1 de marzo de 1944
Sobre las 17 horas
Perpetua, Felicidad y otros mártires
en el centro, y elevada del suelo, aparece erguida una mora joven y bellísima
Penetra un anciano, moreno como ella
Ingresan en la cárcel a Felicidad y tres hombres más
Martirio de Perpetua, Felicidad y tres compañeros más
Ley dentro de la ley es el amor: hacia el Señor Dios y hacia el prójimo
me dice Jesús:
"No era mi intención haberte proporcionado esta tarde la presente visión. Lo era, en cambio, haberte hecho vivir un nuevo episodio de los "evangelios de la fe". Mas ha expresado un deseo quien merece ser atendido y Yo le complazco. Sin contar pues con tus dolores, mira, observa y describe. Tus dolores dámelos a Mí y la descripción a tus hermanos".
Y así, sin tener en cuenta mis dolores, tan acerbos, por los que me parece tener la cabeza en torniquete con una sensación lacerante que, partiendo de la nuca, sube hasta la frente y recorre la espina dorsal, un mal tan terrible que me ha hecho pensar para mis adentros en el estallido de una meningitis, habiendo quedado después desvanecida, escrito. E, incluso ahora, siguen tan acerbos. Mas Jesús permite que logre escribir para obedecer. Después... después que sea lo que Dios quiera.
Por lo demás, le aseguro que voy de sorpresa en sorpresa pues, en primer lugar, me encuentro frente por frente con africanos o árabes al menos, cuando yo siempre creí que estas santas fuesen europeas. Porque, ciertamente, no tenía la menor idea de su condición social ni de su martirio. De Inés conocía su vida y muerte. De éstas, en cambio, es como si leyese un relato desconocido.
en el centro, y elevada del suelo,
aparece erguida una mora joven y bellísima
Como primera aclaración he de decir que, antes de quedar desvanecida, he visto un anfiteatro, poco más o menos como el Coliseo (pero no en ruinas), vacío por entonces de gente. Tan sólo en el centro, y elevada del suelo, aparece erguida una mora joven y bellísima, radiante con una luz beatífica que se desprende de su cuerpo moreno y del vestido oscuro que le cubre. Semeja ser el ángel de ese lugar. Me mira y sonríe. Después quedo desvanecida y nada más veo.
Se completa ahora la visión:
Me encuentro en un edificio que, por la carencia de toda comodidad y su austera apariencia, se me presenta como una fortaleza destinada a prisión. No es el subterráneo de la cárcel Tuliana que vi ayer. Aquí hay pequeñas estancias y corredores peraltados, pero tan escasos de espacio, de luz y tan provistos de barrotes y puertas ferradas abundando de cerrojos, que ese "quid" de mejor que arrojan en la comparación, queda invalidado con su rigor que anula hasta la menor idea de libertad.
En uno de estos reductos aparece sentada sobre un tablero que hace de lecho, asiento y mesa, la joven mora que vi en el anfiteatro. Ahora no emana luz sino tan sólo una gran paz. Tiene en brazos a un pequeñín de pocos meses al que da el pecho. Lo cuna y acaricia con amor. El niño juguetea con la joven madre y restriega su carita notablemente aceitunada contra el pecho moreno de su mamá al que se agarra y deja con súbitas risotadas colmas de leche.
La joven es bellísima. Su rostro, regular, redondo más bien, con unos ojos por demás hermosos y grandes de un negro aterciopelado. Boca túmida y pequeña con su plenitud de dientes blanquísimos y bien dispuestos. Cabellos negros y un tanto ensortijados, pero bien asentados con trenzas apretadas que le ciñen la cabeza. Su color es de un moderado moreno oliváceo.
Hasta entre nosotros, los italianos, y, en particular, entre los meridionales, se observa ese color si bien un poco más claro que éste. Cuando se levanta para hacer dormir al pequeño yendo de un lado para otro de la celda, observo que es esbelta y hermosa con donaire. No excesivamente hermosa sino perfectamente modelada en sus formas. Por la dignidad de su porte semeja una reina. La cubre un vestido sencillo y oscuro, casi como su piel, que le cae en mórbidos pliegues a lo largo de su cuerpo hermoso.
Penetra un anciano, moreno como ella
Penetra un anciano, moreno como ella. El carcelero le hace entrar abriendo la pesada puerta. La joven se vuelve a él y sonríe. El anciano, a su vez, la mira y llora. Quedan así por unos instantes.
