30 marzo 1944

 

 

Muerte de María Magdalena

 

 


 

Descripción del interior de la cueva donde vive María Magdalena 

 Descripción de María Magdalena  

 Su voz hace que la reconozca. Es María de Magdala 

  Aparece Jesús como si bajara de la mística cruz

   Jesús se despide de María

   Un ángel le viene a dar la comunión. El éxtasis eucarístico le ha cortado el último hilo vital.

   Describe la escena de la cena de Jesús en casa de Lázaro

   Mas no quiero que sufráis lo que Yo padecí.

 


 

Descripción del interior de la cueva

donde vive María Magdalena

 

Veo una cueva rocosa en la que hay un lecho de hojas acumuladas sobre un rústico armazón de ramas entretejidas y sujetas con juncos. Debe ser de cómodo como un instrumento de tortura. La gruta cuenta además con una piedra grande que hace de mesa y un poco también de asiento. Contra el lado del fondo se ve asimismo un gran trozo de roca resquebrajada que, no sé si naturalmente o con paciente y fatigosa labor humana, se logró pulir hasta conseguir en ella una superficie suficientemente lisa. Sobre ella, que tiene la apariencia de rústico altar, aparece colocada una cruz formada de dos ramas mantenidas juntas con mimbres. La que habita la cueva ha plantado además en una hendidura terrosa del suelo una planta de hiedra cuyos ramos ha ido conduciendo hasta encuadrar y abrazar la cruz, mientras en dos rústicas vasijas que parecen haber sido moldeadas por manos inexpertas, hay flores silvestres recogidas por las cercanías y colocadas, precisamente, a los pies de la cruz, en una caracola gigante. Es una pequeña planta de ciclamino selvático de hojas pequeñas muy lustrosas y con dos capullos a punto de abrirse en flor. Al pie de este altar hay un haz de ramas espinosas y un flagelo de cuerdas anudadas. Hay también en la cueva una rústica orza con agua y nada más.

Desde su abertura angosta y baja se divisa una lontananza de montes y, por una luminosidad cambiante que se entrevé a lo lejos, diríase que, desde este punto, se hace visible el mar; aunque no lo puedo asegurar. Ramos péndulos de hiedra, madreselva y rosales silvestres, toda la acostumbrada pompa de los lugares alpestres, cuelgan sobre la abertura formando un velo movedizo que separa el interior del exterior.

 

Descripción de María Magdalena

 

Una mujer descarnada, cubierta con un rústico vestido oscuro sobre el que lleva una piel de cabra como manto, penetra en la gruta removiendo los ramos péndulos. Parece exhausta. Su edad es indefinible. Si hubiera de juzgarse por su rostro marchito, habrían de echársele muchos años: más de sesenta. Y si por su cabellera todavía hermosa, abundante y dorada, no más de unos cuarenta. Ella le cuelga en dos trenzas a lo largo de la espalda curva y magra, siendo lo único que esplende en aquella escualidez. La mujer ha tenido que ser ciertamente hermosa porque su frente aún se mantiene alta y sin arrugas, la nariz bien formada y el óvalo de la cara, aunque enjuto por las extenuaciones, bien proporcionado. Ahora bien, sus ojos ya no tienen brillo. Se hallan fuertemente hundidos en su órbitas y marcados dos surcos azulados. Dos ojos que denotan el abundante llanto derramado. Dos arrugas, casi dos cicatrices, se han entallado desde el ángulo del ojo a lo largo de la nariz yendo a perderse en esa otra característica arruga del que ha sufrido mucho y que, desde la nariz desciende formando un a modo de acento circunflejo hasta las comisuras de los labios. Las sienes las tiene como socavadas y el azul de las venas resalta en el contraste de su intensa palidez. La boca, caída con ondulación de desfallecimiento, es de un rojo palidísimo. En un tiempo debió ser una boca espléndida, mas ahora se encuentra ajada. La curva de los labios viene a ser semejante a la de dos alas que cuelgan rotas. Es, en fin, una boca transida de dolor.

