22 de julio

 

Festividad de S. María Magdalena

 

Santa Cecilia I

 

 


 

Veo las catacumbas 

 Hay hombres, mujeres y niños de toda condición social, con vestidos tanto de pobres como de patricios.

    Entra, bendiciendo, un anciano de bondadoso aspecto y lleno de majestad

   Dice el Pontífice: Esta parábola, si bien hace referencia propiamente a las vírgenes, se aplica asimismo a todas las almas ...

   Continúa la Santa Misa

    Algunos le dicen cómo ha podido decidirse a contraer nupcias terrenas y otros si no teme la ira del patricio cuando descubra que es cristiana

   Sigo a Cecilia que marcha acompañada de un diácono y de dos vírgenes  

 Da comienzo la fiesta con el acostumbrado banquete romano que discurre entre cánticos y danzas

   Entra Valeriano que se dirige a Cecilia con las manos extendidas. Se ve que la ama sobre manera

   Soy de Dios, Valeriano. Soy cristiana. Te amo, mas con el alma en el Cielo. Tú no te has desposado con una mujer sino con una hija de Dios a la que los ángeles sirven y el ángel de Dios está conmigo para defenderme 

  Podrías denunciarme al Prefecto. No tengo miedo, pues el ángel me resguarda con sus alas. ¡Oh, si tú lo vieses...!

    ¡Oh!, ven, Valeriano, y escucha la Palabra eterna que resuena en mi corazón.

   Valeriano llora y sus lágrimas caen sin sobresalto de sus párpados cerrados

   ¡Cuánto tenéis que aprender del episodio de Cecilia! Es un evangelio de la Fe, ...

   Mirad cuántas vírgenes hacen de madres para los huérfanos y cuantos de padres para los abandonados

    Decidme: haríais en medio de una plaza lo que os permitís hacer en vuestra habitación 

  El Pontífice Urbano habló sobre la revirgnización de las almas a través del renacimiento y permanencia en Mí.

   No apliquéis otros nombres a vuestros males morales pues no tienen sino tres siempre antiguos y siempre nuevos, que son:

 


 

Es una hermosa y prolongada visión que no guarda relación alguna con la Santa penitente a la que tanto amé siempre. La escribo en unas hojas añadidas a este cuaderno porque, al encontrarme sola, he de tomar lo primero que tengo a mano.

 

Veo las catacumbas

 

Veo las catacumbas. Aun cuando nunca haya estado en ellas, entiendo que son las catacumbas. Cuáles sean, no lo sé. Veo oscuros meandros formados por corredores estrechos excavados en la tierra, bajos y húmedos, hechos todos con vueltas y más vueltas como un laberinto. Al ir caminando en línea recta, da la impresión de poder continuar en esa dirección o, al menos, poder torcer por otro corredor; mas, por el contrario, se da de frente con un muro terroso de donde es preciso volver tornando hacia atrás hasta dar con otro corredor que vaya más adelante.

En ellos hay nichos y más nichos dispuestos para recibir mártires. Dispuestos en el sentido siguiente: excavados someramente en el muro para que sirvan de indicación a los sepultureros. Esto aparece así al principio; pero cuanto más se adentra, más ahondados y completos aparecen los nichos, dispuestos todos en el sentido del muro, como están las literas en las naves. Otros, por el contrario, aparecen llenos ya con los santos despojos y cerrados con una tosca lápida grabada de forma rudimentaria con el nombre del mártir o del difunto y con los signos cristianos, aparte de alguna palabra de despedida y de recomendación.

Ahora bien, estos nichos, completados y cerrados ya, se hallan sin duda, así lo supongo, en la zona central de las catacumbas, puesto que aquí se abren frecuentemente espacios más amplios, a modo de salas y salitas, y más elevados, adornados con grafitos y más iluminados que los otros por medio de candilejas de aceite esparcidas aquí y allá, tanto por devoción como por comodidad de los fieles a los que por cualquier motivo se les llegue a apagar la lamparilla propia.

 

Hay hombres, mujeres y niños de toda condición social,

 con vestidos tanto de pobres como de patricios.