Aflora a continuación la pena del anciano que suplica afanosamente a su hija que se apiade de su sufrimiento: "No es para esto, le dice, para lo que te engendré. Más que a todos los hijos te he querido a ti, gozo y luz de mi casa. Y ahora te empeñas en echarte a perder a ti y, contigo a tu pobre padre que siente desfallecer su corazón por el dolor que le ocasionas. Hija mía, hace meses que te lo estoy pidiendo. Te has obstinado en resistir hasta conocer la cárcel tú que naciste en la opulencia. Curvándome ante los poderosos te había conseguido que pudieses permanecer en tu casa hasta ahora prisionera. Prometí al juez que te doblegaría con mi autoridad de padre. Ahora él me vitupera al ver que tú no has hecho el menor caso de ella. No es esto lo que debería enseñarte esa doctrina que tú tienes por perfecta. ¿Qué Dios es ése, al que sigues, que te inculca no respetar al que te engendró y no amarle; porque si me amases no me darías semejante dolor? Tu obstinación, a la que ni la compasión por ese inocente ha podido vencer, no te ha servido sino para que te arranquen de casa y te encierren en esta prisión. Mas ahora ya no se habla de prisión sino de muerte. Y muerte atroz. ¿Por qué? ¿Por quién? ¿Por quién quieres morir? ¿Que necesidad tiene tu Dios de tu sacrificio ni del nuestro –del mío y el de tu criatura que ya no tendrá madre–? ¿Qué necesidad tiene de tu sangre ni de mi llanto para triunfar? Pero ¿cómo? Las fieras aman a los nacidos de ellas y tanto más los aman cuanto por más tiempo los llevaron en su seno. También esto me daba esperanzas y para esto te había conseguido el que pudieras amamantar a tu niño. Pero tú no cambias. Y, tras haberlo nutrido, abrigado y tenerle recostado contigo durante su sueño, ahora lo rechazas y abandonas sin duelo alguno. No te pido por mí sino en su nombre. No tienes derecho a dejarme un huérfano. Tu Dios no tiene derecho a hacer esto. ¿Cómo he de creer que es mejor que nosotros cuando consiente estos sacrificios crueles? Tú misma me obligas a que no le ame y le maldiga cada vez más. Pero... ¡no, no! ¿Qué digo? ¡Oh, Perpetua, perdona! Perdona a tu anciano padre a quien el dolor le hace enloquecer. ¿Quieres que ame a tu Dios? Le amaré más que a mí mismo si te quedas con nosotros. Dile al juez que has cedido. Después amarás al que quieras de entre los dioses de la tierra y haz de tu padre lo que te plazca. No te llamaré más hija ni seré más tu padre sino tu siervo, tu esclavo y tú, mi señora. domina, manda y yo te obedeceré. Pero, por piedad, por compasión sálvate mientras aún lo puedes hacer. No hay tiempo que perder. Tu compañera, ya lo sabes, ha dado a luz su criatura y ya sólo le resta la sentencia. Te arrancarán el hijo al que ya no volverás a ver. Tal vez mañana o quién sabe si hoy mismo. ¡Hija, compadécete! ¡Compadécete de mí y también de él que aún no sabe hablar pero que ya ves cómo te mira, te sonríe y reclama tu amor! ¡Oh señora, señora mía, luz y reina de mi corazón, luz y gozo del hijo de tus entrañas, ten compasión, ten piedad!
El anciano se postra de hinojos, besa la orla del vestido de su hija, se abraza a sus rodillas y trata de tomar su mano que ella tiene posada sobre su corazón para contener la humana congoja. Mas nada consigue doblegarla.
