14-7-46
Jesús nos enseña a morir
(Aparece en el original la siguiente anotación escrita posteriormente con letra diminuta: "Le estaría muy agradecida al R. P. Migliorini si me mandase una copia de esta Hora de preparación para la muerte, pues, de lo contrario, me quedaría sin ella")
Hora Santa
I Padre mío, si es posible, pase de Mí este cáliz
El hombre, siempre un niño por más que llegue a centenario
Pero no se haga mi voluntad sino la tuya
La última hora decide la vida eterna.
V Dios mío, por qué me has abandonado
VI Tengo sed
Dice Jesús:
"Dicté una Hora Santa para aquellos que lo deseaban (En los "Cuadernos de 1944", fecha del 14 de junio de 1944). Desvelé mi Hora de Agonía del Getsemaní para otorgarte un gran premio; porque no hay acto de confianza más grande entre amigos que el de descubrir al amigo el propio dolor. Ni la risa ni el beso son la prueba suprema del amor sino el llanto y el dolor comunicados al amigo. Tú, amiga mía, lo has conocido pues que estuviste en el Getsemaní. Ahora estás sobre la Cruz y pruebas penas de muerte. Apóyate en tu Señor mientras El te da una hora de preparación para la muerte.
I
"Padre mío, si es posible, pase de Mí este cáliz"
"No es una de las siete palabras desde la Cruz, pero es ya palabra de pasión. Es el primer acto de la Pasión que se inicia. Es la preparación necesaria para las demás fases del holocausto. Es invocación al Dador de la vida, resignación, humildad y oración en la que se entremezclan: la carne ennobleciéndose y el alma perfeccionándose, con la voluntad del espíritu y la fragilidad de la criatura que repugna la muerte.
El hombre, siempre un niño por más que llegue a centenario
"¡Padre...!" ¡Oh!, es la hora en la que el mundo desaparece para los sentidos y la inteligencia mientras se acerca a la velocidad de un meteoro el pensamiento de la otra vida, de lo desconocido, del juicio. El hombre, siempre un niño por más que llegue a centenario, es como un infante despavorido que, dejado solo, busca el seno de Dios.
Marido, mujer, hermanos, padres, amigos... Lo eran todo mientras la vida se hallaba lejos de la muerte, mientras la muerte era tan sólo un pensamiento oculto entre nieblas lejanas. Mas, tan pronto sale la muerte de entre los velos y avanza, he aquí que, por un trastrueque de situación, los padres, los hijos, los amigos, los hermanos, el marido y la mujer pierden sus rasgos definidos, su valor afectivo, borrándose ante el avance de la muerte. Como voces que se van atenuando con la distancia, las cosas de la tierra van perdiendo vigor al tiempo que lo adquieren las del más allá, aquello que hasta ayer parecía tan lejano... Y un movimiento de miedo se apodera de la criatura.
Si no fuese penosa y temerosa, la muerte no sería el extremo castigo y el medio extremo de expiación concedido al hombre. Hasta tanto no existió la Culpa, la muerte no fue tal sino dormición. Y donde no hubo culpa tampoco hubo muerte, como ocurrió con María Santísima. Si Yo morí fue porque sobre Mí gravitaba todo el Pecado y, por eso, probé la repugnancia de morir.
"¡Padre!" ¡Oh!, este Dios tantas veces dejado de amar o amado en último lugar después de que el corazón amó a parientes y amigos, tuvo otros amores indignos con criaturas viciosas o amó las cosas como a dioses, este Dios tan frecuentemente olvidado, que permitió se le olvidase al respetar la libertad de poderle olvidar, que dejó hacer, que fue tal vez burlado, maldecido y hasta negado, he aquí que vuelve a surgir en la mente del hombre recobrando sus derechos. Truena: "¡Soy Yo!" y para no hacer morir de espanto con la revelación de su poder, medicina ese potente "soy Yo" con una palabra suave: "Padre". "Yo soy tu Padre". Y ya no es terror sino abandono el sentimiento que despierta esta palabra. Yo, Yo que debía morir y comprendía lo que es morir después de haber enseñado a los hombres a vivir llamando "Padre" al Altísimo Jehová., he aquí que os enseñé a morir sin terror llamando "Padre" al Dios que torna a surgir entre los espasmos de la agonía o se hace más presente al espíritu del moribundo.
