llegado el infierno de las bombas... Pero ni este terror ha sido capaz de impedir la visión que tenía, la cual me ha durado y viene durando todo el día.

Por eso le puedo decir que María viste su acostumbrado hábito azul oscurísimo en el que se envuelve por completo y que el vestido de Juan es de un color violeta pálido con manto de color avellana claro.

Veo de soslayo el rostro palidísimo de María, pálido hasta en sus labios con la boca cerrada en un rictus de dolor. Este ha llegado a desfigurarla de tal suerte que parece una anciana de más de sesenta años, Ella que a la muerte de su Hijo aún no tiene los cincuenta.

Veo asimismo de refilón a Juan, el de rostro juvenil, con un velo de dolor profundo, pálido él también y como envejecido en pocas horas. Tan sólo sus cabellos largos, y blondos, apenas un poco más claros que los de Jesús, siguen como antes luciendo con reflejos de oro, peinados y suaves.

Veo, por el contrario, de frente a Jesús con toda su manifestación de livideces y heridas, con su rostro marcado ya por la muerte que se aproxima y completamente desfigurado de como estaba antes de la Pasión. Advierto que la Cruz es muy alta. Los pies de Jesús no están a menos de unos dos metros del suelo.

No veo otra cosa que esto. Es sin duda el momento en que Jesús le confía Juan a su Madre (Jn 19-25-27).

 

Ahora que ya es de noche, dice Jesús:

 

"Ya has visto lo que cuesta ser Salvadores. Lo has visto en Mí y en María. Has tenido conocimiento de todas nuestras torturas y ya has visto con qué generosidad, con qué heroísmo, con qué paciencia, con qué mansedumbre, con qué constancia y con qué fortaleza las sobrellevamos movidos por la caridad de salvaros.

 

Los que quieren y piden al Señor Dios que les haga "Salvadores",

deben recapacitar que Yo y María somos sus modelos

 

Los que quieren y piden al Señor Dios que les haga "Salvadores", deben recapacitar que Yo y María somos sus modelos y que ésas son precisamente las torturas que hay que condividir para salvar. No serán las cruces, las espinas, los clavos, los azotes materiales. Serán otros de distinta forma y naturaleza, mas igualmente dolorosos y aniquiladores. Y sólo consumando el sacrificio entre tales dolores es como se puede llegar a ser salvadores.

 

Es una misión austera, la más austera de todas

 

Es una misión austera, la más austera de todas. Aquella en cuya comparación la vida del monje o de la religiosa de regla más severa resulta una flor respecto de un manojo de espinas, ya que ésta no es regla de una Orden humana sino Regla de un sacerdocio, de un monacato divino del que Yo soy el Fundador que consagro y acojo en mi Regla y en mi Orden a los elegidos a ella, imponiéndoles mi hábito que es el Dolor total hasta el sacrificio.

Tú has visto mis sufrimientos. Ellos fueron aceptados para reparar vuestras culpas. No quedó parte alguna de mi cuerpo privada de ellos por cuanto nada en el hombre está exento de culpa y todas las partes de vuestro ser, tanto físico como moral, –ese ser que Dios os dio con una perfección de obra divina y al que vosotros habéis envilecido con la culpa del progenitor, con vuestras tendencias al mal y con vuestra voluntad perversa– son instrumentos de los que os servís para cometer el pecado.

Pero Yo vine para anular mediante mi Sangre y mi dolor los efectos del pecado, lavando con ellos cada una de vuestras partes físicas y morales purificándolas así y prestándoles fortaleza contra las tendencias pecaminosas

Mis Manos, tras haberse cansado llevando la Cruz, fueron heridas y aprisionadas para reparar por todos los delitos perpetrados por las manos de los hombres, desde aquellos, verdaderos y propiamente dichos de empuñar y manejar armas contra los hermanos, convirtiéndoos en Caines, hasta los de robar, formular denuncias falsas, realizar actos contrarios al respeto debido a vuestro cuerpo y al de los demás, y ociar en una haraganería que es terreno predispuesto para vuestros vicios. Por las ilícitas libertades de vuestras manos hice que crucificaran las mías clavándolas al leño y privándoles de todo movimiento no ya lícito sino necesario.