 

Incluso aquí son más numerosas las personas que van desembocando de todas partes, saludándose con amor y en voz baja como el lugar santo lo requiere. Hay hombres, mujeres y niños de toda condición social, con vestidos tanto de pobres como de patricios. Las mujeres llevan la cabeza cubierta con un lienzo fino como muselina. No es ciertamente el velo de tul sino como una gasa muy tupida, más bella en las ricas y más corriente en las pobres, oscura para las casadas y viudas y blanca para las vírgenes. Hay esposas que llevan a sus niños en brazos, sin duda por no tener a quien dejarlos y así los han traído consigo. Los más grandecitos caminan al lado de sus mamás y los más pequeñines, algunos de ellos de pecho, dormitan felices bajo el velo materno, acunados al paso de la madre y por los cantos lentos y piadosos que se elevan bajo las bóvedas. Parecen angelitos caídos del Cielo que sueñan con el Paraíso al que sonríen en su sueño.

Aumenta el gentío que acaba congregado en una amplísima sala semicircular que tiene en el ápice del semicírculo el altar vuelto hacia la gente y se halla toda cubierta de pinturas y mosaicos. No lo capto bien. Sé que son representaciones a color en las que destacan los tonos más vivos y claros y brillan las aureolas de oro. Sobre el altar numerosas luces encendidas y, en torno de él, una corona de vírgenes vestidas de blanco con velos asimismo blancos.

 

Entra, bendiciendo, un anciano de bondadoso aspecto

y lleno de majestad

 

Entra, bendiciendo, un anciano de bondadoso aspecto y lleno de majestad. Creo sea el Pontífice pues todos se postran reverentes. El aparece rodeado de sacerdotes y diáconos atravesando el cerco de cabezas inclinadas con una sonrisa de inefable belleza en su rostro. Su sola sonrisa dice bien a las claras de su santidad. Sube al altar y se dispone para el rito mientras los fieles cantan.

Da comienzo la celebración que es un tanto semejante a la nuestra, mucho más compleja que la que vi en la cárcel Tuliana celebrada por el apóstol Pablo y la que vi celebrar en casa de Petronila.

El anciano celebrante que, de no ser Pontífice, es ciertamente obispo, viene ayudado y servido por diáconos que usan vestiduras muy diferentes a las suyas, puesto que, mientras éste lleva una vestidura (de celebrar) que se parece, sólo para que se haga una idea, a esas batas de tocador que usan las mujeres para peinarse –manteletas circulares que cubren por delante y por detrás los hombros y los brazos hasta las muñecas– los diáconos portan una vestimenta para celebrar casi igual a la actual, larga hasta las rodillas, con mangas amplias y cortas.

La Misa se compone de cantos, que entiendo sean trozos de salmos o del Apocalipsis, de lecturas de fragmentos epistolares o bíblicos, y del Evangelio, los cuales son comentados a los fieles por los diáconos de turno.

Acabado de leer el Evangelio, –lo lee con deje de canto un joven diácono– se levanta el Pontífice. Lo llamo así porque este nombre oigo que se lo da una mamá al dirigirse a un niño suyo por demás inquieto. El fragmento escogido es la parábola de las diez vírgenes: prudentes y necias (Mt 25, 1-13).

 

Dice el Pontífice: "Esta parábola,

si bien hace referencia propiamente a las vírgenes,

se aplica asimismo a todas las almas ..."

 

Dice el Pontífice: "Esta parábola, si bien hace referencia propiamente a las vírgenes, se aplica asimismo a todas las almas ya que los méritos de la Sangre del Salvador y la Gracia revirginizan las almas haciéndolas como jovencitas que aguardan al Esposo.

Sonreíd, viejos decrépitos; alzad el rostro, patricios hasta ayer hundidos en el lodazal del paganismo corrupto; mirad ya sin pena, madres y esposas, a vuestro cándido pasado de jóvenes solteras. No sois distintos, en el alma, de estos lirios entre los que se pasea el Cordero y que ahora le hacen corona rodeando su altar. Vuestra alma, cuando renacéis y permanecéis en Cristo, Señor nuestro, encierra los primores de una virgen a la que ósculo alguno desfloró. El alma que, en un principio, estaba manchada y ennegrecida con los vicios más abyectos, al venir hácese más blanca que el despuntar del alba sobre un monte cubierto de nieve. El arrepentimiento la limpia, la voluntad la purifica, pero el amor, el amor de nuestro Salvador santo, amor que deriva de su Sangre que grita con voz amorosa, os devuelve la virginidad perfecta, aunque no aquella que tuvisteis en los albores de vuestra vida humana sino aquella que poseían el padre de todos: Adán y la madre de todos: Eva antes de que pasase por ellos Satanás pervirtiendo su inocencia angélica: don divino que les revestía de gracia a los ojos de Dios y del universo.

