30 de diciembre

 

 

El retorno a Viareggio

 

 


 

¡Cuánto lloré aquel viernes por la mañana! 

 Presentía que esto habría de romper mis nervios. Lo preví siempre y no me equivoqué.  

 ¡Dios mío! ¡Es grande por demás este gozo y yo no sé qué darte a cambio!

 


 

Mientras aguardo a que el Señor me ilumine, obedezco a su mandato que hasta ahora no he podido cumplir.

Hace ya siete días que bendigo al Señor con todo mi ser por la gracia del retorno (De la evacuación).

Desde el día 11 de octubre yo, tan impaciente, había logrado matar la impaciencia que a Jesús desagrada y, aun cuando no suspirase sino por el retorno, había renunciado por completo a toda acción que lo acelerase. Habíame dicho a mí misma: "Dice Jesús: 'No tengáis impaciencia. Consultadme a Mí para saber cuándo es la hora', y yo no tendré ya impaciencia y todo lo esperaré de El". Parecía, incluso, indiferente al retorno y, sin duda, habríanme creído voluble al verme tan tranquila. Debieron pensar muchos que, después de haber dicho pestes de S. Andrés, me hubiera de tal manera aficionado a él que no llegase a tener prisa alguna por dejarlo. ¡Por caridad! Me hubiera marchado arrastrándome por el suelo como una serpiente. Mas Jesús se había manifestado en tal sentido y yo me mantenía a la expectativa. Me sentía morir en aquella frialdad, en aquella soledad, en aquella confusión... Parece esto una antítesis, mas no lo es. Era una soledad porque el alma se encontraba sola; y una confusión porque no había manera de rezar en paz, de escribir ni de estar con Jesús a no ser por las noches. Con todo, callaba y aún calmaba las impaciencias de las otras personas. Y hasta cantaba... por no llorar, por no dejarme vencer de la desolación que se me venía encima por todas partes, estando como estaba acechada por todos los sitios y en todas las cosas.

 

¡Cuánto lloré aquel viernes por la mañana!

 

Para colmo, la mañana del viernes, 22, me sobrevino un bajón súbito de mis fuerzas morales y un profundo abatimiento cual desde hacía meses no lo había experimentado. ¡Cuánto lloré aquel viernes por la mañana! Lloré y supliqué a Jesús, a María, a todos mis santos... Estaba verdaderamente desolada. Para ver de superar aquel trance tremendo me puse a corregir el cuadernillo del nacimiento e infancia de la Madre. Con su sonrisa infantil secáronse mis lágrimas.

Después, a las 11,30, se presenta el P. Fantoni... (Sacerdote de la Orden de los Siervos de María que, durante el tiempo que duró la evacuación, servía de conexión entre M. V. y el P. Migliorini) y la alegría del retorno que me dejó deshecha, no habiendo podido comer. La fiebre me subió más de lo acostumbrado. Trabajé en hacer las maletas más que una que estuviese sana, hablé, escribí hasta la media noche y mi alma entonaba el: "¡Gracias, Jesús, gracias, María, gracias, santos míos, gracias, gracias!" Es el "gracias" que sigo repitiendo sin cesar, yo creo que hasta cuando duermo, porque me despierto diciendo: "¡Gracias, Dios mío!"

 

Presentía que esto habría de romper mis nervios.

Lo preví siempre y no me equivoqué.

 

Y, por último, el momento de la partida... y el de la llegada. ¡Ver mi casa...! Presentía que esto habría de romper mis nervios. Lo preví siempre y no me equivoqué. Tan rotos, que fue como si un río amargo desembocara en un lago de miel: ondas y más ondas de dolor, de todo el dolor superado en esta casa, de todo el dolor recibido al arrancarme de ella, de todo el dolor de aquel terrible exilia e, incluso, los recuerdos de tiempos pasados: mi madre y mi padre muertos... y tantas... y tantas cosas como se agolparon juntas sobre mi corazón ya extenuado por el excesivo gozo. Y así me pasé llorando, a más y mejor, durante 24 horas sin poderme contener.

Ahora no me queda sino la gran paz de verme aquí. Es como si me abrazase la casa... y con la casa mis muertos y, junto con ellos, vuelvo a encontrar "mi" pequeño Paraíso que perdí en abril, tornando todos, todos, todos como entonces. Y todos para mí.

A ésta yo la llamo la casa de mi amor, y lo es. Aquí amé a Dios, conociéndole cada vez más hasta llegar al conocimiento actual de su portavoz. Aquí recibí sus primeras caricias que me dejaron marcada, creo yo, hasta orgánicamente. Aquí aprendí a amar a la Madre como debe ser amada. Aquí llegué a ser el pequeño Juan. Y ahora me la ha consagrado Jesús llamándola "casa de Nazaret".

 

¡Dios mío!

 ¡Es grande por demás este gozo y yo no sé qué darte a cambio!

 

¡Dios mío! ¡Es grande por demás este gozo y yo no sé qué darte a cambio! Y a la par que a Ti no sé tampoco qué dar a aquellos que, en tu nombre y por tu amor, junto con tanta caridad conmigo, me han proporcionado semejante alegría. Tan sólo sé pagar con amor, con obediencia y oraciones. Puesto que eres Rey, haz Tú lo demás.

Lo que a todo esto viene a añadir un sabor especial es tu bondad que, diez días antes, me dijo: "Dentro de diez días estarás..." Feliz habría de estar por tu bondad y por la de mi Padre tan deseado, así como también por la de aquella alma dulce y fraterna de Sor Gabriela (Monja de las Estigmatizadas de Camaiore)...

Escribió mi santa Teresa del Niño Jesús: "Muchas cosas de esta vida no se leerán en la tierra". También digo yo: muchas cosas estarán escritas en el Cielo y se conocerán allá arriba. Y esta caridad de dos hombres buenos se escribirá en el corazón de Dios, del que no se borrará y de donde les vendrá el premio. ¡Benditos ellos y bendito Dios nuestro Señor que así los formó!

761-772

A. M. D. G.