"¡Padre!". No temáis. ¡Vosotros que morís, no temáis a ese Dios que es Padre! No se presenta justiciero provisto de registros y de hacha, ni cínico desposeyéndoos de la vida y de los afectos sino que viene con los brazos abiertos diciendo: "Torna a tu morada; ven al descanso; yo te compensaré con usura cuanto aquí dejas. Y, te lo juro, en mi seno harás mucho más en favor de los que aquí dejas que no permaneciendo aquí abajo en lucha afanosa y no siempre remunerada".
Con todo, la muerte comporta siempre dolor. Dolor por el sufrimiento físico, dolor por el sufrimiento moral y dolor por el sufrimiento espiritual. Debe comportar dolor, lo repito, si ha de ser el medio para la última expiación en el tiempo. Y en un fluctuar de nieblas que cubren y descubren alternativamente lo que en la vida se amó y lo que de modo temeroso nos presenta el más allá, el alma, la mente, el corazón, como nave presa de una gran tempestad, pasan –de zonas tranquilas que gozan ya de la paz del inminente puerto, a la sazón cercano, visible y tan sereno que comunica una quietud beatífica y una sensación de reposo semejante al de quien, a punto de dar por concluido un esfuerzo, pregusta el gozo del próximo descanso– pasan a zonas en las que la tempestad les sacude, les golpea y les hace sufrir, empavorecer y gemir. Es de nuevo el mundo, el afanoso mundo con todos sus tentáculos: familia, negocios; es la angustia de la agonía, es el susto del último paso... ¿Y después? ¿Y después...? Las tinieblas embisten, sofocan la luz, silban sus terrores... ¿Dónde está pues el Cielo? ¿Por qué morir? ¿Por qué tener que morir? Y el grito borbotea ya en la garganta: "¡No quiero morir!"
"Pero no se haga mi voluntad sino la tuya"
No, hermanos míos que morís, pues justo y santo es el morir al ser voluntad de Dios. No, no gritéis así. Ese grito no viene de vuestra alma sino del Adversario que sugestiona vuestra debilidad haciéndooslo proferir. Cambiad el grito rebelde a otro de amor y de confianza: "Padre, si es posible, pase de mí este cáliz". Como el arco iris tras la borrasca, he aquí que ese grito consigue la luz, la calma, veis de nuevo el Cielo, las razones santas y el premio del morir que no es otro sino el retorno al Padre; y entonces comprendéis que también el espíritu, o mejor, que el espíritu tiene derechos superiores a los de la carne porque él es eterno y de naturaleza sobrenatural y, por eso, goza de preeminencia sobre la carne, siendo entonces cuando pronuncia las palabras que os absuelven de todos vuestros pecados de rebelión: "Pero no se haga mi voluntad sino la tuya".
Aquí está la paz, aquí está la victoria. El ángel de Dios se estrecha a vosotros y os conforta porque vencisteis en la batalla preparatoria transformando la muerte en triunfo.
II
Es el momento de despojarse de todo cuanto supone peso para volar con mayor seguridad a Dios. No podéis llevar con vosotros afectos ni riquezas que no sean espirituales y buenas. Y no hay hombre que, al morir, no tenga algo que perdonar a alguno o a muchos de sus semejantes en muchas cosas y por múltiples motivos. ¿Qué hombre hay que llegue a morir sin haber sufrido el amargor de una traición, de un desamor, de un engaño, de una usura o de otro daño cualquiera de parte de parientes, consortes o amigos? Pues bien, es la hora de perdonar para ser perdonados. Perdonar de un modo pleno, dejando a un lado, no sólo el rencor y el recuerdo sino hasta la persuasión de que el motivo de nuestro rencor era justo. Es la hora de la muerte en la que el tiempo, el mundo, los negocios y los afectos terminaron quedando reducidos a "nada". Sólo una verdad a la sazón existe: Dios. ¿A qué pues llevar más allá de los umbrales lo que es de la parte de acá de los mismos?
Perdonar. Y, dado que llegar a la perfección del amor y del perdón que consiste en no decir siquiera: "Con todo yo tenía razón", es muy difícil, o mejor dicho demasiado difícil para el hombre, debe traspasar al Padre el encargo de perdonar por nosotros, entregarle nuestro perdón a El que no es hombre, que es perfecto, que es bueno y que es Padre, para que El lo depure con su Fuego y se lo dé, una vez perfeccionado, a quien merezca el perdón.