"Es precisamente por el amor que os tengo a ti y a él por lo que me mantengo fiel a mi Señor", le replica ella. "No hay gloria alguna de la tierra que pueda dar a tu cabeza blanca y a este inocente tanto honor como el que os ha de dar mi muerte. Vosotros alcanzaréis la Fe y ¿qué diríais entonces de mí si por la vileza de un momento hubiese yo renunciado a ella? Mi Dios no necesita de mi sangre ni de tu llanto para triunfar, pero tú sí tienes necesidad de esa sangre para conseguir la Vida como este inocente para mantenerse en ella. Por la vida que me diste y por el gozo que él me ha proporcionado, yo os obtengo, a cambio, la Vida que es verdadera, eterna y bienaventurada. No, mi Dios no enseña el desamor para con los padres ni para con los hijos sino, al contrario: el verdadero amor. Ahora, padre, el dolor te hace delirar pero, más adelante, se hará la luz en ti y me bendecirás. Esa luz te la mandaré del Cielo. Y a este pequeño, no es que yo le ame menos ahora que me dejo desangrar para nutrirlo, porque si la ferocidad pagana no arremetiese contra nosotros los cristianos, yo continuaría siendo para él madre amantísima y él para mí el centro de mi vida; mas, superior al hijo nacido de mí es Dios, como animismo es infinitamente más grande el amor debido a El. No puedo, por tanto, en nombre de mi maternidad, posponer su amor al de una criatura. No. No tienes por qué ser el esclavo de tu hija. Yo soy siempre tu hija, obediente en todo, menos en esto: en renunciar por ti al verdadero Dios. Deja que se cumpla el querer de los hombres y si me amas, acompáñame en la Fe. Allá encontrarás a tu hija, y para siempre, porque la verdadera Fe otorga el Paraíso y mi buen Pastor me ha dado ya a mí la bienvenida en su Reino".
a Felicidad y tres hombres más
Y en este punto sufre un cambio la visión al ver yo penetrar en la celda a tres personajes: tres hombres y una mujer jovencísima. Se besan y abrazan unos a otros. Entran también los carceleros para quitarle el hijo a Perpetua que vacila como herida por un golpe; pero se recobra.
La compañera le anima: "yo también he perdido ya a mi criatura, aunque eso no es pérdida. Dios ha sido bueno conmigo. Me concedió engendrarla para El y su bautismo se emperla con mi sangre. Era una niña y... hermosa como una flor. También el tuyo es hermoso, Perpetua; mas, para hacerles vivir en Cristo, estas flores necesitan de nuestra sangre. De este modo les daremos doble vida".
Perpetua toma al niño que había acostado en la yacija y duerme ahíto y satisfecho y se lo entrega al padre después de haberlo besado con suavidad para no despertarlo... Lo bendice asimismo y le traza una cruz sobre la frente, otra sobre sus manecitas y a cada una más en los piececitos y sobre el pecho mojando los dedos en las lágrimas que le corren de los ojos. Todo esto lo hace tan dulcemtne que el niño sonríe entre sueños cual si de una caricia se tratara.
Salen después los condenados, siendo conducidos en medio de soldados hasta una oscura cueva del anfiteatro a la espera del martirio. Pasan las horas rezando y cantando himnos sagrados, exhortándose mutuamente al heroísmo.
Ahora me parece hallarme yo, precisamente, en el anfiteatro que ya tengo visto. Está lleno de gente, en su mayor parte de tez bronceada, aunque también hay muchos romanos. El gentío se agita y arma murmullo en las gradas. La luz es intensa a pesar del toldo extendido en la parte del sol.
Martirio de Perpetua, Felicidad
y tres compañeros más
Les hacen entrar uno tras otro a los cinco mártires en la arena, en la que me parece que se hayan llevado a cabo anteriormente juegos crueles, pues se halla manchada de sangre. La multitud les silba e insulta. Ellos, con Perpetua a la cabeza, entran cantando. Se detienen en medio de la arena y uno de los cinco se vuelve hacia el gentío para decirles:
"Haríais mejor en demostrar vuestro valor siguiéndonos en la Fe y no insultando a indefensos que responden a vuestro odio rogando por vosotros y amándoos. Las varas con que nos habéis azotado, la cárcel, las torturas y el haber arrancado a dos madres sus hijos –vosotros, embusteros, que os tenéis por educados y aguardáis a que una mujer dé a luz para matarla después en el cuerpo y en el corazón separándola de su criatura; vosotros, crueles, que mentís para matar, pues sabéis que ninguno de nosotros os hace mal alguno y menos que nadie dos madres que no tienen otro pensamiento que sus hijitos– no consiguen hacer vacilar nuestro corazón en todo aquello en que está interesado el amor de Dios y del prójimo. Y tres, siete y cien veces daremos la vida por nuestro Dios y por vosotros a fin de que lleguéis a amarle y, mientras se abre ya el Cielo sobre nosotros, pedimos: Padre nuestro que estás en los cielos...". Los cinco santos mártires rezan de rodillas.
