7 de agosto
El martirio de San Esteban
Junto a la misma columna está un austero personaje.
En un segundo tiempo vi llegar hasta el fariseo a un mancebo robusto
El mancebo habla con el fariseo
Saulo da alcance a los verdugos en el patio y sale en su compañía del Templo
Y la muerte corta aquí la frase
Ayer noche tuve una visión singularísima que, al principio, me dejó verdaderamente confusa. Después ya llegué a entender que se refería a las primeras persecuciones contra los cristianos que tuvieron lugar concretamente en Jerusalén. Mas esto lo entendí después cuando ya iba muy avanzada la visión, puesto que, en un principio, no veía sino el interior del Templo y, precisamente, aquel pórtico situado en el patio junto al cual está la desembocadura del Tesoro, aquel punto, en fin, a cuyo lado, apoyado en una columna, observaba Jesús al gentío en la visión de la viuda que entrega las pequeñas monedas.
Junto a la misma columna está un austero personaje.
Junto a la misma columna, la misma con toda seguridad –la reconozco por estar situada a las bocas del Tesoro y por la escalera que conduce al otro patio– está un austero personaje. Un fariseo sin duda, pues, como tal me lo denuncian su vestimenta y mi secreto admonitor.
A juzgar por su aspecto, es un hombre de unos sesenta años. De 55 a 60. Alto, de noble porte y hasta hermoso en sus rasgos semíticos. Su frente debe ser espaciosa no obstante hallarse tapada por un sombrero extraño que la cubre hasta casi las cejas muy espesas e híspidas que hacen sombra a dos ojos inteligentísimos, negros, muy rasgados y encajados a ambos lados de una nariz que baja recta desde la frente, alargada y fina, una de esas narices, levemente curvadas hacia abajo y respingona en su extremidad. Mejillas de un marfil intenso más bien hundidas, no por enflaquecimiento sino por la conformación del rostro. Boca un tanto rasgada pero agraciada, con labios finos, sombreados por el bigote que no los sobrepasa y que va a unirse con la barba recortada en cuadro que no baja más de tres dedos del mentón. El bigote y la barba están muy bien cuidados, siendo su encanecimiento tan acentuado que más tienen de blanco que de negro, color éste que debió ser el primitivo, como lo denuncian las escasas hebras de color negro, de un negro tan de moras que casi resulta azulado.
Pero lo que me llama la atención es su traje. En la cabeza lleva un gorro hecho de una tela de lino más bien rígida que ciñe la frente y se cierra sobre la nuca como la cofia de las enfermeras de la Cruz Roja. El borde que queda suelto viene a caer por encima del punto de cierre sobre el cuello llegando hasta los hombros. Es, en fin, una especie de capucha que se puede embutir y quitar a voluntad. Por abajo, el vestido es largo, (hasta el suelo, cubriendo los pies que, por cierto, no veo), hecho de lino blanquísimo, muy amplio, con mangas largas, larguísimas, sujeto debidamente a la cintura mediante un rico cinturón que es todo él un galón hecho de bordados y caireles. El vestido tiene sus orlas bordadas en una franja muy amplia. Por encima lleva una sobreveste por demás curiosa. Por detrás parece una casulla de Misa: un trozo de tela toda bordada que cuelga de los hombros hasta las rodillas, abierta por ambos lados, que por delante desciende en V hasta la altura de donde termina el esternón formando pliegues: 3 por cada parte y se mantiene recogida sobre el esternón mediante un broche labrado en metal preciso que parece la chapita o cierra de un cinturón precioso que se enlaza por los lados posteriores de la casulla (llamémosla así), aunque no ajustadamente sino apenas lo suficiente para que todo esté en su punto.
Estos garabatos querría que fuesen la parte delantera del vestido del fariseo. No se ría de mí.
Esta singular casaca lleva en sus bordes, por todo su contorno, unas cintitas azules, de un azul muy intenso, colocadas así: Estas pequeñas cintas, puestas en forma de franja, aparecen asimismo en los bordes de una capa muy amplia de tela mórbida en extremo que, por lo flexible y fina, casi parece de seda, aunque debe ser de lino o de lana hilada muy finamente, si bien por su blancura aseguraría fuese de lino. La capa es tan amplia que alcanzaría a cubrir a tres personas. Ahora la tiene abierta y pendiente de los hombros llegando hasta el suelo en donde se amontona con fastuosos pliegues.
