21 diciembre

 

 

los tres arcángeles:

Gabriel, Miguel y Rafael

 

fECHA DEL FIN DEL MUNDO

 

 


 

He visto los azules fulgidísimos de las praderas paradisíacas...

   vienen a mi encuentro, caminando como simples mortales sobre campos de zafiro, tres esplendidísimas figuras de un andar regio y dignísimo

   Son los tres arcángeles: Gabriel, Miguel y Rafael

   Gabriel canta con su voz de arpa espiritualísima: Ave María

   Miguel toca el joyel que porta sobre el pecho    Rafael, el de la voz de oro, abre los brazos como para abrazarme

   De la tarde a la mañana por espacio de dos mil trescientos días, y después será purificado el santuario En lugar de la palabra días pon la de siglos, porque para nosotros un siglo es menos que un día, y tendrás la fecha del fin del mundo

 


 

Padre, no sé si usted se habrá dado cuenta de que en el momento de la S. Comunión apenas si podía seguirle porque estaba ya... en otra parte ocupada en mirar a lo alto de donde me venía una llamada gozosa, de ese gozo imposible de describir con símiles y vocablos humanos. Tenía que hacer un gran esfuerzo para aislarme de allí a fin de poder responderle a usted... Después, en medio de estremecimientos y oleadas de alegría cada vez más amplia, se me ha aclarado cada vez más lo ultrahumano y he visto...

 

He visto los azules fulgidísimos de las praderas paradisíacas...

 

He visto los azules fulgidísimos de las praderas paradisíacas... Aunque no fuese sino esto solo, esta visión de las playas celestes inundadas por la luz incomparable del Paraíso, es algo que transporta a la bienaventuranza.

Advierta que las distancias del Reino celestial se me representaban mucho más arriba que el  cielo común etéreo y, sin embargo, las veía con todo detalle cual si no estuviesen más allá del techo. Es cosa que me ocurre siempre cuando contemplo el Paraíso: que tengo esta sensación de un infinito distanciamiento de la tierra y la de ser yo transportada por cima de la atmósfera terrestre a fin de acercarme al Cielo paradisíaco y así poder yo contemplarlo bien. Me siento, en fin, arrebatada de la tierra y llevada allá arriba, lejos. No en el Paraíso, que aún está más alto sino donde ya la creación se halla lejos incluso con las estrellas y plantas. Tengo la sensación de estar arrodillada con mi alma y haríalo incluso materialmente si un resto de vigilante razón no me detuviese de expresar manifestaciones de cuanto acaece en mí. Mas me postro con el alma porque siento hallarme ante lo que es tan superior al hombre, que comprendo debe ser venerado por más que sea únicamente luz y azul sin límites.

 

vienen a mi encuentro, caminando como simples mortales

sobre campos de zafiro,

tres esplendidísimas figuras de un andar regio y dignísimo

 

Desde un punto situado entre Norte y Este vienen a mi encuentro, caminando como simples mortales sobre campos de zafiro, tres esplendidísimas figuras de un andar regio y dignísimo. Con todo, no lo hacen con entonación sino todo lo contrarío. Caminan con soltura sin perder su majestad. Sonríen al mirarme e intercambian sonrisas entre sí comunicándose mediante un lenguaje de miradas. Conforme van acercándose veo los movimientos de sus ojos bellísimos, el iris azul zafiro en el primero, negrísimo en el segundo y castaño dorado en el tercero que esplende en su sonrisa y a la luz del Paraíso. Llegan hasta el límite del campo celeste más allá del cual está el vacío que alcanza hasta el escalón inferior en el que me encuentro yo venerante y en rapto. Allí se detienen mirándome y sonriendo cual sólo un ángel puede sonreír, estando enlazados por el talle como tres hermanos que se aman y pasean juntos.

 

Son los tres arcángeles: Gabriel, Miguel y Rafael

 

Son los tres arcángeles: Gabriel, Miguel y Rafael. Voy a intentar hacerles un retrato. Son tres jóvenes bellísimos. Se me aparecen como jóvenes de 20 años, o más bien, como de 18 a 30 años. El más joven es Rafael y el de más edad (en su aspecto) Miguel que es de una belleza imponente.

El primero de la derecha era Gabriel que aparentaba una edad de 24 a 25 años, alto, delgado, muy espiritualizado en su rasgos arrobados de adorador perpetuo. Rubio, de tonalidad oro cequí, con los cabellos ondulados hasta llegar a tocar casi los hombros, o mejor, la base del cuello, sujetos con un fino aro de diamantes que más parecía una cinta de luz incandescente que no un objeto de metal y joyas. Cubierto con uno de esos vestidos tejidos de luz –diamantes y perlas– que he visto muchas veces en los cuerpos gloriosos. Una larga túnica, suelta, castísima que ocultaba completamente los pies y a duras penas dejaba al descubierto su mano derecha péndula a lo largo de dicho lado de forma bellísima. Me miraba con sus ojos de zafiro sonriendo tan sobrenaturalmente que, aun siendo sonrisa, me atemorizaba.

