Noche del 11 de febrero a las 20 horas
Diómedes, Alejandro, Agapito
y otros mártires
En esta hórrida cárcel hay dos personas
Es hermoso sobre manera el himno que dice así:
Cuando cesa el canto, habla Diómedes así:
¡Diómedes, adiós! Asístenos tú, santo, con tu oración. Le diremos a Jesús que venga por ti.
En medio de mis espasmos veo estos otros.
Se trata de una edificación a modo de pozo circular de una anchura de escasos metros cuadrados. Su diámetro será de cuatro o cinco metros a lo sumo y otro tanto de alto; pero sin ventanas. Una puerta de hierro estrecha y pequeña aparece embutida en el murallón que tiene casi un metro de espesor. En el centro del sofito un agujero circular, de un metro de diámetro no más. sirve para la ventilación de este pozo que en su pavimento de tierra batida tiene otro agujero del que se exhala un hedor de entre el borboteo de aguas profundas como si cerca circulase un río o pasase debajo una cloaca que desembocara en el río. El sitio es malsano, húmedo y pestilente. Los muros rezuman agua y el suelo aparece impregnado de materias pútridas, pues comprendo que el hueco del sofito sirve para evacuar las inmundicias de la celda arriba existente.
En esta hórrida cárcel hay dos personas
En esta hórrida cárcel, en la que reina una densa penumbra que apenas permite entrever lo más preciso, hay dos personas. Una de ellas se encuentra tendida en el suelo húmedo junto a la pared y encadenada por un pie sin que haga movimiento alguno. La otra está sentada cerca de ella con la cabeza entre las manos. Se trata de un viejo pues veo calva del todo la parte superior de su cabeza.
En la celda de arriba deben de esta más personas porque oigo voces y murmullo. Voces de hombres y de mujeres; voces de niños y de ancianos mezcladas con voces frescas de jovencitas y con otras voces fuertes de adultos.
Es hermoso sobre manera el himno que dice así:
De vez en cuando entonan himnos melancólicos que, aun dentro de su tristeza, denotan una gran paz. Las voces resuenan contra los gruesos muros como en una sala armónica. Es hermoso sobre manera el himno que dice así:
"Condúcenos hasta tus frescas aguas.
Llévanos a tus huertos floridos.
Da tu paz a los mártires
que esperan, que esperan en Ti.
Sobre tu promesa santa
hemos fundamentado nuestra fe.
Porque hemos esperado en Ti
no nos defraudes, Jesús Salvador.
Marchamos gozosos al martirio
para así seguirte en el bello Paraíso.
Por aquella Patria lo dejamos todo
y a otro no queremos sino a Ti.
Al apagarse lenta esta última estrofa aparece una luz en el agujero, un brazo que lleva suspendida una lamparita. Se hace visible el rostro de un hombre que, al mirar, observa que el hombre tendido en el suelo no se mueve y que el otro que está con la cabeza entre las manos no ve la luz, y llama: "¡Diómedes, Diómedes, que es la hora!".
El que estaba sentado se pone de pie y, arrastrando su larga cadena, viene a colocarse debajo de la claraboya.
"La paz sean contigo, Alejandro".
"Paz, Diómedes".
"¿Tienes todo?"
"Sí, todo". Priscila se aventuró a venir revestida de hombre; se ha cortado los cabellos a fin de parecer un fosor y nos ha traído lo necesario para celebrar el Misterio. ¿Qué hace Agapito?".
"Ya no se lamenta ni sé si duerme o haya expirado y querría comprobarlo... para recitarle las preces de los mártires".
"Te bajamos la lámpara para que observes. Será un gozo para él asistir al Misterio".
Atándole un cordón de ceñir la cintura, bajan el farolillo
hasta las manos de Diómedes al que ahora veo bien
Atándole un cordón de ceñir la cintura, bajan el farolillo hasta las manos de Diómedes al que ahora veo bien. Es un anciano de rostro afilado y austero. Palidísimo y de escasos cabellos, tiene dos ojos todavía espléndidos de expresión. Dentro de su miseria de encadenado en aquel fétido cubil, posee una dignidad de rey.
