ISABEL ESTÁ EN CINTA
#José viene a la casa donde está María
#¿Cuándo quieres partir? "Lo más presto posible. Estaré ausente por algunos meses."
Veo la casita de Nazaret. María está ahí. Jovencilla como cuando el ángel de Dios se le apareció. Tan sólo con verla el alma se me llena del perfume virginal de esta casa. Del perfume angélico del que todavía está impregnado el aire. Del perfume divino que se ha concentrado en María para hacer de ella una Madre y que de ella ahora se difunde.
Es tarde. Las tinieblas empiezan a invadir el lugar donde antes brillaba la luz del cielo.
María de rodillas, cerca de su cama, ruega con los brazos cruzados sobre su pecho y con su rostro muy inclinado hacia la tierra. Todavía está vestida como cuando la Anunciación. Todo está como entonces. Las flores en el jarrón, el ajuar en el mismo orden. Tan sólo la rueca y el huso están en un rincón con el resto del estambre.
María termina de orar. Se pone de pie con el rostro encendido como de una llama. La boca sonríe pero el llanto brilla en su mirada azul. Toma la lámpara de aceite y la enciende con el pedernal. Mira que todo esté ordenado en su pequeña habitación. Compone la manta del lecho que se había arrugado un poco. Pone agua en el jarrón donde están las flores y lo saca afuera, para que reciba el fresco de la noche. Entra nuevamente. Toma el recamo doblado que estaba sobre el anaquel y la lámpara y sale cerrando la puerta. Da unos cuantos pasos por el huertecillo, girando por la casa, luego entra en la habitacioncilla donde vi que Jesús se despidió de Ella. La reconozco aun cuando ahora le faltan algunos muebles que después tendrá.
María se va llevándose la lámpara a otro lugar pequeño y cercano, y yo me quedo allí con mi única compañía que es su labor que ha dejado sobre la extremidad de la mesa. Oigo su paso que ligero va y viene; oigo que mete las manos en el agua y que lava algo, que después rompe varas, me imagino que es leña. Oigo que enciende fuego.
Luego regresa. Vuelve al jardincito, entra con manzanas y verduras. Las manzanas las pone en una bandeja que parece de bronce bruñido que está sobre la mesa. Vuelve a la cocina (debe ser allí). Ahora la llama alegre del horno se ve fuera de la puerta abierta, y ensaya una danza sobre las paredes.
Pasa un poco de tiempo. María vuelve con un pequeño pan de color moreno y un tazón de leche caliente. Se sienta y moja pedazos de pan en ella. Se los come despacio. Luego, dejando mitad de leche entra nuevamente a la cocina y regresa con verduras, que rocía con aceite, y se las come con el pan. Toma la leche en lugar de agua. Luego se come una manzana. Una cena de niña. María come y piensa. Sonríe a algo que le llena su corazón. Levanta sus ojos. Mira las paredes y parece como si con ellas hablase de algún secreto. De cuando en cuando se pone seria, casi triste, pero luego torna la sonrisa.
José viene a la casa donde está María
Se oye que tocan en la puerta. María se levanta a abrir. Entra José. Se saludan. Luego José se sienta sobre un banquillo enfrente a María, al otro lado de la mesa.
José es un bello hombre en su edad madura. Tendrá unos treinta y cinco años a lo más. Sus cabellos castaño-oscuros y su barba también castaño-oscura le adornan la cara en la que hay dos dulces ojos de un castaño casi negro. Su frente es ancha y lisa. Su nariz delgada, un poquitín encorvada. Sus mejillas más bien redondas de un color moreno pero no de oliva, sino más bien colorado en los pómulos. No es muy alto, pero sí robusto y bien proporcionado.
Antes de sentarse se quita el manto en forma circular (el primero que veo de esta forma), y sostenido en la garganta con una especie de gancho o cosa semejante y que tiene su capucho. Es de color café ligero y parece hecho de lana tosca e impermeable. Parece un manto de algún montañés, propio para defenderse de las tempestades. Antes de sentarse ofrece a María dos huevos y un racimo de uvas un poquitín ajadas. Al ofrecérselas se sonríe: "Me las trajeron de Caná. Los huevos me los dio el centurión por un arreglo que hice en su carruaje. Tenía algo en la rueda, y su trabajador está enfermo. Están frescos. Los tomó de su gallinero. Bébetelos. Te hacen bien."
