EL APOCALIPSIS
CAPÍTULO 1º
VERSÍCULO 4º
"AQUEL QUE ES"
Aquel que es: el poder infinito
Aquel que es: la sabiduría perfectísima
Mas Aquel que es y es sabiduría perfectísima
El Hijo, por tanto, hace la revelación del Padre al mundo
El Reino de Dios. El Reino de Cristo.
Reino visible mediante la Iglesia, aunque reino también invisible este reino de Dios en nosotros.
A la espera de poder conceder a sus elegidos el Reino celestial, El les otorga la paz.
Versículo 4º: "Aquel que es" es el antiguo nombre de Dios, aquel con el que Dios se identificó a Moisés sobre el monte, aquel que Moisés enseñó a su Pueblo para que pudiese invocar a Dios.- Toda la eternidad, todo el poder y toda la sabiduría de Dios fulguran en este nombre.
No hubo un Dios anterior ni tampoco habrá un Dios futuro. El es: el presente eterno.
Si el entendimiento humano, el más poderoso de los entendimientos humanos; si un poderoso, siquiera se trate del más poderoso de los humanos, con deseo puro y puro pensamiento desprovisto de humano orgullo medita esta eternidad de Dios, dicha lección, meditación o contemplación le hará sentir cual ninguna otra lo que Dios es y lo que es él: el Todo y la nada; el Eterno y el transitorio; el Inmutable y el mudable; el Inmenso y el limitado. Con esto brota la humildad, brota la adoración adecuada al Ser divino al que se ha de tributar adoración y surge la confianza por cuanto el hombre, el nada, el granito de polvo respecto del Todo y todo lo creado por el Todo, se siente bajo el rayo de la protección de Aquel que, existiendo desde la eternidad, quiso que hubiese hombres a los que hacerles partícipes de su infinito amor.
Aquel que es: el poder infinito
¿Qué cosa o persona podría existir por sí? Ninguna. Sin combustibles y fusiones de partículas esparcidas por los firmamentos no se forma un nuevo astro, como tampoco se forma espontáneamente un hongo. Tanto para el astro mayor que la Tierra como para el hongo microscópico son precisos materiales preexistentes y especiales condiciones de ambiente para la formación de un nuevo cuerpo, bien sea éste grandísimo o microscópico. Mas ¿quién dio lugar a que el astro y el hongo se formasen? Aquel que creó todo cuanto existe, ya que El existía de siempre y de siempre era poderoso.
Así pues, para todo cuanto existe hubo un Principio creador que, o bien creó directamente (la primera creación) o mantuvo y favoreció el perpetuarse y renovarse de la creación. Pero a El ¿quién le creó? Nadie. El existe por Sí mismo no debiendo su Ser a persona o cosa alguna. El es y no necesitó de otro alguno para ser, como tampoco ser alguno contrario a El, si bien por El creado -porque todo espíritu, carne o criatura del mundo irracional sensible fue creado por Dios- puede hacer que no exista. Y si todo cuanto existe en el Cielo espiritual, en la Creación sensible y en los Infiernos es ya un testimonio de su inmenso poder, el hecho de existir sin haber él recibido principio de otro ser o cosa alguna, es testimonio inmenso de su inmenso poder
Aquel que es: la sabiduría perfectísima
Aquel que es: la sabiduría perfectísima e increada, que no tuvo necesidad de autoformarse ni de formarse mediante maestros para ser la Sabiduría que, al crear cuanto no existía, no sufrió equivocación alguna, creando y queriendo a la perfección.
¿Qué inventor, innovador o pensador hay, por justo que sea el deseo que le mueve a investigar, conocer o explicar, tanto los misterios excelsos como los naturales, que no caiga en algún error y haga de su inteligencia un motivo de daño para sí y para los demás? La raíz del daño para toda la Humanidad ¿no tuvo acaso su origen en el deseo de los Progenitores de conocer y adentrarse en los dominios de Dios? Seducidos al momento por la falsa promesa del Adversario, quisieron conocer... y cayeron en error, como caen los pensadores, científicos y hombres en general.
Mas Aquel que es y es sabiduría perfectísima, no cometió ni comete error alguno y el mal y el dolor que redujeron a la imperfección lo que fue creado perfecto, nunca deben atribuirse al Omnisciente sino a quienes quisieron y quieren salir de esa ley de orden que Dios estableció para todas las cosas y todos los seres vivientes. Orden espiritual, orden moral y orden físico perfectos que, de haberse respetado, habrían mantenido la Tierra en su estado de paraíso terrenal y a los hombres que la habitan en la condición feliz de Adán y Eva anterior a la culpa.