¡Oh santa virginidad de la vida cristiana! ¡Baño de Sangre, de la Sangre de un Dios que os vuelve nuevos y puros como lo fueron el Hombre y la Mujer salidos de las manos del Altísimo! ¡Oh segundo nacimiento de vuestra vida a la vida cristiana, preludio de aquel tercero que os entregará al Cielo cuando subáis a la presencia de Dios, cándidos por la fe o empurpurados por el martirio, bellos como ángeles y dignos de ver y de seguir a Jesucristo, Hijo de Dios y Salvador nuestro!

Ahora bien, hoy, más que a las almas revirginizadas por la Gracia, me dirijo a aquellas que encerradas en un cuerpo virgen, tienen voluntad de seguir siéndolo. A las vírgenes prudentes que han entendido la invitación amorosa de nuestro Señor y las Palabras del virgen Juan, queriendo seguir para siempre al Cordero engrosando las filas de aquellos que no se contaminaron y harán resonar eternamente los Cielos con el cántico que ninguno puede entonar fuera de aquellos que son vírgenes por amor de Dios (Ap 14, 4). Y me dirijo ahora a la fuerte en la fe, en la esperanza y en la caridad que se alimenta esta noche con las Carnes inmaculadas del Verbo y se corrobora con su Sangre como un Vino celestial a fin de mantenerse firme en su propósito.

Una de entre vosotros se levantará de este altar para ir al encuentro de un destino cuyo nombre puede ser "muerte". Y va a él confiando en Dios, no con una fe común a todos los cristianos sino con una fe mucho más perfecta que no se limita a creer por sí misma, a creer en la protección divina por sí misma sino que cree, incluso, por los demás, esperando poder traer a este altar a aquel que mañana, a los ojos del mundo, será su esposo, pero que, a los ojos de Dios, será su hermano dilectísimo. Doble, perfecta virginidad que se siente segura de su fortaleza hasta el punto de no temer violación ni la ira del esposo defraudado; de no temer la debilidad del sentido, el miedo de las amenazas, la frustración de la esperanza y el temor a la casi seguridad del martirio.

¡Levántate y sonríe a tu verdadero Esposo, casta virgen de Cristo, que marchas al encuentro del hombre mirando a Dios a fin de llevar ese hombre a Dios! Dios te contempla y sonríe, lo mismo que te sonríe la Madre que fue Virgen y forman los ángeles corona en torno tuyo. Levántate y ven a apagar tu sed a la Fuente inmaculada antes de ir a tu cruz y a tu gloria.

Ven. esposa de Cristo y repítele tu canto de amor bajo estas bóvedas para ti más queridas que la cuna de tu nacimiento al mundo y llévalo contigo hasta el momento en que tu alma lo cantará en el Cielo mientras el cuerpo habrá de descansar entre los brazos de esa tu verdadera Madre: La Iglesia apostólica".

 

Continúa la Santa Misa

 

Terminada la homilía del Pontífice, hay un leve murmullo, ya que los cristianos susurran mirando e indicando al grupo de las vírgenes. Mas se produce un siseo exigiendo silencio y, a continuación, hacen salir a los catecúmenos para proseguir la Misa.

No hay Credo, o al menos yo no lo oigo recitar. Pasan diáconos por entre los fieles recogiendo las ofrendas mientras otros diáconos cantan con sus voces viriles alternando las estrofas de un himno con las voces blancas de las vírgenes. Suben volutas de incienso hacia la bóveda de la sala mientras el Pontífice ora en el altar y los diáconos levantan sobre las palmas de sus manos en preciosas bandejas y en ánforas no menos preciosas las ofrendas recogidas.

Prosigue ahora la Misa tal como es hoy día y, tras el diálogo que precede al Prefacio y el Prefacio mismo cantado por los fieles, se hace un profundo silencio en el que tan sólo se perciben las aspiraciones y silbidos del celebrante que ora curvado sobre el altar y que después se yergue y con voz muy distinta pronuncia las palabras de la Consagración.

Bellísimo el Pater entonado por todos. Al iniciarse la distribución de las Especies, los diáconos cantan. Las vírgenes son las primeras en recibir la Comunión. Después ella entonan el cántico que oí en el entierro de Inés: "Vidi supra montem Sion Agnum stantem..." Este canto dura lo que la distribución de las Especies alternándolo con el salmo: "Como el ciervo suspira por las aguas, así anhela mi alma a Ti, Dios mío" (Salmo 42 Vulgata: 41, 2) (creo haberlo traducido bien).