El fariseo tiene sus manos y brazos cruzados sobre el pecho y mira con severidad y aún diría que con disgusto alguna cosa. No es mirada desdeñosa sino más bien dolorida.
Hasta aquí la primera parte de la visión que acabo de describir para mayor viveza pues al presente la tengo tan clara y nítida ante mi vista como ayer noche. ¡Si supiese cuánto he estudiado la vestimenta del fariseo! De tener capacidad para ello podría muy bien detallarle y dibujarle los ringorrangos de la hebilla preciosa y las grecas de las orlas bordadas.
En un segundo tiempo vi llegar hasta el fariseo a un mancebo robusto
En un segundo tiempo vi llegar hasta el fariseo a un mancebo robusto, hebreo sin duda por sus acusadas características y más bien fanático. Bajete, membrudo, me atrevería a decir: un tanto raquítico, de piernas muy cortas y gruesas, un poco abiertas por las rodillas. Se las veo perfectamente porque lleva un vestido corto como el de quien se apresta a viajar, lo que así es según me lo indica mi avisador... Un vestido parduzco. Brazos asimismo cortos y nervudos, cuello corto y abultado que sostiene una cabeza más bien voluminosa, hosca, con los cabellos cortos y rudos, de orejas un tanto salientes, labios túmidos, nariz pronunciadamente roma, pómulos prominentes y gruesos, frente convexa y elevada, ojos... todo lo contrario de dulces. Con todo, estos ojos negrísimos bajo la mata de unas cejas enmarañadas, son bellísimos, de los que hacen pensar. No tiene barba larga sino que las mejillas parecen estar ahumadas por la sombra de una barba espesa que debe ser híspida como los cabellos. Es un hombre ciertamente impulsivo como lo dan a entender tanto su cuerpo como su cara. Hasta parece un poco giboso del hombro derecho. Mas, no obstante su apariencia violenta y atravesada, produce impacto y resulta atractivo.
El mancebo habla con el fariseo
Va derecho hasta el fariseo al que le dice algo con sus abultados labios que yo no entiendo.
El fariseo le responde. "No apruebo la violencia por motivo alguno. Jamás contarás con mí adhesión para ningún designio violento. Lo he dicho incluso públicamente".
"¿Eres acaso protector de estos blasfemadores secuaces del Nazareno?"
"Lo que soy es protector de la justicia y ésta enseña a ser cautos en el juzgar. Ya lo dije: "Si es cosa que viene de Dios, resistirá; y si no, caerá por sí misma". Porque yo no quiero mancharme las manos con una sangre que no sé si es merecedora de muerte".
"¿Tú, fariseo y doctor, te atreves a hablar así? ¿No temes al Altísimo?"
"Más que tú. Pero pienso y recuerdo... Tú aún no eras sino un infante que todavía no habías llegado a hijo de la Ley y yo enseñaba en este Templo con el rabino más sabio de estos últimos tiempos... Y nuestra sabiduría recibió una lección que nos dio que pensar para todo el resto de nuestra vida. Los ojos del sabio se cerraron recordando aquella hora y su mente estudiando aquella verdad que se revelaba a los hombres de bien. Mis ojos continuaron vigilantes y mi mente siguió pensando y coordinando las cosas... Yo oí hablar al Altísimo por la boca de un niño (Jesús, a los doce años, entre los doctores en el Templo: Lc 2, 41-50. En el episodio analógico descrito por María Valtorta para la obra sobre el Evangelio, aparecen los personajes de: Gamaliel (que es el fariseo que aquí habla) y de Hillel (que es el sabio rabino recordado) ) que más tarde fue hombre y justo, siendo condenado a muerte por ser justo, viéndose confirmadas aquellas palabras por los hechos... ¡Miserable de mí que no lo comprendí antes! ¡Mísero pueblo de Israel!"
"¡Maldición, tú blasfemas: si los propios maestros de Israel blasfeman contra el Dios verdadero ya no hay salvación posible".
