YO, MARÍA, REDIMÍ A LA MUJER
CON MI MATERNIDAD DIVINA
#Yo, María, redimí a la mujer con mi Maternidad divina.
#Humillándome hasta lo profundo, vencí la soberbia.
#Vencí la avaricia de los Primeros Padres renunciando anticipadamente a mi Hijo.
#Vencí la glotonería del saber y del gozar, aceptando saber sólo lo que Dios quería que yo supiese
Dice María:
con mi Maternidad divina.
"Yo, María, redimí a la mujer con mi Maternidad divina. Pero no fue sino el principio de su redención. Al haberme negado a casarme por el voto de virginidad, había rechazado cualquier satisfacción de concupiscencia y así merecí la gracia de Dios. Pero no era suficiente. Porque el pecado de Eva era un árbol de cuatro ramas: soberbia, avaricia, glotonería, lujuria. y las cuatro tenían que cortarse antes de que el árbol fuera hecho estéril en sus raíces.
Humillándome hasta lo profundo, vencí la soberbia. Me humillé delante de todos. No me refiero a mi humildad para con Dios, que toda creatura debe tributarle. Su Verbo la tuvo. También yo, mujer, tenía que tenerla. ¿Pero has pensado qué humillación debí sufrir, y sin defenderme en modo alguno de parte de los hombres?
Aun José, que era un hombre justo, me había acusado en su corazón. Los demás, que no lo eran, habían pecado de murmuración contra mi estado, y el rumor de sus palabras había llegado cual amarga aura a romperse contra mi persona humana. Y fue el principio de las innumerables humillaciones que mi vida de Madre de Jesús y del linaje humano me proporcionaron. Humillaciones de pobreza, humillaciones de perseguida, humillaciones por los reproches de parientes y amigos que, ignorando la verdad, tomaban como débil mi modo de ser madre para con mi Jesús que se había convertido en un jovenzuelo, humillaciones en los tres años de su ministerio, humillaciones crueles en la hora del calvario, humillaciones hasta reconocer que no tenía con qué comprar un lugar para sepultar a mi Hijo, ni aromas para envolver su cuerpo.
Vencí la avaricia de los Primeros Padres renunciando anticipadamente a mi Hijo.
Una madre jamás renuncia, a no ser que se vea forzada, a su hijo. Pídasele a su corazón la patria, el amor de esposa, o de Dios mismo, ella se opondrá a tal separación. Es natural. El hijo crece en el seno, y jamás se corta completamente el lazo que une su persona con la nuestra. Aun cuando se corta el ombligo, siempre queda un nervio que parte del corazón de la madre, un nervio espiritual más vivo, más sensible que un nervio físico, que se injerta en el corazón del hijo. Se siente extenderse hasta una aflicción sin nombre, si el amor de Dios o de una creatura, o las necesidades de la patria, alejan al hijo de la madre. Se despedaza hiriendo el corazón, si la muerte arranca a una madre su hijo.
Desde el momento que tuve a mi Hijo renuncié a Él. Lo di a Dios. Lo di a vosotros. Yo me despojé del fruto de mi vientre para reparar el fruto que Eva robó a Dios.
Vencí la glotonería del saber y del gozar, aceptando saber sólo lo que Dios quería que yo supiese, sin preguntarme a mí o a Él más de lo que me fuese dicho. Creí sin hacer preguntas.
Vencí la glotonería del placer porque me negué a cualquier experiencia de los sentidos. Mi carne la puse bajo mis pies. La carne, instrumento de Satanás, la puse con Satanás junta bajo mi calcañal para hacer de ella un escabel desde el cual subiese al cielo. El cielo: mi meta. Donde está Dios. Era mi única hambre, hambre que no es gula, sino necesidad que Él bendice y que quiere que siempre lo deseemos.
Vencí la lujuria, que es glotonería llevada hasta la voracidad; pues cualquier vicio que no se refrena, conduce a otro peor. La glotonería de Eva, que era algo ya reprobable, la llevó a la lujuria. No le bastó haberse proporcionado a sí misma una satisfacción. Quiso llevar su crimen a una intensidad refinada y conoció y enseñó a su compañero la lujuria. Yo tergiversé los términos y en vez de descender, subí siempre. En lugar de hacer bajar, siempre he llamado a lo alto, y de mi compañero, que era un hombre justo, hice un ángel.
Ahora que tenía a Dios y con Él sus infinitas riquezas, me apresuré a despojarme de ellas, diciéndole: "Mira: se cumpla en Él y en mí tu voluntad". Casto es el que tiene moderación no sólo en su cuerpo, sino también en sus afectos y pensamientos. Debía yo ser la Casta para borrar la mancha de la carne, del corazón, de la mente. No salí de mi discreción diciendo ni siquiera de mi Hijo -únicamente mío en la tierra como único de Dios en el cielo- "Esto es mío y lo quiero".
Y sin embargo no era suficiente para obtener a la mujer la paz que Eva perdió, la obtuve al pie de la Cruz, cuando vi morir al que acabas de ver nacer. Cuando sentí desgarrarse mis entrañas al grito de mi Hijo que moría, me sentí vacía de todo feminismo: no más carne, sino ángel. María, la Virgen ante el Espíritu Santo, murió en ese momento. Quedó siendo la Madre de la gracia, la que con sus tormentos os la dio. La mujer que había vuelto yo a consagrar en la noche de Navidad, adquirió al pie de la Cruz los medios para convertirse en una creatura del cielo.
Esto lo hice por vosotros, absteniéndome de toda satisfacción aun la más santa. A vosotras mujeres a quienes Eva hizo compañeras no superiores a los animales, yo os he hecho, con tal de que lo queráis, las santas de Dios. Por vosotras subí. Os he hecho subir muy arriba como José. La roca del Calvario es mi monte de los Olivos. De allí subí llevando a los cielos el alma nuevamente santificada de la mujer junto con mi cuerpo glorificado por que llevó al Verbo de Dios y que canceló en mí los últimos vestigios de Eva, la última raíz de aquel árbol de las cuatro ramas venenosas y de la raíz derrotada en los sentidos que había arrastrado al linaje decaído, y que hasta el fin de los siglos y hasta la última mujer, os morderá las entrañas. Os llamo desde ahora, desde donde resplandezco en medio de los rayos del Amor y os señalo la medicina con que os podáis venceros a vosotras mismas: la gracia de mi Señor y la Sangre de mi Hijo."
I. 158-160
A. M. D. G.