REGRESAN LOS OCHO.
EN ACZIB
#Jesús ve a los apóstoles venir a su encuentro
#"¿De veras, Señor? ¿No exageras, Maestro? ¿Nos quieres tanto?" "Sí, mucho. ¿Tenéis algo que comer?"
#"¿Has ayunado, Señor?" "¡Oh, no! ¡No aflijáis! No fue solo por vosotros, también por todo el mundo.
#Jesús se encuentra muy afligido
Jesús está sobre la cima de un monte, vuelto hacia el nordeste. Tiene un rostro enflaquecido, pálido, con una tristeza que deja ver su sufrimiento. Sobre la cima del monte hay un poblado, Jesús no está dentro, sino sobre la pendiente que da al sureste.
Mira por todos lados. Ve una cadena de montes que en la extremidad noroeste y suroeste se lanza al mar; al suroeste se une con el Carmelo, que allá en la lejanía sereno se contempla; al noroeste con un pico, algo así como el espolón de una nave, muy semejante a nuestras Aduanas por sus venas de roca que blanquea al sol. De esta cadena montañosa y en esta estación bajan arroyos y riachuelos, que a través de la llanura, corren a arrojarse en el mar. Cerca de la amplia bahía de Sicaminón, desemboca el más orgulloso de los torrentes, el Kisón, uniéndose con otro afluente. El sol meridiano de un día sereno arranca zafiros o topacios de los ríos, mientras el mar es un inmenso zafiro adornado con collares de perlas. La primavera se asoma con sus nuevas hojitas que rompen la yema. Son delicadas, brillantes, ignoran el polvo, la tempestad, las picaduras de insectos o el contacto del hombre. Las ramas de los almendros son copos de espuma blanco-rosada, tan sutiles, que dan la impresión de quererse escapar en alas del viento y remar con él por los cielos. También los campos de la llanura, que no es muy extensa, pero sí fértil, que va del noroeste a suroeste, engalana con su verdor los campos que antes se vestían sólo de tristeza.
Jesús sigue observando. Desde el punto donde está ve tres caminos. El que sale del poblado y llega donde está. Es un buen camino. Los otros que salen también del poblado, bajan, y se bifurcan en dirección opuesta: hacia el noroeste, hacia el suroeste.
¡Cuánto habrá padecido Jesús! Se ve que ha sufrido más que cuando ayunó en el desierto. Entonces estaba pálido, pero era todavía, joven, gallardo. Ahora está enjuto, como que si sus fuerzas físicas y morales se le hubieran acabado. Su mirada es muy triste, con una tristeza dulce y severa al mismo tiempo. Sus mejillas hacen resaltar mucho más la espiritualidad de su perfil, de su despejada frente, de su nariz larga y recta, de su boca, de sus labios donde no existe en modo alguno la sensualidad. Un rostro angelical en que no hay nada de material. Tiene la barba más larga de lo acostumbrado, y la de las mejillas se mezcla con los cabellos que le caen sobre sus orejas, de modo que en su rostro se ven tan sólo su frente, los ojos, la nariz, los pómulos sutiles, de un color de marfil sin nada de rosado. Tiene los cabellos peinados a la buena de Dios. Conservan el recuerdo de donde estuvieron, pues hojitas secas, pedacitos de palo se han quedado allí. Su vestido, el manto, llenos de polvo, arrugados, denuncian que estuvo en un lugar donde no encontró ninguna comodidad.
Jesús mira... El sol del mediodía le da calor, y parece como que se sienta a gusto porque se separa al sentir la sombra de algunos zarzales para que le de el sol. Pero aun cuando el sol sea claro, no logra iluminar sus cabellos polvorientos, ni en sus ojos prender alguna chispa, por lo cansados que están, ni en su rostro enflaquecido pintar algún colorcico.
Jesús ve a los apóstoles venir a su encuentro
Ahora no es el sol que le da fuerzas, que le da color en su ser. Es el haber visto a sus queridos apóstoles que suben gesticulando, y mirando hacia el poblado desde el camino que viene del noroeste, que es el mejor. Entonces se realiza la metamorfosis. Sus ojos se encienden, su rostro parece perder su flacura, pues un color rosado corre por las mejillas, y más que todo la sonrisa que lo ilumina. Abre los brazos que tenía cruzados y exclama: "¡Ahí están los míos!" Lo dice levantando su rostro, volviendo sus ojos por lo que le rodea, como si quisiera comunicar a las plantitas, a los árboles, al cielo sereno, al aire que empieza a gustar de la primavera, su alegría y su júbilo.