Terminada la Misa, los cristianos se arremolinan en torno al Pontífice para recibir su bendición, incluso individualmente, y para despedirse de la virgen a la que se refirió el Pontífice. Sin embargo, estos saludos tienen lugar en una sala contigua, una antecámara, diría yo, de la iglesia propiamente dicha; pero esto sucede cuando la virgen, tras una plegaria más prolongada que la de los demás presentes, se levanta de su puesto yendo a postrarse a los pies del altar besando su borde. Parece propiamente un ciervo que no acierta a separarse de su fuente de agua pura.

 

Algunos le dicen cómo ha podido decidirse

a contraer nupcias terrenas

y otros si no teme la ira del patricio cuando descubra que es cristiana

 

Oigo que la llaman: "Cecilia, Cecilia" y la veo por fin de cara puesto que ahora está de pie junto al Pontífice y se ha levantado un poco el velo. Es bellísima y muy joven, alta, hermosa con gracia, muy señoril en su trato, con una voz preciosa y una sonrisa y un mirar de ángel. De entre los cristianos, unos la saludan con lágrimas y otros sonriendo. Algunos le dicen cómo ha podido decidirse a contraer nupcias terrenas y otros si no teme la ira del patricio cuando descubra que es cristiana.

Una virgen se lamenta de que haya renunciado a la virginidad; mas Cecilia le responde dirigiéndose a todos en ella: "Balbina, no estás en lo cierto. Yo, en modo alguno renuncio a la virginidad. A Dios he consagrado mi cuerpo y mi corazón y a El le pertenezco fiel. Amo a Dios más que a mis padres, si bien les amo tanto, hasta el punto de no querer llevarlos a la muerte antes de que Dios les llame. Amo a Jesús, mi Esposo eterno, más que a ningún hombre. Pero el amor que profeso a los hombres me hace recurrir a este medio para que no se pierda el alma de Valeriano. El me ama y yo a él castamente, perfectamente, tanto, que quiero tenerlo conmigo en la Luz y en la Verdad. No temo sus iras y para vencer espero en el Señor. Espero en Jesús para cristianizar a mi esposo terreno; mas si no llego a triunfar en esto, al menos recibiré el martirio y con él llegará antes mi corona. Pero, ¡no...! Yo veo bajar del Cielo tres coronas: dos iguales y una tercera hecha con tres clases de perlas. Las dos iguales son completamente rojas formadas con rubíes. La tercera la forman dos haces de rubíes en su derredor y un cordón amplio de perlas purísimas. Ellas nos aguardan. no temáis por mí. El poder del Señor me defenderá. En esta misma iglesia volveremos a encontrarnos muy ponto juntos para saludar a los nuevos hermanos. Adiós. Unidos en Dios".

Salen de las catacumbas envolviéndose todos en mantones oscuros y se escurren por las calles todavía semioscuras, ya que apenas si empieza a despuntar el alba.

 

Sigo a Cecilia

que marcha acompañada de un diácono y de dos vírgenes

 

Sigo a Cecilia que marcha acompañada de un diácono y de dos vírgenes. Se separaron  en la puerta de un gran edificio entrando en él Cecilia junto con las dos vírgenes que tal vez sean dos sirvientas. El portero, por otra parte, debe de ser cristiano porque saluda así: "La paz sea contigo".

Cecilia se retira a sus habitaciones y reza acompañada de las dos sirvientas. Después hace que la preparen para las nupcias. La peinan muy bien. Le ponen un vestido finísimo de lana extraordinariamente blanca adornado con una greca blanca bordada sobre fondo blanco. Parece recamada en plata y perlas. Le colocan preciosos adornos en las orejas, cuello y muñecas.

Se anima la casa. Entran matronas y más criadas. Es un ir y venir festivo y continuo.

Después asisto a lo que creo sea el casamiento pagano, esto es la llegada del esposo entre músicas e invitados, las ceremonias de saludos, aspersiones y otras lindezas semejantes y, por último, la partida en litera hacia la casa del esposo preparada totalmente para la fiesta. Me fijo en que Cecilia pasa bajo arcos de tiras de lana blanca y de ramos que me parece sean de mirto, deteniéndose ante el lugar donde están los dioses de la casa, así creo yo, pues es allí en donde tienen lugar nuevas ceremonias de aspersiones y fórmulas. Veo y oigo a los dos darse la mano y pronunciar la frase ritual: "En donde tú, Cayo, yo Caya".

Hay tanta gente, casi toda vestida lo mismo: togas, togas y más togas, que no acierto a entender cual pueda ser el sacerdote del rito o si lo haya. Parece como si mi cabeza estuviese girando.