Se abre un portón e irrumpen las fieras corriendo a tal velocidad que semejan bólidos. Son, al parecer, toros o búfalos salvajes. Como una catapulta armada de cuernos afilados embisten contra el grupo inerme. Los levantan en sus cuernos agitándolos en el aire como guiñapos y los vuelven a tirar contra el suelo pisoteándolos. Huyen a continuación como locos, aturdidos por la luz y los gritos y tornan a embestir.
Perpetua, prendida como una paja en las astas de un toro, es lanzada a muchos metros; mas ella, con estar herida, se levanta y su primer cuidado es recomponer sobre su seno los vestidos desgarrados. Sosteniéndose con la mano derecha, va arrastrándose hacia Felicidad, caída boca arriba medio eviscerada y la cubre y sostiene haciendo de su propio cuerpo un apoyo para la que yace herida. Las fieras vuelven a embestirles hasta que los cinco, malheridos, quedan tendidos por el suelo. Entonces los domadores las hacen entrar de nuevo y los gladiadores rematan la obra.
Ahora bien, sea por piedad o por inexperiencia, el de Perpetua no acierta a matarla. La hiere, pero sin dar en el punto debido, y ella, con un hilo de voz y una sonrisa dulcísima, le dice: "Hermano, te voy a ayudar: aquí". Y apoya la punta de la espada en la carótida derecha, diciendo: "¡Jesús, a Ti me encomiendo! Empuja, hermano. Yo te bendigo". Y desplaza su cabeza hacia la espada para ayudar al inexperto y turbado gladiador.
Dice Jesús:
"Este es el martirio de mi mártir Perpetua, de su compañera Felicidad y de los compañeros de éstas. Rea de ser cristiana cuando aún era catecúmena, pero ¡qué intrépida en su amor por Mí! Al martirio de la carne hubo de añadir el del corazón y, lo mismo que ella, Felicidad. Si sabían amar a sus verdugos ¿cómo no habían de saber amar a sus hijos?
Eran jóvenes y felices con el amor de sus respectivos esposos, padres e hijos. Mas Dios debe ser amado sobre toda otra cosa y ellas le amaban así. Sus entrañas se desgarraron al separarse de sus niños; pero la Fe no muere. Ellas creen en la otra vida que es permanente y saben que pertenece a quien se mantuvo fiel y vivió conforme a la Ley de Dios.
Ley dentro de la ley es el amor:
hacia el Señor Dios y hacia el prójimo
Ley dentro de la ley es el amor: hacia el Señor Dios y hacia el prójimo. ¿Qué más grande amor que dar la vida por aquellos a quienes se ama, como la dio el Salvador por la humanidad a la que El amaba? Ellas dan la vida por amarme y llevar a los demás a ese amor, poseyendo así la Vida eterna. Ellas quieren que sus hijos, sus padres, esposos, hermanos y todos aquellos a quienes aman con amor de carne o de espíritu, –entre los que se hallan los verdugos, puesto que Yo dije: "Amad a los que os persiguen" (Mt 5, 43-44; Lc 6, 27)– tengan la Vida de mi Reino. Y para guiarlos hacia este mi Reino, trazan con su sangre una señal esplendente y llamativa que va de la Tierra al Cielo.
Sufrir, morir, ¿qué supone? Un fugaz instante; mientras que la vida eterna permanece. Nada supone ese instante de dolor frente al futuro de gozo que les aguarda. Las fieras, las espadas, ¿qué son? ¡Benditas sean ellas quedan la Vida!
Su única preocupación: –puesto que quien es santo lo es en todo conservar el pudor. En aquel momento no se cuidan de sus heridas sino de sus vestidos descompuestos. Porque, aunque no sean vírgenes, son siempre pudorosas. El verdadero cristiano presta siempre virginidad de espíritu, manteniendo esta hermosa pureza aun cuando el matrimonio y la prole hayan roto ese sello que hace ángeles de las vírgenes.
El cuerpo humano, purificado por el Bautismo, es templo del Espíritu de Dios. No ha de ser, por tanto; violado con inverecundas modas y costumbres. De la mujer, sobre todo de la mujer que no se respeta a sí misma, no puede derivar sino una prole viciosa y una sociedad corrompida de la que Dios se retira y en la que Satanás ara y siembra sus abrojos que os llevan a la desesperación."
230-237
A. M. D. G.