3 junio 1944

Primer sábado, a la 1,30 de la mañana.

 

 

Sufrimientos de María

después de la muerte de Jesús.

 

 


 

María en el sepulcro

  Así pues, me arrancaron de allí... y hube de volverme a ver entre los hombres ...!  

 veo recortarse sobre el cielo ya anochecido tres sombras oscuras: son las tres cruces

   Me fuerzan a transponer la Puerta que está a punto de cerrarse.  

 Poca gente por las calles. Los delincuentes se esconden una vez perpetrado el delito 

  Pasa una ronda romana. Los dominadores temen a la turba soliviantada 

  Por esta puerta entró mi Hijo para comer por última vez

 


 

Dice María:

"Soy la Madre. Escribe.

Haz todos los sábado la hora de la Soledad. Si tú pasas así la noche del viernes al sábado, te bendeciré por ello. El primer punto y el tercero te serán fáciles. Para ello no tienes sino releer las visiones y dictados que has tenido. Mas el segundo te resultará penoso ya que habrás de hacerlo por ti misma. En tu descripción dijiste: "María, con el grupo, ... torna por un atajo a la casa". Y si esto fue suficiente en la descripción –ya que nada más te era posible, dada tu debilidad– no basta, en cambio, para tu oración de ahora. Escribe pues para que cuanto sufrí entonces te sirva de guía.

 

María en el sepulcro

 

Cuando corrieron la piedra hasta encajarla cerrando el Sepulcro, fue para mí como si la hubiesen hecho rodar sobre mi corazón arrancándomelo del pecho. Me agarré con uñas y dientes, para echarla atrás, a los salientes de aquella piedra que me apartaba de Jesús, que me lo mataba por segunda vez con una muerte mucho mayor, ya que ni los miembros de mi Hijo eran ya míos... Pero, ¡ay!, que nada conseguí. Uñas y dientes resbalaron sin lograr mover aquella enorme piedra. Sangraron mis dedos y mis labios; pero el sepulcro siguió cerrado, cerrado de forma inexorable como la muerte. Y entonces, por encima de la sangre, corrió el llanto; y la sangre y el llanto de su Madre fueron los primeros en bañar aquel lugar santo en el que un Dios experimentó la muerte para librar al hombre de ella.

Me arrancaron de allí pues, de haberme dejado, allá me habría quedado, cual mendiga a la espera de un óbolo, ante aquella puerta de piedra. Y, en efecto, yo era la más miserable de todas las mujeres ya que, para vivir, me encontraba necesitada de este óbolo: ¡volver a ver a mi Hijo! Y aún era menos que una mendiga. Me hubiera echado allí como una oveja que perdió al pastor y que, errante, hambrienta y sola, vuelve al redil cerrado, al redil que ya no tiene patrón, dejándose morir de hambre allí, contra el muro cerrado, pues no tiene ya a nadie y, en un mundo plagado de lobos, parécele ha de verse defendida si logra estar en donde un tiempo se encontraba el que la amaba... Y, en verdad, ¿no era yo acaso una cordera en medio de lobos feroces y habíase muerto Aquel que me amaba?

Me arrancaron de allí... ¡Oh, qué crueles son a las veces los hombres cuando se compadecen! ¿Cómo habrían sido para mí aquellos días en el huerto tranquilo esperando la resurrección de mi Jesús? Mucho, muchísimo menos dolorosos que los que hubiera de vivir en otra parte.

Allí no había indicio alguno de delito. Las plantas, buenas e inocentes, continuaban floreciendo para tributar alabanzas a Dios. Los pájaros, buenos e inocentes también, anidando y cantando para obedecer al Señor. Ellos no odiaban, no habían odiado, maldecido ni matado. Oyeron los clamores del odio y de las blasfemias ocultándose empavorecidos entre la espesura mientras las plantas se estremecían con el huracán de la ira. Habían visto pasar a su Señor, perseguido, golpeado, herido y moribundo como uno de ellos por un gavilán o una caterva de perversos mozalbetes, sintiendo compasión y miedo al pensar que vendrían a morir todas las criaturas si era llevado a la muerte el Criador que, tan bueno como era, tuvo siempre para ellos palabras de amor, bendiciones y migas de pan.