Los pies de vuestro Salvador, después de haberse cansado y contusionado contra las piedras a lo largo del camino de mi Pasión, fueron traspasados e inmovilizados para reparar todo el mal que vosotros hacéis con vuestros pies sirviéndoos de ellos como medio para marchar a vuestros delitos, hurtos y fornicaciones. Dejé marcadas las vías, plazas, casas y escaleras de Jerusalén para purificar todas las vías, plazas, escaleras y casas de la tierra de todo el mal que por encima y dentro de ellas, habíase producido y sembrado a lo largo de los siglos pasados y lo será en los venideros por vuestro malquerer obediente a las instigaciones de Satanás.

Mis Carnes fueron mancilladas, contusionadas y laceradas para castigar en Mí el culto excesivo e idolátrico que tributáis a vuestra carne y a la de aquellos a los que amáis por capricho de sentido o también por afecto que, si bien no es en sí reprobable, lo hacéis tal cuando amáis a un genitor, a un cónyuge, a un hijo o a un hermano más que a Dios.

 

Por encima de cualquier amor o vínculo de la tierra está

o debe de estar el amor hacia el Señor Dios vuestro

 

No. Por encima de cualquier amor o vínculo de la tierra está o debe de estar el amor hacia el Señor Dios vuestro. Ninguno, ningún otro afecto debe ser superior a éste. Amaos en Dios, no por encima de Dios. Amad a Dios con todo vuestro ser. Ello no agotará vuestro amor hasta el punto de haceros indiferentes con aquellos a los que estáis ligados antes revertirá vuestro amor hacia ellos con la perfección extraída de Dios, puesto que quien ama a Dios tiene a Dios en sí y, teniendo a Dios, tiene la Perfección.

Yo hice de mis Carnes una llaga para privar a las vuestras del veneno del sentido, de la falta de pudor y de respeto, de la avidez y admiración por esa carne destinada a reducirse a polvo. No es con el culto a la carne como se le confiere a ésta la belleza. Es con el distanciamiento de ella como se le presta la Belleza eterna en el Cielo de Dios.

Mi Cabeza se vio sometida a mil torturas: a los golpes, al sol, a los gritos y a las espinas para reparar las culpas de vuestra mente. Soberbia, impaciencia, insoportabilidad e intolerancia brotan como los hongos en vuestro cerebro. Yo hice de ella un órgano torturado, encerrado en un escriño decorado con sangre para reparar cuanto se desborda de vuestros pensamiento.

 

Ya has visto cuál fue la corona que Yo quise

 

Ya has visto cuál fue la corona que Yo quise. Ninguno que esté en su sano juicio (humanamente hablando) y sea dueño de sí mismo, se la impone. Pero a Mí me tenían por loco y loco, sobrenatural y divinamente loco estaba Yo al querer morir por vosotros que no me amáis o me amáis tan poco, y querer morir para vencer el Mal en vosotros aun sabiendo que lo amáis más que a Dios, y estaba a merced del hombre siendo prisionero suyo y condenado por él. Yo, Dios, condenado por el hombre.

¡Cuántas impaciencias tenéis por nonadas, cuántas incompatibilidades por bagatelas y cuántas insufribilidades por simples malestares! Pero fijaos en vuestro Salvador y meditad qué acuciante tenía que ser el continuo punzar de aquella corona en renovados puntos, aquel enredarse en los mechones del cabello, aquel continuo desplazarse sin dar lugar a mover la cabeza ni a encontrar apoyo que no diese tormento! Pensad también lo que para mi Cabeza torturada, doliente y febril suponían aquellos gritos de las turbas, aquellos golpes y aquel sol abrasador! Y ponderad igualmente cuál no sería el dolor que oprimía mi pobre cerebro llegado a la agonía del Viernes hecho ya un puro dolor por los esfuerzos realizados en la tarde del Jueves, mi pobre cerebro asaltado por la fiebre que le subía de todo mi Cuerpo desgarrado y de las intoxicaciones provocadas por las torturas!

