16 de septiembre
San Francisco de Asís con sus estigmas
Jesús mira y sonríe a su Francisco y Francisco mira y sonríe a su Jesús...
Francisco lanza un suspiro tan profundo que me recuerda el último de los moribundos.
En lo alto el más puro cielo septembrino que ríe con una aurora suavísima. Allá abajo una breve meseta entre el derrumbamiento de cuestas montañosas muy altas, selváticas y rocosas. Una reducida planicie de hierbecilla corta y esmeraldina, lúcida todavía por el llanto del rocío a punto ya de destellar en granos de perlas por el beso del sol.
Fijo en lo alto, contra ese cielo puro tan azul y diáfano, un flamígero personaje que no parece hecho sino de incandescente fuego. Un fuego cuyo fulgor es más vivo que el del sol que asoma tras una serranía selvosa acompañado de gran fastuosidad de rayos y de esplendores que lo encienden todo de alegría. este ser de fuego aparece vestido de alas. Me explicaré. Parece un ángel porque dos alas inmensas le mantienen suspendido y fijo en el cobalto inmaterial del cielo septembrino, dos inmensas alas extendidas que recortan un travesaño de cruz que hace de sostén al cuerpo esplendoroso. Dos inmensas alas que son candor de incandescencia, abiertas sobre el rutilar de la incandescencia del cuerpo vestido con otras alas que lo cubren del todo al estar recogidas con sus sobrenaturales plumas de perlas, diamantes y plata pura en torno a la persona. Parece como si la cabeza llegara a estar envuelta también en esta singular vestimenta de plumas, porque yo no la veo. Tan sólo veo, en donde correspondería estar ese rostro seráfico, el traslucirse de un tan vivo esplendor que me deja como ofuscada. Para encontrar algo que se le asemeje, tengo que pensar en los más vivos fulgores que llegué a ver en las visiones del Paraíso. Pues éste aún es más vivo. La cruz de encendidas plumas aparece fija en el cielo con su misterio.
En la parte baja, una frailecico macilento en el que reconozco a mi Seráfico Padre (San Francisco de Asís, hacia el que María Valtorta se sintió atraída desde muchacha, entrando más tarde en su Orden Tercera) que ora de rodillas sobre la hierba, no muy lejos de una gruta desnuda y escabrosa que infunde pavor cual antro infernal. Su cuerpo arruinado parece como si no habitara dentro de la amplia túnica que es más alargada que los miembros. El cuello, de un moreno pálido, emerge de la cogulla grisácea, de un color entre el de la ceniza y el de ciertos polvos amarillentos. Las manos, con sus delgadas muñecas, salen de las amplias mangas y se tienden orantes con las palmas vueltas hacia afuera y alzadas como en el "Dominus vobiscum (Es el saludo que el sacerdote dirige a los fieles en la celebración de la Santa Misa que, en tiempos de María Valtorta, se decía en latín. Saludo que significa: "El Señor esté con vosotros"). Dos manos en un tiempo algo morenas y ahora amarillentas, como de persona enfermiza y macilenta. El suyo es un rostro fino que parece esculpido en marfil antiguo, no hermoso ni regular, pero que tiene una singular belleza hecha de espiritualidad.
Sus ojos castaños son bellísimos, pero no miran arriba sino que, bien abiertos y fijos, miran las cosas de la tierra, aunque no creo que las vean. Los tiene abiertos y puestos en la hierba cubierta de rocío. Parece como si estudiaran los calados grisáceos de un cardo silvestre y los plumosos de un hinojo selvático al que el rocío convirtió en verde penacho adiamantado. Mas tengo la seguridad de que nada en absoluto ven, ni siquiera al petirrojo que, entre gorjeos, baja a buscar algún granito por este la hierba. Ora. Tiene abiertos los ojos, mas su mirada no la proyecta fuera sino dentro de sí.
Cómo, por qué y cuándo advierta la cruz que aparece suspendida y fija en el cielo, no lo sé. Que la haya sentido por una atracción o la haya visto mediante llamada interior, tampoco lo sé. Lo que sí sé es que alza el rostro y se animan sus ojos indagando con interés, detalle éste que confirma mi persuasión de su precedente ausencia de visión del mundo exterior.
