LOS NOVIOS LLEGAN A NAZARET
#Presentan a María la familia de José y la de la casa vecina
#¿Cuándo pensáis celebrar las bodas?
Un cielo azul de un mes de febrero se extiende sobre las colinas de Galilea. Estas bellas colinas que en este ciclo de juventud de la Virgen no había yo visto, pero que por otra parte me son muy conocidas, como si fuesen el lugar donde yo hubiera nacido.
El camino principal, que huele a frescura por la lluvia que cayó tal vez la noche anterior, no tiene ni polvo, ni siquiera lodo. Está bien apisonado y limpio como si fuese una calle de ciudad y va entre dos vallas de majoletos en flor. Una corriente de algo amargo, de bosque, que se deshace entre lo tupido de nopales, de hojas gruesas y en forma de pala, todas defendidas con espinas y adornadas con tunas, nacidas sin tallo de sus hojas, que por su color y a los bosques de corales y medusas, o a otros monstruos de los abismos oceánicos.
Más allá de las vallas -que sirven para defender la propiedad privada, que se alargan en todas direcciones formando figuras geométricas raras de curvas y ángulos, de rombos, de cuadrados, de semicírculos, de triángulos agudos u obtusos inverosímiles, un croquis salpicado de blanco, como si fuese una cinta que hubiesen tejido de este modo por mero gusto, a lo largo de la campiña, y por donde vuelan, pían, cantan centenares de pajarillos de toda clase, en el ansia de amar y en el de formar sus nidos -más allá de las vallas, la campiña con sus trigales pequeños, un poco más grandes que los de Judea, y los prados todos en flor, y en ellos -como respuesta a las nubecillas que el atardecer tiñe de color rosa, de un lila tenue, de alhelí, de un ópalo de color azulado, de coral anaranjado- cientos y cientos de árboles en flor: blancos, rosados, rojizos, con todos los matices de blanco, rosado y rojo.
Al leve viento de la tarde se deshacen y caen los primeros pétalos de los árboles y parecen enjambres de mariposas en busca de polen en las flores del campo. Entre árbol y árbol festones de vides todavía desnudas, que tan sólo en su punta, donde les ha dado más el sol, muestran un ansia de vida, un ansia palpitante de echar sus primeras hojitas.
El sol se oculta tras un plácido firmamento azul, tan azul que la luz se hace más clara, y allá a lo lejos brilla la nieve del Hermón y de otras lejanas montañas.
Un carruaje se desliza por el camino. Es el carro que trae a José, a María y a los parientes de Ella. El viaje ha terminado.
María mira con ojos ansiosos de querer conocer, más bien, de reconocer lo que está viendo, y no lo recuerda más. Sonríe cuando una centella de recuerdo vuelve a su memoria y se pone como una luz sobre esta o aquella cosa, sobre este o aquel punto. Isabel, Zacarías y José le ayudan a recordar, señalando esta o aquella cima, esta o aquella casa. Casas, porque Nazaret está ya a la vista, alargada sobre la ondulación de su colina.
Vista la ciudad por la parte donde se oculta el sol, pincel de rosa, enseña lo blanco de sus casitas, largas y bajas sobre las que hay terrazas. Algunas, a las que da el sol en lleno, parecen como si se incendiasen, y parecen teñirse de rojo las acequias y los depósitos bajos de agua, de donde suben chirriando los cubos de agua para las casas o los odres para la hortaliza.
Niños y mujeres se ponen al lado del camino, y echan tamaños ojos al carruaje. Saludan a José, que es muy conocido, luego se quedan sin saber qué decir, atemorizados ante los otros tres personajes.
Cuando entran en la ciudad propiamente dicha, no hay más perplejidad ni temor. Mucha gente de todas las edades está a la entrada del poblado bajo un arco rústico de flores y ramas; y apenas se deja ver el carruaje, al dar la vuelta sobre el recodo de una casa, se oye un griterío de voces agudas y un agitarse ramas y flores. Son las mujeres, las doncellas y los niños de Nazaret que saludan a la novia. Los hombres, están detrás de la valla irregular, y saludan con respeto.