La mujer va arrastrándose hasta la piedra que hace de mesa y deposita sobre ella bayas de mirto y fresas silvestres. Después se dirige al altar arrodillándose; mas se encuentra tan débil que, al hacerlo, casi se desploma y para incorporarse ha de apoyarse con una mano en la piedra. Ora con la mirada puesta en la cruz y las lágrimas le resbalan por el surco hasta llegar a la boca que las sorbe. Después deja caer al suelo su piel de cabra quedando únicamente con la burda túnica y coge los flagelos y las espinas. Comprime las ramas espinosas en torno a su cabeza y a sus muslos y se azota con los cordeles. Mas su debilidad es tanta que no puede hacerlo. Deja caer el flagelo y, apoyándose con ambas manos y con la frente en el altar, dice: "¡Rabboni, no puedo más! ¡Más sufrimientos para recordar tus dolores!".

 

Su voz hace que la reconozca.

Es María de Magdala

 

Su voz hace que la reconozca. Es María de Magdala. Me encuentro en su gruta de penitente.

María llora. Llama a Jesús con amor. No puede sufrir más, pero sí amar todavía. Su carne macerada por la penitencia no puede ya resistir la fatiga de la flagelación, mas su corazón aún tiene latidos apasionados y, amando, se consume agotando sus últimas fuerzas. Ella ama teniendo la frente coronada de espinas y el talle oprimido con ellas y ama hablando a su Maestro en una continua profesión de amor y en un renovado acto de dolor.

Está postrada con la frente en tierra. La misma postura que tenía en el Calvario ante Jesús puesto en el regazo de María; la misma que tuvo en su casa de Jerusalén cuando la Verónica desplegó su velo y la misma que adoptó en el huerto de José de Arimatea cuando Jesús la llamó y ella le reconoció y le adoró. Mas ahora llora porque no está Jesús.

"Se me va la vida, Maestro mío, y ¿habré de morir sin volver a verte? ¿Cuánto podré gozar de tu vista? Mis pecados están delante de mí, acusándome. Tú me los perdonaste y no creo que sea para el infierno; mas ¡cuánta tardanza en la expiación antes de vivir de Ti! ¡Oh Maestro bueno! ¡Por el amor que me dispensaste, conforta mi alma! Llega la hora de mi muerte. ¡Por aquel tu morir desolado sobre la cruz conforta a tu criatura! Tú me engendraste; no mi madre sino Tú. Tú me resucitaste a mí más que a mi hermano Lázaro, puesto que él era ya bueno y la muerte no suponía sino una espera en tu Limbo. Yo era la que estaba muerta en el alma y mi morir suponía para mí morir para siempre. ¡Jesús, en tus manos encomiendo mi espíritu! Es tuyo por haberlo Tú redimido. Acepto como última expiación la de gustar la aspereza de morir abandonada como Tú. Pero, al menos, dame una señal de que mi vida ha servido para expiar mis pecados (En los escritos de MV y, particularmente, en su magna obra sobre el Evangelio, María de Magdala, hermana de Marta y de Lázaro, aparece identificada con la pecadora innominada de Lc 7, 36-50).

 

Aparece Jesús como si bajara de la mística cruz

 

"¡María!" Aparece Jesús como si bajara de la mística cruz. Mas no se encuentra llagado ni moribundo. Se le ve hermoso como en la mañana de la Resurrección. Baja del altar y se dirige a la que se halla postrada. Se inclina hacia ella e, incluso, la llama; y por creer ésta que aquella Voz resuene en sus sentidos espirituales y, pegado como está su rostro en tierra, no percibe la luz que Cristo irradia. El la toca poniéndole la mano sobre la cabeza y, tomándola del codo como en Betania, para levantarla.

Cuando ella se siente tocar y le reconoce por la amplitud de su mano, lanza un grito y levanta el rostro transfigurado de gozo, volviéndolo a bajar para besar los pies de su Señor.