Y en la Cabeza, también los ojos, la boca, la nariz y la lengua tuvieron las suyas para reparar por vuestras miradas tan ganosas de ver lo que está mal olvidándose con ello de buscar a Dios; para reparar por las excesivas y harto mendaces, inmundas y lujuriosas palabras que pronunciáis en  vez de usar de vuestros labios para rezar, para enseñar y para confortar. La nariz y la lengua tuvieron sus particulares torturas para reparar por vuestra gula y por vuestra sensualidad en el olfato que os llevan a cometer imperfecciones que son terreno abonado para otras más graves culpas y a tener avidez de alimentos superfluos sin sentir compasión de los que sufren hambre, de alimentos que muchas veces llegáis a procuraros recurriendo a medios gananciosos ilícitos.

De mis órganos, ni uno de ellos quedó sin sufrimiento. Ahogos y toses para mis pulmones contusos por la bárbara flagelación, resultando por fin edematosos por la posición sobre la cruz. Angustia y dolor para mi corazón desencajado y enfermo por la cruel flagelación y por el dolor moral que la precedió, por la fatiga en subir bajo el grave peso del leño y por la anemia consiguiente a tanta sangre derramada. El hígado, congestionado; el bazo, congestionado; y los riñones, contusos y congestionados también.

 

Vuestros científicos con el testimonio de mi Pasión

que es la Sábana,

 explican cómo la sangre, el sudor cadavérico y la urea

de un cuerpo sobrefatigado pudieron, al mezclarse

con los aromas,

reproducir aquella pintura natural de mi Cuerpo

 

Has visto el cerco de livideces que rodeaban mis riñones. Vuestros científicos, para satisfacer vuestra incredulidad con una prueba relacionada con el testimonio de mi Pasión que es la Sábana, explican cómo la sangre, el sudor cadavérico y la urea de un cuerpo sobrefatigado pudieron, al mezclarse con los aromas, reproducir aquella pintura natural de mi Cuerpo extinto y torturado.

¡Mejor fuera creer sin necesidad de tantas pruebas! ¡Mejor fuera decir. "Eso es obra de Dios" y bendecirle por haberos concedido poseer la prueba irrefragable de mi Crucifixión y de las torturas que la precedieron!

Mas ¿por qué ahora ya no sabéis creer con la simplicidad de los niños y tenéis necesidad de pruebas científicas? –pobre fe la vuestra que sin el soporte y el estímulo de la ciencia no sabe estar de pie ni caminar–. Sabed que las feroces contusiones de mis riñones fueron el agente químico más poderoso en el milagro de la Sábana. Mis riñones, quebrantados casi por los azotes, ya no pudieron funcionar y, como los de aquellos a quienes una llama les quema, quedaron incapacitados para filtrar y la urea se acumuló y esparció en mi cuerpo por la sangre proporcionando los sufrimientos de la intoxicación urémica y el reactivo que, al trasudar de mi cadáver, fijó la impronta sobre la tela. Mas quien de vosotros sea médico o haya estado enfermo de uremia puede comprender qué sufrimientos debieron proporcionarme las toxinas urémicas en tal cantidad acumuladas que fueron capaces de producir una impronta indeleble.

La sed. ¡Que torturante fue la sed! Tú misma lo has visto. De entre tantos no hubo ni uno que acertase a darme ni una gota de agua. A partir de la cena no tuve el menor consuelo. La fiebre, el sol, el calor, el polvo, la perdida de sangre, ¡cuánta sed daban a vuestro Salvador...!

Ya has visto cómo rechacé el vino mirrado. No quería endulzar mis padecimientos. Al ofrecerse como víctima es preciso ser víctimas sin transacciones piadosas, sin compromisos y sin endulzamientos. Hay que beber el cáliz tal como se ofrece y apurar hasta el fondo el vinagre y la hiel rechazando el vino drogado que produce entontamiento en el dolor.

 

¡Oh, la condición de víctima es muy severa!

 

¡Oh, la condición de víctima es muy severa! Mas, feliz de aquel que hace de la misma su destino.

Hasta aquí los sufrimientos de tu Jesús en su Cuerpo inocente en los que no entran las torturas del afecto hacia mi Madre y por su dolor. Era preciso tal dolor que fue para Mí el desgarro más cruel. ¡Sólo el Padre sabe lo que sufrió su Verbo en lo espiritual, en lo moral y en lo físico! Hasta la presencia de mi Madre, con ser lo más deseado de mi corazón tan necesitado de consuelo en aquella soledad infinita que le rodeaba, soledad infinita proveniente de Dios y de los hombres, fue una tortura.