Se sujeta bien el manto para que no se le vaya a enredar entre los arbustos y rápido baja por una vereda al encuentro de los discípulos que suben y que todavía no lo han visto. Cuando está ya un poco cerca los llama para que no sigan subiendo hacia el poblado.
Escuchan su grito. Tal vez desde el lugar donde se encuentran no pueden ver a Jesús debido a los árboles que cubren la pendiente. Miran a su alrededor... Jesús los llama nuevamente... Un claro del bosque lo descubre a sus ojos, iluminado por el sol, con los brazos extendidos, prontos a abrazarlos.
Un grito repercute: "¡El Maestro!" Y todos corren como pueden, agarrándose de lo que alcanzan las manos. El peso de las alforjas les parece ligero... Tanta es la alegría que los embarga.
Es claro que los primeros en llegar sean los más jóvenes y más ágiles, esto es, los dos hijos de Alfeo acostumbrados a caminar por colinas, luego Juan y Andrés que corren como dos cervatillos, con la sonrisa en la cara. Caen a los pies de Jesús, llenos de amor, de reverencia. Felices, sí, felices... Luego llega Santiago de Zebedeo, y casi al mismo tiempo los tres menos acostumbrados a correr por montes, Mateo, Zelote y finalmente Pedro.
"¡Oh, Maestro mío! ¡Ahora finalmente la vida
vuelve en mí! no estaba yo contigo.
He envejecido, enflaquecido como si hubiera
estado muy enfermo.
Mira si no es verdad, Maestro..."
Este se abre paso para acercarse al Maestro. Hace a un lado a sus compañeros que besan los vestidos o las manos del Maestro. Toma con todas sus fuerzas a Juan y a Andrés, que están pegados como ostras a los vestidos de Jesús, y jadeando todavía, los hace a un lado para poder caer a los pies de Jesús diciendo: "¡Oh, Maestro mío! ¡Ahora finalmente la vida vuelve en mí! no estaba yo contigo. He envejecido, enflaquecido como si hubiera estado muy enfermo. Mira si no es verdad, Maestro..." y levanta la cabeza para que se la vea Jesús, y al hacerlo ve lo delgado de su rostro. De un brinco se pone de pies, grita: "Maestro ¿qué te ha pasado? ¡Tontos, ved! ¿No veis nada? ¡Jesús ha estado enfermo!... Maestro mío ¿qué te pasó? Dímelo."
"Nada amigo,"
"¿Nada? ¿Y entonces ese rostro? ¿Entonces alguien te causó algún mal?"
"No, Simón."
"¡No es posible! O has estado enfermo o te han perseguido. Tengo buenos ojos..."
"También yo, y te veo que has adelgazado y envejecido en verdad. ¿Por qué? " pregunta sonriendo el Señor a su discípulo que lo escudriña como si quisiera leer la verdad en los cabellos, en la piel, en la barba.
"Sufrí y no lo niego. ¿Crees que haya sido una cosa alegre haber visto tanto dolor?"
"¡Tú lo has dicho! También Yo he sufrido por el mismo motivo..."
"Jesús, ¿sólo por esto?" pregunta compadecido y cariñoso Judas de Alfeo.
"Por ese dolor, hermano mío. Así es. por el dolor que experimenté por tenerlos que haber enviado..."
"Y por el dolor que tuviste al verte obligado por..."
"¡Por favor!... ¡Silencio! Prefiero el silencio sobre mi herida que cualquier palabra que quiera consolarme diciendo: "Sé porqué has sufrido". Por otra parte, tenedlo presente que he sufrido por muchas cosas, no sólo por esa. Si Judas no me hubiera interrumpido, os las hubiera dicho." Jesús dice esto con un poco de severidad. Los apóstoles no saben qué hacer.
¿Dónde has estado, Maestro? ¿Qué has hecho?"
"Estuve en una gruta... orando... meditando...
fortificando mi espíritu...
Pasados unos instantes Pedro pregunta: "¿Dónde has estado, Maestro? ¿Qué has hecho?"
"Estuve en una gruta... orando... meditando... fortificando mi espíritu para conseguir fuerzas para vosotros en vuestra misión, para Juan y Síntica en su sufrimiento."
"¿En dónde? ¡Sin tener tus vestiduras, sin dinero! ¿Cómo te las arreglaste?" Simón está intranquilo.
"En una gruta no necesitaba de ninguna cosa."
