20 de abril

 

 

El martirio de Irene

 

 


 

Veo un cuerpo humano carbonizado 

  Una joven, poco más que adolescente, va en medio. La traen conducida a la hoguera   

Adiós, Irene. Acuérdate de mí cuando te encuentres en la paz   

Venid que no hay nadie. Venid antes de que la ultrajen. Murió como un ángel tal como vivió

 


 

Veo un cuerpo humano carbonizado

 

Veo con insistencia un rudimento de cuerpo humano carbonizado. Es una vista que causa pena y pavor. Se halla tan corroído por el fuego que semeja una informe estatua de hierro extraída de un fondo marino. Todavía se perfila la cabeza en sus rasgos principales de nariz, mandíbulas y mentón, si bien le falta la redondez de las mejillas, la parte carnosa de la nariz, las orejas y los labios. Todo se halla reseco o destruido. Y lo mismo las extremidades, de las que los brazos y las piernas semejan ramas a medio quemar, a los que el calor los cambió de aspecto cual si fuesen de cera, recubriéndolos de tendones que se han contraído por el calor, retrayendo y contorsionando manos y pies. Por supuesto que faltan los cabellos y las cejas y no podría asegurar si fue hombre o mujer, joven o adulto, rubio o moreno ese pobre ser que yace echado sobre los restos de una hoguera a la sazón extinta. El lugar parece estar en la periferia de una ciudad en donde se inicia el campo, en una zona desolada, pedregosa y lúgubre.

Contemplo una y otra vez este pobre cuerpo abandonado en este lugar y se me ocurre preguntar: "¿Pero quién eres?

No obtengo respuesta durante muchas horas. Mas, al presente, yo, no obstante encontrarme en ese mismo lugar, lo veo animado de personas vestidas a la antigua usanza que se afanan en levantar una gran hoguera de ramas secas mezcladas con robustos troncos, pila compacta e idónea para quemar perfectamente bien. Y más tarde veo venir de la parte de la ciudad, que ignoro cual sea, pero que ciertamente se halla situada a la orilla del mar que brilla allá al fondo bajo el solo del mediodía, un cortejo de gente armada y de pueblo.

 

Una joven, poco más que adolescente, va en medio.

La traen conducida a la hoguera

 

Una joven, poco más que adolescente, va en medio. La traen conducida a la hoguera. Era para ella. Sube tranquila y segura con aquella expresión de suprema y soñadora paz que vi siempre reflejada en el rostro de los mártires.

Le sigue hasta el pie de la hoguera y allí la saluda una señora velada y anciana, como se deduce más que nada de su forma más bien gruesa y de lo poco que de ella aparece cuando, para besar a la jovencita, se alza el velo. No le dirige una sola palabra; tan sólo besos y llanto. Tratan de echarla atrás y con dureza la obligan a retirarse al tiempo que las primeras llamas, cebándose en las secas aulagas de los fajos, lamen la pira. Mas ella, con una dignidad no exenta de altivez, responde a quienes le dicen: "¿A qué te interesas por esta rebelde? ¿Eres acaso pariente suya? Vete, pues no se puede estar aquí consolando a los enemigos del César". "Soy Anastasia, dama romana y hermana de ésta. Tengo derecho a estar junto a ella lo mismo que junto a las hermanas de ayer. Dejadme o, de lo contrario, apelaré al emperador".

La dejan estar y ella contempla a la jovencita a la que envuelven lenguas de fuego y oleadas de humo que, a intervalos, la ocultan a la vista. La ve tan serena y sonriente en su sueño espiritual, insensible las mordeduras de las llamas que comienza por cebarse en los cabellos que arden en una humeante lengua que, en sustitución de su vestido blanco, pasto de las llamas, el propio instrumento del martirio le proporciona otro espléndido vestido de fuego tras del cual la oculta a las miradas de la turba.

 

"Adiós, Irene. Acuérdate de mí cuando te encuentres en la paz"

 

"Adiós, Irene. Acuérdate de mí cuando te encuentres en la paz" grita Anastasia. Y del otro lado de la cortina de fuego responde tranquila la joven voz: "Adiós. Ya estoy hablando de ti con..." No se siente ya sino el rugir de las llamas...

Los soldados y los ejecutores de la sentencia, cuando comprenden que ya sobrevino la muerte, se alejan de allí dejando que la hoguera termine por sí sola su destrucción.

Anastasia permanece inmóvil, fija entre el ardor del fuego y del sol que en esta árida zona pega fuerte y espera... hasta que se abaten las sombras crepusculares en las que destella débilmente algún que otro chispazo aislado entre la leña de la hoguera, pareciendo escribir así con ellos palabras misteriosas con las que contar a la noche las glorias de la joven mártir.

Se mueve entonces Anastasia; pero no se dirige a la hoguera sino hacia una casucha en ruinas situada a poca distancia, un tanto perdida por la desolada campiña. Camina segura y, al claror del primer rayo de luna, penetra en un huertecillo inculto e, inclinándose sobre un pozo, llama. Su voz adquiere resonancias de bronce en la cavidad del pozo. Le responden varias voces y del pozo, que debe hallarse seco, van emergiendo una tras otra unas cuantas sombras.

 

Venid que no hay nadie. Venid antes de que la ultrajen.

Murió como un ángel tal como vivió

 

"Venid que no hay nadie. Venid antes de que la ultrajen. Murió como un ángel tal como vivió. No he tocado sus cenizas porque... se lo he hecho todo tal como el Padre de mi alma me lo ordenó. Pero... ¡oh, es por demás horrible ver reducido a carbón ese joven lirio!".

"Retírese, señora. Nosotros lo haremos por usted".

"No, que me debo habituar a este suplicio. El me lo dijo y así entonces no me encontraré sola pues ella y las hermanas estarán con los ángeles a mi lado. Sed vosotros ahora los hermanos de Tesalónica".

Se encaminan hacia la hoguera ya definitivamente apagada: un montón de cenizas desparramadas sobre las que reposa el cuerpo carbonizado anteriormente visto. Anastasia llora en silencio mientras, con la ayuda de los cristianos, envuelve en un paño precioso el cuerpo momificado por las llamas. A continuación lo depositan sobre unas parihuelas y el reducido y piadoso cortejo, costeando las lindes de la ciudad, llega a una amplia casa de bella presencia en la cual penetra, deponiendo los restos mortales en un cementerio excavado en el jardín mientras uno, que sin duda es sacerdote, los bendice entre cantos pausados de los cristianos presentes.

50-53

A. M. D. G.