Perdonar, a los vivos y a los muertos. Sí, también a los muertos que nos causaron dolor. La muerte limó muchas aristas al enojo de las ofensas o todas tal vez. Con todo, aún perdura el recuerdo. Hicieron sufrir, se recuerda que hicieron sufrir y este recuerdo pone siempre límites a nuestro perdón. Mas ahora ya no, pues la muerte viene a retirarle todos los límites al espíritu que penetra en el infinito. Hay que eliminar por tanto, hasta este recuerdo que pone limites al perdón. Perdonar, perdonar para que el alma no tenga sobre sí el peso y el tormento de los recuerdos y pueda estar en paz con todos los hermanos vivos o penantes previo al encuentro con el Pacífico.
"¡Padre, perdónales!" Humildad santa, dulce amor del perdón otorgado que van sobreentendidos en el perdón que se pide a Dios por los débitos con El y con el prójimo y que tiene todo aquel que pide perdón para los hermanos. Este es un acto de amor; y morir en un acto de amor es ganar la indulgencia del amor. Dichosos aquellos que saben perdonar en expiación de todas las durezas de corazón y de las culpas de la ira.
III
¡He aquí a tu hijo! Hacer cesión de lo que nos es querido con previsor y santo pensamiento; ceder los afectos y cederse a Dios sin resistencia; no envidiar al que posee lo que dejamos. Con esa frase podéis confiar a Dios cuanto tenéis en el corazón y lo abandonáis, lo mismo que cuanto os angustia y hasta vuestro propio espíritu.
Recordarle al Padre que es Padre y poner en sus manos el espíritu que torna a su Fuente; decirle: "Heme aquí, aquí estoy; tómame contigo porque me dono a Ti; mi cesión no es en fuerza de las circunstancias sino que mi. donación es porque te amo como hijo que torna a su padre". Y decirle: "He aquí, éstos son mis seres queridos, te los entrego; éstos son mis negocios, aquellos negocios que alguna vez fueron motivo de que fuese injusto, envidioso del prójimo e hicieron que me olvidase de Ti porque me parecían –lo eran ciertamente, si bien yo los tenía por más de lo que eran– me parecían de capital importancia para el bienestar de los míos, para mi honor y por el aprecio que me proporcionaban. Creí también que sólo yo fuese capaz de administrarlos, por lo que me tuve por indispensable para su gestión. Ahora veo... que era tan sólo una pieza insignificante en el perfecto engranaje de tu Providencia y, a las veces, un mecanismo imperfecto que descomponía la labor del organismo perfecto. Ahora que las luces y las voces del mundo se apagan y todo se va alejando, veo... siento.. cómo mis obras eran insuficientes, gastadas e incompletas y cómo estaban en desacuerdo con el Bien. Me jacté de ser algo y, con todo, Tú –previsor, providente y santo– aún te dignabas corregir mis labores haciendo que fuesen útiles. Me jacté y hasta llegué a decir que no me amabas porque no me acompañaba el éxito en lo que emprendía, como a aquellos a los que yo envidiaba. Ahora lo veo. ¡Ten compasión de mí!".
Humilde abandono, pensamiento agradecido de la Providencia como reparación de vuestras presunciones, avideces, envidias y sustituciones de Dios con pobres cosas humanas y con ansias de toda suerte de riquezas.
IV
Habéis aceptado el cáliz de la muerte, habéis perdonado y hecho cesión de lo que era vuestro, hasta incluso de vosotros mismos. Habéis mortificado grandemente el yo humano y liberado el alma de lo que desagrada a Dios: del espíritu de rebeldía, de rencor y de codicia. Habéis cedido al Señor la vida, la justicia, la propiedad, la pobre vida, la más pobre justicia y las tres veces pobres propiedades humanas. Nuevos Jobs, os encontráis desfallecidos y despojados ante Dios. Podéis por tanto decir: "Acuérdate de mí".
La última hora decide la vida eterna.
Ya no sois nada: Ni salud ni arrogancia ni riqueza. No sois dueños ni de vosotros mismos. Sois oruga con posibilidad de llegar a ser mariposa o bien podriros en la cárcel del cuerpo causando una postrer herida a vuestro espíritu. Sois fango que torna al fango o fango que se cambia a estrella según que prefiráis hundiros en la cloaca del Adversario o ascender al vértice de Dios. La última hora decide la vida eterna. Recordadlo y gritad: "¡Acuérdate de mí!".