"Levántate, María. Soy Yo. La vida se acaba, es cierto, pero Yo vengo a decirte que Cristo te aguarda. No hay espera para María a la que todo le fue perdonado. Todo le fue perdonado desde el primer momento; mas ahora está más que perdonado. Tu puesto se halla ya dispuesto en mi Reino y para anunciártelo he venido, María, sin encomendárselo al ángel, pues Yo pago con el céntuplo cuanto recibo y recuerdo cuanto de ti tengo recibido. Revivamos juntos, María, unas horas que ya pasaron. Recuerda Betania (Mt 26, 6-13; Mc 14, 3-9; Jn 12, 1-11). Era la tarde siguiente al sábado. Faltaban seis días para que Yo muriese. Tu casa, ¿la recuerdas? ¡Que hermosa toda ella con el cerco florido de los frutales! El agua borboteaba cantarina en el estanque mientras las primeras rosas exhalaban su amor en torno a sus muros. Lázaro habíame invitado a cenar con él y tú habías despojado el jardín de sus flores más bellas para adornar la mesa en la que el Maestro habría de sentarse a comer. Marta, acordándose de mis palabras (Lc 10, 38-42), no se había atrevido a reprocharte y, al verte tan encendida de amor yendo y viniendo de un lado para otro en los preparativos, te miraba con una dulce envidia. Y después, cuando hube llegado Yo, adelantándote a los criados, más rauda que una gacela, corriste a abrir la puerta lanzando tu grito de costumbre. Parecía siempre el grito de una prisionera que alcanzase su libertad. Sí, efectivamente, Yo era tu liberación y tú la prisionera liberada. Los apóstoles estaban todos conmigo, incluso aquel que, a la sazón, era ya un miembro gangrenado del cuerpo apostólico. Pero bien, allí estabas tú para ocupar su puesto sin saber que, al mirar tu cabeza inclinada para besar mis pies, tus ojos rebosantes de sinceridad y de amor y, más que nada, tu espíritu, Yo no advertía el disgusto de tener a mi lado al traidor. Para esto te quise a mi lado sobre el Calvario y para esto en el huerto de José porque verte suponía para Mí estar seguro de que mi muerte no había sido en balde y el mostrarme a ti no era sino para darte las gracias por la fidelidad de tu amor. ¡Seas bendita, María, porque jamás me traicionaste, porque me confirmaste en mi esperanza de Redentor y porque en ti he visto siempre a todos los salvados por mi muerte! Mientras todos comían tú adorabas. Bañaste con agua perfumada mis pies cansados e imprimiste en mis manos castos y ardientes besos y, no contenta con eso, te decidiste a romper tu último tarro precioso para ungirme con él la cabeza, arreglándome los cabellos igual que una mamá y ungiendo asimismo mis manos y mis pies a fin de que tu Maestro, todo El, traspirase a perfumes en la totalidad de sus miembros de Rey consagrado... Y Judas, que te odiaba porque, a la sazón eras honesta y con tu honestidad rechazabas la avidez sensual de los hombres, te reprochó. Mas Yo te defendí porque todo lo hiciste por amor, un amor tan grande que su recuerdo me acompañó en la agonía que se prolongó desde la tarde del jueves hasta la hora de nona... Por aquel acto de amor que tú me diste en el umbral de mi muerte, vengo Yo ahora a pagártelo con mi amor en el umbral de la tuya. María, tu Maestro te ama y aquí le tienes a El para decírtelo. No abrigues temor ni ambiciones otra muerte distinta. La tuya en nada difiere de la del que derrama su sangre por Mí. ¿Qué es lo que da el mártir? La vida por el amor de su Dios. ¿Y el penitente? La vida por el amor de su Dios. ¿Y el amante? La vida por el amor de su Dios. Ya ves cómo no se dan diferencias. El martirio, la penitencia y el amor consuman un mismo sacrificio y por idéntico fin. En ti, por tanto, penitente y amante, se realiza el martirio al igual del que sucumbe en la arena.

 

Jesús se despide de María

 

María, Yo te precedo en la gloria. Bésame la mano y descansa en Paz. Descansa. Llegó para ti el tiempo de descansar. Entrégame tus espinas pues ahora es tiempo de rosas. Descansa y espera. Bendita, Yo te bendigo".

Jesús le ha obligado a María a acostarse en su camastro y la santa, con el rostro bañado en un llanto extático, se ha tendido como se lo ha dispuesto su Dios y, al pronto parece dormir teniendo los brazos cruzados sobre el seno corriéndole las lágrimas de continuo si bien con la boca abriéndose en una sonrisa.

 

Un ángel le viene a dar la comunión.

El éxtasis eucarístico le ha cortado el último hilo vital.

 

Se incorpora para sentarse al producirse un fulgor vivísimo en la gruta con llegada de un ángel portando un cáliz que deposita sobre el altar adorándolo. María lo adora igualmente arrodillándose junto al camastro. No puede ya moverse faltándole las fuerzas; mas se siente feliz. El ángel toma el cáliz y le da la comunión volviendo a subir acto seguido al Cielo.

María, como flor agostada por un sol excesivo, se va plegando, plegando teniendo todavía los brazos cruzados sobre el seno y, al fin, cae desplomada con el rostro pegado a las hojas del camastro. Ha muerto. El éxtasis eucarístico le ha cortado el último hilo vital.