"Aquel que es", nombre antiguo de Dios debido a un exceso de veneración despertado espontáneamente en el yo de los hombres conscientes de su condición de seres decaídos de la Gracia y merecedores de los rigores de Dios -era entonces el tiempo en que Dios era para los hombres el Dios terrible del Sinaí, el Juez dispuesto a la venganza- fue muy pronto sustituido por este otro: Adonai. Y esto, bien por diversidad de pronunciación, como ocurre en todas las naciones y en todos los tiempos con su diversidad de regiones o por haberlo usado muy raramente debido a una excesiva integral aplicación del mandamiento: "No pronunciarás en vano el Nombre del Señor tu Dios", provocó una alteración de la primitiva pronunciación: "Jehová". Mas en Galilea, en donde el Emmanuel habría de pasar la casi totalidad de su vida de Dios entre los hombres, según su nombre profético de Emmanuel, y de la que habría de salir para esparcir la Buena Nueva, El, que era la Palabra de Dios que se hizo Hombre, para iniciar su misión de Salvador y Redentor que habría de concluir sobre el Gólgota, aquel nombre, enseñado por el Eterno a Moisés, conservó su sonido inicial: Jehová
Y en el nombre del Hijo de Dios hecho Hombre, en el nombre que Dios mismo impuso a su Hijo encarnado y que el Ángel de los felices anuncios comunicó a la Virgen inmaculada, hay para quien sabe leer y entender, un eco de ese nombre y la Palabra que lo llevaba enseñó de nuevo a los suyos la palabra verdadera: Jehová, con la que designar a Dios y designar a su Padre Santísimo por el que el Hijo fue engendrado y de los Cuales procede el Espíritu Santo. Y procede para engendrar, a su debido tiempo, en el seno de la Virgen al Cristo Salvador, a Jesús, el Hijo de Dios y de la Mujer, Aquel que, además de ser el Mesías y Redentor prometido, es el más veraz testimonio del Padre y de su Voluntad, el testimonio de la Verdad, de la Caridad y del Reino de Dios.
El Padre y el Hijo, siempre Una sola cosa por más que temporalmente el Hijo tomara Persona humana sin por ello perder su eterna Persona divina, siempre Una sola cosa por el amor perfecto que les unía, diéronse recíprocamente testimonio. Y así el Padre se lo da al Hijo en el Bautismo del Jordán, sobre el Tabor al transfigurarse y en el Templo, con ocasión de la última Pascua, en presencia incluso de los Gentiles llegados para conocer a Jesús (Juan 12, 28). Y a este triple testimonio sensible se han de añadir los testimonios de los más grandes milagros obrados por Cristo, casi siempre tras haber invocado al Padre. Con toda verdad puede asegurarse que la invisible presencia del Padre, que es Espíritu eterno y purísimo, fulguró como rayo de incontenible luz al que obstáculo alguno puede detener, en todas las manifestaciones de Cristo, lo mismo en su calidad de Maestro que en la de operador de milagros y de obras divinas.
Dios, el Padre, creó al hombre de polvo y le infundió el soplo de la vida y el espíritu, soplo divino e inmortal. Asimismo el Padre, públicamente o sin ser invocado por el Hijo, devolvió con El la vida a una carne muerta y, con la vida, el alma y también la reconstrucción de las carnes que, por muerte (caso de Lázaro) o por enfermedad (lepra) estaban ya deshechas o destruidas; y, convirtiendo al pecador, restablece en él la ley moral y recrea el espíritu caído en pecado hasta la magna recreación de la Gracia mediante el sacrificio de Cristo a favor de todos aquellos que creen en El y acogen su Doctrina entrando a formar parte de su Iglesia.
El Hijo, por tanto, hace la revelación del Padre al mundo que lo ignora y también al pequeño mundo de Israel que, sin ignorarlo, desconocía la verdad de amor, de misericordia y de justicia moderada por la caridad que es su Naturaleza. "Quien me ve a Mí ve a mi Padre. Mi doctrina no es mía sino de Aquel que me envió. La Verdad que me envió, su Palabra, vosotros no la conocéis sino que la conozco Yo porque me engendró. El Padre que me envió no dejó solo a su Hijo, pues El está conmigo. Yo y el Padre somos Una sola cosa". Y revela al Espíritu Santo, amor mutuo, abrazo y beso eternos del Padre y del Hijo, Espíritu del Espíritu de Dios, Espíritu de verdad, Espíritu de consolación, Espíritu de sabiduría que confirmara a los creyentes en la Fe y les amaestrará en la Sabiduría El, Teólogo de los teólogos, luz de los místicos, Ojo de los contemplativos y Fuego de los amantes de Dios.