Después Cecilia, de la mano de su esposo, da la vuelta al atrio (no sé si digo bien) o sala de nichos y columnas en donde está el lugar en que se guardan los dioses de la casa, y saluda a las estatuas de los antepasados de Valeriano. Así lo entiendo yo. A continuación pasa bajo nuevos arcos de mirto y penetra en la verdadera casa. En los umbrales le ofrecen dones y, entre ellos, una rueca y un huso que se los entrega una anciana matrona que no sé quien sea.

 

Da comienzo la fiesta con el acostumbrado banquete romano

que discurre entre cánticos y danzas

 

Da comienzo la fiesta con el acostumbrado banquete romano que discurre entre cánticos y danzas. La sala es riquísima al igual que el resto de la casa. Hay un patio –creo que se llame impluvio, aunque no recuerdo bien los nombres de las edificaciones romanas ni si las aplico debidamente– que es un auténtico joyel de fuentes, estatuas y arriates. El triclinio se encuentra entre esto y el jardín tupido y florido que está al otro lado de la casa y entre la espesura del jardín estatuas de mármol y fuentes bellísimas.

Me parece que haya transcurrido mucho tiempo ya que la tarde declina. Por lo que se ve no había cartillas para los romanos (Se refiere a las cartillas que, en el período bélico en que María Valtorta escribía, regulaban el racionamiento de pan y otros alimentos). El banquete es interminable. Cierto que hay pausas de cantos y de danzas; pero, vaya...

Cecilia sonríe a su esposo que le habla y mira con amor. La veo un poco distraída. Valeriano le pregunta si está cansada y, sin duda para darle gusto, se levanta para despedir a los huéspedes.

Cecilia se retira a sus nuevas habitaciones. Sus sirvientas cristianas están con ella. Rezan y, para contar con una cruz, moja Cecilia el dedo en una copa que sin duda sirva para el tocador y marca una cruz oscura sobre el mármol de una de las paredes. Las sirvientas la desvisten del rico traje y le ponen un sencillo vestido de lana. Le sueltan los cabellos quitándole las preciosas horquillas y se los anudan en dos trenzas. Así, sin joyas, sin rizos, con las trenzas sobre la espalda, Cecilia parece una jovencita a la que yo le calculo de 18 a 20 años.

Una última oración y un ademán a las sirvientas que salen para tornar con otras de más edad, afectas sin duda a la casa de Valeriano. Formando cortejo van a una estancia magnífica y las de más edad acompañan a Cecilia hasta el lecho que se diferencia poco de los divanes a la turca de ahora, únicamente que su basamento es de marfil taraceado y asimismo de marfil las columnas de los cuatro lados que sostienen un baldaquino de púrpura. También el lecho aparece cubierto de riquísimas telas de púrpura. La dejan sola.

 

Entra Valeriano que se dirige a Cecilia con las manos extendidas.

Se ve que la ama sobre manera

 

Entra Valeriano que se dirige a Cecilia con las manos extendidas. Se ve que la ama sobre manera. Cecilia corresponde con la suya a la sonrisa de Valeriano, si bien no va hacia él. Permanece de pie en el centro de la estancia ya que, tan pronto salieron las sirvientas de más edad que la habían acomodado sobre el lecho, ella se incorporó.

Valeriano queda estupefacto de lo que ve. Cree que no la hayan atendido cual se debe y monta en cólera contra las sirvientas. Pero Cecilia le aplaca diciendo que fue ella la que decidió esperarle de pie.

"Ven, entonces, Cecilia mía", dice Valeriano tratando de abrazarla. "Ven, que yo te amo sobremanera".

"Yo también. Mas no me toques ni me ofendas con caricias humanas".

"¡Pero Cecilia... que eres mi esposa!"

 

Soy de Dios, Valeriano. Soy cristiana.

Te amo, mas con el alma en el Cielo.

Tú no te has desposado con una mujer sino con una hija de Dios

a la que los ángeles sirven

y el ángel de Dios está conmigo para defenderme

 

"Soy de Dios, Valeriano. Soy cristiana. Te amo, mas con el alma en el Cielo. Tú no te has desposado con una mujer sino con una hija de Dios a la que los ángeles sirven y el ángel de Dios está conmigo para defenderme. No ofendas pues con actos de amor trivial a esa criatura celestial ya que serías castigado por ello".