"No yo sino todos blasfemamos y continuábamos blasfemando contra El. Es cierto lo que has dicho: ya no hay salvación".
"¡Me causas horror!"
"Denúnciame pues al Sanedrín como a ése al que habéis lapidado. Ello será el inicio de tu misión y yo, por mi sacrificio, me veré perdonado del pecado de no haber comprendido al Dios que pasaba".
El exaltado joven se marcha desconsideradamente y la visión concluye aquí. Esta mañana se me ha vuelto a representar nitidísima si bien con una antelación en los hechos que me la hace entender debidamente.
Veo la sala del Sanedrín, la misma y dispuesta de igual modo a como estaba cuando entró en ella mi Jesús la noche del Jueves al Viernes. El Sumo Sacerdote y los demás están en sus escaños. En el centro de la sala, en el espacio vacío en el que estuvo Jesús, está ahora un joven de unos 25 años, alto y guapo. En torno a él, esbirros y alumnos del Sanedrín. No sé si se llamen así, pero me parece que estén estudiando en las dependencias de los rabinos y por eso los denomino alumnos.
Esteban ha debido de hablar ya (Hch 7) puesto que el tumulto está en su apogeo y sólo es comparable con la algazara asesina que acompañó a la salida de Jesús de la sala. Puñetazos, maldiciones y blasfemias que se entremezclan y lanzan contra el diácono Esteban y hasta golpes brutales que le hacen tambalear al recibirlos, propinados por un lado y por otro con ferocidad.
Mas él conserva la calma y la dignidad; y, más que calma, satisfacción. Con faz inspirada y luminosa, sin cuidarse de los salivazos con que bañan su rostro ni del hilo de sangre que le baja de la nariz golpeada con violencia, eleva los ojos sonriendo a algo que tan sólo él ve. Abre los brazos en cruz tendiéndolos como para abrazar, y cae de rodillas así, adorando y exclamando: "¡He aquí que estoy viendo los Cielos abiertos y al Hijo del Hombre, Jesús Nazareno, el Cristo de Dios al que vosotros matasteis, que está a la derecha de Dios!".
La jauría entonces se despoja del último atisbo de humanidad y de legalidad y, con la furia de una manada de mastines hidrófobos, cae sobre el diácono, le muerden, le agarran, le ponen de pie a patada limpia, le empujan hacia afuera a puñetazos, tirándole de los pelos, haciéndole caer y arrastrándole igualmente, estorbándose unos a otros al desahogar su furia porque, en su porfía por tirar del mártir, son un obstáculo los que le patean.
Entre los más vehementes y crueles está el joven violento
que vi conversar con el rabino y fariseo,
al que llaman Saulo
Entre los más vehementes y crueles está el joven violento que vi conversar con el rabino y fariseo, al que llaman Saulo. Ello me desagrada por tratarse del apóstol; mas... antes de ser de Cristo parecía un bribón.
Veo asimismo al fariseo y doctor, uno de los pocos que no toma parte en la refriega, que se mantuvo siempre silencioso durante la acusación y condena (y junto con él me parece ver también a Nicodemus en un rincón semioscuro), el cual fariseo y doctor, disgustado de la escena ilegal y feroz, se envuelve en su amplísima capa y se dirige hacia la salida opuesta a la que ha tomado la turba de sicarios.
No pasa inadvertida esta salida para Saulo que frita: "Rabí, ¿a qué te vas?" y, al ver que el otro se hace el desentendido no tomando para sí la pregunta, le especifica Saulo: "Rabí Gamaliel, ¿te desentiendes de este juicio?" Gamaliel se vuelve con entereza y, mirándole altiva y fríamente, le responde secamente: "Sí". Pero es un "sí" que vale por un discurso completo.
Saulo lo comprende y, dejando a la chusma, corre hacia él. "¿No querrás decirme, maestro, que desapruebas nuestra condena?"
Silencio.
"Ese hombre es doblemente culpable por haber renegado de la Ley y seguido a un samaritano poseído de Belcebú, habiéndolo hecho después de haber sido alumno tuyo".
Silencio.
"¿No será tú acaso secuaz de ese malhechor llamado Jesús?"
"No lo soy; mas si él era lo que de sí decía, ruego al Altísimo que llegue a serlo".
