JOSÉ ES SEÑALADO 

POR ESPOSO DE LA VIRGEN

 


 

#José habla con un viejo robusto   

#Dios elige al esposo de María haciendo florecer un ramo seco   

#El Pontífice presenta a María su esposo  

  #"Y yo uniré mi sacrificio al tuyo y amaremos mucho al Eterno con nuestra castidad, para que Él envíe lo más pronto a la tierra al Salvador, y nos permita ver su Luz resplandecer en el mundo. Ven, María. Vamos delante de su Casa y juremos amarnos como los ángeles lo hacen entre sí. Después yo iré a Nazaret a prepararte todo, tu casa, si quieres ir a ella, o a otra si así es tu voluntad."

 


 

Veo una rica sala con rico piso y cortinas y alfombras y muebles enchapados. Probablemente forma parte del Templo, porque hay sacerdotes, entre los que está Zacarías, y muchos hombres de varias edades, esto es, de veinte a cincuenta años.

Entre sí hablan quedo pero con animación. Parece que tienen ansia por algo que no sé. Todos traen vestidos de fiesta, nuevos o bien limpios, como si fuesen a asistir a una fiesta. Muchos se han quitado lo que les sirve de turbante, otros no, sobre todo los más avanzados en años. Los jóvenes hacen gala de sus cabezas descubiertas: unas de color rubio oscuro, otras de color muy negro, otras de un color cobrizo. Las cabelleras son generalmente cortas, pero hay algunas largas, que llegan hasta la espalda. Se ve que no se conocen entre sí, porque se miran curiosamente; pero sí parecen que tengan un punto afín, porque un solo pensamiento los persigue.

 

JOSÉ HABLA CON UN VIEJO ROBUSTO

 

En un ángulo veo a José. Habla con un viejo robusto. José tiene unos treinta años. Es un hombre bien presentado con cabellos cortos, más bien, encrespados, de color castaño mora, lo mismo que la barba; de bigotes que realzan un bien formado mentón, y que suben hacia unas mejillas moreno-rojizas, pero no de color olivo como en los otros hombres de color moreno. Tiene ojos oscuros, amables, profundos, muy serios, diría yo, hasta un poco tristes. Pero cuando sonríe, como ahora lo hace, se ven alegres y juveniles. Su vestido es de color café ligero, muy sencillo, pero bien arreglado.

Entra un grupo de jóvenes levitas y se coloca entre la puerta y una mesa larga y estrecha, que está cerca de la pared en cuyo centro está la puerta que queda abierta. Sólo queda una cortina recorrida, que llega a unos veinte centímetros a flor de tierra, y que cubre el hueco.

La curiosidad aumenta; y mucho más cuando una mano separa la cortina para dar paso a un levita, que trae en sus brazos un manojo de ramas secas en las que delicadamente hay una rama en flor. Una ligera espuma de pétalos blancos, que apenas si recuerdan su antiguo color rosado que irradia del centro y se hace más ligero en la extremidad de los delicados pétalos. El levita deposita el manojo de ramas sobre la mesa con mucho cuidado para no ajar esa rama en flor en medio de tantas secas.

Un ruido recorre la sala. Todos alargan sus cuellos. Todos tratan de mirar. También Zacarías y los sacerdotes que están cerca de la mesa quieren ver, pero no se ve nada. José en su ángulo, apenas si da una mirada al manojo de ramas y cuando su interlocutor le dice algo, hace señal de que no, como si dijese: "Imposible" y sonríe.

Se oye el sonido de la trompeta más allá de la cortina. Todos se callan y se ponen en fila correcta con la cara hacia la entrada, que se ve abierta, porque se ha corrido la cortina. Rodeado de otros ancianos entra el Sumo Pontífice. Todos se inclinan profundamente. El Pontífice se dirige a la mesa y habla estando de pie. 

 

DIOS ELIGE AL ESPOSO DE MARÍA 

HACIENDO FLORECER UN RAMO SECO

 

"Oídme, vosotros de la estirpe de David, que os habéis reunido por orden mía. El Señor ha hablado ¡sea bendito! Un rayo de su gloria ha descendido y como sol de primavera ha dado vida a un ramo seco, y este ha florecido milagrosamente, mientras que ningún otro ramo ha florecido hoy, hoy el último día de las Encenias; mientras que todavía no se ha disuelto la nieve que cayó sobre las alturas de Judá y es la única blancura que haya entre Sión y Betania. Dios ha hablado, haciéndose padre y tutor de la Virgen de David, quien no tiene como tutor a nadie más que a Él. Doncella santa, gloria del templo y de su estirpe, ha merecido que Dios hablase para conocer el nombre del esposo que el Eterno quiere darle. Este debe ser un hombre muy justo para que el Señor lo haya elegido para cuidar de la Virgen ¡a quien Él ama tanto! Esta es la razón por la que nuestro dolor se calma, y toda preocupación sobre el destino de Ella desaparece. Al que Dios señaló confiamos completamente la Virgen sobre la que está la bendición de Dios y nuestra. El nombre del esposo es José de Jacob betlemita, de la tribu de David, carpintero en Nazaret de Galilea. José: ven acá. El Sumo Sacerdote te lo ordena."