Valeriano está asombrado. En un principio el estupor le paraliza, mas después le vence la ira de verse burlado y se agita y brama. Está violento por sentirse defraudado en lo más hermoso para él. "¡Tú me has traicionado! ¡Estás jugando conmigo! No creo, no puedo ni quiero creer que tú seas cristiana. Eres demasiado buena, hermosa e inteligente para pertenecer a esa asquerosa comunidad. Pero, ¡no...! Es una broma. Lo que quieres es jugar como una niña por ser tu fiesta; si bien la broma resulta por demás pesada. Basta ya y ven a mí".

"Soy cristiana y no bromeo. Me glorío de serlo porque ser cristiano quiere decir ser grande en la tierra y más allá. Te amo, Valeriano, y tanto te amo que he venido a ti para llevarte a Dios y poder tenerte conmigo en Dios.

"¡Loca y perjura, maldita seas! ¿Por qué me has traicionado? ¿No temes mí venganza...?"

"No, porque sé que no te atreves a condenar sin ver probada la culpa, y yo no tengo culpa..."

"Tú mientes al hablar de ángeles y dioses. ¿Cómo puedo creer eso? Habría de verlo y si lo viese... si lo viese te respetaría como a un ángel. Mas por ahora eres mi esposa. Nada veo sino a ti".

 

Podrías denunciarme al Prefecto.

No tengo miedo, pues el ángel me resguarda con sus alas.

 ¡Oh, si tú lo vieses...!

 

"Valeriano, ¿puedes creer que yo mienta? ¿Lo puedes creer tú que tan bien me conoces? La mentira, Valeriano, es cosa de gente vil. Cree cuanto te digo. Si tú quieres ver a mi ángel, créeme y lo verás. Cree a la que te ama. Mira: estoy a solas contigo. Tú podrías matarme y, con todo, no tengo miedo a pesar de estar a merced tuya. Podrías denunciarme al Prefecto. No tengo miedo, pues el ángel me resguarda con sus alas. ¡Oh, si tú lo vieses...!"

"¿Cómo podría verlo?"

"Creyendo en lo que yo creo. Mira: tengo sobre mi corazón un pequeño rollo escrito. Sabes lo que es? La Palabra de mi Dios. Dios no miente y tiene dicho que nosotros que creemos en El no debemos tener miedo pues ni los áspides ni los escorpiones serán venenosos para nuestros pies..." (Mc 16, 17-18; Lc 10, 19).

"Y con todo vosotros morís a millares en la arena..."

"No, no morimos; vivimos eternamente. El Olimpo no existe. El Paraíso, sí. En el Olimpo no están los falsos dioses de pasiones brutales. En cambio, sólo en la luz y en las armonías celestiales están los ángeles y santos. Yo los oigo... los veo... ¡Oh Luz! ¡Oh Voz! ¡Oh Paraíso! ¡Desciende! ¡Desciende! Ven a hacer tuyo a este tu hijo, a este esposo mío. Que tu corona sea antes para él que para mí. Para mí el dolor de estar sin su afecto pero con el gozo de verlo amado por Ti y en Ti antes de que vengas a mí. ¡Oh Cielo feliz! ¡Oh nupcias eternas! Valeriano, permaneceremos unidos delante de Dios siendo esposos vírgenes envueltos en la felicidad de un amor perfecto..." Cecilia aparece extática.

Valeriana la contempla admirado y conmovido. "¿Cómo podré... cómo podré... cómo podré ver eso? Yo soy patricio romano y hasta ayer anduve de francachelas y fui cruel. ¿Cómo podré ser ángel como tú?"

 

¡Oh!, ven, Valeriano, y escucha la Palabra eterna

que resuena en mi corazón".

 

"Mi Señor vino para dar vida a los muertos, a las almas muertas. Renace en El y será como yo. Leeremos juntos su Palabra y tu esposa se sentirá feliz de ser tu maestra y después te llevaré conmigo al Pontífice santo que te dará la luz completa y la gracia; y, como ciego al que se le abren sus pupilas, tú verás. ¡Oh!, ven, Valeriano, y escucha la Palabra eterna que resuena en mi corazón".

Cecilia toma de la mano a su esposo, ahora del todo humilde y calmado como un niño y, sentándose a su lado sobre dos amplios sitiales, lee el primer capítulo del Evangelio de San Juan hasta el versículo 14 y, a continuación, el capítulo 3.º correspondiente al episodio con Nicodemus.

