El mismo día (23 de julio de 1945), por la noche
Los mártires Flora y María de Córdoba
(El presente título parece haber sido añadido posteriormente)
A él es conducida una joven de singular belleza que va con las manos ligadas a la espalda
ordena que la fustiguen con varas de hierro
Habla ahora la otra muchacha (mARÍA DE CÓRDOBA):
Llamad al verdugo y que sean decapitadas
se me presenta ahora nítidamente la extraña visión
de un subterráneo, una mazmorra sin duda
en un castillo cualquiera, y castillo musulmán
Para consolarme tal vez de la visión perdida y hacer que se me pase la intranquilidad que me queda encima cuando, por motivos del todo humanos, me veo en la imposibilidad de ocuparme de mi labor, se me presenta ahora nítidamente la extraña visión de un subterráneo, una mazmorra sin duda en un castillo cualquiera, y castillo musulmán puesto que veo un hombre mal encarado vestido de turco o árabe, si bien me parece sea de turco de la época antigua pues viste un amplio caftán marrón del que emerge una falda de tela brillante como de seda, de color rojo oscuro, con amplias bragas ajustadas al maléolo. Los pies calzan babuchas sin talón, de tafilete rojo. Lleva en la cabeza un sombrero de cono truncado color marrón con un cerco de tela retorcida a modo de turbante de color verde esmeralda. La mazmorra o subterráneo, como quiera llamarse –pues tiene las ventanas a ras del suelo– está hecha de la forma siguiente: Por un hondo corredor en el que desemboca una empinada escalerilla, se entra, a través de una abertura en arco circular, en una estancia baja y lóbrega como una bodega en cuyo centro hay un bloque escuadrado de piedra que lleva en medio una gruesa anilla de hierro. El suelo es de tierra batida. Este es el lugar que en modo alguno me atrevo a representar dibujándolo.
A él es conducida una joven de singular belleza
que va con las manos ligadas a la espalda
A él es conducida una joven de singular belleza que va con las manos ligadas a la espalda. La empujan desde casi cinco escalones más arriba de la escalera que desde el corredor precedente conduce a la lúgubre estancia en donde la espera, paseando inquieto, el personaje anteriormente descrito, el cual –me había olvidado de consignarlo antes– lleva atravesada en un ancho cinturón que le ajusta el vestido, una enorme cimitarra recorva con la empuñadura guarnecida de piedras preciosas y la vaina damasquinada en oro.
"Te lo pregunto por última vez: ¿quieres dejar la religión de esos perros judíos y tornar a la santa fe del Profeta?"
"No".
"¡Cuidado! Sabes muy bien que en tierra de moros tan sólo se venera a Mahoma, verdadero profeta de Alá; y sabes también qué suerte espera a los apóstatas".
"Lo sé. Mas si vosotros sois fieles a vuestra fe, yo lo soy a la mía. Vosotros a la vuestra que es falsa y yo a la mía que es verdadera".
"Haré que te quiten la vida entre tormentos".
"Pero no me quitarás el Cielo con sus goces".
"Perderás salud, vida, goces y todo".
"Mas volveré a encontrar a Dios, a su Madre la Virgen María y también a la madre que me engendró para Dios".
ordena que la fustiguen con varas de hierro
El hombre patea con ira y ordena que la fustiguen con varas de hierro.
Arrancan los vestidos del cuerpo de la muchacha que aparece desnuda hasta la cintura, cayéndole la ropa abajo por los costados sin desatarle las manos que, de este modo, quedan cubiertas por los vestidos. Le colocan una soga al cuello cual si fuese un collar y, tras hacerla arrodillar junto al bloque escuadrado, la sujetan a la anilla de modo que con el mentón toca el duro bloque y, a continuación, dos nervudos esbirros de entre los de la escolta que habíale arrastrado hasta allí, comienzan a golpear ferozmente sus juveniles espaldas, su cuello, su cabeza. Cada golpe levanta una ampolla de sangre en sus tiernas y blancas carnes. El mentón, cuando es la cabeza la que recibe los golpes, bate contra el bloque hiriéndose y, como es claro, los dientes chocan unos contra otros produciendo dolor. Al estar arrodillada apartada del bloque, con las manos ligadas a la espalda y obligada a permanecer doblada en ángulo recto, no puede en manera alguna encontrar alivio, constituyendo esa posición, aparte de los golpes, una tortura.