Un gran ruido. Cabezas que se vuelven, ojos y manos que hacen señas, expresiones de caras llenas de desilusión y expresiones que respiran alivio. Alguien, sobre todo entre los de más edad, estará contento de no haber tenido tal suerte.

José muy colorado, embarazado, avanza. Está ahora ante la mesa, frente al Pontífice a quien saluda reverentemente.

"Acercaos todos y ved el nombre escrito sobre la rama. Tome cada uno la suya, para que esté seguro de que no hay engaño."

Todos obedecen. Miran la rama que con delicadeza tiene el Sumo Sacerdote. Cada quien toma la suya propia. Unos la rompen, otros la guardan. Todos miran a José. Algunos miran y callan, otros se congratulan. El viejo con quien antes estaba hablando, dice: "Te lo había dicho, José. ¡Quien menos se siente seguro, es el que vence la partida!" Todos han pasado.

El Sumo Sacerdote da a José su ramo en flor, le pone luego sobre la espalda la mano y dice: "No es rica, y lo sabes, la esposa que Dios te entrega. Pero toda clase de virtudes hay en Ella. Procura hacerte siempre más digno de Ella. No hay flor en Israel más bella y pura que tu esposa. Salid ahora todos. Quédate, José. Y tú, Zacarías, pariente de Ella, tráela."

Salen todos, menos el Sumo Sacerdote y José. La cortina de la entrada vuelve a bajar.

José muy modesto está cerca del majestuosos Sacerdote. Silencio. Luego este le dice: "María tiene que decirte su promesa. Ayuda a su timidez. Sé bueno con Ella que es tan buena."

"Pondré lo que soy a su servicio y nada me pesará si se trata de Ella. Puedes estar seguro."

María entra con Zacarías y Anna de Fanuel.

 

EL PONTÍFICE PRESENTA A MARÍA SU ESPOSO

 

"Ven, María" dice el Pontífice. "Mira al esposo que Dios te destina. Es José de Nazaret. Volverás, pues, a tu ciudad. Ahora os dejo. Dios os de su bendición. El Señor os guarde y bendiga, os muestra su rostro y tenga misericordia de vosotros siempre. Vuelva a vosotros su rostro y os dé la paz."

Zacarías sale acompañando al Pontífice. Anna se congratula con el esposo y luego también sale.

 

DIALOGAN JOSÉ Y MARÍA

 

Los dos prometidos se quedan uno enfrente del otro. María está toda colorada, con la cabeza inclinada. José, también lo está, y la mira y trata de decirle algo. Encuentra finalmente las palabras y una sonrisa ilumina su cara. Dice: "Te saludo, María. Hace pocos días te vi cual niña... Fui amigo de tu padre y tengo un sobrino de mi hermano Alfeo a quien tanto amaba tu madre. Su pequeño amiguito, que ahora tiene ya sus dieciocho años, y cuando todavía no habías nacido, él era un varoncito, y con todo alegraba las tristezas de tu madre que lo amaba mucho. Tú no nos conoces porque te viniste acá muy pequeña, pero en Nazaret todos te quieren mucho y piensan y hablan de la pequeña María, hija de Joaquín, cuyo nacimiento fue un milagro del Señor que hizo hacer florecer a una flor estéril... Yo recuerdo la tarde en que naciste... Todos la recordamos después del prodigio de un gran aguacero que salvó la campiña, y de la tempestad en que los rayos no destruyeron ni siquiera una sola aulaga selvática, y que terminó con un arco iris tan grande y tan bello como nadie ha visto. Y luego... ¿quién no se acuerda de la alegría de Joaquín? Te llevaba por todas partes mostrándote a sus vecinos... como si fueses una flor que hubiera venido del cielo. Te admiraba y quería que todos te admirasen. Un feliz y anciano padre que murió hablando de su María tan bella y buena, de la de palabras llenas de gracia y sabiduría... Tenía razón de admirarte y de decir que no había ¡otra más bella que tú! ¿Y qué decir de tu madre? Con sus canciones llenaba toda su casa y parecía una alondra en primavera cuando te llevó en su vientre y mas tarde, en sus brazos. Yo te hice la cuna. Una cunita con dibujos de rosas, porque tu madre así la quiso. Tal vez todavía esté en tu casa... Yo soy viejo, María. Cuando naciste, empezaba a hacer mis primeros trabajos. Ya trabajaba... ¡Quién me lo hubiera dicho que ibas a ser mi esposa! Enterré a tu padre, y le lloré con un corazón sincero porque fue un buen maestro en mi vida."