Dios escucha ese grito del pobre Job para colmarle de bienes en su Reino. Resulta dulce para un Padre perdonar, intervenir y consolar. Tan pronto escucha este grito, os dice: "Hijo, estoy contigo, no temas".
Pronunciad estas palabras a fin de reparar las veces que os olvidasteis del Padre o fuisteis soberbios.
V
"Dios mío, ¿por qué me has abandonado?"
Parece a veces que Dios abandona. Mas no es así sino que se esconde para que aumente la expiación y conceder así mayor perdón. ¿Puede el hombre lamentarse con ira de ello cuando él abandonó infinitas veces a Dios? Y ¿debe desesperar de Dios porque El le pruebe?
¡Qué de cosas pusisteis en vuestro corazón que no eran Dios! ¡Cuántas veces os mostrasteis indiferentes con El! ¡Con cuántas cosas le rechazasteis y echasteis de vosotros! Llenasteis vuestro corazón de todo y después lo cerrasteis echándole el cerrojo porque temíais que Dios, si entraba, podía turbar vuestro quietismo indolente y purificar su templo echando de él a los usurpadores. ¿Qué os importaba de Dios mientras fuisteis felices? Os decíais: "Tengo ya de todo porque me lo he granjeado". Y cuando no fuisteis felices ¿acaso no huisteis de Dios culpándole de vuestro mal?
¡Oh hijos injustos! que bebéis el veneno, os introducís en los laberintos, os lanzáis por los precipicios, penetráis en las guaridas de serpientes y otras fieras y después decís: "Dios tiene la culpa". Si Dios no fuese Padre y Padre santo, ¿qué habría de responder a vuestro lamento de las horas dolorosas cuando en las horas felices os olvidasteis de El? ¡Oh hijos injustos que, llenos de culpas como estáis, pretendéis ser tratados como no lo fue el Hijo de Dios en la hora del holocausto! Decid, ¿quién estuvo más abandonado? ¿No lo estuvo acaso Cristo quien, para salvar, aceptó el abandono total de Dios tras haberle amado siempre de un modo activo? ¿No lo estuvo acaso Cristo quien, para salvar, aceptó el abandono total de Dios tras haberle amado siempre de un modo activo? ¿No lleváis acaso vosotros el nombre de "cristianos"? Y ¿no tenéis el deber de salvaros siquiera a vosotros mismos?
No está la salvación en la turbia desidia que se complace en sí misma y teme la sobrevengan molestias por acoger al Activo. Imitad entonces a Cristo lanzando este grito en el momento en que la nota del grito sea nota de mansedumbre y de humildad y no de blasfemia ni de reproche. ¿Por qué me has abandonado Tú que sabes que sin Ti nada puedo? Ven, Padre, ven a salvarme, a infundirme fortaleza para que yo me salve a mí mismo, ya que son horrendas las apreturas de muerte y el adversario acrecienta astutamente su poder susurrándome que Tú ya no me amas. Haz que sienta, Padre, no por mis méritos, sino porque soy una nada sin valor alguno que no sabe vencer de encontrarse solo, cayendo ahora en la cuenta de que la vida era trabajo para ir al Cielo".
Está dicho: "¡Ay de los que se encuentran solos!" (Ecl. 4, 10). ¡Ay de quien se encuentra solo a la hora de la muerte, solo consigo mismo contra Satanás y contra la carne! Mas no temáis porque si llamáis al Padre, El acudirá. Y esta humilde invocación expiará vuestras culpables torpezas para con Dios, vuestra falsa piedad y los desordenados amores del yo que os hacen indolentes.
VI
Sí, verdaderamente, cuando se ha captado el auténtico valor que tiene la vida eterna respecto del falso metal de la vida terrena, cuando se ha aceptado como una santa obediencia la purificación del dolor y de la muerte, cuando en pocas horas o en pocos minutos tal vez se ha crecido en sabiduría y en gracia ante Dios más de lo que se hubiera crecido en muchos años de vida, viene una sed profunda de aguas celestiales y de cosas del Cielo. Quedaron vencidas todas las lujurias de la sed humana, pero se despierta la sed sobrenatural de poseer a Dios, la sed del amor. El alma aspira a beber el amor y a ser por él absorbida. Como el agua de lluvia que cae al suelo y no quiere convertirse en fango sino tornar a ser nube, así el alma tiene sed ahora de subir al lugar del que bajó. A punto de quedar rotos los muros carnales, la prisionera percibe ya las auras del Lugar de origen y anhela con todo su ser retornar a él.
