25 de junio. Viernes.
Santa Teresita del Niño Jesús.
Muerte de Jesús
Mi pequeña grande Flor era Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz.
Os la he concedido compadeciéndome de vuestra debilidad
Debía haber descrito la visión que tuve ayer noche. Pero la escribo después.
Dice Jesús:
"Aquel que dibujó esta cubierta que a ti tanto te gusta y que sólo ahora, después de 19 años, contemplas en su verdadero significado, no se limitó a hacer únicamente una obra bonita y simbólica sino que expresó una realidad.
La pequeña Teresa que, estribando sobre nubes empíreas, deshoja incesantemente rosas con dos ángeles ayudándole a derramar sobre el mundo su lluvia de rosas, era una verdadera semejanza de Mí, Niño. Por eso hicieron bien en representarla tan parecida a un Niño Jesús que podía ser confundida con Él. Tú te das cuenta ahora de que es ella y no Yo.
Esto, en parte, viene a ser continuación del dictado de ayer. Cuanto el místico más se aproxima con su deseo amoroso a Aquel a quien ama completamente, tanto más se identifica con el modelo su imagen espiritual.
Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz.
Mi pequeña grande Flor era Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz. Y si mi Faz dolorosa fue el sol impreso en su corazón que lo abrasó, para vosotros, que aborrecéis el dolor y la austeridad os espanta, tuvo en su entorno espiritual la semejanza con mi dulce infancia y la suavidad, la gracia y la simplicidad de ésta. Así lo quise y así guié la inspiración a fin de proporcionaros un modelo que vuestra incapacidad actual, incapacidad espiritual, supiera copiar.
Teresa es para todos. Todos pueden esforzarse en imitarla, aun los poco formados en el espíritu. Con todo no creáis que a Teresa se le hubieran ahorrado los sufrimientos. ¡Oh, no! Ella os muestra un rostro amable y sonriente, el plácido rostro de un niño feliz. Mas en su interior mi Pasión hurgaba en ella con escalpelo de fuego.
Os la he concedido compadeciéndome de vuestra debilidad
Os la he concedido compadeciéndome de vuestra debilidad. Doy mis santos para todas las características espirituales. Doy los ascetas de austeridad casi temerosa para los de temple de acero y para las llamas que no languidecen. Doy santos de santidad jubilosa para aquellos que no saben santificarse con el llanto, y santos de gracias infantiles para aquellos que no pueden –y ya es mucho si lo saben hacer– amarme sino con bien reducidas fuerzas.
Y advertir que la pequeña Teresa, poseedora de un corazón de héroe, hubo –y fue éste un martirio añadido a todos los otros suyos– hubo de violentarse a sí misma para ofreceros la imagen que Yo quería, ya que su espíritu la llevaba a emprender vuelos de águila y a llevar a cabo los heroísmos más intrépidos. ¿Sabéis qué supone contradecir la propia naturaleza? Probadlo y comprenderéis su doble mérito."
Este dictado lo ha motivado la observación hecha por mí acerca de la cubierta del libro: "Historia de un alma (es el título de la autobiografía de Santa Teresa de Lisieux (1873-1897)). Este libro lo tengo desde hace 19 años y siempre creí que el niño que esparce rosas desde lo alto de la nube era el Niño Jesús.
ese niño paradisíaco es Teresita del Niño Jesús.
Ella adoptó la 'infancia espiritual'
como forma suya de santidad
Esta mañana mi avisador interior me ha dicho: "No, ese niño paradisíaco es Teresita del Niño Jesús. Ella adoptó la 'infancia espiritual' como forma suya de santidad y en ella acertó a ser tan perfecta que llegó a ser propiamente un segundo Jesús en pequeño".
A continuación pronuncia Jesús el dictado que he de escribir inmediatamente por ser un chorro de palabras que yo no puedo recordar con exactitud si no las escribo a medida que las recibo y por nada del mundo me atrevería jamás a hacer cambio o alteración alguna en ellas, mientras que una visión se me graba de tal forma en la mente, que, por horas que transcurran, la puedo recordar exactísimamente.