"¡Horror!"
"Nada de horror. Cada uno tiene una inteligencia para emplearla y una libertad para aplicarla. Haga uso pues cada cual de esa libertad que Dios le dio y de esa luz que nos puso en el corazón. Los justos la usarán para el bien y los malos para el mal. Adiós". Y se va sin hacerle caso.
Saulo da alcance a los verdugos en el patio
y sale en su compañía del Templo
Saulo da alcance a los verdugos en el patio y sale en su compañía del Templo y de las puertas de la ciudad, siempre entre golpes y escarnios.
Fuera ya de las murallas y, llegados a un espacio inculto y pedregoso, se extienden los verdugos formando un círculo. En el centro se halla el condenado con sus vestidos rasgados y lleno ya de heridas sangrantes. Se despojan todos de sus sobrerropas quedando con las túnicas cortas como aquella de Saulo en la visión de ayer noche. Los vestidos se los entregan a Saulo que no toma parte en la lapidación, no sé si or ser demasiado pequeño, ser consciente de su incapacidad de lanzador o sentirse afectado por las palabras de Gamaliel. El hecho es que Saulo se queda con el vestido largo y la capa guardando los vestidos de los demás que, a pedradas (las piedras abundan en aquel lugar, morros y cantos agudos) terminan con el mártir.
Esteban recibe los primeros golpes de pie con una sonrisa de perdón en su boca herida. Antes, con aquella boca, saludó a Saulo diciéndole mientras el grupo se abría en círculo y Saulo se ocupaba de recoger los vestidos: "Amigo, te aguardo en el camino de Cristo". A lo que Saulo respondió, acompañando sus dicterios con una fuerte patada: "¡Puerco! ¡Obseso!"
Y la muerte corta aquí la frase
Después Esteban se bambolea y, bajo la lluvia de golpes, cae de rodillas diciendo: "¡Señor Jesús, recibe mi espíritu!" Nuevos golpes sobre su cabeza herida hacen que se desplome al suelo y, mientras cae y queda tendido entre las piedras con la cabeza en un charco de sangre, murmura al tiempo que exhala su espíritu: "Señor, Padre, perdónales... no les imputes a pecado su rencor. No saben lo que..." Y la muerte corta aquí la frase.
Los verdugos lanzan contre el muerto una última andanada de guijarros dejándolo casi sepultado bajo aquella granizada de piedras. Vuelven a ponerse los vestidos y se van. Tornan al Templo y, más encendidos que antes, ebrios de celo satánico, se presentan al Sumo Sacerdote recabando de él carta libre para perseguir.
De éstos, le más ardiente es Saulo que, conseguida la carta de autorización, –un pergamino con el sello en rojo del Templo– sale. No pierde tiempo. Se prepara al momento para el viaje y para la persecución. La sangre de Esteban le ha hecho el efecto que a un toro el color rojo y el vino a un alcohólico. Le ha enfurecido y está más violento que nunca. Que me disculpe el apóstol; pero tengo que decir lo que veo.
Mientras espera no sé a quien, ve a Gamaliel apoyado en la columna y va hacia él. Tengo la impresión de que Saulo es uno de esos que no dan por terminada una disputa sino que, con la insistencia de un moscardón, vuelven siempre al asalto: En el mal primero y en el bien después.
Veo de nuevo, exactamente, la escena de ayer noche que, por tal motivo, no la repito. Y nada más.
Yo no había reconocido a Gamaliel, mucho más viejo que cuando tuvo lugar la disputa con Jesús niño y menos ahora con ese gorro que entonces no llevaba. Digo la verdad: me gustaba desde entonces y ahora mucho más aún. Me infunde respeto. No sé si habría muerto cristiano; pero querría que lo fuese porque me parece que se lo merecía por ser un justo.
Como usted ve, ha sido una visión ciertamente impensada, sobre todo por lo que a Gamaliel se refiere. Ahora bien, ¡ha sido tan nítida...! Una de las más nítidas e insistentes. Los pormenores han sido tan exactos y detallados que podría enumerarle las personas, pedradas y golpes.
Hasta ahora no me ha hecho Jesús comentario alguno.
602-610
A. M .D. G.