20 de febrero

 

 

eL ANCIANO sacerdote mártir que convierte

y bautiza con su sangre a diez gladiadores

 

 


 

El lugar es la caverna de un circo. Se encuentran amontonados muchos, muchísimos cristianos de toda edad. Y hay también gladiadores

  Un gladiador, como de dos metros de alto se dirige a un anciano todo vestido de blanco, de una gran dignidad,... al que todos los cristianos veneran con el mayor respeto

    A una jovencita que me sonreía al tiempo que calaba en ella mi daga, le dije... Qué le dijiste, hijo

   ¿Te disgusta hablarnos de Dios? Hijo, es mi único gozo en la tierra y, por cierto, bien grande

  Las voces robustas de los gladiadores, una decena, hacen retumbar la baja bovedilla: Lo creemos. Danos a tu Dios

    ¡Los cristianos a los leones! ordena el vigilante. ¡Todos! 

  el anciano sacerdote se adelanta sólo con los brazos extendidos y habla así:

   veo que una mano senil, ya vacilante, se destaca sobre el grupo de cabezas estrechadas unas con otras y las aspergia con la sangre de la que casi se ha llenado una copa y, a continuación, se abate

   El César  tiene a todos en suspenso por unos instantes hasta que, bajando el pulgar, dispone: Que les den muerte sus compañeros

 


 

No sé cómo  me las voy a arreglar para escribir tanto, pues siento que Jesús se quiere hacer presente con su Evangelio vivido y yo he estado sufriendo durante toda la noche esforzándome en recordar la visión siguiente de la que he garabateado como he podido las palabras oídas para no olvidarlas.

 

El lugar es la caverna de un circo.

Se encuentran amontonados muchos, muchísimos cristianos

de toda edad. Y hay también gladiadores

 

Es tiempo de persecución, una de las más grandes persecuciones, ya que los cristianos no son apresados uno a uno sino torturados en masa. El lugar es la caverna de un circo (¿se llama así?). En suma, es ciertamente un local situado bajo las gradas del circo y destinado a albergar a los gladiadores, bestiarios, etc., etc., en fin, a todos los empleados del circo. Advierto que, a lo mejor, expresaré mal los términos, pues son ya 35 años los que hace que no leo nada en absoluto de historia romana y así...

En este local amplio aunque oscuro –pues tan sólo recibe luz de una puerta abierta a un corredor que sin duda lleva al interior del circo y acaso al mismo exterior, y de una pequeña ventana, o mejor, aspillera baja a nivel del suelo del circo, del que llegan murmullos de gentío– se encuentran amontonados muchos, muchísimos cristianos de toda edad: desde niños párvulos, algunos todavía en brazos de sus madres –y dos de ellos de menos de dos años puesto que aún maman del exhausto pecho materno– hasta viejos decrépitos.

Y hay también gladiadores, dispuestos con el yelmo y esa corta coraza que defiende y no defiende, puesto que deja todavía al descubierto secciones vitales como la yugular y las partes del abdomen situadas a la altura y en la posición del hígado y del bazo. Visten esta parcial armadura sobre la desnuda piel y portan en la mano la daga corta y ancha de forma de hoja de castaño. Son hombres bellísimos, no tanto por su rostro cuanto por su cuerpo robusto y armónico del que percibo, a cada movimiento, el ágil vibrar de los músculos. Algunos presentan cicatrices de viejas heridas al tiempo que otros no las tienen. Por lo que hablan entre sí deduzco que deben ser de países sometidos a Roma, prisioneros de guerra con toda seguridad puesto que emplean un latín sumamente bastardo con una pronunciación dura y gutural cuando se dirigen a los cristianos que, a la espera de la muerte, cantan sus himnos dulces y dolientes.