Suelta el farolillo del cordón y va hacia el compañero. Se inclina sobre él, observa y le toca. Y, tras deponer la lámpara en el suelo, abre los brazos en un ademán prolongado de conmiseración. Después pliega las manos ya casi rígidas del cadáver y se las cruza sobre el pecho: Pobres manos heladas y esqueléticas de un viejo muerto de inanición.
"Agapito ha muerto. ¡Gloria al mártir de la pútrida fosa!"
Sobre el pecho del muerto Diómedes celebra la Santa Misa
Se vuelve hacia quien espera junto al orificio y dice: "Agapito ha muerto. ¡Gloria al mártir de la pútrida fosa!".
"¡Gloria, gloria, gloria para el fiel de Cristo!", responden los de la celda de arriba.
"Bajan una bolsa de preciosa tela y Diómedes extrae de ella un pequeño lienzo, un pan ancho y delgado, un ánfora y un cáliz de reducidas proporciones. Dispone todo sobre el pecho del muerto y celebra y consagra recitando las oraciones de memoria mientras responden los de arriba. Esto debe acaecer en los primeros tiempos de la Iglesia puesto que la Misa es poco más o menos como la que celebró Pablo en la Cárcel Tuliana. (Relatada en el escrito del 29 de febrero de 1944).
Una vez realizada la consagración, Diómedes vuelve a verter en el ánfora el vino del cáliz que tiene un poco forma de jarro, escogido tal vez así para esta celebración. Introduce nuevamente las Especies en la bolsa y lo lleva todo adonde espera el cordón colgante para subir de nuevo la bolsa arriba. Al tiempo que ésta asciende, izada con precaución, Diómedes absuelve a sus compañeros y, mientras los cristianos se comulgan, vuelve a entonarse, dulce, el canto modulado por niñas en su mayor parte.
Cuando cesa el canto, habla Diómedes así:
Cuando cesa el canto, habla Diómedes así:
"Hermanos, comprendo que ha llegado la hora del circo y de la victoria eterna. Esta llegó ya para Agapito. Para vosotros lo será mañana. Manteneos fuertes, hermanos. El tormento será de un instante, mas la bienaventuranza no conocerá término. Con vosotros está Jesús que no os abandonará ni aun cuando las Especies se hayan consumido en vosotros. El no abandona a sus confesores sino que permanece con ellos para recibir sin demora sus almas lavadas con el amor y con la sangre. ¡Adelante! Rogad en el trance de la muerte por los verdugos y por vuestro sacerdote. El Señor, por mi mano, os imparte la última absolución. No abriguéis temor alguno. Vuestras almas están a la sazón más blancas que un copo de nieve desprendido del cielo".
¡Diómedes, adiós! Asístenos tú, santo, con tu oración.
Le diremos a Jesús que venga por ti.
"¡Diómedes, adiós! Asístenos tú, santo, con tu oración. Le diremos a Jesús que venga por ti. Te precedemos para prepararte el camino. Ruega por nosotros".
Los cristianos, turnándose, se asoman a la salida, saludan, son saludados y van desapareciendo... Por último izan de nuevo el farolillo, tornando otra vez más densa la oscuridad en aquel antro en el que uno muere lentamente, junto al ya muerto, en medio del hedor y del rumor profundo de las aguas subterráneas. Arriba vuelven a resonar los cantos lentos y suaves.
Por mi parte no sé dónde tenga lugar la escena. Diría que en Roma en tiempos de persecución. Mas no sé cual sea la cárcel como tampoco quién pueda ser este sacerdote Diómedes de tan venerable aspecto.
Ahora bien, esta visión, por su tristeza, me impresiona aún más que la de la cárcel Tuliana.
19-22
A. M. D. G.