VAMOS A TARIQUEA

 


 

#TODOS MUESTRAN EL DOLOR POR LA MUERTE DE JUAN  

 #CADA UNO DE LOS APÓSTOLES REFIERE SU APOSTOLADO y las curaciones que realizaron  

 #JESÚS ORDENA A PEDRO QUE PREPARE LAS BARCAS para ir a Tariquea

 


 

TODOS MUESTRAN EL DOLOR POR LA MUERTE DE JUAN

 

Ya es de noche cuando Jesús regresa a casa. Entra sin hacer ruido en el huerto. Se asoma por un instante a la cocina que está oscura. Nota que está vacía. Se asoma a las dos habitaciones donde están las esteras y las camas de dormir. También vacías. Tan sólo los vestidos, que se cambiaron los apóstoles y que colocaron en un rincón, dicen que ya regresaron. La casa parece deshabitada, por el silencio que en ella reina.

Jesús, haciendo menos ruido que pudiera hacerlo una sombra, sube por la escalera. Su figura blanca brilla en el claror de la luna llena. Llega a la terraza. La recorre. Parece un fantasma que se moviera sin hacer ruido. Un fantasma luminoso. En la claridad de la luna sus perfiles se hacen más sutiles, parece como si se levantara. Levanta con la mano la cortina que está a la entrada de la habitación. Cuando entraron en ella los discípulos de Juan la habían bajado. Dentro de la habitación sentados acá y allá, en grupos o solos, están los apóstoles con los discípulos de Juan y Mannaén. Marziam, dormido sobre las rodillas de Pedro. La luna ilumina la habitación al penetrar en ella con sus rayos por las ventanas abiertas. Nadie Habla. Y nadie duerme, fuera del niño que está sentado en una estera.

Jesús entra despacio. Tomás es el primero que lo ve. "¡Oh! ¡Maestro!" dice echando un brinco.

Los demás se sacuden. Pedro, el impetuoso, quiere levantarse pronto, se acuerda que el niño está durmiendo sobre sus piernas, y se levanta poco a poco, recostando la cabeza morena de Marziam en su asiento. Es el último en acercarse al Maestro. Jesús con voz cansada, como la de quien ha sufrido mucho, responde a Juan, Santiago y Andrés que le muestran sus condolencias: "Lo comprendo. Pero sólo quien no cree puede sentirse desolado ante la muerte. Nosotros sabemos y creemos. Juan no se ha separado de nosotros. Antes lo estaba. Antes estábamos separados. Ahora ya no. Donde está él estoy Yo. Está cerca de Mí."

Pedro introduce su cabeza despeinada por entre las juveniles de sus compañeros. Jesús lo ve. "¿También has llorado tú, Simón de Jonás?" y con voz más ronca de lo acostumbrado: "Sí, Señor. porque también yo estuve con Juan... Y luego... Y pensar que el viernes pasado me lamentaba de que estuviesen los fariseos y que nos fuesen a amargar el sábado. ¡Ese sí fue un sábado de amargura! Traje al niño... para tener también un sábado alegre... Y fue al revés..."

"No te desanimes, Simón de Jonás. Juan no esta perdido. Te lo digo también a ti. Y además tenemos tres discípulos bien formados. ¿Donde está el niño?"

"Allí, Maestro. Está durmiendo..."

"Déjalo que duerma" dice Jesús inclinándose sobre la morena cabecita entregada al reposo. Luego pregunta: "¿Ya cenasteis?"

"No, Maestro, te esperábamos y estábamos preocupados además por tu retraso. No sabíamos dónde podríamos ir a buscarte... y nos parecía que también te habíamos perdido a Ti."

"Todavía tenemos tiempo de estar juntos. Ea, preparad la cena, porque después nos iremos a otras partes, Tengo necesidad de aislarme entre mis amigos, y mañana, si nos quedamos aquí, nos veremos rodeados de gente."

"Yo te juro que no la soportaría y mucho menos esas almas viperinas de fariseos. ¡Y sería muy duro que se les escapase una sonrisa en la sinagoga al vernos!"

"¡Bien, Simón!... También pensé en esto, y por eso regresé para llevaros."