 

verla morir (a mi Madre) a cada estremecimiento mío,

fue para Mí el mayor de los dolores

 

Ella debía estar allí, como ángel de carne, para impedir que me asaltase la desesperación como el ángel espiritual habíalo impedido en el Getsemaní. Debía estar allí para unir mi Dolor al suyo para vuestra Redención. Y, por último, debía estar allí para ser investida Madre del género humano. Mas, verla morir a cada estremecimiento mío, fue para Mí el mayor de los dolores. Ni la traición ni el conocimiento de que mi Sacrificio habría de ser inútil para tantos, estos dos dolores que, pocas horas antes, pareciéronme tan grandes que me hicieron sudar sangre, podían compararse con éste.

 

Siempre Madre.

Ella supo ser a la vez Hija del Padre de los Cielos

 

Ahora bien, ya has visto tú la grandeza de María en ese trance. Su desgarro no le impidió ser más fuerte que Judit (Judit 10, 13), pues si ésta mató, Ella se hizo matar a través de su Hijo sin imprecar y sin odiar antes rogando, amando y obedeciendo. Siempre Madre, hasta advertir en medio de aquellas torturas, que su Jesús tenía necesidad de su velo virginal para cubrir sus carnes inocentes en defensa de su pudor. Ella supo ser a la vez Hija del Padre de los Cielos y obedecer su tremenda voluntad de aquel momento. No imprecó ni se rebeló contra Dios ni contra los hombres antes perdonó a éstos y dijo su "Fiat" a Aquel.

Y aún después le oíste: "Padre, yo te amo y Tú nos has amado". Se lo recuerda y proclama que Dios la ha amado renovándole su profesión de amor. ¡En aquel trance! Después de que el Padre la hubo herido y privado de su razón de ser, le ama. No dice: "Ya no te amo porque me has herido". Le ama y no se aflige tanto por su dolor cuanto por el de su Hijo. No se lamenta por su corazón despedazado sino por el mío traspasado. Y es de esto de lo que reconviene al Padre, no de su dolor y si le reconviene es en nombre de su Hijo

 

Ella es ciertamente la Esposa de Dios

 

Ella es ciertamente la Esposa de Dios. Ella es también la que concibió por su unión con El. Ella sabe que a su Hijo no lo generó contacto alguno humano sino únicamente Fuego bajado del Cielo para penetrar en su seno inmaculado y depositar allí el Germen divino, la Carne del Hombre-Dios, del Redentor del mundo. Ella lo sabe y, como esposa y madre que es, inquiere las razones de aquella herida. Las otras tenían que ser dadas; pero ésta cuando todo estaba ya cumplido, ¿a qué?

¡Pobre María! Fue un porqué que tu dolor no te permitió leer sobre mi herida y fue: para que los hombres viesen el Corazón de Dios. Tú lo has visto, María, y ya nunca más lo olvidarás.

Pero ¿ya ves? María, por más que no vea en aquel momento las razones sobrenaturales de aquella herida, piensa al momento que no me hizo mal y bendice por ello a Dios. ¡Pobre Mamá! Que aquella herida le hiciera tanto mal a Ella le tiene sin cuidado; pero lo que de verdad le importa es que no me lo hiciese a Mí. Esto le basta y le da pie para bendecir por ello a Dios que la inmola.

 

Tan sólo pide un poco de consuelo para no morir,

 pues es necesaria para la Iglesia naciente

de la que fue constituida Madre pocas horas antes

 

Tan sólo pide un poco de consuelo para no morir, pues es necesaria para la Iglesia naciente de la que fue constituida Madre pocas horas antes. La Iglesia, lo mismo que un recién nacido, tiene necesidad de los cuidados y de la leche de la madre. María se los dará a la Iglesia sosteniendo a los apóstoles, hablándoles del Salvador y rogando por ella. Mas, ¿cómo lo habría de hacer si hubiera de expirar esa misma tarde? La Iglesia, que tiene aún hartos pocos días para poder estar sin su Cabeza, de morir también la Madre quedaría totalmente huérfana. Es la condición, siempre precaria, de los recién nacidos.

