25 mayo 1944
El Paraíso es Amor
y es el Amor el que en el mismo lo crea todo
La penitencia debe en ti preceder siempre a todo porque es ella la que te consigue el gozo
Y vi a Dios Padre: Esplendor dentro del esplendor del Paraíso
Frente al Padre Dios, estaba Dios Hijo con el ropaje de su Cuerpo glorificado...
Un poco más abajo que El estaba la Santísima Virgen, hermosa como lo está en el Cielo
Mas el Espíritu no concentraba sus fulgores únicamente sobre María
Más abajo, los bienaventurados
Pienso si no será Moisés o Isaías
El Hijo, por celo para con su Padre, recibe y juzga sin descanso...
El Paraíso es Amor y es el Amor el que en el mismo lo crea todo
Voy a tratar de describir la inexpresable, inefable y beatífica visión de ayer noche, visión que del arrobamiento del alma me hizo pasar al del cuerpo para que así, al retornar a mis sentidos, me apareciese más nítida y bella. Y antes de hacer esta descripción, que distará de la realidad más que nosotros del sol, me he preguntado: "¿Qué debo hacer antes: escribir o hacer mis penitencias?". Ardía en deseos de describir lo que constituye mi gozo y, por otra parte, sé que después de la penitencia me encuentro más reacia a la fatiga material de escribir.
La penitencia debe en ti preceder siempre a todo
porque es ella la que te consigue el gozo
Mas la voz luminosa del Espíritu Santo –la llamo así por ser inmaterial como la luz y, no obstante, clara como la más fulgurante luz que escribe para mí espíritu sus palabras que son sonido, fulgor y gozo, gozo, gozo– envolviéndome el alma en su rayo de amor, me dice: "Primero la penitencia y después la escritura de lo que constituye tu gozo. La penitencia debe en ti preceder siempre a todo porque es ella la que te consigue el gozo. Toda visión tiene su origen en una penitencia anterior que te abre el camino para otra más alta contemplación. Vives para esto, eres amada por esto y por esto serás bienaventurada. Sacrificio, sacrificio: éste es tu camino, tu misión, tu fuerza y tu gloria. Sólo cuando te adormezcas en Nosotros cesarás de ser hostia para convertirte en gloria".
Así pues, lo primero que he hecho han sido todas mis penitencias diarias que ni las he sentido porque los ojos de mi espíritu "seguían viendo" la sublime visión y ésta anulaba la sensibilidad corporal. Ahora comprendo cómo pudieron los mártires soportar sonriendo aquellos horrendos suplicios. Si en mí, tan inferior a ellos en virtud, una contemplación, al derramarse del espíritu a los sentidos corporales, puede anular en éstos la sensibilidad dolorífica; en ellos, perfectos en el amor como ninguna criatura pueda serlo, y viendo sin velos, en fuerza de su perfección, la Perfección de Dios, debía producirse una verdadera anulación de las debilidades materiales. El gozo de la visión anulaba la miseria de la carne sensible a todo sufrimiento.
Y ahora voy a tratar de describir.
He vuelto a ver (10 enero) el Paraíso, llegando a comprender en qué estriba su Belleza, su Naturaleza, su Luz y su Canto. Todo, en fin, hasta sus Operaciones que son las que desde tan arriba informan, regulan y proveen a todo el universo creado, lo mismo que ya, en otra ocasión, a primeros del presente año, creo yo, vi a la Santísima Trinidad. Mas procedamos con orden.
También los ojos del espíritu, por más que gocen de una aptitud muy superior para soportar la Luz que no la tengan los pobres ojos corporales que no pueden mirar fijamente al sol, astro semejante a una llamita de fumigante luciérnaga en comparación con la Luz que es Dios, tienen necesidad de habituarse gradualmente a la contemplación de esta profunda Belleza.
Dios es tan bueno que, si bien quiere desvelarse en sus fulgores, no se olvida de que somos pobres espíritus aprisionados todavía en una carne y debilitados, en consecuencia, por esta cautividad. ¡Oh cuán bellos, lúcidos y danzantes son los espíritus que Dios crea de continuo destinados a ser almas de las nuevas criaturas! Como los he visto, lo sé. Mas nosotros..., hasta tanto no tornemos a El, no podemos resistir de un golpe todo su Esplendor y así El, con su bondad, se nos va acercando por grados.
En primer lugar pues, ayer noche vi a modo de una rosa inmensa. Digo "rosa" para dar una idea de esos círculos de luz festiva que por momentos se iban centrando en torno a un punto de insostenible fulgor.