La voz de Cecilia, al leer aquellas páginas, suena como música de arpa y Valeriano la escucha estando sentado, al principio con la cabeza apoyada en las manos y los codos descansando sobre las rodillas, todavía receloso e incrédulo, y después apoyada la cabeza sobre el hombro de su esposa; y, con los ojos cerrados, escucha atentamente. Cuando ella para, él le suplica: "Sigue, sigue". Cecilia lee fragmentos de Mateo y de Lucas, todos a propósito para convencer más y más al esposo y termina volviendo a Juan del que lee desde el lavatorio en adelante (Jn desde el 13, 1 en adelante).

 

Valeriano llora

y sus lágrimas caen sin sobresalto de sus párpados cerrados

 

Valeriano llora y sus lágrimas caen sin sobresalto de sus párpados cerrados. Cecilia lo ve y sonríe sin dar a entender que lo advierte. Una vez leído el episodio de Tomás incrédulo (Jn 20, 24-29), calla.

Y así permanecen absortos, ella en Dios y él en sí mismo, hasta que Valeriano grita: Cecilia, creo, creo! Sólo un Dios verdadero ha podido decir tales palabras y amado de modo semejante. Llévame a donde tu Pontífice. Quiero amar lo que tú amas y querer lo que tú quieres. Ya nada temas de mí, Cecilia. Seremos como tú quieres: esposo en Dios y aquí hermanos. Vayamos, pues no quiero tardar a ver lo que tú ves: al ángel de tu candor".

Y Cecilia, radiante, se levanta, abre la ventana, descorre las cortinas para que penetre la luz del nuevo día y se persigna recitando el "Pater noster": despacio, despacio para que pueda seguirle el esposo; y después, con su mano, le signa en la frente, sobre el corazón y, por último, tomándole la mano, se la lleva a la frente, al pecho y a los hombros trazando la señal de la cruz y, a continuación, sale teniendo siempre de la mano al esposo al que guía en dirección a la Luz.

Nada más veo.

 

Ahora bien, me dice Jesús:

 

"¡Cuánto tenéis que aprender del episodio de Cecilia!

Es un evangelio de la Fe, ...

 

"¡Cuánto tenéis que aprender del episodio de Cecilia! Es un evangelio de la Fe, ya que la fe de Cecilia era mucho mayor todavía que la de tantas otras vírgenes.

Considerad: Ella va a las nupcias confiando en Mí que dije: "Si tuvieseis así de fe como un granito de mostaza, podríais decir a un monte: retírate, y él se apartaría" (Mt 17, 20; Lc 17, 6). Marcha segura del triple milagro: de verse libre de toda violencia, de ser apóstol de su esposo pagano y de no ser objeto de momento, por parte de él, de denuncia alguna. Afianzada en su fe, da un paso arriesgado a los ojos de todos, que no a los suyos, porque los suyos, fijos en Mí, ven mi sonrisa. Y su fe alcanza lo que esperó.

¿Cómo se dirige al riesgo? Corroborada por Mí. Se levanta de un altar, que no de un lecho, para ir a la prueba. No habla con los hombres sino con Dios y no se apoya en otro que en Mí.

Ella amaba santamente a Valeriano; le amaba por encima de la carne. Esposa angélica, quiere seguir amando así al consorte por toda la Vida verdadera. No se limita a hacerlo feliz aquí sino quiere hacerlo feliz eternamente. No es egoísta y por eso le da lo que constituye su bien. el conocimiento de Dios, y afronta el peligro con tal de salvarlo. Al igual de una madre, no cuentan para ella los peligros con tal de proporcionar la Vida a otra criatura.

La Religión verdadera nunca es estéril. Confiere ardores de paternidad y maternidad espirituales que colman los siglos de fervores santos. ¡Cuántos no han sido los que en estos veinte siglos se han derramado a sí mismos, haciéndose eunucos voluntarios (Mt, 19, 12), a fin de amar, no a pocos sino a tantos y tantos infelices!

 

Mirad cuántas vírgenes hacen de madres para los huérfanos

 y cuantos de padres para los abandonados

 

Mirad cuántas vírgenes hacen de madres para los huérfanos y cuantos de padres para los abandonados. Mirad cuántos generosos sin hábito ni distintivo alguno ofrecen su vida en holocausto para llevar a Dios la miseria más grande: las almas que se encuentran perdidas como locas en la desesperación y en la soledad espiritual. Mirad, vosotros no las conocéis, pero Yo sí, una por una, contemplándolas amadas por el Padre.

Cecilia os enseña también otra cosa: Que para ser merecedores de ver a Dios es preciso ser puros. Se lo enseña a Valeriano y a vosotros. Dije Yo: "Bienaventurados los puros porque ellos verán a Dios" (Mt 5, 8).

