8 de julio
(Para comprender el fragmento que sigue es preciso tener en cuenta que en la parte introductoria del episodio inserto en la magna obra sobre el Evangelio, se habla de una multitud que se apretuja alrededor de Jesús, en la que no sólo hay quienes lo hacen con el amor de los buenos sino también con la curiosidad hostil de los malvados.)
El amor de Dios en las almas fieles
adónde he ido mientras Jesús me abrasa, como a los ciudadanos de Jutta, con su mirada de amor
Cristo se refugia en los corazones fieles
y desde allí mira, habla, bendice a la Humanidad y después...
¡Oh! ¿Todavía no y siempre así en contra de Cristo por obra de sus enemigos? ¿Aún hay Ciencia y Herejías, Odio y Envidia? ¿Todavía los enemigos de la Humanidad salidos de la propia Humanidad como ramas emponzoñadas de un árbol bueno, continúan haciendo todo esto para que la Humanidad fenezca, siendo ellos los que la odian más aún que a Cristo porque la odian activamente al privarla de su hoya descristianizándola al tiempo que Jesús de nada le pueden privar por ser El Dios y ellos polvo? Si, lo siguen haciendo; pero Cristo se refugia en los corazones fieles y desde allí mira, habla, bendice a la Humanidad y después... y después se da a estos corazones y ellos... ellos alcanzan a tocar el cielo con su beatitud aún permaneciendo aquí, si bien ardiendo hasta el punto de recibir delicioso tormento de todo cuanto integra el ser: sentidos, órganos, sentimientos, pensamientos e, incluso, el propio espíritu...
Lágrimas y sonrisas, gemidos y canto, desfallecimientos y afán tal vez de vivir con nuestros compañeros y, más que compañeros, son nuestro mismo ser porque, como los huesos están insertos en la carne, las venas y nervios bajo la piel formando un único hombre, así, del mismo modo, todas estas ardientes cosas producidas por la entrega de Jesús a nosotros, están en nosotros, esto es, en nuestra pobre humanidad. ¿Y qué somos nosotros en esos momentos al no poder ser eternos porque si durásemos por unos instantes moriríamos abrasados o desintegrados? A la sazón ya no somos hombres ni animales dotados de razón que viven en la Tierra. Somos, somos, ¡oh Señor!, deja que lo diga por una sola vez, no por soberbia sino para cantar tus glorias, pues tu mirada me abrasa y me hace delirar... somos entonces serafines, asombrándome de que no se desprendan de nosotros llamas y ardores sensibles para las personas y las cosas como ocurre en las apariciones de los condenados. Porque si es verdad que el fuego del Infierno es de tal naturaleza que un solo reflejo del mismo emanado de un condenado puede hacer que arda un leño y se derritan los metales, ¿cuánto más tu fuego, Dios mío, que, al ser tuyo, es infinito y perfecto?
El amor es una avenida de sensaciones en la mente, todas verídicas,
todas presentes, pero que la mano no puede transcribir pues así de veloz
es la mente traduciendo en pensamientos los sentimientos que
experimenta el corazón.
No se muere, no, de fiebre ni se arde por ella como no nos consumen de fiebre los males de la carne. Tú, amor, eres nuestra fiebre y por esto se arde, se muere y se consume. Es de esto y por esto por lo que se laceran las fibras del corazón que no puede resistir a tanto amor. Pero he dicho mal, porque el amor es delirio, el amor es cascada que rompe los diques y se precipita arrasando todo lo que no es él. El amor es una avenida de sensaciones en la mente, todas verídicas, todas presentes, pero que la mano no puede transcribir pues así de veloz es la mente traduciendo en pensamientos los sentimientos que experimenta el corazón. No es verdad que se muere. Muy al contrario, se vive con una vida decuplicada, con una doble vida: la de los hombres y la de los bienaventurados, la vida de la Tierra y la del Cielo. Se alcanza y aún se supera –¡oh!, estoy segura de ello– la vida sin taras, menoscabos ni limitaciones que Tú, Padre, Hijo y Espíritu Santo: Tú, Dios Creador, Uno y Trino, otorgaste a Adán, preludio de la Vida, tras la asunción a Ti, que habría de gozarse en el Cielo después de un pasar placentero del Paraíso terrenal al celestial en un tránsito realizado sobre los brazos amorosos de los ángeles, tal como fue el dulce sueño y la dulce asunción de María a los Cielos para llegar a Ti, a Ti, a Ti!
Se vive la Vida verdadera y después se vuelve a encontrar aquí; y, como ahora me sucede a mí, una se asombra, se sonroja de haber andado descarriada y se dice: "Señor, yo no soy digna de tanto" y se golpea el pecho por el terror de haber caído en soberbia y cala un más tupido velo sobre el esplendor que, si bien no continúa llameando con un supercompleto ardor por piedad de nuestra humana limitación, se recluye no obstante en el centro de nuestro corazón, presto a llamear de nuevo potente en otro instante de beatitud querido por Dios. Cae el velo sobre el sagrario en el que Dios arde con sus fuegos, con sus luces, con sus amores... y extenuados y, con todo, regenerados, se reemprende el camino como... ebrios de un vino fuerte y suave a la vez que no nubla la razón antes nos preserva de tener ojos y pensamientos para todo aquello que no sea el Señor, Tú, Jesús mío, eslabón que enlaza nuestra miseria con la Divinidad, medio de redención para nuestra culpa y fuente de beatitud para nuestra alma, tú, Hijo, que con tus manos laceradas pones las nuestras en las espirituales del Padre y del espíritu para que ahora y siempre eternos en Vosotros. Amén.
¿adónde he ido mientras Jesús me abrasa, como a los ciudadanos de
Jutta, con su mirada de amor?
Pero ¿adónde he ido mientras Jesús me abrasa, como a los ciudadanos de Jutta, con su mirada de amor? Habrá advertido usted que ya no hablo, o muy raramente, de mí. ¡Cuántas cosas podría decir!; mas el cansancio y la debilidad física que me oprime inmediatamente después de los dictados y el pudor espiritual cada vez más acusado conforme pasa el tiempo, me persuaden, o mejor, me obligan a callar. Pero hoy... he ido demasiado arriba y, ya se sabe, el aire de la estratosfera hace perder el control. Me he ido mucho más arriba de la estratosfera... y no he podido controlarme... Después de todo, yo creo que si, una vez invadidos por estos torbellinos de amor, hubiéramos de callar siempre, acabaríamos por explotar como proyectiles, o mejor, como calderas sobrecalentadas y cerradas.
Perdóneme, Padre. Y ahora vayamos adelante.
63-65
A. M. D. G.