María, ahora que el carruaje no tiene más la cortina -se la quitaron antes de entrar al poblado, porque el sol no molesta más y para que María pueda ver bien su tierra natal- muestra su belleza en flor. Blanca y rubia como un ángel, sonríe bondadosamente a los niños que arrojan flores y besos, a las doncellas de su edad que la llaman con su nombre, a las novias, a las madres, a las ancianas que la bendicen con sus voces jubilosas. Se inclina ante los hombres, sobre todo ante uno que tal vez es el rabino o el principal del lugar.
El carruaje continúa por la calle principal a paso lento, y le sigue a corta distancia la gente, para quien la llegada es un acontecimiento.
"Ahí está tu casa, María" dice José señalando con la fusta una casita que está en la orilla de una ondulación de la colina, y que tiene detrás un hermoso y extenso huerto en flor que termina con un olivar pequeño. Más allá la valla de majoletos y cactus señala el límite de las propiedades. Los campos, que fueron un tiempo de Joaquín, están más allá.
"Ves. Poco te quedó" dice Zacarías. "La enfermedad de tu padre fue larga y costosa. Y costosos fueron los gastos para reparar el daño que hizo Roma. ¿Ves? La calle principal te quitó los tres mejores lugares y la casa se redujo; pero para hacerla más amplia, sin gastos excesivos, se tomó una parte del monte en que se hizo la gruta. Joaquín tenía de dónde echar mano y Anna sus telares. Tú, haz lo que te parezca."
"¡Oh! que sea poco no importa. Será suficiente para mí. Trabajaré..."
"No, María." Es José el que habla. "Yo trabajaré. Tu oficio será tejer y coser lo de casa. Soy joven y fuerte y soy tu esposo. No me sonrojes con tu trabajo."
"Haré lo que quieres."
"Sí. Esto lo quiero. En todas las demás cosas cualquier deseo tuyo será para mí ley. En esto no."
Han llegado. El carruaje se detiene.
PRESENTAN A MARÍA LA FAMILIA DE JOSÉ
Y LA DE LA CASA VECINA
Dos mujeres y dos hombres, de cuarenta y cincuenta años respectivamente, salen al umbral. Muchos niños y adolescentes están con ellos.
"Dios te de su paz, María" dice el de mayor edad, y una mujer se acerca a María, la abraza y besa.
"Es mi hermano Alfeo y María su mujer. Estos son sus hijos. Vinieron a propósito a darte la bienvenida y a decirte que su casa es la tuya, si quieres" dice José.
"Ven, María, si te es duro vivir sola. La campiña es hermosa en primavera y nuestra casa está en medio de campos en flor. Serás la flor más bella entre ellos" dice María de Alfeo.
"Muchas gracias, María. Con mucho gusto iré e iré sin duda alguna para las bodas, pero tengo muchas ganas de ver mi casa, de volverla a ver. Era pequeña cuando me fui y la recuerdo... Ahora vuelvo a ella... y me parece volver a encontrar a mi madre que murió, a mi amado padre, oír nuevamente el eco de sus palabras... el perfume de su último respiro. Me parece que ya no soy más huérfana porque tengo a mi alrededor de nuevo el abrazo de estas paredes... Compréndeme, María." La voz de María tiembla un poco por las lágrimas que se asoman a sus pupilas.
María de Alfeo responde: "Como quieras, querida. Quiero que sepas que deseo ser para ti una hermana y una amiga, y un poco madre, porque tengo más edad que tú."
La otra mujer se acerca a María: "María, salve. Soy Sara, la amiga de tu madre. Te vi nacer. Este es Alfeo, sobrino de Alfeo y muy amigo de tu madre. Lo que hice por tu madre, lo haré por ti, si quieres. ¿Ves? Mi casa es la más cercana a la tuya y tus campos son ahora de nosotros. Y si quieres venir hazlo cuando quieras. Abriremos una vereda por la valla y estaremos juntas, aun cuando cada una esté en su casa. Este es mi marido."
"Os agradezco a todos todo. Lo que hicisteis a los míos y lo que me queréis hacer. El Dios Omnipotente os bendiga."
Descargan los cofres pesados y los meten en casa. Se entra. Reconozco ahora la casita de Nazaret, como lo es durante la vida de Jesús.