¿Cuál es el peregrino exhausto que, viendo ya próximo, tras largos años, el lugar nativo, no concentra todas sus fuerzas y prosigue veloz y tenaz, despreocupado de todo lo que no sea llegar al sitio del que un día partió dejando en él su verdadero bien que ahora está cierto de recobrar y de gustar con más subido placer dada la experiencia que tiene del pobre bien que no sacia y que encontró en el lugar del exilio?
"Tengo sed". Sed de Ti, mi Dios. Sed de tenerte, de poseerte y sed de darte, porque en los límites entre la tierra y el Cielo se sabe ya entender, cual se debe, el amor al prójimo y se despierta un deseo de hacer por que llegue Dios en posesión al prójimo que dejamos. Es la santa laboriosidad de los santos que, cual granos muertos convertidos en espiga, se derraman con amor para proporcionar amor y hacer que ame a Dios aquel que aún está debatiéndose en las luchas de la tierra. "Tengo sed". Una vez llegada el alma a los umbrales de la Vida, no hay más que un agua que sacie: el Agua viva, Dios mismo.
El Amor verdadero es Dios mismo, amor contrapuesto al egoísmo. El egoísmo murió en los justos antes que la carne y el que reina en ellos es el amor que grita: "Tengo sed de Ti y de almas. Salvar. Amar. Morir para gozar de la libertad de amar y de salvar. Morir para nacer. Dejar para poseer. Rechazar toda dulzura, todo consuelo porque todo lo de aquí abajo es vanidad y lo que el alma tan sólo quiere es anegarse en el río, en el océano de la Divinidad, beber de Ella y estar en Ella sin tener más sed al haberle acogido la Fuente del Agua de la Vida".
Es preciso tener esta sed en reparación del desamor y de la lujuria.
VII
Cumplidas están todas las renuncias, todos los sufrimientos, todas las pruebas, las luchas, las victorias, las ofrendas: todo. A la sazón resta sólo presentarse ante Dios. Concluyó el tiempo concedido a la criatura para llegar a ser un dios, lo mismo que a Satanás para tentarla. Cesa el dolor, cesa la prueba, cesa la lucha. Quedan únicamente el juicio y la amorosa purificación o llega de inmediato la morada dichosísima del Cielo. Mas tocó a su fin cuanto es tierra y voluntad humana.
¡Todo está cumplido! Esta es la palabra de la completa resignación o del gozoso reconocimiento de haber terminado la prueba y consumado el holocausto. No me refiero aquí a los que mueren en pecado mortal, a los que no dicen: "todo está cumplido", sino que, con un grito de victoria o un llanto de dolor, lo dicen por ellos el ángel de las tinieblas, victorioso, el ángel de la guarda, vencido. Me refiero a los pecadores arrepentidos, a los buenos cristianos o a los héroes de la virtud. Estos, cada vez más vivos en su espíritu al tiempo que la muerte se apodera de la carne, murmuran a gritan, resignados o gozosos: "Todo está consumado. Terminó el sacrificio. ¡Tómalo como expiación mía! ¡Tómalo como ofrenda mía de amor!". Así se expresan los espíritus con la penúltima palabra según que sufran la muerte por ley común o, como almas víctimas, la ofrezcan en voluntario sacrificio. Mas, tanto los unos como los otros, una vez llegados a la liberación de la materia, reclinan su espíritu en el seno de Dios diciendo: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu".
"¿Sabes, María, qué supone expirar con esta elevación hecha viva en el corazón? Es expirar en el beso de Dios. Hay muchas preparaciones para la muerte. Mas, créeme, ésta, basada en mis palabras, es, dentro de su sencillez, la más santa de todas".
Jesús me ha dado este dictado a las 12, cuando, terminada ya la visión tenida a primeras horas de la mañana, creía haber finalizado de escribir, habiéndome puesto a coser con gran fatiga, pero forzosamente si había de preparar lencería necesaria para la casa. Al momento he dejado dedal y aguja volviendo a tomar la pluma. Y, gravísima como estoy, he recibido a modo de preciosísimo regalo esta preparación para la muerte.
251-260
A. M. D. G.