¡Una rosa sin límites! Su luz era la que recibía del Espíritu Santo, la luz esplendidísima del Amor eterno: Topacio y oro líquidos hechos llama... ¡oh, no sé cómo explicarlo! El irradiaba alto, muy alto y sólo, fijo en el zafiro inmaculado y esplendidísimo del Empíreo, descendiendo de El la luz en ondas inexhaustas. Luz que penetraba la rosa de los bienaventurados y de los coros angélicos prestándoles la luminosidad de esa su luz que no es sino el efecto de la luz del amor que la penetra. Ahora bien, yo no distinguía a los santos de los ángeles. Tan sólo veía los inmensurables festones de los círculos de la paradisíaca flor.
Con esto sentíame yo completamente feliz y ya me disponía a bendecir a Dios por su bondad, cuando en vez de estabilizarse aquí la visión, ésta se abrió en más amplios fulgores, como si fuese acercándose cada vez mas a mí permitiéndome observarla con el ojo espiritual habituado ya al primer fulgor y capaz de soportar otro más intenso.
Esplendor dentro del esplendor del Paraíso
Y vi a Dios Padre: Esplendor dentro del esplendor del Paraíso. Rayos de luz esplendidísima, blanquísima e incandescente. Piense usted en esto: Para poder yo distinguirlo en aquella marea de luz, ¿cuál no tenía que ser su Luz que, por más que estaba rodeada de tantas otras luces, las anulaba a todas haciendo que pareciesen reflejos sombríos comparados con su esplendor?
Espíritu... ¡Oh, cómo se ve que es espíritu! El es Todo, un Todo cumplidamente perfecto, y, al mismo tiempo, nada, puesto que cualquier otro espíritu del Paraíso no podría contactar con Dios, Espíritu perfectísimo hasta en su inmaterialidad: Luz, Luz, nada más que Luz.
Frente al Padre Dios, estaba Dios Hijo
con el ropaje de su Cuerpo glorificado...
Frente al Padre Dios, estaba Dios Hijo con el ropaje de su Cuerpo glorificado sobre el que resplandecía el vestido real con el que cubría sus Miembros Santísimos sin ocultar la belleza superindescriptible de los mismos. Con esta su belleza se fundían la Majestad y la Bondad. Las ascuas de sus cinco llagas saeteaban cinco flechas de luz sobre todo el Paraíso acrecentando su esplendor y el de su Persona glorificada.
No tenía aureola ni corona alguna sino que todo su Cuerpo despedía luz, esa luz especial de los cuerpos espiritualizados que en El y en su Madre es intensísima y se desprende de la Carne que es carne, si bien no es opaca como la nuestra. Carne que es luz que se condensa con una mayor intensidad alrededor de su Cabeza, no como aureola, repito, sino por toda su Cabeza. Su sonrisa, al igual que su mirada, era luz y luz se desprendía asimismo a través de su Frente hermosísima sin heridas. Ahora bien, parecía que allí donde las espinas hicieron brotar tanta sangre y causaron tanto dolor, trasuda ahora más viva luminosidad.
Jesús estaba de pie con su estandarte real en la mano como en la visión que tuve, creo yo, en enero.
Un poco más abajo que El estaba la Santísima Virgen,
hermosa como lo está en el Cielo
Un poco más abajo que El, pero muy poco, el desnivel que pueda haber de un peldaño a otro en una escalera, estaba la Santísima Virgen, hermosa como lo está en el Cielo, o sea, con su perfecta belleza humana glorificada y transformada en belleza celestial.
Estaba entre el Padre y el Hijo que distaban entre sí algunos metros (por aplicar parangones sensibles). Ella se encontraba en medio, con las manos cruzadas sobre el pecho –sus dulces, candidísimas, diminutas y bellísimas manos– y, con su rostro levemente alzado, –su suave, perfecto, amoroso, y suavísimo rostro– miraba, adorando, al Padre y al Hijo.
Miraba al Padre llena de veneración. No pronunciaba palabra alguna, si bien su mirada era voz de adoración, plegaria y canto. No estaba arrodillada, por más que su mirada hacíala estar más postrada que en la más profunda genuflexión: tan adorante era su actitud. Ella, con su mirar tan sólo, decía: "¡Sanctus!", "¡Adoro Te!".
Llena de amor, y sin decir palabra, miraba a su Jesús. Pero su mirada era toda ella una caricia y cada una de las caricias de aquellos sus dulces ojos decían "¡Te amo!". No estaba sentada ni tocaba a su Hijo, mas su mirada lo recogía cual si ya lo tuviese en su regazo estrechándole con sus maternales brazos como y más que en la infancia y en la Muerte. Ella, con sola su mirada, le llamaba: "¡Hijo mío!", "¡Mi gozo!", "¡Mi amor!"