José toma a María de la mano -su costumbre- y entran. En el dintel le dice: "Y ahora que estamos aquí, quiero que me prometas una cosa. Que cualquier cosa que te sucediere, no busques otra persona amiga, ni otra ayuda fuera de José y que por ningún motivo, tengas que sufrir sola. Soy todo para ti, recuérdalo, y mi alegría será hacerte feliz el camino y ya que la felicidad no está siempre a nuestro alcance, por lo menos hacértelo tranquilo y seguro."
"Te lo prometo, José."
Abren las puertas y ventanas. Los últimos rayos del sol entran.
María se quita el manto y el velo, porque, fuera de las flores de mirto, todavía trae el vestido de matrimonio. Sale con José de la mano al huerto que está en flor. Mira, sonríe, da vuelta por él. Parece como si tomara nuevamente posesión del lugar perdido.
José le enseña lo que hizo: "¿Ves? Hice esta entrecava para recoger el agua llovediza, pues la vid siempre tiene sed. Podé las ramas viejas de este olivo para darle fuerza, y fuera de estos dos manzanos que están ya muertos a los otros los he protegido. He sembrado higos en lugar de los dos manzanos. Cuando crezcan, defenderán la casa del ardiente sol y de las miradas de los curiosos. El emparrado es el de antes, no hice más que cambiar las estacas podridas y podarlo. Producirá mucha uva como espero. Ven acá" y contento la lleva a la orilla que está detrás de la casa y que sirve de límite al jardín. "Aquí excavé una gruta y la reforcé. Cuando estas plantitas se hayan desarrollado, será como la que tenías antes. No hay manantial... pero espero traer un poco de agua. Trabajaré en las tardes de verano, cuando venga a verte..."
"Pero ¿cómo?" pregunta Alfeo. "¿No os vais a casar ahora?"
"No. María quiere hilar telas, lo único que falta al ajuar. Yo soy de igual parecer. Es muy joven todavía ella, y no importa si se espera un año o algo más. Entre tanto ella se acostumbra al hogar..."
"¡Claro! Siempre has sido un poco diverso de los demás y sigues siéndolo. No sé quién no tendría prisa de tener una mujer en la flor de la primavera como lo está María, y tú pones de por medio..."
"Alegría largamente esperada, alegría mucho mejor gozada" responde José con una sonrisa muy fina.
¿CUÁNDO PENSÁIS CELEBRAR LAS BODAS?
Su hermano se encoge de espaldas. Luego le pregunta: "¿Y entonces? ¿Cuándo pensáis celebrar las bodas?"
"Cuando María tenga dieciséis años. Después de la fiesta de los Tabernáculos. ¡Las tardes de invierno serán agradabilísimas para los nuevos esposos!..." y nuevamente sonríe, mirando a María. Una sonrisa de inteligencia mutua. Una sonrisa delicada. Luego continúa: "Este es el cuarto grande queda al monte. Si te parece, construiré aquí mi oficina cuando venga. Es junto a la casa, pero no dentro de ella. Así no molestaré a nadie con mis ruidos. Pero si piensas de otro modo..."
"No, José. Está muy bien así."
Vuelven a entrar en la casa. Prenden las lámparas.
"María está cansada" dice José. "Primos, dejémosla que descanse."
Todos se despiden. José se queda todavía algunos minutos. Habla en voz baja con Zacarías.
"Tu primo te deja a Isabel por un tiempo. ¿Quieres? De mi parte sí. Para que te ayude a... a convertirte en una perfecta mujer de hogar. Con ella podrás colocar, como te pareciere, tus cosas y los trastos. Vendré cada tarde a ayudarte. Ella te podrá ayudar a comprar lana y lo que fuere necesario. Yo pagaré los gastos. Acuérdate de lo que me prometiste: de recurrir a mí para cualquier cosa. Adiós, María. Duerme la primera noche en tu casa como su dueña y que el ángel de Dios te guarde. Que el Señor esté siempre contigo."
"Hasta pronto, José. Que también tú estés bajo las alas del ángel de Dios. Gracias, José, por todo. En lo que pueda te pagaré tu amor con el mío."
José saluda a los primos y se va.
Y con esto termina la visión.
I. 80-85
A. M. D. G.