7 abril 1944

 

A las 10,30 horas del Viernes Santo de 1944

 

 

Despedida de María antes de la Cena

 

 


 

La muerte de Jesús

  despedida de María antes de la Cena

   Descripción del rostro de Jesús

 


 

Según me indica mi avisador interno, ésta es la hora en que Juan fue en busca de María (10,30 horas).

Así termina la visión. Son las 12,30, o sea, las 11,30 de la hora solar.

Después, desde las 13 a las 16 (hora solar) he permanecido abatida, no en sopor sino en un agotamiento tan intenso que no podía hablar, moverme ni abrir los ojos. Tan sólo podía sufrir y esto sin ver nada por más que a lo largo de mi sufrimiento meditase la agonía de Jesús.

 

La muerte de Jesús

 

De improviso, a las 16, mientras pensaba en la crucifixión de las manos, vi morir a Jesús, esto sólo: girar la cabeza de izquierda a derecha en una última contracción, tener un último y profundo sobrealiento, contraer la boca en la tentativa de pronunciar una palabra que, ante la imposibilidad de articularla, se queda en un gran lamento que, por la muerte que le corta la voz, viene a resultar un gemido y permanecer así, con los ojos que se cierran y la boca que continúa entreabierta; erecta, rígida la cabeza por unos instantes sobre el cuello como presa de un espasmo interno convulsivo, desplomándose después por delante hacia la derecha. Nada más.

Posteriormente, hasta las 19, hora solar, recobré un poquito, pero muy poquito de fuerza y, a partir de entonces, desde el principio, en un prolongado sopor hasta después de la media noche y todo esto sin consuelo alguno de visión. También yo, como María después de la sepultura de Jesús, me encuentro sola sin verle y sin oírle. ¡Y es tanto lo que sufro por ello...!

Para consolarme un tanto, voy a describirle cómo veía ayer tarde a Jesús cuando de nuevo se me concedió contemplar su despedida de María antes de la Cena.

 

despedida de María antes de la Cena

 

Jesús se encontraba ya arrodillado a los pies de su Madre teniéndola abrazada por la cintura con la cabeza sobre las rodillas que levantaba de vez en cuando para mirarla. La luz de una lámpara de aceite de tres bocas colocada en la esquina de la mesa junto al asiento de María, daba de lleno en el rostro de mi Jesús. Su Madre, en cambio, quedaba más en la sombra al tener la luz a sus espaldas. Jesús, pues, quedaba bien iluminado.

 

Descripción del rostro de Jesús

 

Yo me desojaba en contemplar su rostro y en observar los más insignificantes detalles del mismo. Se los repito una vez más. (29 diciembre 1943). Cabellos partidos en la mitad de la cabeza cayendo en largas guedejas hasta los hombros. Ondulados en una extensión como de un palmo y, a partir de ahí, terminados en verdaderos bucles. Lustrosos, finos, bien peinados, de un color rubio encendido particularmente en los bucles terminales que tienen clara tonalidad cobriza. Frente muy espaciosa, bellísima, tersa como una cinta, con las sienes levemente hundidas en las que el azul de las venas pone una leve sombra que se transparenta bajo el cutis blanquísimo, de ese blanco especial que tienen algunos individuos de cabellos rubios: un blanco lácteo de un matiz que tira levemente a marfil, si bien con un "quid" suavísimo azulado, cutis delicadísimo que parece formado de pétalos de cándidas camelias y tan fino que, a través de él, se transparenta hasta la más fina venilla y tan sensible que en él se diseñan todas las emociones, bien con palidez intensa o con fuertes rubores.

Ahora bien, yo a Jesús siempre le vi pálido, un tanto quemado por el sol en su continuo deambular durante tres años por Palestina. María, en cambio, al estar más retirada en casa, aparece más blanca siendo su blancura más sonrosada. Jesús es de un blanco-marfil con suaves reflejos azulados.

Nariz alargada y recta, apenas levemente curvada en lo alto, cerca de los ojos, una nariz fina y bien modelada. Ojos perfectamente engastados, bellísimos, del color del zafiro oscuro tantas veces descrito. Cejas y pestañas densas, aunque no mucho, largas, bellas y lustrosas, de color castaño oscuro pero con una microscópica chispita de oro en la extremidad de cada pelillo. Las de María son, por el contrario, de un color castaño muy claro, más finas y menos densas. Tal vez parezcan así por ser mucho más claras, tan claras que casi resultan rubias. Boca proporcionada, tirando a pequeña, bien modelada, semejantísima a la de su Madre, con labios de un justo grosor: ni tan delgados que parezcan serpentinos ni abultados con exceso. En su centro son mórbidos e insinuando una graciosa curva que se pierde por ambos lados hasta hacer que aparezca más pequeña, bien que no lo sea, su boca bellísima, de un rojo sano que se abre sobre una dentadura regular y fuerte con dientes más bien alargados y blanquísimos. Los de María, en cambio, son diminutos aunque uniformes y bien trabados. Mejillas enjutas, mas no descarnadas, formando un óvalo muy estrecho y alargado pero bellísimo con los pómulos ni demasiado prominentes ni excesivamente hundidos. La barba, espesa en el mentón, se parte en dos puntas crespadas y rodea, sin llegarla a cubrir, la boca hasta el labio inferior y va subiendo, cada vez más corta, hacia las mejillas en donde, a la altura de las comisuras de la boca, queda corta, muy corta, limitándose a poner una sombra como de espolvoreo de cobre sobre la palidez de las mejillas. En donde está espesa es de un color de cobre oscuro: un rubio-rojo oscuro. Y así también es el bigote, no muy espeso y mantenido corto, de modo que apenas cubre el labio superior entre la nariz y el labio, terminando en las comisuras de la boca. Las orejas pequeñas, bien modeladas y pegadas a la cabeza sin sobresalir en modo alguno.

Viéndole ayer tarde tan hermoso, y al pensar cómo ha llegado a verle desfigurado cuando se me ha aparecido repetidas veces en la Pasión o después de ella, se agudizaba mucho más mi amor de compasión por sus padecimientos. Y, al verle echado y poniendo su rostro sobre el pecho de María a modo de un niño ansioso de caricias, me preguntaba una vez más a mí misma cómo han hecho los hombres para ensañarse de este modo con El, tan dulce y bueno en todos sus actos y tan conquistador, con sólo su porte, de los corazones. Veía cómo abrazaba con sus hermosas, alargadas y pálidas manos los costados, la cintura, los brazos de María y me decía: "¡Y que dentro de poco hayan de ser traspasadas por clavos...!, " Y sufría. Y es natural ese sufrimiento aun en los más irreflexivos.

¡Cuánto he deseado hoy, Padre, su presencia, pues parecíame como si el corazón, a ratos, me fallase o fuera a explotar! Se me antoja que haya hecho un siglo que no recibo a Jesús. Menos mal que son ya las dos de la mañana del sábado y se va acercando la hora de la Comunión. Mas, con todo, me encuentro sola. Calla Jesús, calla María, está callado Juan. Cuando menos le esperaba a usted; pero... nadie. Silencio absoluto y lobreguez completa. Es ciertamente la desolación...

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A. M. D. G.