Se gozaba contemplando al Padre y al Hijo y de cuando en cuando alzaba un tanto más el rostro y la mirada en busca del Amor que resplandecía en lo alto, perpendicular sobre Ella, y entonces su luz deslumbradora, de perla hecha luz, se encendía cual si una llama la embistiese inflamándola y haciéndola más hermosa. Ella recibía el beso del Amor y con toda su humildad se inclinaba para corresponder a la Caricia con su caricia y decir: "Heme aquí, soy tu Esposa, te amo y soy tuya, tuya eternamente". Y el Espíritu llameaba más fuerte cuando la mirada de María se enlazaba con sus fulgores.
Y María volvía sus ojos al Padre y al Hijo como si, constituida en depósito de Amor, fuese la distribuidora del mismo. ¡Pobres imágenes mías! Lo diré mejor: Parecía como si el Espíritu la hubiese elegido a Ella para ser la que, recogiendo en sí todo el Amor, lo entregase después al Padre y al Hijo para que los Tres se uniesen y diesen el ósculo haciéndose Uno. ¡Oh, qué goce comprender este poema de amor y ver la misión de María, Sede del Amor!
no concentraba sus fulgores únicamente sobre María
Mas el Espíritu no concentraba sus fulgores únicamente sobre María, Grande ciertamente, nuestra Madre, siguiente inmediatamente a Dios. Mas ¿puede un barreño, por grandísimo que sea, contener al océano? No. Con él se llenaría y derramaría. En cambio el océano contiene agua para todo la tierra. Así es la Luz del Amor que descendía en perpetua caricia sobre el Padre y sobre el Hijo estrechándolos con un aro de esplendor y, tras ser beatificada al contacto del Padre y del Hijo que correspondían con amor al Amor, aún se prolongaba y se extendía por el Paraíso entero.
los ángeles estaban más arriba que los bienaventurados,
cercos en torno al Centro del Cielo que es Dios Uno y Trino
con la Perla virginal de María por corazón
He aquí que éste se me desvelaba en sus pormenores... Y así, los ángeles estaban más arriba que los bienaventurados, cercos en torno al Centro del Cielo que es Dios Uno y Trino con la Perla virginal de María por corazón. Ellos tienen una semejanza más viva con Dios Padre. Espíritus perfectos y eternos, son trazos de luz inferior tan sólo a la de Dios Padre, de una forma de belleza indescriptible. Adoran... despiden armonías. ¿Con qué? No lo sé. Tal vez sea con los latidos de su amor, puesto que no son palabras y las comisuras de sus labios no hacen vibrar su luminosidad. Esplenden como aguas inmóviles bañadas por un vivo sol y su amor es canto de una armonía tan sublime que sólo una gracia de Dios puede hacer que se oiga sin morir de gozo.
Más abajo, los bienaventurados
Más abajo, los bienaventurados. Estos, en sus formas espiritualizadas, se asemejan más al Hijo y a María. Son más compactos o, por mejor decir, más sensibles a los ojos y –al menos esa impresión hacen– al tacto que los ángeles. Ahora bien, son del todo inmateriales y, por lo demás, se encuentran en ellos más marcados los rasgos físicos que les hacen diferenciarse entre sí. Por ello aprecio si uno es adulto o niño, hombre o mujer. Viejos, en el sentido de decrepitud, no veo ninguno. Parece que, aun cuando los cuerpos espiritualizados correspondan a quienes hubieran muerto en edad avanzada, allá arriba cesan los signos del deterioro de nuestra carne. Se advierte mayor majestad en un anciano que en un joven, mas no esa escualidez de arrugas, de calvicie, de bocas desdentadas y de espaldas encorvadas que se dan entre los humanos. Parece como si la edad máxima fuese de 40 a 45 años, es decir, virilidad floreciente, si bien la mirada y el porte son de dignidad patriarcal.
Entre muchos... ¡oh, cuánto pueblo de santos!... y ¡cuánto pueblo de ángeles! Los círculos se pierden hasta hacerse una estela de luz por los azulados esplendores de una amplitud sin confines. Y desde las lejanías de este horizonte celestial llega a percibirse el sonido del aleluya sublime y tremola la luz que es el amor de este ejército de ángeles y bienaventurados...
Pienso si no será Moisés o Isaías
Entre muchos, veo esta vez a un espíritu imponente. Alto, severo y, con todo, bondadoso; con una luenga barba que le llega hasta la mitad del pecho y con tablas en la mano. Las tablas parecen de aquellas enceradas que usaban los antiguos para escribir. Se apoya con la mano izquierda en ellas que, a su vez, las tiene apoyadas en la rodilla izquierda. No sé quién pueda ser. Pienso si no será Moisés o Isaías. No sé por qué, pero lo pienso así. Me mira y me sonríe con gran dignidad. Nada más. Pero... ¡qué ojos! Hechos a propósito para dominar a las multitudes y penetrar los secretos de Dios.
veo que, a cada fusión de las tres Personas,
fusión que se repite a ritmo apremiante y continuo
como acuciada por un hambre insaciable de amor,
se producen los incesantes milagros que son las obras de Dios
Mi espíritu va haciéndose cada vez más apto para ir viendo en la Luz y así, veo que, a cada fusión de las tres Personas, fusión que se repite a ritmo apremiante y continuo como acuciada por un hambre insaciable de amor, se producen los incesantes milagros que son las obras de Dios.