A la luz de las lámparas que han encendido y puestos a los lados de la mesa se ven mejor las alteraciones de las caras. Sólo el rostro de Jesús es de una majestad solemne, y la carita de Marziam sonríe en el sueño.

"El niño ya comió antes" dice Simón. 

"Entonces es mejor dejarlo dormir" responde Jesús.

Rodeado de los suyos, ofrece y distribuye el parco alimento que comen sin ganas. La cena termina en unos minutos.

"Contadme qué habéis hecho..." dice Jesús para darles ánimos.

 

CADA UNO DE LOS APÓSTOLES REFIERE SU APOSTOLADO 

Y LAS CURACIONES QUE REALIZARON

 

"Estuve con Felipe en la campiña de Betsaida y predicamos el evangelio y curamos a un niño" dice Pedro.

"Fue Simón quien lo curó" dice Felipe que no quiere apropiarse una gloria que no es suya.

"¡Oh, Señor! No sé cómo lo hice. Rogué mucho. Con todo el corazón. El niño me movía a compasión. Lo ungí con el aceite y lo froté con mis ásperas manos... y se curó. Cuando vi que el color volvía a su carita y que abría sus ojitos, que revivía, en una palabra, tuve casi hasta miedo."

Jesús le pone la mano en la cabeza sin decir nada.

"Juan llamó la atención porque arrojó a un demonio. Pero a mí me tocó hablar" dice Tomás.

"También tu hermano Judas lo hizo" añade Mateo.

"Pues también Andrés" dice Santiago de Alfeo.

"Por su parte Simón Zelote curó un leproso. ¡Oh! ¡No tuvo miedo de tocarlo! Me dijo después: "No tengas miedo. A nosotros no se nos pega ningún mal físico por voluntad de Dios" " dice Bartolomé.

"Dijiste bien, Simón. ¿Y vosotros dos?" pregunta Jesús a Santiago de Zebedeo y a Iscariote, que están un poco lejos. Aquel estaba hablando con los tres discípulos de Juan, éste estaba solo y con cara mustia.

"¡Oh! Yo no hice nada" dice Santiago. "Pero Judas hizo grandes milagros: curó un ciego, un paralítico y un endemoniado. A mí me pareció que fuese lunático. Pero la gente así afirmaba..."

"¿Y te estás así con esa cara, si Dios te ayudó?" pregunta Pedro.

"Sé también ser humilde" responde Iscariote

"Fuimos hasta huéspedes de un fariseo. Yo me sentí mal, pero como Judas tiene mucho tacto se adaptó, y le quitó los humos. El primer día estaba muy gallardo, pero luego... ¿Verdad, Judas?"

Este asiente sin decir una palabra.

 

JESÚS ORDENA A PEDRO QUE PREPARE LAS BARCAS 

PARA IR A TARIQUEA

 

"Muy bien. Y lo haréis siempre mejor. Estaremos juntos la semana siguiente. Entre tanto... Simón, ve a preparar las barcas. También tú, Santiago."

"¿Para todos, Maestro? No cabemos."

"¿No puedes conseguir otra?"

"Si se la pido a mi cuñado, sí. Voy a verlo."

"Ve. Tan pronto lo hayas hecho, regresa. No des muchas explicaciones."

Parten los cuatro pescadores. Los otros bajan a tomar sus alforjas y mantos. Se queda Mannaén con Jesús. El niño continúa durmiendo.

"Maestro, ¿vas lejos?"

"No lo sé todavía... Están cansados y afligidos. Yo también. Tengo pensado ir a Tariquea, por los campos, para aislarme en medio de la paz..."

"Traigo caballo, Maestro. Si me permites, te seguiré a lo largo del lago. ¿Estarás mucho tiempo fuera?"

"Tal vez una semana, pero no más."

"Entonces vengo. Maestro, bendíceme esta vez, es la primera en que nos despedimos. Quítame un peso del corazón."

"¿Cuál, Mannaén?"

"El remordimiento de haber abandonado a Juan. Tal vez si hubiera estado..."