Conforme Jesús hablaba yo iba viendo la escena que describía. La casa de Betania toda florida y en fiesta. La sala del convite ricamente dispuesta. Marta afanada en los quehaceres domésticos y María ocupándose de las flores.

 

Describe la escena de la cena de Jesús en casa de Lázaro

 

Y, a seguido, la arribada de Jesús con los doce y su encuentro con María que le acompaña hasta casa. Lázaro acude con presteza al encuentro del Maestro y penetra con El en casa hasta llegar a una sala contigua a la del convite. María lleva el agua en un barreño para lavarle ella misma los pies a Jesús. Cambia después el agua y sostiene la palangana hasta que Jesús termina de lavarse las manos. Y cuando El devuelve la toalla, le coge las manos y se las besa. A continuación se sienta en el suelo, a los pies de Jesús, sobre una alfombra que cubre el pavimento y le escucha en la conversación que mantiene con su hermano, el cual le muestra a Jesús unos pergaminos nuevos recientemente adquiridos en Jerusalén. Jesús discute con Lázaro sobre el contenido de aquellas obras y le explica los errores doctrinales que contienen, así creo yo, o tal vez las diferencias existentes entre aquellas doctrinas gentílicas y las verdaderas. Son, sin duda, obras literarias que Lázaro hombre rico y culto, quiso conocer. María no habla en absoluto. Escucha tan sólo y ama.

Después van a comer. Las dos hermanas sirven la mesa. Ellas no comen. Lo hacen únicamente los hombres. Los criados, asimismo, van y vienen llevando los platos que son ricos y lujosos. Mas las que sirven llevando los platos que son ricos y lujosos. Mas las que sirven personalmente a la mesa son las dos hermanas que toman de las credencias los platos que los criados les dejan y las ánforas llenas de vino que ellas van escanciando. Jesús bebe agua. Sólo al final acepta un dedo de vino.

Ahora bien, cuando el convite toca ya a su fin y la cena ha perdido su ritmo dándose los comensales más que nada a conversar, mientras se van pasando la fruta y los dulces, María, que había desaparecido hacía unos instantes, vuelve portando un ánfora de alabastro cuyo cuello rompe contra el canto de un mueble para poder llegar más fácilmente a su contenido y, a manos llenas, coge del mismo y, estando a en pie detrás de Jesús, le unge los cabellos componiéndole los bucles en que éstos terminan, y así va enrollándolos mechón por mechón en sus dedos. Semeja una madre peinando a su pequeño. Una vez que terminó, besa suavemente la cabeza de Jesús y después, tomándole las manos, se las embalsama y besa, haciendo lo propio seguidamente con los pies.

Los discípulos la observan. Juan sonríe como animándola. Pedro mueve la cabeza, pero... bueno, dibuja al fin una sonrisa entre sus barbas, haciendo los demás poco más o menos lo mismo. Tomás y otro de cierta edad barbotan por lo bajo. Judas, por último, con un mirar indefinible pero indigno, hace explotar así su mal humor: "¡Vaya majadería! ¡Mujer tenía que ser para mostrarse tan imbécil! ¿A qué semejante despilfarro? ¿Es acaso el Maestro un publicano o una meretriz que necesite semejantes afeminaciones? Esto resulta hasta deshonroso para El. ¿Qué dirán los judíos cuando le sientan perfumado como un efebo? Maestro, ¡cuánto me extraña que consientas a una mujer tales estulticias! Si tiene riquezas que tirar, que me las entregue a mí para los pobres y así resultará más sensata. ¡Basta ya, mujer, que me das asco!"

María le mira sorprendida y, ruborizándose, se dispone a obedecer cuando Jesús le pone la mano sobre la cabeza, que la tiene inclinada, y después la baja hasta su espalda atrayéndola levemente hacia Sí como defendiéndola y dice: "Déjala estar. ¿A qué la reprochas? Nadie debe reprochar una obra buena ni atribuirle un sentido que sólo a la malicia le es manifiesto. Ella ha realizado una acción buena conmigo. A los pobres siempre los tenéis. Yo no estaré ya entre vosotros y, en cambio, los pobres sí lo estarán. A ellos podréis seguir haciéndoles bien mientras que a Mí, no, porque estoy próximo a dejaros. Ella ha anticipado el homenaje a mi Cuerpo sacrificado por todos vosotros ungiéndome para la sepultura dado que entonces ya no lo podrá hacer recibiendo por ello gran dolor al no haberme podido embalsamar.