Ser puros no quiere decir ser vírgenes. Hay vírgenes que son impuros y padres y madres que son puros. La virginidad es la integridad física que debería ser espiritual. Por el contrario, la pureza es la castidad que perdura a través de las contingencias de la vida, de todas ellas. Es puro aquel que no practica ni secunda la lujuria y apetitos de la carne. Es puro aquel que no se recrea en pensamientos, conversaciones o espectáculos licenciosos. Es puro aquel que, convencido de la omnipresencia de Dios, se comporta siempre, tanto consigo mismo como con los demás cual si estuviese en público.

 

Decidme: ¿haríais en medio de una plaza

lo que os permitís hacer en vuestra habitación?

 

Decidme: ¿haríais en medio de una plaza lo que os permitís hacer en vuestra habitación? ¿Diríais a los demás, ante los que queréis conservar un alto concepto, lo que rumiáis en vuestro interior? No, porque, por un lado incurriríais en las penas humanas y, por otro, caeríais en el desprecio de los hombres. ¿Por qué pues os comportáis de tan distinta manera con Dios? ¿No os avergonzáis de aparecer ante El como puercos, cuando, por otra parte, sentís vergüenza de mostraros como tales a los ojos de los hombres?

Valeriano vio al ángel de Cecilia, tuvo el suyo y llevó a Dios a Tiburcio. Lo vio después de que la Gracia, a la par de su voluntad, hiciérale digno de ver al ángel de Dios. Con todo, Valeriano no era virgen. No era virgen; mas, ¡cuál no fue su mérito al saber arrancar de sí, en fuerza de un amor sobrenatural, sus inveteradas costumbres de pagano! Y ¡cuál el mérito de Cecilia al saber situar el afecto hacia el esposo en un plano totalmente espiritual con una virginidad doblemente heroica! ¡Grande, sí grande fue el mérito de Valeriano al saber querer renacer a la pureza de la infancia para venir con estola blanca a mi Cielo.!

¡Los puros de corazón! Arriate perfumado y florido sobre el que trasvuelan los ángeles. ¡Los fuertes en la fe! Roca sobre la que se alza y esplende mi Cruz; roca de la que cada piedra es un corazón cementado haciendo cuerpo con otro en la Fe común que los une.

Nada niego Yo al que sabe creer y vencer su carne y las tentaciones. Igual que a Cecilia, Yo doy la victoria a quien cree y es puro de cuerpo y de pensamiento.

 

El Pontífice Urbano habló sobre la revirgnización de las almas

a través del renacimiento y permanencia en Mí.

 

El Pontífice Urbano habló sobre la revirgnización de las almas a través del renacimiento y permanencia en Mí. Sabed alcanzarla, pues no basta ser bautizados para estar vivos en Mí sino que es precisa la permanencia.

Esta supone una lucha continua contra el demonio y la carne. Mas no estáis solos en el combate. Vuestro ángel y Yo mismo estamos a vuestro lado. La tierra emprendería su marcha hacia la verdadera paz si los primeros en procurar la paz fuesen los corazones con ellos mismos y con Dios, con ellos mismos y los hermanos, no dejándose abrasar por lo que es mal y, como alud que se inicia de nada terminando en una enorme masa, arrastra siempre a mayores males.

Otro tanto debiera decir a los cónyuges Pero, ¿a qué? Ya lo dije y no se quiere entender. En el mundo pervertido no sólo la virginidad es considerada como manía sino también la castidad en el matrimonio; y la continencia, que hace del hombre un Hombre y no una bestia, no es tenida ya sino como debilidad y falta de hombría.

 

No apliquéis otros nombres a vuestros males morales

pues no tienen sino tres siempre antiguos y siempre nuevos, que son:

 

Sois impuros y trasudáis impureza. No apliquéis otros nombres a vuestros males morales pues no tienen sino tres siempre antiguos y siempre nuevos, que son: orgullo, codicia y sensualidad. Mas actualmente habéis alcanzado la cima de la perfección en lo que se relaciona con estas tres fieras que os despedazan y a las que, no obstante, vais buscando con loco afán.

En atención a los mejores he proporcionado este episodio, puesto que para los otros resulta inútil, ya que a su alma hecha un saco de corrupción no logra sino moverle a risa. Mas vosotros, los buenos, permaneced fieles. Con corazón puro cantad a Dios vuestra fe y El os consolará dándose a vosotros como Yo dije. Tanto a los buenos como a los mejores les daré a conocer por completo la conversión de Valeriano debida a los méritos de una virgen pura y fiel".

541-556

A. M. D. G.