 

Un gladiador, como de dos metros de alto se dirige a un anciano

 todo vestido de blanco, de una gran dignidad,...

al que todos los cristianos veneran con el mayor respeto

 

Un gladiador, como de dos metros de alto –un auténtico coloso, rubio como la miel y de claros ojos de un azul gris, afables aun entre tanta sombra de hierro como refleja en su rostro la visera del yelmo– se dirige a un anciano todo vestido de blanco, de una gran dignidad, austero, o mejor tal vez: ascético, al que todos los cristianos veneran con el mayor respeto. "Padre blanco, si las fieras te respetan, yo habré de matarte. Esa es la orden. Pero eso me desagrada porque en Panonia (Hungría) dejé un padre anciano como tú".

"Hijo, no te aflijas por eso, pues eres tú el que me abres el Cielo y de nadie, en mi larga vida, habré recibido jamás un favor tan señalado como el que tú me haces".

"También en el Cielo, lugar en donde seguramente está tu Dios como en el mío están nuestros dioses y en el de Roma los suyos, hay de igual manera muerte y lucha. ¿Aún quieres sufrir allí por odio de los dioses como aquí sufres?"

"Mi Dios es uno tan sólo que reina en su Cielo con amor y con justicia y quien allí accede no conoce sino un eterno gozo".

 

A una jovencita que me sonreía al tiempo que calaba en ella mi daga,

le dije... "

¿Qué le dijiste, hijo?"

 

"Esto se lo he oído decir a multitud de cristianos a lo largo de esta persecución. A una jovencita que me sonreía al tiempo que calaba en ella mi daga, le dije... y, por salvarla, fingí matarla paro sin hacerlo, pues era dulce y rubia como una erica (Nombre científico del brezo) tierna de mis bosques... mas de nada sirvió... De aquí no la pude llevar fuera y al día siguiente... fue echado a las serpientes aquel cuerpo de leche y de rosas..."

El hombre calla con ademán triste.

"¿Qué le dijiste, hijo?", le pregunta el anciano.

"Le dije: ¿Lo ves? No soy malo; pero este es mi oficio. Soy esclavo de guerra. Si es verdad que tu Dios es justo, dile que se acuerde de Albulo, así me llaman en Roma, y se deje ver con su bien. Me contestó: 'Sí'. Mas hace días que murió y nadie ha venido".

"Hasta tanto no llegues a ser cristiano Dios no se te mostrará sino en sus siervos. ¡Y cuántos de ellos no te ha presentado ya! Todo cristiano es un siervo de Dios y todo mártir un amigo, tan amigo como para vivir entre los brazos de Dios". 

 

¿Te disgusta hablarnos de Dios?

Hijo, es mi único gozo en la tierra y, por cierto, bien grande

 

"¡Oh!, muchos... y no sólo yo sino también Dacio, Ilírico y otros más de nosotros, tristes en nuestros destinos, hemos quedado prendados de vuestro júbilo... y lo deseamos. Vosotros estáis encadenados... nosotros no. Aquí ni el viento está libre puesto que, si lo quiere el César, se nos encadena hasta el aliento dándonos la muerte. ¿Te disgusta hablarnos de Dios?"

"Hijo, es mi único gozo en la tierra y, por cierto, bien grande. Que Jesús, mi Dios y Maestro, te bendiga por ello. Soy sacerdote, Albulo, he gastado mi vida predicándolo y llevándolo a multitud de criaturas y, por último, no esperaba ya disfrutar de esta alegría. Oye..." y el anciano, a éste y a los demás gladiadores arremolinados en torno suyo, les va repitiendo la vida de Jesús desde su nacimiento hasta la muerte de cruz, exponiéndoles esquemáticamente las necesidades esenciales de la Fe. Habla, sentado en una piedra que hace de banqueta, tranquilo, solemne, todo candor en sus largos cabellos, en su barba mosaica, en su vestido; y todo ardor en su mirada y en su palabra. Sólo se interrumpe dos veces para bendecir a dos grupos de cristianos traídos a la arena para ser arrojados en juegos náuticos como pasto de los cocodrilos. Después reemprende a hablar cercado por los robustos gladiadores, casi todos rubios y sonrosados, que le escuchan con la boca abierta.

Se llama Crisóstomo uno de los doctores de la Iglesia. Y bien, ¿qué nombre le daré yo entonces a éste que no se nombra?

