11 de noviembre

 

 

María y Jesús consuelan a María Valtorta

 

 


 

vino la Madre a rezar conmigo y a acariciarme

   Por qué esta herida, y Jesús quedamente, por entre mis cabellos, me susurró: Por amor de dios y de los hombres

 


 

Ayer estaba tan decaída y me encontraba tan mal que nada podía hacer ni aún con los dulces consuelos recibidos en la noche de l9 al 10, primero brevemente, de parte de María, y después, de parte de Jesús más por extenso.

 

vino la Madre a rezar conmigo y a acariciarme

 

Yo lloraba con la cabeza bajo los cobertores para que no me oyeran Paula ni Marta que dormían conmigo. Pensaba que dentro de pocas horas ya no tendría a Paula... y lloraba desconsoladamente. Y, mientras rezaba, vino la Madre a rezar conmigo y a acariciarme. Mas estuvo poco, cediendo su puesto a Jesús que me atrajo con su brazo izquierdo a su pecho tan est4recahmente que tenía mi mejilla apoyada sobre su corazón, sintiendo el calor de su carne en mi mejilla y oyendo el latir regular y fortísimo de su corazón. Lo confrontaba con el mío, pobre carreta tambaleante y destartalada... ¡Qué perfecto era el suyo! Y Jesús me dejaba hacer permitiendo que el calor de su persona caldease al pobre pajarillo enfermo, congelado y lloroso, y que la armonía de su corazón le hiciese olvidar su tormento. ¡Qué hermoso es descansar así!, ¿no le parece?

 

"¿Por qué esta herida?", y Jesús quedamente, por entre mis cabellos,

me susurró: "Por amor de dios y de los hombres

 

Procedente de la herida del costado, vi filtrarse un rayo de luz a través de su vestido de lana de un blanco marfil, y le pregunté: "¿Por qué esta herida?", y Jesús quedamente, por entre mis cabellos, me susurró: "Por amor de dios y de los hombres". Y después, al rato, sin dejarme marchar, me pasó su mano derecha por el costado en donde sentía tanto dolor entre el corazón y la pleura y, sonriendo, me preguntó: "Por qué este sufrimiento?", y yo le contesté: "Por amor de Dios y de los hombres". Y Jesús, entonces, me estrechó mucho más fuerte teniéndome así hasta que se calmó mi sufrimiento medio adormecida sobre su pecho y después, como un padre amoroso, me acomodó abajo, dejándome allí para que no llorase más...

¡Cómo le miraba y qué hermoso es! No, no hay cuadro alguno que se le compare; no puede ser.

Esto fue ayer noche. Esta noche, en cambio, a partir de las dos, se me han agudizado los espasmos debido a la pleuritis y la fiebre. Y en estas condiciones he hecho la Hora de la Soledad. Y, al tiempo que contemplaba a la Made llorando sobre el Hijo tendido en la losa de la unción y miraba a la Magdalena que lloraba de rodillas al pie del fúnebre lecho de mármol y a Juan, de pie y angustiado, que miraba con ojos de niño despavorido y lloroso a su nueva Madre desolada, a las otras mujeres apelotonadas junto a la abertura y a los dos embalsamadores en sus rincones respectivos, mi avisador interno me dijo: "En torno al fúnebre lecho de Jesús se halla representado todo el género humano. La Magdalena representa a la humanidad pecadora y arrepentida; Juan a la humanidad pura y consagrada; las piadosas mujeres a los creyentes y Nicodemus y José al mundo con sus nieblas de ciencia, de respeto humano, de duda... ¿Ves? Está todo". Es verdad, no me había dado cuenta.

Nada más tuve. Jesús, en atención a la gran fiebre, me deja descansar; pero no me abandona. ¡Oh, está aquí!, aunque no como en abril que callaba y no se mostraba. No puedo olvidar la tibia sensación de su carne pareciéndome tener aún caliente mi mejilla por su contacto y me la acaricio, como tampoco puedo olvidar el fuerte toc, toc, toc de su divino corazón. ¡Jesús mío...!

733-735

A. M. D. G.