El juez, que contempla el suplicio con los brazos cruzados cual si se tratase de un plácido espectáculo, no se muestra todavía satisfecho y ordena que se intensifiquen los golpes sobre la cabeza para que, como dice con risotada sarcástica, "se parezca más a su madito Cristo".
Y los verdugos baten y baten con las varas delgadas, casi flexibles –pienso que sean de acero– que caen en haces sobre la pobre cabeza tras silbar en el aire. Los cabellos se enredan en las varas que los arrancan a pelluzgones y los que quedan se enrojecen de sangre, ya que el cutis se rasga quedando a la vista el hueso craneal mientras la sangre escurre a lo largo del cuello por detrás de las orejas, bajando por el pecho desnudo y envasando en la cintura en donde es embebida por los vestidos.
"¡Basta!", ordena el juez.
La desatan, la vuelven a vestir y la acomodan en el suelo por hallarse semidesvanecida.
Cuando la joven abre los ojos (con un mirar dulce y doliente como de cordera torturada), el juez le propina un puntapié diciéndole al propio tiempo: "¿Apostatas?".
"No". Ya no es el "no" triunfal de antes, pero sí bien firme en la propia debilidad de su inflexión.
"¿Qué pensará tu hermano? Él será peor que yo. Llamadle y entregádsela". Y, después de propinarle un último puntapié, se marcha el juez...
... y la visión finaliza en un nuevo lugar, seguramente una prisión también, puesto que hay patios con ventanas guarnecidas de potentes rejas y, a través de ellas, se oyen voces que blasfeman o dicen cosas triviales y, junto con todo eso, cantos cristianos.
Ahora la joven está con otra de su edad siendo conducidas ambas
a una sala ostentosa en la que vuelvo a ver al juez de antes
rodeado de otros musulmanes, siervos o jueces de grado inferior
Ahora la joven está con otra de su edad siendo conducidas ambas a una sala ostentosa en la que vuelvo a ver al juez de antes rodeado de otros musulmanes, siervos o jueces de grado inferior.
"Así pues, una vez más os debo interrogar y es la última. ¿Qué queréis por tanto?".
"Morir por Jesucristo".
¡Morir por Jesucristo! Mas tú, Flora, sabes bien lo que significa la tortura".
"Sé lo que significa decir Jesús".
"Pero, ¿ya sabéis que podría teneros durante toda la vida entre las... (yo digo: las mujeres de mala vida, pero él ha dicho un feo nombre) como lo habéis estado en estos días? ¿Qué habríais de llevar entonces a vuestro Cielo? Fango y suciedad".
Habla ahora la otra muchacha (mARÍA DE cÓRDOBA):
Habla ahora la otra muchacha: "Te engañas. Eso queda aquí para ti. Y creo firmemente que, por la gracia de nuestro Señor Jesucristo, de María Santísima, su Madre, cuyo nombre llevo, y de todos los santos del Paraíso entre los que se cuenta el último mi hermano diácono martirizado por ti, una vez que hayamos subido al Cielo podremos hacer que brote la semilla lanzada en tantos pobres corazones prisioneros en una carne infame y redimir así a esas infelices hermanas entre las que nos has tenido esperando que nos corrompiesen y se quebrase en nosotras la firmeza de nuestra fe, mientras que, por el contrario, hemos salido de ahí más puras y firmes todavía y con más deseos que nuca de morir para acumular nuestra sangre a la de Cristo y redimir a nuestras desgracias compañeras".
Llamad al verdugo y que sean decapitadas
"Llamad al verdugo y que sean decapitadas".
"Que el verdadero Dios te recompense por abrirnos el Cielo y te toque el corazón. Ven Flora. Vayamos cantando".
Y salen por entre la escolta cantando el Magníficat...
Díceme Jesús: "Has conocido la historia de las mártires y vírgenes Flora y María de Córdoba del tiempo en que España se hallaba en manos de los Moros en el siglo noveno. Santas mártires casi ignoradas pero que son bienaventuradas en el Cielo".
69-72
A. M. D. G.