Veo cómo el Padre, por amor a su Hijo, al cual quiere proporcionarle el mayor número posible de seguidores, crea las almas. ¡Oh que hermosura! Ellas salen de las manos del Padre como chispitas, como pétalos de luz, como perlas globulares, como no es posible describir. Es un continuo fluir de nuevas almas... Hermosas, llenas de gozo por bajar a investir un cuerpo obedeciendo a su Autor. ¡Qué bellas son al salir de Dios! No veo, no lo puedo ver, estando en el Paraíso, cuándo las empaña la mancha original.
El Hijo, por celo para con su Padre, recibe y juzga sin descanso...
El Hijo, por celo para con su Padre, recibe y juzga sin descanso a aquellos que, una vez terminada la vida, tornan a su Origen para ser juzgados. No veo a estos espíritus, mas, por los cambios de expresión en Jesús, advierto si éstos son juzgados con gozo, con misericordia o con inexorabilidad. ¡Qué fulgor en su sonrisa cuando se le presenta un santo! ¡Qué luz de melancólica misericordia cuando ha de separarse quien debe purificarse antes de penetrar en el Reino! y ¡qué ráfaga de ofendido y dolorido enojo cuando tiene que rechazar para siempre a un rebelde!
y es el Amor el que en el mismo lo crea todo
Ahora es cuando comprendo lo que es el Paraíso y en qué consisten su Belleza, su Naturaleza, su Luz y su Canto. Consisten en el Amor. El Paraíso es Amor y es el Amor el que en el mismo lo crea todo. Todo descansa sobre el Amor, siendo el Amor el ápice del que todo se deriva.
El Padre opera por Amor. El Hijo juzga por Amor. María vive por Amor. Los ángeles cantan por Amor. Los bienaventurados hosannan por Amor. Las almas se forman por Amor. La Luz existe por el Amor. Si hay Canto y hay Vida es porque hay Amor. ¡Oh Amor!, ¡Amor!, ¡Amor...! Yo me anonado en Ti. Yo resurjo en Ti. Yo muero, criatura humana, porque Tú me consumes. Yo nazco, criatura espiritual, porque Tú me creas.
¡Seas bendito, bendito, bendito Amor, Tercera Persona! ¡Seas bendito, bendito, bendito Amor que eres Amor de las dos Primeras! ¡Seas bendito, bendito, bendito Amor que amas a las dos que te preceden! ¡Seas bendito Tú, que me amas! ¡Seas bendecido por mí que te amo porque me permites amarte y conocerte, Luz mía...!
Una vez escrito todo esto, he buscado en los fascículos la anterior contemplación del Paraíso. ¿Por qué? Porque desconfío siempre de mí y quería ver si una estaba en contradicción con la otra; lo que me habría persuadido de que soy víctima de un engaño.
No, no existe contradicción. La presente es aún más nítida, si bien ambas coinciden en las líneas esenciales. La anterior es de fecha 10 de enero de 1944 y desde entonces nunca yo la había vuelto a ver. Se lo aseguro como si lo jurara.
25 MAYO
"En el Paraíso que el Amor te ha hecho contemplar están únicamente los "vivos" de que habla Isaías en el capítulo 4, una de las profecías que se leerá pasado mañana (en el Misal de entonces vigente). Y cómo se consigue estar "vivos" lo declaran las palabras subsiguientes. Con el espíritu de justicia y de caridad se hacen desaparecer las manchas ya existentes y se preserva de nuevas corrupciones (Is 4, 4).
Esta justicia y esta caridad que Dios os da y que vosotras le debéis dar a El, os conducirán y os mantendrán a la sombra del Tabernáculo eterno. Allí el calor de las pasiones y las sombras del Enemigo resultarán inofensivos porque los neutralizará vuestro Protector Santísimo que, con más amor que la clueca para sus polluelos, os tendrá al abrigo de sus alas defendiéndoos contra todos los asaltos sobrenaturales. Mas nunca os alejéis del que tanto os ama.
Piensa, alma mía, en la Jerusalén que te ha sido mostrada. ¿No es merecedora de cualquier empeño por poseerla? Vence. Yo te espero. Te esperamos Nosotros. ¡Oh, esto que querríamos decir a todos los creados, al menos a todos los cristianos o, cuando menos, a todos los católicos, que sean tan pocos a los que se lo podamos decir...!
Basta, pues te encuentras cansada. Reposa pensando en el Paraíso.
378-386
A. M. D. G.