Dios jamás defrauda en peticiones justas y conforta a sus hijos que esperan en El. María lo comprueba en el consuelo de la Verónica. Ella, mi pobre Mamá, tiene clavada en sus ojos la estampa de mi Rostro extinto, no pudiendo resistir aquella vista. No, aquel no es su Jesús, aviejado, tumefacto, con los ojos cerrados que no la mira, con la boca contorsionada que no le habla pero... le sonríe. Sí, este rostro es de Jesús vivo. Doloroso y herido, es cierto, pero vivo aún. Esta es su mirada que la contempla, ésta su boca que aún parece decirle: ¡Mamá!" y ésta su sonrisa con la que todavía le saluda.

¡María!, busca a tu Jesús en tu dolor. El acudirá siempre y te mirará, te llamará y te sonreirá. Compartiremos el dolor, pero estamos unidos.

 

Juan compartió el dolor con María y con Jesús

 

¡Oh mi pequeño Juan!. Juan compartió el dolor con María y con Jesús. Aún en esto sé siempre como Juan. Ya te lo dije (26 diciembre de 1943): "No serás grande por las contemplaciones ni por los dictados, que son míos, sino por tu amor. El más subido amor está en la coparticipación del dolor" que hace intuir los más nimios deseos de Dios y llevarlos a la práctica venciendo todos los obstáculos.

Mira con que viva y delicada sensibilidad se conduce Juan desde la noche del Jueves hasta la del Viernes. Y también después. Pero, observémosle en aquellas horas:

Un extravío momentáneo, una hora de pensatez; mas, vencido el sueño con la impresión de la captura y la fuerza de su amor, viene trayendo consigo a Pedro para que el Maestro reciba algún consuelo viendo al Cabeza de los apóstoles y al Predilecto de entre ellos.

Y después piensa en la Madre a la que cualquier desalmado puede echarle en cara el suceso de la captura. Y va adonde Ella. El desconoce que María vive ya las vejaciones del Hijo y que, mientras los apóstoles dormían, Ella velaba y oraba agonizando con el Hijo. El no lo sabe y va adonde Ella a disponerla para la noticia.

Y a continuación hace el recorrido de casa al Pretorio, de casa al Palacio de Herodes y nuevamente de casa al Pretorio (esta frase será rectificada en el dictado de los días 12-13 de mayo). Y hacer eso aquella mañana, atravesando una multitud ebria de odio con su vestimenta que le delataba como galileo, no era cómoda cosa. Mas el amor le sostiene y él para nada piensa en sí sino en los dolores de Jesús y de su Madre. Podría ser lapidado como discípulo del Nazareno. No importa. El desafía todo. Los otros, llevados de la prudencia y del miedo, están huidos y escondidos. A él le lleva el amor y se queda dándose a conocer. Es un hombre puro. El amor florece en la pureza.

Y si su piedad y su buen sentido de hombre del pueblo le inducen a mantener a María alejada del gentío y del Pretorio, –él no sabe que María comparte todas las torturas del Hijo sufriéndolas espiritualmente– cuando juzga ser llegada la hora en que Jesús necesita de su Madre y que ya no es lícito tenerla alejada por más tiempo de El, la conduce hasta Jesús, la sostiene y la defiende.

¿Qué supone ese puñado de personas fieles: un hombre solo, inerme, joven y sin prestigio, al frente de unas cuantas mujeres contra toda una turba embrutecida? Nada. Un montoncito de hojas que el viento puede dispersar; una barca diminuta en medio de un océano tempestuoso que la puede anegar. No importa. El amor constituye su fuerza y su vela. Esta es su armadura y con ella protege hasta el fin a la Señora y a las mujeres.

 

A excepción de mi Madre, ninguno como Juan

poseyó el amor de compasión en el mundo

 

A excepción de mi Madre, ninguno como Juan poseyó el amor de compasión en el mundo. El es el prototipo de los que aman con este amor. Sea El tu maestro en esto. Síguelo en el ejemplo de pureza y de caridad que te da y serás grande.

Ahora vete en paz. Te bendigo."

196-206

A. M. D. G.