19 de octubre de 1947

 

 

Oponed las armas, que es María, a la serpiente que avanza

 

 


 

Oponed las armas, que es María, a la gran Serpiente que avanza

 


 

Se aparecen la Virgen, San Miguel y San Gabriel

Tras haber estado todo el día de ayer con la visión de la zona romana que, desde la basílica de San Pablo se extiende por la campiña que va hacia el sur respecto de Roma, zona sobre la que vi caer rosas el 5 de mayo último, teniendo a mi izquierda la Vía Apia, no de los pocos lugares de Roma que recuerdo bien por haberlos visto en mi única estancia de tres días en Roma el año 1920 (octubre) cuando fui a visitar la tumba de San Pablo y a la derecha el Tíber que se dirige al mar –y no sé por qué haya de tener presente durante todo el día esta zona de la campiña romana–. Al llegar la noche viene una vez más María Santísima a hacerme feliz... Y hasta aquí nada de extraordinario ha ocurrido como para haber de escribir esta palabras.

Mas, después de haberme saturado el gozo de ver a María, he aquí que aparece el arcángel San Miguel, siempre tan imponente, o mejor, tan temerosamente bello, con su espada flamígera en la mano derecha. Y cesa aquí la visión para mí sola, pasando a ser comunicación general.

 

"Oponed las armas, que es 'María', a la gran Serpiente que avanza"

 

El Arcángel, señalando a María Santísima, toda hermosa en su humildad virginal –es imposible describir su gracia de Niña eterna...– grita: "Oponed las armas, que es 'María', a la gran Serpiente que avanza". ¡Qué voz tan potente! Vibra la atmósfera como el rumor de un rayo armónico. María Santísima inclina la cabeza mirando con infinita compasión a la Tierra... Y el Arcángel lanza por tres veces su potente grito. ¡Es por demás severo e imperioso el Arcángel defensor...! Después del tercer grito y del silencio que le sigue, se postra delante de María venerándola y diciendo: "¡Tú sola eres defensa! ¡Tú sola victoriosa! ¡Tú sola esperanza de salvación contra el veneno de Satanás! ¡Madre de Aquel que no tiene igual, yo te saludo, mi Reina!"

Aún está postrado cuando, portando consigo una luz respecto de la cual resulta tenue el fulgor de San Miguel, desciende volando raudo desde los Cielos a la Tierra el Arcángel San Gabriel. Tiene entre las manos un turibulo de oro humeando incienso. Sus cabellos y vestidos amarillean y blanquean en su figura espiritual, bien que, para hacerse visible a mi humanidad, la rebaja con aspecto humano. Su figura despide luz, la gozosa luz del Paraíso. Cantando –ya que la voz de S. Gabriel resulta un canto suavísimo e indescriptible– vuela en torno a María incensándola con su turibulo y diciendo: "¡Ave María! ¡Reina de los ángeles, salud de los hombres y amor de Dios Uno y Trino! Después de Dios ¿quién como tú, María? ¡Salve, Reina gloriosísima del Cielo, medicina para todas las enfermedades quedan muerte a los espíritus y viertes a raudales Fe, Esperanza y Caridad en los hombres! ¡Ave María!".

¡Qué noche tan feliz! Me quedo contemplando por largo tiempo a la Virgen gloriosa y a los dos esplendorosos y tan distintos Arcángeles, hasta que un plácido sueño (después de tantas noches de espasmos agudos) se apodera de mí y me dura hasta el amanecer. Cuando me despierto, vuelve todo con su frescura a mi mente y el corazón se me colma de gozo como cuando lo estaba viendo.

Pero a mi gozo interior espiritual se une un pensamiento angustioso con las palabras de S. Miguel: "Oponed las armas, que es 'María', a la gran Serpiente que avanza". Palabras que, unidas a otras muchas... me hacen temblar por la Iglesia de Roma y por nosotros, pobres y tan débiles cristianos del siglo veinte.

Para dar una referencia lo más exacta posible acerca del lugar en el que, en lo alto entre el cielo y la tierra, veía desarrollarse la visión de la veneración angélica a la bienaventurada Virgen María, diré que la tumba de Cecilia Metella estaba a mi espalda, o sea, detrás de mí, a la izquierda (yo daba la espalda a Roma), al nordeste del lugar, mientras que a mi derecha veía discurrir lento hacia el mar el Tíber.

Hoy es el tercer día en que, tras haber rogado a la Bienaventurada Virgen de las 3 Fuentes, he obtenido la gracia física que habíale pedido.

392-393

A. M. D. G.