En verdad os digo que hasta el fin del mundo y en cuantos lugares se predique el Evangelio se recordará cuanto ella ha llevado a cabo ahora. Su acción será para las almas una lección que les enseñe a entregarme su amor, bálsamo apreciado por Cristo, y a recibir ánimos en el sacrificio pensando que todo sacrificio es un embalsamamiento del Rey de los reyes, del Ungido de Dios, de Aquel de quien la Gracia desciende como este nardo de mis cabellos, para fecundar los corazones con el amor y hasta el que sube el amor en un continuo flujo y reflujo amoroso de Mí a mis almas y de mis almas a Mí. Judas, si aún eres capaz de hacerlo, imítala si puedes y respeta a María y, en ella, a Mí. Respétate, incluso a ti mismo. Porque no es deshonra aceptar con pureza de amor un amor puro sino dar pábulo a la envidia y hacer insinuaciones con el aguijón del sentido. Judas, son ya tres años que hace que vengo amaestrándote sin lograr que cambies. Está ya cercal hora. ¡Judas, Judas...! ¡Gracias, María! Persevera en tu amor".

 

Dice Jesús:

"Por cumplida que una criatura pueda ser en su generosidad amorosa y en el reconocimiento hacia el que le amó, esto resulta siempre por demás relativo. Vuestro Jesús, en cambio, rebasa toda la amplitud del humano deseo y los límites todos de la más cumplida satisfacción. Y esto porque vuestro Jesús es Dios y a vosotros, que sois generosos y amantes, –ya que ésta es una hoja que os la dedico especialmente a vosotros, almas que no os conformáis con el cumplimiento de los preceptos sino que abrazáis los consejos y lleváis vuestro amor hasta heroísmos santos– os doy con mi largueza de Dios y de Dios bueno.

Por vosotros suscito el milagro a fin de proporcionaros una compensación de gozo por todo el que vosotros me proporcionáis. Me sustituyo a cuanto os falta o suscito cuanto deseáis. Pero no permito que nada os falte a vosotros que de todo os despojáis por mi amor hasta el extremo de vivir en una soledad material o moral dentro del mundo que no os comprende, que os escarnece y que, repitiendo el antiguo insulto que ya me dirigió a Mí, vuestro Maestro (Mt 12,24; Mc 3, 22y 30; Lc 11, 15; Jn 10, 20), os grita: "¡Locos!", y, tanto vuestras penitencias como vuestras luces, las toma por señales diabólicas, por cuanto el mundo, sometido como está a Satanás, cree que sean también Satanás los santos que pusieron al mundo bajo sus plantas haciendo del mismo escabel para subir mejor hacia Mí y sumergirse en mi Luz.

Mas, dejad que os llamen "locos y demonios". Yo sé que estáis en posesión de la verdadera sabiduría, de la recta inteligencia y que tenéis alma de ángel en cuerpo mortal. Yo recuerdo, y ni uno solo de vuestros suspiros de amor queda olvidado, cuanto hicisteis por Mí y, lo mismo que os defiendo del mundo al darles a conocer a los mejores del mismo lo que en realidad sois a mis ojos, así también sé compensaros cuando, llegada la hora, juzgo conveniente instilar en vuestro cáliz una gota de dulzura.

Únicamente Yo lo apuré hasta el fondo sin mezcla alguna de miel. Yo, que hube de recurrir a pensar en aquellos que habrían de amarme en el futuro a fin de poder resistir hasta el final sin llegar a maldecir a los hombres por los que derramaba mi Sangre y probar, es poco: abandonarme a la desesperación de sentirme abandonado de Dios (Mt 27, 46; Mc 15, 34).

 

Mas no quiero que sufráis lo que Yo padecí.

 

Mas no quiero que sufráis lo que Yo padecí. Fue por demás cruel mi experiencia para que haya de imponérosla. Ello equivaldría a tentaros por encima de vuestras fuerzas. Dios nunca es imprudente. Os quiere salvar que no perder e imponeros determinados trances asaz crueles acabaría en la pérdida de vuestra alma que vendría a doblegarse cual rama recargada con exceso terminando por romperse y caer al fango tras conocer tanto Cielo.

Yo jamás defraudo a quien espera en Mí. Dilo, dilo, díselo a todos."

309-318

A. M. D. G.