Por eso he preferido escribir el dictado y después describir la visión que tuve ayer noche. Y pongo por delante que ayer noche, debido a las congojas que me arrancaban ayes de dolor, no podía en manera alguna permanecer sentada ni escribir. Estaba hecha toda un ovillo por los dolores cerebrales que, a través de los nervios, se irradiaban por todo el cuerpo. El cerebelo parecía como si me lo estuviesen arrancando de continuo o si me estuviesen clavando por dentro en él un manojo de espinas. El dolor en la nuca era insoportable, lo mismo que en el corazón y los pulmones. Pero bien, ¿en dónde no estaba atormentada?, porque hasta en las falanges más apartadas parecía como si hubiese sierras y tenazas diminutas para serrarlas, retorcerlas y arrancarlas. Aun ahora las siento fuertemente. Mas, aunque con náuseas y vértigos, fruto de los reflejos cerebrales, puedo a duras penas escribir; pero escribir al fin.
Ayer noche, antes de que los dolores, iniciados a las 15, llegasen a ser atroces, habíame propuesto hacer la Hora santa. Mas no podía en modo alguno hacerla y así le dije a Jesús: "Ya lo vez, querría pasar contigo esta noche en memoria de tu agonía en el huerto, pero no puedo". Y Jesús entonces me mandó esta visión.
La describo por más que a quienes les molestan las repeticiones, pueda causarles fastidio. Mas, si bien es cosa ya vista en su conjunto (El 18 de febrero y 7 de abril. La definitiva y aún más detallada descripción de la "Crucifixión" la hará el 27 de marzo de 1945 formando parte del ciclo de la "Pasión" en la magna obra sobre el Evangelio) y, dada mi particular situación e entonces, no podía hacer la descripción con todos sus pormenores, ahroa aparece cabalmente más pormenorizada porque mi atención se circunscribe a un único punto.
Hela aquí. Es la muerte de Jesús.
Él se halla sobre la cruz a la luz lívida de un cielo borrascoso que por momentos va haciéndose cada vez más lóbrego, con todo, su luz verdosa, casi violácea diría yo, permite ver en momentos determinados el Cuerpo desgarrado del Moribundo. De este modo se hace muy patente la respiración anhelosa, apresurada y breve del pobre tórax que lucha con la asfixia. El movimiento respiratorio está reducido a la parte superior del pecho. La boca, abierta y levemente contraída, bien por la contusión cigomática derecha o por efecto del dolor, trata de absorber con avidez el aire, y la lengua, hinchada, sobresale y parece temblar con la convulsión general de todo el cuerpo.
Su Cuerpo lo veo listado y destrozado por los ramalazos de los flagelos y de los golpes y regado con la sangre que escurre de las heridas de las manos a lo largo de los brazos, ya que las manos están poco más altas que los hombros debido al peso del cuerpo que tiende hacia abajo. Así:
Por la derecha hay más sangre que por la izquierda porque Jesús tiene llagado también el hombro con la herida producida al llevar la cruz y, al arrancarle el vestido pegado a dicha herida, ésta se ha abierto dando mucha sangre que ha escurrido también por delante y por el flanco a lo largo de las costillas. Y, además de eso, tiene la cabeza permanentemente coronada de espinas, doblada hacia la derecha, de la que manan igualmente hilos delgado de sangre que bajan empapando cabellos y barba.
De este modo Jesús parece estar cubierto hasta la cintura con un vestido ajustadísimo a rayas, de un color, en su mayor parte, de púrpura entreverado con violeta y, a raros intervalos, de un blanco exangüe que aún aparece más acusado entre la púrpura de la sangre y el azulado de las moraduras. Son rarísimos los puntos en que la epidermis se presenta nítida. Es una vista que provoca inmensa compasión.
El velo de María, ceñido a la cintura, ha absorbido la sangre que escurre y más parece un cordón ajustado al talle. Lo demás del cuerpo aparece blanco jaspeado de rojo.
