MARÍA SE EXPLICA CON JOSÉ
#Entra José en la casa y le pide perdón a María. Desconfié de ti. Ahora lo sé
#¡Oh, sí, que fue un dolor! ¡Qué dolor!
Veo el huertecillo de Nazaret. María está tejiendo bajo la sombra de un manzano cargadísimo de fruta que empieza a teñirse de rojo, y parecen mejillas de niño por su aspecto rosado y redondo.
María en cambio no tiene este color. El que tenía en Hebrón ha desaparecido. Su rostro tiene el color de marfil, y en el que tan sólo los labios forman una curva de un pálido coral. Bajo los párpados se ven dos sombras oscuras y el borde de los ojos está hinchado como quien ha llorado. No se los veo porque tiene la cabeza inclinada, dedicada a su trabajo y sobre todo clavada en un pensamiento que debe afligirla, porque oigo que suspira como quien tiene una pena en el corazón. Está vestida de blanco, de un lino blanco, porque hace mucho calor, no obstante que la frescura de las flores me diga que no hace poco que acaba de amanecer. Tiene la cabeza descubierta, y el sol que juguetea con las ramas del manzano que mece un levísimo viento, y que pasa con sus rayos de luz hasta el suelo negruzco de las parterres, le forma círculos de luz en su cabeza rubia, y sus cabellos parecen cobrar el color de oro antiguo.
De la casa no sale ningún ruido, como tampoco de los lugares cercanos. Tan sólo se siente el murmullo del hilo de agua que cae en un estanque en el fondo del huerto.
LE PIDE PERDÓN A MARÍA. DESCONFIÉ DE TI. AHORA LO SÉ
María se estremece al oír un golpe dado en la entrada de la casa. Deja la rueca y el huso y se levanta para ir a abrir. Aun cuando su vestido es amplio y lo lleva suelto, no logra esconder completamente lo redondo de su seno.
Se encuentra ante José. Hasta sus labios palidecen. Su rostro parece una hostia de tan pálido que está. María mira con ojos interrogadoramente tristes. José mira con ojos que parecen suplicantes. No dicen nada. Se miran solo. Luego María: "¿A esta hora, José? ¿Tienes necesidad de algo? ¿Quieres decirme algo? Ven."
José entra y cierra la puerta. No ha dicho ni una palabra todavía.
"Habla, José. ¿En qué puedo servir?"
"En que me perdones." José se inclina como si quisiera arrodillarse, pero María, siempre reservada en tocarlo, lo toma de la espalda y se lo impide.
Los colores van y vienen al rostro de María, instantes en que está roja, instantes en que toda de nieve. "¿Mi perdón? No tengo nada que perdonarte, José. No tengo sino que darte gracias por todo lo que hiciste aquí cuando estuve ausente, y por el amor que me das."
José la mira. Dos gruesos lagrimones se asoman en lo interior de sus profundos ojos, llegan al borde, como si fuesen un vaso, y luego ruedan sobre sus mejillas y barba. "Perdón, María. Desconfié de ti. Ahora lo sé. No soy digno detener un tesoro tan grande. Falté a la caridad. Te acusé en mi corazón. Te acusé injustamente porque no te pregunté la verdad. Falté a la ley de Dios, porque no te amé como me habría yo amado a mí mismo..."
"¡Oh, no! ¡En nada has faltado!"
"Sí, María. Si hubiera sido acusado de un crimen semejante, me habría defendido. Tú... No quería que te defendieses, porque estaba para tomar mis decisiones sin preguntarte cosa alguna. Falté al haber sospechado de ti. Aun una sola sospecha es ofensa, María. Quien sospecha, no conoce. No te conocí como debía haberlo sido. Pero por el dolor que he sufrido... tres días de suplicio, perdóname, María."
"No tengo nada que perdonarte. Más bien: soy yo quien te pido me perdones por el dolor que te causé."
¡OH, SÍ, QUE FUE UN DOLOR! ¡QUÉ DOLOR!
"¡Oh, sí, que fue un dolor! ¡Qué dolor! Mira: hoy mismo me dijeron que en las sienes he encanecido, y que tengo arrugas en la cara. Estos días han sido para mí más de 10 años de vida. ¿Por qué, María has sido tan humilde en callar, en no decir a tu esposo tu gloria, y permitir que sospechase de ti?"
José no está arrodillado, pero está tan inclinado que es como si lo estuviese y María le pone su manita sobre la cabeza y sonríe. Parece como si lo absolviera. Dice: "Si no lo hubiera sido de una manera perfecta, no habría merecido el haber concebido al Esperado, que viene a cancelar la culpa de soberbia que destruyó al hombre. Obedecí pues... Dios me pidió esta obediencia... Mucho me costó... por ti, por el dolor que sufrirías... Pero no tenía más que obedecer. Soy la Esclava de Dios y los esclavos no discuten las órdenes que se les dan. Las ejecutan, José aun cuando hagan llorar sangre." María llora quedo mientras dice esto, tan quedo que José, inclinado como está, no lo advierte hasta que una lágrima cae al suelo.
Levanta entonces su cabeza -es la primera vez que le veo hacer esto:- toma las manitas de María entre sus manos morenas y robustas y besa la punta de sus rosados y sutiles dedos, que parecen botoncitos de durazno que se asoman por el cerco de las manos de José.
"Ahora hay que tomar todas las providencia porque..." José no agrega más, pero mira el cuerpo de María, y esta se pone coloradísima, se sienta de un golpe, para no quedar expuesta a las miradas de quien la está observando.. "Hay que hacerlo cuanto antes. Vendré aquí... Cumpliremos con la ceremonia del matrimonio... La semana que entra... ¿Está bien?"
"Todo lo que haces, José está bien. Eres el jefe de la casa, yo tu sierva."
¿CÓMO PODRÉ RECIBIR EN MI CASA A DIOS?
¿EN MIS BRAZOS? ...¡JAMÁS PODRÉ TOCARLO!
LO PODRÁS COMO YO, POR LA GRACIA DE DIOS
"No. Yo soy tu siervo. Soy el siervo bienaventurado de mi Señor que crece en tu seno. Bendita tú entre todas las mujeres de Israel. Esta noche avisaré a mis familiares. Y luego... cuando esté aquí, trabajaremos para su recibimiento... ¡Oh! ¿cómo podré recibir en mi casa a Dios? ¿En mis brazos a Dios? Me moriré de alegría... ¡Jamás me atreveré a tocarlo!"
"Lo podrás como yo también por la gracia de Dios."
"Pero tú eres tú. Yo soy un pobre hombre, ¡el último de los hijos de Dios!..."
"Jesús viene por nosotros los pobres, para hacernos ricos en Dios. Viene a nosotros dos porque somos los más pobres y reconocemos serlo. Alégrate, José. La estirpe de David tiene al Rey esperado y nuestra casa se hace más fastuosa que el palacio de Salomón, porque aquí estará el cielo y nosotros compartiremos con Dios el secreto de la paz que más tarde los hombres conocerán. Crecerá entre nosotros y nuestros brazos servirán de cuna al Redentor que crecerá, y nuestras fatigas le darán un pedazo de pan... ¡Oh, José! Oiremos la voz de Dios llamarnos: "padre y Madre!" ¡Oh!..." María llora de alegría un llanto dichoso.
José arrodillado ahora a sus pies, llora con la cabeza escondida en el amplio vestido de María, que con sus pliegues toca los pobres ladrillos de la habitación.
I. 139-142
A. M. D. G.