En aquella paz habría podido adormecerse mi tortura y, a la luz de las estrellas y bajo el dorado sol, habría podido llorar sin sobresaltos hasta el momento en que la aurora dominical me hubiese franqueado las puertas devolviéndome a mi Hijo.

¿Los guardias? ¡Oh, no los temía! Como una esclava que aguarda a su señor, me habría acurrucado en un rincón y, de este modo, habríales parecido tan despreciable que no me hubieran hecho caso. Y de haberse burlado de mí, ¿qué me habrían hecho? ¡Cuántos denuestos no me fueron lanzados sobre la cumbre del Gólgota! Palabras más soeces no habría podido escuchar de ellos. Había apurado ya las heces todas de las palabrotas humanas y desde entonces ninguna blasfemia, por atroz que sea, me sobrecoge. Las conozco todas... Podría, por tanto, escuchar también las burlas de aquellos pocos guardias adormilados.

 

¡Así pues, me arrancaron de allí...

y hube de volverme a ver entre los hombres ...!

 

Así pues, me arrancaron de allí... y hube de volverme a ver entre los hombres ...! ¡Los hombres ...! Las fieras que me mataron el Hijo. Este fue el segundo Calvario de tu Madre...

¡Este es el camino...!, revuelto aún por la riada del populacho que por la mañana lo recorrió hacia el Calvario y por la tarde huyendo del monte. Para volver a casa tenía que pasar por un sendero que había sido recorrido por los malvados.

Aún se ven claras las huellas de sus pasos. Pisadas en todas las direcciones y trozos de tela y objetos perdidos como ocurre siempre que una multitud se abalanza y en las apreturas se empujan unos a otros. Cada una de aquellas señales, cada una de aquellas pisadas venía a decirme: "Soy un torturador de tu Hijo".

Y después... el verdadero camino del Calvario. Allí en el puentecillo existente, una vez atravesada la Puerta... Aquí las muestras se hacen más numerosas y más atroz mi dolor... Veo aquí por tierra piedras y garrotes... y sé para qué sirvieron. En ellos hay, sin duda, sangre de mi Hijo pues con ellos golpearon sus miembros ya tan maltratados...! ¡Oh, querría buscar en estos objetos, que no son culpables pero que los hombres sí los hacen, la Sangre de mi Hijo; mas no me lo permiten. Cae la noche. Es el viernes de la Parasceve y hay que darse prisa.

 

veo recortarse sobre el cielo ya anochecido

tres sombras oscuras: son las tres cruces

 

Antes de dar la espalda al Calvario para tomar el camino que conduce a la ciudad, me vuelvo y, en el crepúsculo de la tarde, veo recortarse sobre el cielo ya anochecido tres sombras oscuras: son las tres cruces. ¡Sobre una de ellas ha estado mi Hijo! ¡Mi Hijo! ¡Ella ha sido el lecho de su agonía! ¡Su Mamá, que tan mórbida cuna le preparó siempre cuando le atendía, y a la que nunca se la quitó la pena de que el primer sueño de su Niño hubiera tenido que ser sobre un duro lecho de paja punzante, ha tenido que verle morir sobre un duro leño!

¡Madres que lloráis recordando la agonía de vuestros hijos extintos, pensad en mi dolor! Y vosotras también, aunque no seáis madres, mujeres todas de corazón generoso! Pensad asimismo vosotros, hombres honestos y buenos, al igual que aquellos que, aunque malvados, no sois todavía del todo fieras o demonios malditos, compadeceos de mi dolor!

 

Me fuerzan a transponer la Puerta que está a punto de cerrarse.

 

Me fuerzan a transponer la Puerta que está a punto de cerrarse. Estoy en Jerusalén... ¡la madrastra que ha matado al Hijo de su Esposo! ¡La asesina que se ha abalanzado sobre el inerme para degollarlo! ¡La salteadora que le ha salido al paso para capturarlo y arrebatarle su único tesoro: la vida!

Como hombre no tenía otra cosa mi Jesús. Era pobre: sin dinero, sin joyas, sin posesiones. Desde que se hizo siervo del hombre para guiarle hacia Dios, no tenía sino su casita materna, el lecho que le fabricó el que hizo para El de padre y el pan amasado por su Madre. Dormía en donde algún misericordioso le acogía y comía allí donde alguna persona buena le suministraba pan. De otra suerte, los prados de los campos eran los que acogían su cuerpo cansado, las estrellas las que velaban su sueño y las espigas de grano maduro y las moras silvestres, que son el pasto de los pájaros, eran las que calmaban su hambre. No disponía de más de lo que tienen los pájaros que buscan en el campo su alimento y su descanso en el henil.