"No. Era su hora. Y ciertamente que él estuvo contento de haber visto que venías a verme. No tengas este peso. Más bien trata de librarte pronto y bien del único peso que tienes: el gusto de ser hombre. Hazte espíritu, Mannaén. Lo puedes. Tienes capacidad para hacerlo. Hasta pronto, Mannaén. Mi paz sea contigo. Pronto nos volveremos a ver en Judea."

Mannaén se arrodilla y Jesús lo bendice. Luego lo levanta y lo besa.

Vuelven a entrar los demás, se despiden tanto los apóstoles como los discípulos de Juan. Llegan los pescadores: "Está arreglado, Maestro. Podemos irnos."

"Está bien. Despedios de Mannaén que se queda aquí hasta mañana por la tarde. Recoged los alimentos, tomad agua para el camino y vámonos. No hagáis ruido."

Pedro se inclina para despertar a Marziam.

"No. Déjalo. Podría llorar. Lo llevo en mis brazos" dice Jesús. Dulcemente toma al niño que se retuerce un poco, pero instintivamente se acomoda en los brazos de Jesús.

Apagan las lámparas. Salen. Cierran la puerta. Descienden. En el umbral se despiden nuevamente de Mannaén, y luego, en fila, por la calle bañada por la luna se dirigen al lago, que es un gran espejo de plata a las caricias de ese hermoso planeta que está en su cenit. Tres gotitas rojas en el espejo quieto parecen los tres farolitos de las proas. Se distribuyen en las barcas. Los últimos en subir son los pescadores. Pedro y un trabajador con Jesús; Juan y Andrés en al segunda barca; Santiago y un trabajador en la tercera.

"¿A dónde, Maestro?" pregunta Pedro.

"A Tariquea. Donde desembarcamos después del milagro de los gerasenos. Ahora no hay pantanos. Habrá tranquilidad."

Pedro enfila. Las otras barcas lo siguen, dejando una estela. Nadie habla. Tan sólo cuando están en el lago y Cafarnaum se esfuma en el claror de la luna que todas las cosas hace iguales con sus brochadas de plata, Pedro, como si hablase con la barra del timón, dice: "Y estoy contento. Mañana, viejita mía, nos buscarán y gracias a ti, no nos, encontrarán."

"¿Con quién estás hablando, Simón?" pregunta Bartolomé.

"Con la barca. ¿No sabes que para los pescadores es como si fuese una esposa? ¡Cuántas veces he hablado con ella! Más que con Porfiria. ¡Maestro!... ¿Está bien cubierto el niño? Hay rocío." ...

"Sí. Oye, Simón. Ven aquí, tengo algo que decirte..."

Pedro da la barra del timón al grumete y va donde Jesús

"Dije Tariquea, pero contemos con estar después del sábado para saludar nuevamente a Mannaén. ¿No podrías encontrar algún lugar solitario por aquí cerca?"

"¡Oh Maestro! ¿Solitario para nosotros o para las barcas? Si es para ellas es necesaria Tariquea, o puertos de la ribera. Si es para nosotros basta con que te metas dentro de la selva de más allá del Jordán, donde sólo las bestias te desanidarán... y tal vez algún pescador que ande tras de sus redes. Podemos dejar las barcas en Tariquea. Llegaremos al amanecer, y nos meteremos rápidos por el otro lado del vado. Por estos días se está muy bien."

"Comprendido. Así lo hacemos..."

"También el mundo causa náuseas ¿o no? Prefieres los pescados y los mosquitos ¿verdad? Tienes razón."

"No siento nauseas. No hay que sentirlas. Pero quiero evitar que hagáis escándalos y quiero consolarme con vosotros en estas horas del sábado."

"¡Maestro mío!..." Pedro lo besa en la frente y se va secándose un lagrímón que quiere ya saltarle de los ojos y bañarle la barba. Vuelve al timón, apunta decididamente hacia el sur. La luz de la luna va disminuyendo al esconderse tras una colina, y ocultando su cara a los hombres, pero deja todavía el cielo blanco con su luz, y al lago lo deja plateado en la playa oriental. Lo demás es de un color índigo oscuro que apenas se distingue de la luz que sale del fanal de proa.

V. 853-857

A. M. D. G.