La mirada de mi Seráfico Padre topa con la grande, viva y flameante cruz. Un instante de estupor y después un grito: "¡Señor mío!", con el rostro elevado. sonriente, llorando las dos primeras lágrimas de la beatitud, con los brazos más abiertos...
Y he aquí que el Serafín mueve su esplendente figura y desciende, se acerca; mas no llega hasta la tierra, no. Está todavía muy arriba, aunque no tanto como al principio sino a medio camino entre el cielo y la tierra que se hace aún más luminosa con este vivo sol que en esta feliz aurora se une y supera al otro de cada día. Al descender, con las alas extendidas siempre en cruz, hendiendo el aire, no con el movimiento de las alas sino por su propio peso, produce un sonido paradisíaco. Algo que ningún instrumento humano es capaz de producir y que me hace pensar y recordar el sonido del globo de Fuego de Pentecostés.
Y es ahora cuando, mientras Francisco más sonríe, llora y resplandece, el Serafín abre sus alas –ahora advierto bien que son alas– que están hacia la mitad de la cruz y aparecen clavadas en el leño las plantas santísimas de mi Señor y sus alargadas piernas, con un resplandor tan vivo en esta visión cual lo tienen sus miembros glorificados en el Paraíso. Y, por último, se abren las otras dos alas que están exactamente en la cúspide de la cruz. Mi vista y creo también que la de Francisco, que se ve asistido de una gracia divina, experimentan un sufrimiento gozoso debido al vivo deslumbramiento.
He aquí el busto del Salvador que palpita al respirar... y he aquí, ¡oh!, el Fuego que, sólo por una gracia, es posible mirar. He aquí el Fuego de su rostro que aparece cuando el sudario de sus destellantes alas se abre totalmente. El fuego de todos los volcanes, astros y llamas circundado de seis sublimes alas de perlas, plata y diamantes aún despediría poca luz en comparación con este indescriptible esplendor de la Humanidad Santísima del Redentor clavada a su patíbulo.
Tanto el rostro como los cinco orificios de las llagas no hay nada con qué paragonarlos para su descripción. Pienso... pienso en las cosas más esplendorosas... pienso hasta en la luz misteriosa que emana el radio. Mas, de ser cierto cuanto he leído, esta luz es más viva que el azul plateado de las estrellas que es condensación del sol multiplicada por un número incalculable de veces.
La cumbre del Alvernia debe aparecer como si mil volcanes
hubiéranse abierto en su torno formándole una corona
La cumbre del Alvernia debe aparecer como si mil volcanes hubiéranse abierto en su torno formándole una corona. El aire, por la luz y el calor que emanan de mi Señor Crucificado, –calor que arde pero no quema vibra con ondas perceptibles a los ojos, y tallos y frondas parecen irreales, penetrados como están por tanta luz a pesar de su opacidad, haciéndolos luminosos.
Yo no me veo, pero imagino que, al reflejo de esa luz, mi pobre persona debe aparecer como fosforescente. Francisco, por tanto, sobre el que la luz se derrama, invistiéndole y penetrándole, no parece ya cuerpo humano sino un serafín menor, hermano del que puso sus alas al servicio del Redentor.
Ahora Francisco se halla tan doblado hacia atrás, con los brazos completamente abiertos, bajo su Sol Dios Crucificado, que casi está volcado. Se encuentra tan penetrado de luz y de gozo que, en apariencia, es inmaterial. Materialmente, no habla ni respira. Si no estuviese en esa postura que exige un mínimo de vida para subsistir, diríase que es un muerto glorificado. Las lágrimas que se desprenden y, a no dudar, sirven para calmar el ardor humano de esta mística llama, resplandecen cual ríos de diamantes sobre sus mejillas enjutas.
Jesús mira y sonríe a su Francisco
y Francisco mira y sonríe a su Jesús...