Termina diciendo: "Esto es lo esencial que es preciso creer para recibir el Bautismo y el Cielo".

 

Las voces robustas de los gladiadores, una decena,

hacen retumbar la baja bovedilla:

"Lo creemos. Danos a tu Dios"

 

Las voces robustas de los gladiadores, una decena, hacen retumbar la baja bovedilla: "Lo creemos. Danos a tu Dios".

"Nada tengo con qué rociaros, ni una gota de agua ni otro líquido alguno y ha llegado mi hora. Mas ya encontraréis el modo... ¡No! ¿Dios me lo dice! Se halla dispuesto un líquido para vosotros"

 

"¡Los cristianos a los leones!"

ordena el vigilante. "¡Todos!"

 

"¡Los cristianos a los leones!" ordena el vigilante. "¡Todos!".

El anciano sacerdote en cabeza y detrás los demás, entre los que están las madres sobre cuyos senos se han dormido los niños, penetran cantando en la arena.

¡Qué gentío! ¡Qué luz! ¡Qué barullo! ¡Qué de colores! hay un lleno impresionante de gente del pueblo de toda condición. En la parte baja bañada por el sol está el pueblo más bajo y vocinglero; y en la parte de sombra el patriciado. Togas y más togas, abanicos de plumas de avestruz, joyas, conversaciones irónicas a media voz... y en el centro de la parte de sombra el podio imperial con su baldaquino de púrpura, su balaustrada toda florida y cubierta de tapices con sus blancos sitiales para el reposo del César así como para el de los patricios y cortesanos sus invitados. Dos áureos trípodes colocados a ambos extremos de la balaustrada humean esparciendo raras esencias. Los cristianos son empujados hacia la parte de sol.

Me olvidaba de una cosa:

En el centro de la arena hay un... no sé cómo llamarlo. Es una construcción de mármol de la que surgen hacia el cielo surtidores de agua muy delgados e impalpables y sobre la plataforma de esta construcción que viene a describir un óvalo alargado y se eleva como unos dos metros escasos del suelo, hay estatuas en oro de dioses ante las que aparecen colocados trípodes en los que se queman inciensos.

Los cristianos están pues apelotonados en la parte del sol. Hago un esbozo como sé. (M.V. hace una figura señalando lo que describe en ella).

 

el anciano sacerdote se adelanta sólo con los brazos extendidos

y habla así:

 

Los leones irrumpen por el punto X. En primer término el anciano sacerdote se adelanta sólo con los brazos extendidos y habla así: "Romanos, para mis hermanos y para mí, paz y bendición. Que Jesús, por el gozo que nos dais de confesarle con la sangre, os conceda la Luz y la Vida eterna. Esto es lo que le pedimos nosotros en agradecimiento de la púrpura eterna de la que nos revestís con...".

Un león se abalanza dando un salto resbalando casi por el suelo, le derriba y le da una dentellada en la espalda. Su vestido y cabellos de nieve quedan teñidos de rojo.

Es la señal del ataque bestial. La manada de fieras se precipita a saltos sobre el apacible rebaño. Una leona, de un zarpazo, le arranca a una madre su niño dormido y es tan feroz el zarpado que lleva consigo parte del seno de la madre, que cae volcada, herida tal vez en el corazón, sobre la arena y muere. La fiera, a zarpazos y coletazos, defiende su tierna presa que la devora en un relámpago. Queda sobre la arena una leve mancha rojiza, único rastro del niño mártir, mientras la fiera se levanta lamiéndose el hocico.

Mas, en comparación, los cristianos son muchos y las fieras pocas y, sin duda, están ya saciadas; por lo que, más que devorar, lo que hacen es matar por matar. Derriban, degüellan, desentrañan, lamen un poco y pasas a otras y otras presas.

El populacho se indigna por la falta de reacción de los cristianos y porque, a su juicio, no son lo debidamente feroces las bestias y así grita: "¡Que mueran! ¡Que mueran!" Hasta el intendente grita también: "¡Que mueran! ¡Estos no son leones sino canes bien nutridos! ¡Que mueran los traidores a Roma y al César!".