Las piernas tienen un blancor lúgubre de muerte contra el leño oscuro y el cielo aún más oscuro cual si hubiérase desplomado. Mas, aparte las moraduras producidas por las pedradas y garrotazos y las contusiones en las rodillas ocasionadas en las caídas –la derecha aparece muy herida y por entre los cortes de las contusiones producidas al caer sobre las agudas piedras, se entrevé la rótula blanqueando contra el rojo lívido de las heridas– las piernas están a falta de sangre que las riegue, sangre que baña los pies goteando hasta la tierra desde los dedos.
María, sostenida por Juan, contempla al Hijo que muere. Está con la cabeza alzada a la cruz. La veo a Ella estando el apóstol a su espalda. La Madre no llora. Está muda en su dolor, inmóvil como una estatua, toda cubierta de negro en su vestido y en su manto. Se halla apartada como unos dos metros de la cruz a fin de ver mejor a su Jesús y ser vista de Él en el supuesto de que aún pueda ver.
Mas, llega la convulsión final... y muere Jesús. Al último grito sucede un total silencio por parte del Moribundo. Ya no se oye estertor ni lamento alguno. Silencio. La tierra, no; la tierra brama y se sacude, huyendo la gente entre alaridos.
María no se ocupa sino de Jesús. Le llama puesto que en la oscuridad profunda que ha sobrevenido apenas si el ve. Le llama por tres veces: "¡Jesús!, ¡Jesús!, Jesús!" Y al verlo después, a la luz de un relámpago que surca el cielo, inmóvil, caído por completo hacia adelante y despegado de la cruz de las caderas para arriba, lo comprende todo. Levanta hacia El sus manos y sus brazos, dos blancuras que tiemblan en la lobreguez del espacio, y grita: "¡Hijo mío, Hijo mío! ¡Mío, mío!". Y se para a escuchar pues no quiere persuadirse de que ya no le oye, esperando un gemido por respuesta.
Mas Jesús no puede ya gemir. Y Juan, pasándole a María un brazo por la espalda, –antes la tenía del brazo con respeto– trata de alejarla y de persuadirla diciendo: "No sufras más"
Pero María, antes de que Juan termine la frase, lo ha comprendido todo y, girando sobre sí misma de modo que ahora la tengo de frente, se dobla, no de rodillas, sino como un arco y, llevándose ambas manos al rostro para cubrir sus ojos dilatados por el dolor, exclama: "¡Ya no tengo Hijo!". Me es imposible dar a entender el tono de esta voz que me acongoja porque aún sigo oyéndola.
María vacila y Juan la toma tan encorvada y tambaleante, que se la recuesta al corazón. Y puesto que Ella no es dueña de sí misma, la sienta con toda delicadeza en el lugar en que anteriormente habían estado los soldados jugando a los dados y la sostiene recostada contra su pecho hasta que las Marías, en la confusión general y, al no ser rechazadas por los soldados, acuden a sustituir al apóstol al lado de la Madre.
Veo que, mientras la Magdalena ocupa el puesto que antes tenía Juan y, por tanto, tiene a María casi recostada sobre sus rodillas, otra, no teniendo a mano otra cosa, coge la esponja que está en el vinagre y la hiel, le hace oler aquel ácido y le empapa las sienes con el vinagre.
Longinos se acerca a la cruz y observa. Le dice a Juan unas palabras que no capto. Después mira al grupo de las mujeres y cuando las ve a todas atendiendo a María estando en su derredor y de espaldas a la cruz, asesta la lanzada.
Sólo Juan, de pie entre la cruz y las mujeres, y, vuelto de lado para ver a éstas y a aquella, observa la acción. Y por eso puede decir: "Y salió de ella sangre y agua" (Jn 19, 33-34), mientras que María nada ve hasta que, más tarde, al palpar con sus manos, topa con la herida del costado.
Me parece bien la acción e Longinos que espera a herir con la lanza a cuando la Madre no lo ve. Templa el deber con la compasión.
Esta es mi visión de ayer noche que la he referido fielmente. A muchos les parecerá repetición. A mí, en cambio, no me lo parece puesto que así he podido meditar mejor aún sobre la Pasión de nuestro Salvador, cosa que si por un lado me hace sufrir de compasión, por otro es consuelo para mi pasión. ¿Cómo desesperar de su Bondad viendo lo mucho que nos ha amado?
477-483
A. M. D. G.