No percibo palabra alguna de Francisco ni de Jesús. Reina un silencio absoluto, profundo y atónito. Diríase que se ha producido una pausa en el mundo que rodea el misterio a fin de no turbar ni profanar este silencio sagrado en el que un Dios se comunica a su bienaventurado. Contrariamente a lo que cabría suponer, los pájaros no se exaltan con más agudos trinos y alegres vuelos por esta fiesta de luz, ni danzan las mariposas y libélulas, ni bullen las lagartijas y lagartos. Todo permanece quieto con una espera en la que advierto la adoración de los seres hacia Aquel por quien fueron hechos. No se percibe ni la leve brisa que rumoreaba suspirando entre la fronda ni el barbotear arpegiado y lento del agua en cualquier cavidad rocosa, cuando antes lanzaba a intervalos sus extrañas notas conforme a una escala musical. Nada. Allí está el Amor y basta. Jesús mira y sonríe a su Francisco y Francisco mira y sonríe a su Jesús... Basta con eso.
Mas ahora, he aquí que el Rostro glorificado, tan luminoso que parece que sus rasgos estén hechos de luz como el del Padre, se materializa un poco. Sus ojos adquieren ese fulgor de zafiro encendido de cuando opera un milagro. Sus rasgos, como siempre en tales circunstancias, se tornan severos, imponentes; imperiosos diría yo. El Verbo ha debido transmitir una orden a su Carne, pues ésta obedece. Y así, de las cinco llagas proyecta cinco dardos, cinco pequeños rayos diría yo que descienden perpendiculares, velocísimos, sin zigzaguear por el aire, cinco estiletes de luz insostenible que traspasan a Francisco.
Naturalmente, no le veo las plantas de los pies, tapadas como están por el vestido y por los demás miembros del cuerpo, como tampoco el costado cubierto con la túnica; pero sí las manos. Y veo que, después de que los dardos encendidos han entrado y traspasado, –yo me encuentro un tanto detrás de Francisco– la luz, que está de la otra parte, hacia la palma, pasa por el orificio hacia el dorso. Parecen dos ojales abiertos en el metacarpo, de los que fluyen dos hilos de sangre que escurren lentos hacia abajo por las muñecas, yendo a perderse debajo de las mangas en los antebrazos.
Francisco lanza un suspiro tan profundo
que me recuerda el último de los moribundos.
Francisco lanza un suspiro tan profundo que me recuerda el último de los moribundos. Mas no cae sino que sigue como estaba por algún tiempo hasta que el Serafín, cuyo rostro no he llegado a ver –tan sólo he visto de él las seis alas– vuelve a extender estas sublimes alas como un velo sobre el Cuerpo santísimo al que encubre y, con las dos alas iniciales, vuelve a subir al cielo, cada vez más alto, disminuyendo la luz y quedando, por fin, únicamente la de una apacible mañana solar. Y desaparece el serafín tras el cobalto del cielo que lo engulle, encerrándose en el misterio que ha venido a hacer feliz a un hijo de Dios y que ahora ha tornado a subir a su reino.
Es entonces cuando Francisco siente el dolor de las heridas y, con un gemido, sin ponerse en pie, pasa de la postura primera a sentarse en tierra. Se mira las manos... se descubre los pies y se entreabre el vestido sobre el pecho. Cinco arroyuelos de sangre y cinco cortes son el recuerdo del beso de Dios. Y Francisco se besa las manos, se acaricia el costado y las plantas de los pies, llorando y murmurando: "¡Oh Jesús mío, Jesús mío! ¡Qué amor! ¡Qué amor! ¡Qué amor, Jesús...!" ¡Jesús...! ¡Jesús...!"
Nada oigo ni veo más.
Me parece, cuando estaba entre los vivos, haber oído describir de otra manera la visión. Creo que dijeron haber sido un Serafín con el rostro de Cristo. No sé qué hacer. Yo así la he visto y así la describo.
Jamás estuve yo en el Alvernia ni, por mucho que lo deseara siempre, en ningún otro lugar franciscano. desconozco, por tanto, del modo más absoluto, la topografía de los lugares.
671-676
A. M. D. G.