Toda la enseñanza y las obras todas de Cristo son un testimonio del Padre y revelación del misterio incomprensible de la Santísima Trinidad. De esta Trinidad por la que fue posible la Creación, la Redención y la Santificación del hombre. De esta Trinidad por la que, sin destruir la primera creación que llegó a corromperse, pudo producirse una recreación o nueva creación de una pareja sin mancha: de una nueva Eva y de un nuevo Adán, medio con el que recrear a la Gracia y, por tanto, restablecer el orden violado y hacer que pudiesen conseguir el fin último los hombres descendientes de Adán.
Por querer del Padre, a la vista de los méritos del Hijo y por la obra del Espíritu Santo, pudo el Hijo tomar carne humana de la Mujer inmaculada, nueva y fiel Eva, porque el Espíritu de Dios cubrió con su sombra el Arca no hecha por mano de hombre y llegar a ser realidad el nuevo Adán, el Vencedor, el Redentor, el Rey del Reino de los Cielos al que son llamados los que, acogiéndole con amor y siguiendo su doctrina, merecen llegar ser hijos de Dios coherederos del Cielo.
Desde las primeras palabras del Maestro hasta las últimas en el Cenáculo, en el Sanedrín, en el Pretorio y sobre el Gólgota; y desde estas a las anteriores a la Ascensión, Jesús siempre dio testimonio del Padre y del Reino de los Cielos.
El Reino de Dios. El Reino de Cristo. Dos reinos que son uno solo al ser Cristo una sola cosa con Dios y porque Dios dio a Cristo y por Cristo todas las cosas que por su medio fueron hechas después de que el Eterno habíalas visto todas en su Unigénito, Sabiduría infinita, Origen como Dios, Fin como Dios, causa como Dios-Hombre de la creación, de la deificación y de la redención del Hombre. Dos reinos que son un solo reino porque el Reino de Cristo en nosotros nos otorga la posesión del Reino de Dios.
Y Cristo al decir al Padre: "Venga tu Reino", como Fundador, como Rey de reyes, como Hijo y Heredero eterno de todos los bienes eternos del Padre, lo instaura desde la Tierra, lo establece en nosotros, hacer una sola cosa de su Reino y el de su Padre y los une juntando el de la Tierra, a modo de místico puente que es su larga Cruz de Hombre entre los hombres que le comprenden y de Mártir por medio de los hombres y por el bien de los hombres, con el del Cielo. A ese Reino de Dios le asigna por palacio visible la Iglesia, por estatutos las leyes de la Iglesia y por Rey a Sí mismo, siendo su Cabeza y Pontífice eterno. Como todo rey, establece sus ministros y con toda claridad lo define como "anticipo" del Reino eterno y a la Iglesia como "nueva Jerusalén terrena" que, al final de los tiempos, será transportada y transformada en la "Jerusalén celeste" en la que se regocijarán eternamente los resucitados y vivirán una vida tan solo por Dios conocida.
Reino visible mediante la Iglesia, aunque reino también invisible este reino de Dios en nosotros. El tomó semejanza con su Fundador que, como Hombre, fue y es un Rey visible y, como Dios, un Rey invisible al ser Espíritu purísimo al que se le presta fe por pura fe, ya que ojo humano alguno ni otro sentido humano vio jamás a Dios antes de haberse encarnado ni vio sensiblemente a la Primera ni a la Tercera Persona sino que las vio en las obras realizadas por Ellas o que había de realizar. Reino por tanto que, como el hombre, fue hecho a semejanza e imagen de su Fundador: verdadero y perfecto Hombre y, como tal, prototipo visible de los hombres tal como los creara el Padre contemplándolos en su Verbo eterno y en su Verbo encarnado, Dios verdadero y perfectísimo y, como tal, Espíritu Purísimo, invisible en su espiritual naturaleza divina, pero viviente sin posibilidad de principio ni fin al ser el "Viviente".
Así es el Reino de Dios representado sobre la Tierra por la Iglesia, Sociedad visible y viviente sin posibilidad de tener fin desde que la constituyó el Viviente. Así es el Reino de Dios en nosotros, invisible al ser cosa espiritual viviente en su parte espiritual y viviente desde que fue creado, salvo que el hombre destruya el Reino de Dios en él con el pecado y la persistencia en el mismo y dé muerte también a la Vida del espíritu.
Reino al que hay que servir y se ha de conquistar. Se le sirve sobre la Tierra y se le conquista más allá de la Tierra a través de las vicisitudes de la vida cotidiana. Cada año, cada mes, cada día, hora y minuto son, desde el uso de la razón hasta la muerte, un servicio del súbdito a su Dios haciendo su Voluntad, obedeciendo su ley y viviendo como "hijo" y no como enemigo o como bruto tal vez que elige como vida suya el menguado y transitorio goce animal, desechando el vivir de modo que le merezca el gozo celestial. Cada año, cada mes, cada día, hora y minuto son medio de conquista del Reino del Cielo.