Con todo, era joven y sano. Tenía la vida... y se la han arrebatado! Jerusalén le ha despojado de esta vida. Como un vampiro le ha chupado toda su sangre, como un buitre le ha herido a picotazos desatando su odio y, con un sadismo atroz, le ha torturado y clavado, gozándose en sus espasmos, en sus estremecimientos, en sus ayes y en sus convulsiones. ¡Oh, cómo lo estoy aún viendo todo...!

 

Poca gente por las calles.

Los delincuentes se esconden una vez perpetrado el delito

 

Poca gente por las calles. Los delincuentes se esconden una vez perpetrado el delito. Y esos pocos, escabulléndose furtivamente por entre las callejuelas angostas y desapareciendo tras las portezuelas cerradas, de prisa cual si temiesen una irrupción de enemigos, me producen sobresaltos de horror. Tal vez aquel viejo ha sido su acusador... aquel joven le ha insultado sin duda y aquel hombre membrudo y robusto le ha maltratado y herido... Y ahora huyen, se esconden y encierran. Tienen miedo. ¿De qué? De un muerto. Para ellos es únicamente un muerto puesto que han negado que es Dios. ¿De qué tienen pues miedo? ¿A quién cierran las puertas? Al remordimiento, al castigo.

Es inútil. El remordimiento está dentro de vosotros y os seguirá eternamente. Y el castigo, como no es humano, no sirven para él cerraduras ni barrotes. Este baja del cielo, de Dios vengador de su Inmolado y penetra a través de las paredes y puertas, marcándoos con su fuego celeste para el castigo sobrenatural que os aguarda. El mundo vendrá a Cristo, al Hijo de Dios y mío, vendrá a Aquel a quien vosotros habéis traspasado, pero vosotros seréis los eternamente marcados, los Caines de un Dios y el oprobio de la raza humana.

Y yo que soy de vuestra estirpe, yo que soy la Madre de todos, debo confesar que para mí, que soy vuestra hija, habéis sido peor que padrastros y que, de entre el incontable número de mis hijos, sois vosotros a los que más me ha costado acogeros porque estáis manchados con el delito cometido contra mi Hijo sin que os hayáis arrepentido de él diciendo: "Eres el Mesías; te reconocemos y adoramos".

 

Pasa una ronda romana.

Los dominadores temen a la turba soliviantada

 

Pasa una ronda romana. Los dominadores temen a la turba soliviantada. ¡Oh, no temáis! Son hienas viles que se abalanzan sobre el cordero indefenso pero temen al león armado de lanzas y autoridad. No temáis a estos chacales serviles. Vuestro paso armado los pone en fuga y el brillo de vuestras lanzas les hace más humildes que conejos.

Pero ¡esas lanzas...! ¡Una ha abierto el corazón de mi Hijo! ¿Cuál de ellas habrá sido? Verlas es para mí un dardo en el corazón. Y, con todo, querría tenerlas todas entre mis manos temblorosas para ver cual tiene huellas de sangre y decir: "¡Es ésta! ¡Dámela, soldado! Dásela a una Madre en recuerdo de tu lejana madre y yo rogaré por ella y por ti".

Y ningún soldado me la negaría porque ellos, los hombres de guerra, fueron los que mejor se portaron durante la agonía del Hijo y de la Madre.

Ya estoy en casa... ¡Cuántas horas, o mejor, cuántos siglos se me figura que han pasado desde que ayer noche entré en ella y desde que salí esta mañana! ¿Soy yo, de verdad, la Madre cincuentona o una vieja secular, una mujer de las primeras edades cargada de siglos en sus curvadas espaldas y en su testa encanecida? Paréceme haber vivido todo el dolor del mundo y que él gravite sobre mis espaldas que se doblan bajo su peso. Es una cruz incorpórea, pero ¡qué pesada! Más pesada tal vez que la de mi Jesús, porque, con el recuerdo de sus tormentos y la realidad del mío, yo llevo la suya y la mía.