El otro, el del centro, muy alto ciertamente al igual del compañero, era, como he dicho terrible dentro de su austera belleza. Negro de cabellos que los tenía más cortos y rizados que su compañero, era de miembros más robustos, con la frente desprovista de toda diadema, llevaba en cambio sobre el pecho una especie de medallón en oro y piedras hecho así y colgando del cuello por medio de dos cadenitas de oro. Las piedras incrustadas forman caracteres o tal vez un nombre; mas yo no sé leer esas palabras ni esas letras que no son como las nuestras. Se halla vestido de oro vivo, con una vestidura que ciega por su esplendor. Semeja una llama clara (no rojiza sino dorada) que le envuelve sus miembros ágiles y robustos. Sus ojos negros y severos lanzan rayos. A mí no me producen miedo porque siento que no va conmigo su cólera antes me ama. Mas su mirada es de una terribilidad tal que tiene que ser de angustia para los pecadores y para Satanás. Miguel, contrariamente a como lo representan, ni tiene espada ni lanza. Sus armas son los ojos. Hasta su sonreír es severo y por demás austero.

El tercero, cubierto con un vestido ceñido con un cinturón cubierto de perlas, un vestido de un delicado color de esmeralda, parece vestido propiamente del color que se aprecia al mirar una esmeralda a contraluz. Es alto, moreno, de cabellos largos como los de Gabriel. Un precioso color de cabellos que son de un castaño saturado de chorrillos de oro oscuro. Parece el más joven de todos y me recuerda un poco a San Juan apóstol por su dulce sonrisa juvenil. Pero Rafael tiene los ojos de un dulcísimo color castaño, una mirada plácida, paciente, que es una caricia. Sonríe más humanamente que los otros. Todo en él es más parecido a como somos nosotros. Es propiamente el "buen joven" del libro de Tobías (Tobías 5, 4-23). Dan ganas de poner la mano en la suya confiadamente y decirle: "¡Guíame en todo!"

Me miran, sonríen, se sonríen y después me saludan.

 

Gabriel canta con su voz de arpa espiritualísima:

"Ave María"

 

Gabriel canta con su voz de arpa espiritualísima (y cada nota lleva hasta el éxtasis): "Ave María" y, al decir "María" recoge sus manos sobre el pecho y dobla la cabeza que levanta después con una sonrisa que hace aumentar el resplandor de todo él hacia lo más alto del Paraíso. Comprendo que, más que saludarme, lo que ha querido es identificarse como el Arcángel que anunció el gran misterio... y que parece no sepa sino decir aquellas palabras y venerar a la Virgen.

 

Miguel toca el joyel que porta sobre el pecho

 

Miguel toca el joyel que porta sobre el pecho, lo toma entre los dedos de su mano derecha, lo alza para mostrármelo y, con una voz llena de resonancias broncíneas, dice: "Todo lo puede el que está con Dios y Satanás nada puede contra quien está con Dios porque ¿quién como Dios?" y estas últimas palabras parecen hacer vibrar el aura celeste con un armonioso trueno. Depone nuevamente su medallón sobre el pecho y se arrodilla adorando al Eterno (al que sin embargo no veo, pero que, por la mirada que dirige el arcángel, diría que se encuentra perpendicular o inmediatamente detrás de mi espalda, arriba, arriba, muy en lo alto).

 

Rafael, el de la voz de oro, abre los brazos como para abrazarme

 

Rafael, el de la voz de oro, abre los brazos como para abrazarme y alza al mismo tiempo su rostro resplandeciente de gozo en la contemplación de Dios y dice: "Que siempre te acompañe el gozo". Se parece un poco al ángel que llegué a ver en dos ocasiones, si bien es menos espiritualizado que aquel. Tiene en la raíz de los cabellos una luz en forma de estrella, una luz suave que conforta, como conforta también su vestido de rutilante esmeralda clara.

Me miran una vez más. Después se enlazan más estrechamente por la cintura y (advierta que no había notado hasta entonces las alas tras sus espaldas) y, abriendo sus alas de perlas, de llama, de luz verdeja, suben raudos al Empíreo cantando una irrepetible canción, idéntica a la que oí en Cómpito el 13 de diciembre del 44 cuando vi a las cohortes angélicas trasvolando sobre Belén, cantando...

Y yo me quedo aquí, o mejor desciendo de las esferas en donde me encontraba, tornando a introducirme en mí misma, en mis espasmos, en mi lecho. Mas perdura el gozo... y me doy cuenta ahora de lo estúpida en grado sumo que fui no habiendo sabido decir ni una sola palabra a los tres arcángeles... Eso no obstante, mi alma dialogó con ellos pues la sentí que los veneraba por más que no pudiera traducir a palabras materiales sus latidos.

 

"De la tarde a la mañana por espacio de dos mil trescientos días,

y después será purificado el santuario"

"En lugar de la palabra días pon la de siglos, porque para nosotros

un siglo es menos que un día, y tendrás la fecha del fin del mundo"

 

Tras haber tenido cuanto anteriormente aparece indicado, cojo la Biblia para buscar en ella todas las apariciones angélicas. Van desfilando así: Abraham, Jacob, Tobías y después el profeta Daniel. En el capítulo 8.º se fija mi vista en los versículos 13-14. A continuación de la frase: "Respondió: De la tarde a la mañana por espacio de dos mil trescientos días, y después será purificado el santuario", veloz como una flecha luminosa, viene una respuesta, o mejor, una explicación: "En lugar de la palabra días pon la de siglos, porque para nosotros un siglo es menos que un día, y tendrás la fecha del fin del mundo". Nada más. Tan rápida como vino se apagó la voz que diría provenir de mi avisador interno por ser parecida a la suya.

111-115

A. M. D. G.