"Mi Reino no es de este mundo" aseguró muchas veces la Verdad encarnada a sus elegidos, a sus amigos, a sus fieles y hasta a quienes le rechazaban y odiaban por el miedo de perder su poder mezquino.
"Mi Reino no es de este mundo" testimonió Cristo cuando se percató de que querían hacerle rey y huyó en solitario al monte (Juan 6, 15)
"Mi Reino no es de este mundo" respondió Cristo a Pilatos que le interrogaba.
"Mi Reino no es de este mundo" dijo igualmente por última vez a sus apóstoles antes de la Ascensión; y acerca de la reconstrucción del mismo, esperado todavía humanamente por sus elegidos, respondió: "Sólo el Padre conoce el tiempo y el momento, pues se lo ha reservado en su poder" (Hechos 1,7)
Así pues, Cristo dio siempre testimonio del Reino, de este doble Reino que es asimismo un solo Reino: el de Cristo-Dios en nosotros y el de nosotros en Dios y con Dios que llegará a ser Reino perfecto, inmutable, no sujeto ya a insidias ni corrupciones desde el momento en que "El, el Rey de los reyes, venga sobre las nubes y todos los ojos le vean (Apocalipsis 1,7), para tomar posesión de su Reino (Apocalipsis 19), para conseguir la victoria sobre todos sus enemigos, para juzgar y dar a cada cual lo que se mereció y transportar a los elegidos al mundo nuevo, al nuevo cielo y a la nueva tierra, a la nueva Jerusalén en la que no hay corrupción, llanto ni muerte (Apocalipsis 19-20-21)".
Y para dar testimonio con medios más válidos que las palabras de que El es el Rey visible del Reino de Dios, o sea, de un reino en el que la caridad, la justicia y el poder se ejercitan de forma sobrenatural, llevó a cabo acciones tan potentes cual rey alguno es capaz de realizar, dando libertad a miembros y conciencias ligados por enfermedades, posesiones o pecados graves; dominando las fuerzas mismas de la naturaleza, los elementos y hasta a los hombres cuando era conveniente hacerlo (Lucas 4,30; Juan 8, 59 y 11, 32), e, incluso, vencido a la muerte (la hija de Jairo, el hijo de la viuda de Naim, Lázaro), haciendo siempre uso de una caridad y de una justicia perfectas e imparciales y amaestrando con una sabiduría que contenía normas aplicables a todos los casos: materiales, morales o espirituales, de tal forma que sus propios enemigos veíanse forzados a confesar: "Ninguno habló jamás como El habla".
A los que decidían: "No queremos que Este reine", El responde con hechos milagrosos sobre los que el querer de los hombres no es capaz de dar explicación de poder alguno. Responde con su Resurrección y su Ascensión, indicando con ello que si pudieron darle muerte fue porque El lo permitió con fines de un amor infinito, pero que, con todo, El es Rey de un Reino en el que el poder es infinito puesto que puede darse a Sí mismo la vida e, incluso, ascender por Sí, como Hombre de verdadera carne, al Cielo, al lado de su Padre.
A la espera de poder conceder a sus elegidos el Reino celestial, El les otorga la paz. La paz que es, junto con la caridad, el aura de su Reino celeste. La paz que emana de El. De El que es Aquel que es y que es el Príncipe de la Paz que, para dar a los hombres la paz de la reconciliación con Dios, vino a la Tierra a asumir, El, que es el Ser eterno, carne, sangre y alma para unirlas hipostáticamente a su Divinidad y así llevar a cabo el Sacrificio perfecto que aplacó al Padre. Perfecto, porque la víctima inmolada para cancelar el pecado de la Humanidad y la ofensa inferida por la misma a Dios su Creador, era verdadera Carne que podía ser inmolada, Carne inocente y pura como de verdadero Dios.
De aquí que su Sacrificio fuese perfecto, apto y suficiente para lavar la Mancha, restituir la Gracia, convirtiéndonos en ciudadanos del Reino de Dios y siervos, no mediante esclavitud sino por espiritual sacerdocio que presta obsequio y culto a Dios, laborando para que se extienda su Reino y vayan almas y más almas a la Luz, a la Vida; a esa Vida inmortal hasta para la carne resucitada de los justos, como El lo atestiguó poder ser cierto mediante su Resurrección después de haber estado muerto El, el Viviente, llegando a ser de este modo el Primogénito de entre los muertos, de aquellos que en el último día volverán a asumir la carne de la que durante milenios, siglos o años se despojaron, para participar también con ella, ya que fue objeto de prueba, de lucha y de mérito sobre la tierra, del indecible gozo del conocimiento de Dios y de sus perfecciones.
Cuad.45-50, 507-514.
A. M. D. G.