El emperador da una orden y las fieras son devueltas a sus cubiles haciéndose entrar a los gladiadores para asestar el golpe de gracia. La muchedumbre grita los nombres de sus  preferidos: "Albulo, Ilírico, Dacio, Hércules, Polifemo, Tracio" y otros más. No son únicamente aquellos gladiadores a los que habló el anciano mártir que agoniza sobre la arena con un pulmón casi al descubierto por efecto de un zarpazo sino que hay otros más que penetran de un sitio y de otro.

 

veo que una mano senil, ya vacilante, se destaca

sobre el grupo de  cabezas estrechadas unas con otras

y las aspergia con la sangre de la que casi se ha llenado una copa

y, a continuación, se abate

 

Albulo se dirige corriendo hacia el anciano sacerdote. La gente le dice: "¡Hazle sufrir! ¡Levántalo para que veamos el golpe! ¡Aupa Albulo!". Mas Albulo, por el contrario, se inclina para preguntar algo al anciano y, habiéndole éste contestado con un ademán de asentimiento, llama a los compañeros que escucharon al anciano sacerdote.

No llego a entender lo que hacen, si es que les bendice o qué sucede, ya que sus robustos cuerpos forman como un techo sobre el anciano yacente. Mas por fin lo comprendo cuando veo que una mano senil, ya vacilante, se destaca sobre el grupo de cabezas estrechadas unas con otras y las aspergia con la sangre de la que casi se ha llenado una copa y, a continuación, se abate.

Los gladiadores, una vez rociados con aquella sangre, se ponen disparados en pie y alzan sus dagas que destellan con la luz. Gritan fuerte: "Salve, César emperador. Los triunfadores te saludan"  (Ave, Coesar, Imperator, triumphaturi te salutant) y, seguidamente, veloces como rayos, se dirigen a la construcción que está en medio del circo, saltan sobre ella y, volcando ídolos y trípodes, los patean.

La turba brama enloquecida. Unos querrían defender a su gladiador preferido al tiempo que otros piden la muerte más atroz para los nuevos cristianos que, por su cuenta, tornan a la arena en perfecta formación, serenos y magníficos como estatuas de gigantes con una sonrisa nueva reflejada en su fiero rostro.

 

 El César  tiene a todos en suspenso por unos instantes

hasta que, bajando el pulgar, dispone:

"Que les den muerte sus compañeros"

 

El César, un hombre atravesado, obeso, cínico, coronado de flores y vestido de púrpura, se alza de entre el círculo de sus patricios, todos vestidos de blanco a excepción de algunos que llevan una franja de color rosa. La multitud enmudece a la espera de su veredicto. El César –no sé quién sea este tipo de aspecto repelente y vicioso– tiene a todos en suspenso por unos instantes hasta que, bajando el pulgar, dispone: "Que les den muerte sus compañeros".

Los gladiadores no convertidos que han degollado entretanto a los cristianos malamente vivos con la precisión con que un matarife degüella los corderos, se vuelven y con idéntica automática frialdad y precisión abren a sus compañeros el cuello por la yugular.

Como manojo de espigas que la podadera va cortando tallo a tallo, los diez nuevos cristianos, aspergiados con la sangre del sacerdote mártir, se revisten con su sangre de púrpura eterna y van cayendo volcados con una sonrisa mirando al cielo en el que ya brilla su día feliz.

No sé qué Circo sea éste ni cual la era del cristianismo, pues carezco de datos al respecto. Veo y digo lo que veo. Jamás puse los pies en Arena, Circo o Coliseo alguno, por lo que no puedo facilitar el menor indicio. Por la gente y por la presencia del César me atrevería a decir que sucede en Roma; mas no lo sé. Queda grabada en mi corazón la visión del anciano sacerdote mártir y de sus últimos bautizados, y basta.

En fin, ahora, y son las 11, veo esto.

22-28

A. M. D. G.