8 de julio

 

 

la gloriosa Asunción de María Santísima

 

 


 

Veo la gloriosa Asunción de María Santísima

   No temas puesto que Dios asiste divinamente.  

 Dice María:

    Tu espíritu se encuentra en la oscuridad poblada de visiones áureas que te envía la eterna Bondad y de palabras de Verdad procedentes de la misma fuente al igual que lo estaba el mío en su último sueño de la tierra.

 


 

Como alivio de la dolorosísima agonía de mi cuerpo –por demás enfermo desde hace diez años sin contar con aquellas reservas físicas y aquellos consuelos de entonces ni con aquel clima que me permitió sobrevivir– y de mi alma –tan desolada que, no bien se apaga la voz de mi Jesús, yo me siento morir– disfruto de una cándida y gloriosa visión que la tengo presente desde hace horas, mitigando mi espasmo, haciéndomelo soportable, tanto el físico, que es inenarrable, como el moral, que aún es más incomprensible e incomprendido por quienes están a mi lado.

 

Veo la gloriosa Asunción de María Santísima

 

Veo la gloriosa Asunción de María Santísima. No veo por dónde dé comienzo. Yo diría que por una casa porque, al ser yo espectadora exterior, veo una especie de estructura cúbica encalada a modo de una casita pequeña.

Del techo, llamémosle así, de la parte superior del mismo, veo, en fin, salir una hilera de ángeles: luminosa, bella y conmovedora. No cantan ni hablan. Parecen estar todos absortos en una ocupación de amor que les hace resplandecer de encendida alegría en sus rostros.

Están curvados en observación como sobre una abertura. Después despliegan sus alas de perlas y se colocan en dos filas. Aumenta su sonrisa a la par de su luz de lirios y perlas fundidas con diamantes, una luz que ven a la de una tímida aurora que apenas se esboza y que, no obstante la serenidad del día, parece ir creciendo con dificultad, sin duda porque esta otra luz celeste la sobrepuja grandemente, mejor diría la absorbe, como absorbe también el brillo de la última estrella y el postrer rayo de la luna, todavía visible, que marca una fina hoz sobre el cielo que clarea.

Por más que yo tardo mucho en describir esta parte de la visión, su duración me ha parecido de pocos minutos.

Después, cual oleada que desborda fuera de un dique ya colmado, sale impetuoso por el vértice de la estructura cúbica enjalbegada un intenso resplandor y, junto con él, ángeles, alas, cuerpos luminosos y, en medio de ellos, entre sus brazos, plácida cual criaturita dormida con un sueño placentero, veo a nuestra Madre.

Se halla toda vestida de blanco. El vestido, el velo y una larga franja de tela fina, que bien podría ser su sábana, tienen el tinte perlino de un lino finísimo y nuevo. Su rostro no es más sombreado que las telas. Parece hecho de capullos de magnolia y tan sólo las finas cejas ponen dos trazos levemente oscuros sobre aquel color de nieve. Las manos las tiene unidas sobre su seno a la altura del estómago con las puntas de los dedos vueltas hacia las ingles. Parecen formar un velo al Seno santificado por la Encarnación de Dios. Y son ellas también dos pétalos de magnolia que descansan sobre la nieve de los vestidos.

María parece dormir. Su cabeza, sostenida por un ángel con la veneración del que transporta una reliquia insigne, está levemente doblada hacia la derecha. Sobre aquel rostro quedó una sonrisa, marcada sin duda por el último pensamiento de amor.

Se elevan los ángeles portadores del sagrado peso y los demás se unen a ellos formando una corona. María sube por los aires de turquesa hacia las últimas estrellas y la pálida luna sin que el mundo se dé cuenta de que su Reina va a tomar posesión de su trono.

Puedo seguir en su ascensión a la cohorte angélica que, por momentos hácese cada vez más numerosa pues los ángeles, con una prisa santa por venerar a su Reina, bajan a su encuentro de los cielos serenos. Veo cómo, a medida que se aleja la tierra, se acerca el Cielo... ¡qué pequeña es la tierra! ¡Un puñado de sucio lodo...! Veo cómo, a medida que se aleja la tierra y se acerca el Cielo, el cuerpo de María va perdiendo la pesadez del sueño pareciendo estar a punto de despertar. Incluso el rostro se colorea levemente como el de quien sale de un desvanecimiento y los labios se entreabren para respirar más profundamente haciéndose más purpúreos.