 

Por esta puerta entró mi Hijo para comer por última vez

 

Y entramos porque hay que entrar sin que ello suponga un consuelo antes un mayor dolor. Por esta puerta entró mi Hijo para comer por última vez. Por esta puerta salió para ir al encuentro de la muerte, teniendo que poner sus plantas en donde las puso el traidor cuando salió para llamar a los capturadores del Inocente. Por allí vi salir a Judas... le vi a Judas...! Y no le maldije antes le hablé como madre apenada por el Hijo bueno y el hijo malvado... ¡Le vi a Judas...! ¡Vi en él al demonio! Yo, que siempre tuve a Lucifer bajo mi calcañal y por mirar únicamente a Dios nunca bajé los ojos sobre Satanás, conocí su rostro mirando al Traidor... Le hablé al Demonio... que huyó porque no soporta mi voz...

¡Oh, dejadme entrar en aquella estancia en la que mi Jesús comió por última vez y en donde la voz de mi Niño pronunció sus últimas palabras en paz! ¡Abrid, abrid esta puerta! ¡No podéis cerrársela a una madre, a una madre que trata de aspirar en el aire el olor del aliento y del cuerpo de su Niño! Pero ¿no sabéis que ese aliento y ese cuerpo se los proporcioné yo? Y, yo que lo llevé durante nueve meses, lo di a luz, lo lacté, lo crié y cuidé de El? ¡Aquel aliento es mío! ¡Aquel olor de su carne es mío! Es el mío, si bien hecho más bello en mi Jesús. Dejádmelo sentir una vez siquiera. Tengo en los ojos la visión de su Sangre y en mi nariz el olor de su Cuerpo llagado. Que yo vea la mesa en la que se apoyó vivo y sano; que yo perciba el perfume de su cuerpo juvenil. ¡Abrid! ¡No lo sepultéis por tercera vez! Me lo habéis ocultado envuelto entre aromas y vendas. Me lo habéis encerrado después detrás de la piedra. ¿A qué pues negar ahora a una madre el volver a percibir, como último rastro suyo, el aliento que El dejó tras esta puerta?

Dejadme entrar. Buscaré por el suelo, en la mesa y en el asiento las huellas de sus pies y de sus manos y las besaré, las besaré hasta que se consuman mis labios... Buscaré... buscaré... y a lo mejor encuentre un cabello de su cabeza blonda, un cabello que no esté impregnado de sangre. Pero ¿ya sabéis lo que es un cabello del hijo muerto para su madre? María de Cleofás y tú, Salomé, que sois madres, ¿no lo sabéis?

¡Juan, Juan!, escúchame, que soy Madre para ti, pues Él así me ha hecho (Jn 19, 26-27). ¡El! Tú me debes obediencia. Abre Juan, yo te amo. Porque le amabas siempre te amé. Te amaré más todavía; pero abre te digo. ¿No quieres? ¿No quieres? ¡Ah, que ya no tengo hijos! Jesús, como era mi Hijo, nada me negaba. Tú, en cambio, me niegas. No eres por eso tal. ¿No comprendes mi dolor...? ¡Juan, perdona...! Abre... No llores... Abre...

¡Jesús, Jesús, escúchame! ¡Que tu espíritu opere un milagro! ¡Ábrele a tu pobre Madre esta puerta que ninguno le quiere abrir! ¡Jesús, Jesús...! Yo desfallezco... me muero... Voy contigo, Jesús... Voy"

... y María, tras golpear la puerta con sus diminutos puños tratando de abrirla, después de entregarse apoyada en las mujeres y en Juan, se dobla más pálida que un lirio y se desplomaría en tierra si no la tomasen en volandas llevándola a la habitación de enfrente.

Y así termina la visión que me ha acompañado a lo largo del dictado.

"¿Sabes", dice después María, "por qué hoy tan sólo te he proporcionado estas palabras? Porque ya no tienes el cuaderno en que se narra la desesperación de Judas. En él hablo de ella. Esta es asimismo una prueba de que estas cosas son verdaderas puesto que uno que se las invente él mismo, se confunde no hallando modo de recordar y cae en mentira. Y tú, cansada y débil como te encuentras, no recuerdas lo de una hora para otra. Házselo notar al Padre que te dirige y que es mi siervo"

415-422

A. M. D. G.