"Mañana, José. Acabo de comer."
"Pero cómete las uvas. Están buenas. Dulces como la miel. Las traje despacio para que no se maltratasen. Cómetelas. Tengo todavía más. Te las traeré mañana en un cesto. Ahora no podía porque me vine directamente de la casa del centurión."
"Luego no has cenado."
"No. Pero no importa."
María se levanta al punto. Va a la cocina, vuelve con un tarro de leche, aceitunas y queso. "No tengo otra cosa" dice. "Bébete un huevo."
José no acepta. Los huevos son para María. Come con gusto el pan y queso y bebe leche todavía tibia. Acepta una manzana. La cena ha terminado.
María toma su bordado, después de haber limpiado la mesa. José la ayuda y se queda en la cocina aun cuando ella regresa acá. Veo que pone todo en su lugar. Atiza el fuego, porque la noche es un poco fría.
Cuando viene, María le da las gracias. Hablan entre sí. José le cuenta cómo pasó el día. Le habla de sus sobrinos. Pregunta a María qué como le va con su labor y con sus flores. Promete traerle flores muy hermosas que el centurión le ha prometido. "Son flores que no tenemos. Las trajeron de Roma. Me prometió unos piecitos. Cuando llegue la luna buena, los trasplantaré aquí. Son muy bellas de color y despiden un perfumen muy grato. Las vi en el verano pasado, porque sólo en verano florecen. Te perfumarán toda la casa. Luego las podaré cuando la luna sea propicia. Es tiempo."
María sonríe y le da las gracias. Silencio. José mira la cabeza rubia de María inclinada sobre su tejido. Una mirada de amor angelical. No cabe duda que si un ángel fuese capaz de amar a una mujer, la miraría así.
José, también yo tengo algo que decirte.
María, como si tomase una decisión, pone sobre sus rodillas el hilado y dice: "José, también yo tengo algo que decirte. Casi nunca tengo nada, porque bien sabes que vivo solitaria, pero hoy tuve una noticia, y es que nuestra parienta Isabel, mujer de Zacarías, está por tener un hijo..."
José abre tamaños ojos y pregunta: "¿A esa edad?"
"¡A esa edad!" responde sonriente María. "Todo lo puede el Señor. Ahora ha querido proporcionar a nuestra parienta esta alegría."
"¿Cómo lo sabes? ¿Estás segura de la noticia?"
"Vino un mensajero. Es uno que no dice mentiras. Quisiera ir a su casa para servirle y decirle que me congratulo con ella. Si me lo permites..."
"Lo más presto posible. Estaré ausente
por algunos meses."
"María tu eres la señora y yo el esclavo. Todo lo que hagas está bien hecho. ¿Cuándo quieres partir?"
"Lo más presto posible. Estaré ausente por algunos meses."
"Y yo contaré los días esperándote. Ve tranquila. Cuidaré de la casa y del huertecito. Encontrarás tus hermosas flores como si las hubieses regado. Sólo... espera. Debo ir antes de la Pascua a Jerusalén para comprar algunas cosas para mi trabajo. Si esperas algunos días te acompañaré hasta allá. Pero no más porque debo volver lo más pronto posible. Hasta allí podemos ir juntos. Me sentiré más tranquilo si sé que no vas sola por el camino. Me haces saber cuándo regresas, para que vaya a encontrarte."
"Eres muy bueno, José. El Señor te pague con bendiciones y aleje de ti el dolor. Siempre le pido esto."
Los dos castos esposos se sonríen delicadamente. El silencio reina por un poco de tiempo, después José se levanta, se pone el manto y el capucho en la cabeza. Se despide de María que también se ha levantado y sale.
María lo mira salir con un suspiro de aflicción. Levanta los ojos al cielo. Ciertamente que está orando.
Cierra la puerta cuidadosamente. Dobla el recamo. Va a la cocina. Apaga, mejor dicho, tapa el fuego. Mira que todo esté en su lugar. Toma la lámpara y sale, cerrando la puerta. Defiende con su mano la llamita que tiembla al viento frío de la noche. Entra en su habitación y vuelve a orar.
La visión termina de este modo
I. 99-103
A. M. D. G.