Cuando el cielo se tiñe por oriente totalmente de arrebol con el destello de los primeros rayos del sol –que no se dirigen hacia la tierra sino que vibran buscando en el cielo a Aquella que sube, a la que besan y visten de un rosa pálido de coral delicadísimo, caldeándola con su beso y llamándola con su calor– entonces María entreabre plácidamente sus ojos, azules como el cielo que tan cercano está y que la envuelve con su azul haciendo ya invisible la tierra que, a la sazón, no es más que un puñado de lodo que ha quedado anulado con todas sus miserias.

María abre los ojos y ve a los ángeles... Sonríe y ve la sonrisa angélica. María eleva los ojos más arriba, más arriba y contempla la Gloria de Dios.

Y se levanta... Los ángeles apenas si la gobiernan ya estando en su derredor. Parece como si, a la sazón, Ella no tuviese necesidad de asistencia para subir. Es pues la Reina de los Cielos y los ángeles sus espirituales criados que están en torno suyo para servirla.

María sube rauda y feliz, llevando ahora sus manos entrecruzadas, hacia lo alto en ademán de adoración. Y la cohorte angélica canta en este momento con toda su luz que resulta insostenible.

También María es ahora una luz  esplendidísima. Velo, franja y vestido ya no son lino sino vestido inmaterial de diamante, ejido y entremezclado con perlas, como acostumbro verlas. Su belleza se acrecienta con una majestad indescriptible. Parece revivir con una eterna juventud. No es de más edad que su Hijo y Señor y, junto a El que viene a su encuentro en medio de legiones de ángeles, parece la Belleza al lado de la Majestad.

Se cierra el Cielo sobre este cortejo que penetra en él entre incandescentes llamaradas de amor y paradisíacas armonías.

Queda para mí la celestial visión; queda presente, ya que no puedo encontrar consuelo si no es en lo de más allá de la tierra, puesto que, para mí, sobre la tierra, no hay sino dolor y soledad. Queda presente en mis agonías para que así muera yo contemplando a la Madre, al Esposo y a los Amigos que saben comprender y compadecer.

 

 

No temas puesto que Dios asiste divinamente.

 

Dice María:

"No temas puesto que Dios asiste divinamente.

De tantos como me habían amado, uno tan sólo se hallaba a mi lado en mi muerte. Mas aquel intervalo entre mi vida en la tierra y la del Cielo, que fue mi Dormición, no resultó solitario. Los ángeles velaron mi sueño como tantas madres velan una cuna. Y cuando nací al Cielo, como madres me tomaron para transportar mi debilidad hasta el aura que abolió la humanidad en sus leyes de peso, haciendo mi cuerpo glorioso semejante al de mi amado Hijo.

Les has aplicado su justo nombre, pues son los "amigos" de las almas fieles. Y, hechos de naturaleza angélica, son capaces de entender lo que sus amigos de la tierra malamente y no siempre intuyen.

Te fue arrebatado el ángel sacerdotal que era tu consuelo y el amigo que te comprendía. Te fueron arrebatados asimismo los padres y personas de las que recibías algún alivio, siquiera fuese imperfecto. Mas, aún te ha quedado alguna y te quedamos Nosotros; estáte segura de ello. Sólo una culpa tuya podría despoblar el lugar donde vives de estos seres inmutables en su amor, que somos todos Nosotros del Cielo.

No llores, hija mía. Piensa que cada hora que pasa te acerca al gozo.

 

Tu espíritu se encuentra en la oscuridad poblada de visiones áureas

que te envía la eterna Bondad y de palabras de Verdad

procedentes de la misma fuente al igual que lo estaba el mío

en su último sueño de la tierra.

 

Duerme ahora. Tu espíritu se encuentra en la oscuridad poblada de visiones áureas que te envía la eterna Bondad y de palabras de Verdad procedentes de la misma fuente al igual que lo estaba el mío en su último sueño de la tierra. En mi último sueño. Es más dilatada esta tu espera en la oscuridad y en el silencio humanos; mas tendrá su término en la luz y en los cánticos del Cielo.

No llores, que Nosotros estamos contigo."

512-516

A. M. D. G.