María levanta poco a poco su rostro. Cada vez más va cobrando confianza al oír que José le habla de este modo, y cuando oye lo de la cuna, levemente sonríe y cuando José le dice lo de su padre, le extiende una mano y : "Gracias, José" dice. Un "gracias" tímido y delicado.

José toma entre sus cortas y fuertes manos de carpintero la manita de jazmín y la acaricia con un afecto que quiere hacer seguro. Tal vez espera que hable algo más, pero María nuevamente se queda callada. Entonces él continúa: "Tu casa, lo sabes, está íntegra, excepto la parte que fue derribada por orden consular, para hacer del sendero una vía por la que pasan los carros de Roma. Pero el campo, el que te quedó está un poco descuidado, porque sabes... la enfermedad de tu padre acabó con mucho de tus bienes. Hace tres primaveras que los árboles y las vides están sin que alguien los cuide. La tierra sin cultivar y dura. Pero los árboles que te vieron de pequeñita, están todavía, y si me lo permites, pronto tendré cuidado de ellos."

"Gracias, José. Pero tú tienes tus trabajos..."

"Trabajaré en tu huerto en las primeras horas del día, y en las últimas de la tarde. Ahora los días son más largos cada vez más. Para la primavera quiero que todo esté en orden para que estés contenta. Mira: éste es un ramo de almendro que está enfrente de tu casa. Se entra por la parte de la valla en ruinas, pero ahora la repararé y quedará fuerte y sólida. Quise traerte esto pensando que si yo hubiera sido el elegido. No me lo esperaba porque soy nazareo y obedecí porque son órdenes del Sacerdote, no porque quisiera casarme- pensando, digo, que te habrías alegrado con tener un flor de tu jardín. Tenlo, María. Con él te entrego mi corazón, que como este almendro hasta ahora ha florecido para el Señor y ahora florece para ti, esposa mía."

María toma el ramo. Está conmovida. Mira a José con un rostro siempre más seguro y más radiante. Se siente tranquila. Cuando él añade: "Soy nazareo", su rostro se llena de luz y toma valor. "También yo soy toda de Dios, José. No sé si el Sumo Sacerdote te lo haya dicho..."

"Me dijo sólo que eres buena y pura y que tienes que decirme una promesa tuya, y que fuese bueno contigo. Habla, María. Tu José quiere hacerte feliz en todo lo que desees. No te amo con la carne, te amo con mi espíritu, santa doncella que Dios me entrega. Ve en mí a un padre y a un hermano, además de esposo. Y como a padre confíate, como a hermano, tenme confianza."

"Desde mi niñez me consagré al Señor. Sé que esto no se hace en Israel, pero oía una voz que me pedía mi virginidad como sacrifico de amor para que venga el Mesías. ¡Tanto tiempo hace que Israel lo espera!... ¡Por esta causa no es mucho renunciar a la alegría de ser madre!"

José la mira detenidamente como si quisiese leer su corazón. Después le toma las dos manitas que tienen la flor del almendro y dice: "Y yo uniré mi sacrificio al tuyo y amaremos mucho al Eterno con nuestra castidad, para que Él envíe lo más pronto a la tierra al Salvador, y nos permita ver su Luz resplandecer en el mundo. Ven, María. Vamos delante de su Casa y juremos amarnos como los ángeles lo hacen entre sí. Después yo iré a Nazaret a prepararte todo, tu casa, si quieres ir a ella, o a otra si así es tu voluntad."

"A mi casa. Había allí una gruta en el fondo. ¿Está todavía?"

"Está, pero ya no es tuya... Te haré una donde encontrarás frescura y quietud en las horas de más calor. La haré lo más posible igual. Y dime: ¿a quien quieres contigo?"

"A nadie. No tengo miedo. La madre de Alfeo, que siempre iba a buscarme, me acompañará un poco en el día, y en la noche prefiero estar sola. Ningún mal puede sucederme."

"Y luego estoy yo... ¿Cuándo debo venir por ti?"

"Cuando quieras, José."

"Entonces vendré no apenas la casa esté arreglada. No tocaré nada. Quiero que la encuentres como tu madre la dejó, pero quiero que esté bien asoleada y limpia, para recibirte sin tristeza. Ven, María. Vamos a decirle al Altísimo que lo bendecimos."

No veo otra cosa más, pero me queda en el corazón la sensación de tranquilidad que María experimenta.

I. 67-72

A. M. D. G.