"¿Pero la comida? ¡El fuego! ¡La cama! En una palabra... ¡todo! Yo me imaginaba que te hospedarías, como un peregrino que ha perdido su camino, en Yiftael, en alguna parte, en casa de alguien. Este pensamiento me tranquilizaba un poco. ¡Bueno! Decid vosotros sino era mi inmensa preocupación que estuviera sin vestiduras, sin alimentos, sin poder obtener nada, sin voluntad de procurárselos para decirlo de una vez. ¡Ah, Jesús! ¡No deberías de haber hecho esto! ¡Pero no me la harás otra vez! No te volveré a dejar ni por una hora. Me coseré a tus vestidos para ir contigo a dondequiera como tu sombra, bien te guste, o no. Sólo si me muero, me separaré de Ti."
"O si Yo muero."
"¡Oh, Tú no! No debes morir antes de mí. No lo digas. ¿Quieres llenarme de tristeza?"
"¿De veras, Señor? ¿No exageras, Maestro?
¿Nos quieres tanto?"
"Sí, mucho. ¿Tenéis algo que comer?"
"No. Más bien quiero regocijarme contigo, con todos, en esta hora en que vuelvo a veros queridos amigos. Ved, estoy mejor porque vuestro amor sincero me es alimento, me da calor, me consuela" y acaricia a uno por uno. En sus caras brilla una sonrisa de felicidad, sus ojos lucen, tiemblan sus labios por la emoción. Preguntan: "¿De veras, Señor? ¿No exageras, Maestro? ¿Nos quieres tanto?"
"Sí, mucho. ¿Tenéis algo que comer?"
"Sí. Presentía que tendrías mucha hambre, y compré algo en el camino. Traigo pan y carne frita. También traigo leche, queso y manzanas, además la cantimplora llena de un buen vino, y huevos para que te los comas, a no ser que se hayan roto..."
"Entonces, sentémonos aquí, bajo este bello sol y comamos. Y así podréis referirme lo que os pasó."
Se sientan bajo el sol sobre una especie de promontorio. Pedro abre su alforja, mira lo que trae: "¡Todo está a salvo!" exclama. "También la miel de Antigonia. ¡Claro! Si lo había dicho yo que si nos metíamos en una lancha, que nos hubiera dado vueltas por todas partes, o en una barca sin remos, y hasta con agujeros y que nos hubiéramos topado con una tempestad, que habríamos llegado sanos y salvos... Pero cuando la ida, ¡eso sí! Cada vez más me convenzo que el demonio nos ponía trancas, para que no fuéramos con ellos..."
"¡Es natural! Ahora no veía ningún objeto..." asegura Zelote.
Maestro ¿hiciste por nosotros penitencia?"
"Sí. Os seguí con el corazón.
Sentí vuestros peligros y vuestras penas.
Os ayudé como pude..."
"Maestro ¿hiciste por nosotros penitencia?" pregunta Juan que no come por estar viéndolo.
"Sí. Os seguí con el corazón. Sentí vuestros peligros y vuestras penas. Os ayudé como pude..."
"¡Ah! ¡Yo lo sentí! Os lo dije. ¿Os acordáis?"
"Así fue" dicen todos.
"¡Bueno! Ahora me devolvéis lo que os di."
"¡Oh, no! ¡No OS aflijáis!
No fue solo por vosotros,
también por todo el mundo.
"¿Has ayunado, Señor?" pregunta Andrés.
"¡Necesariamente! Aun cuando hubiera querido comer ¿cómo podía haberlo hecho en una gruta, y sin dinero?" le responde Pedro.
"¡Por culpa nuestra! ¡Mucho lo siento!" dice Santiago de Alfeo.
"¡Oh, no! ¡No aflijáis! No fue solo por vosotros, también por todo el mundo. Como hice cuando empecé mi vida apostólica, así también ahora lo hago. En aquellos días los ángeles me ayudaron, ahora fuisteis vosotros. Creedme, que mi alegría es doble, porque para los ángeles el servir es algo suyo, mientras que en los hombres la cosa no es tan fácil. Vosotros fuisteis caritativos. Y siendo hombres, os convertisteis en ángeles, porque quisisteis ser santos contra cualquier circunstancia. Por esto hacéis que sea Yo feliz como Dios, y como Hombre-Dios. Me dais lo que es de Dios: la caridad, y me dais lo que es propio del Redentor: vuestra elevación a la perfección. Esto proviene de vosotros y para Mí es más nutritivo que cualquier otro alimento. Allá en el desierto también me alimenté del amor después del ayuno. Y me sentí bien. También ahora. Todos hemos sufrido. Yo y vosotros, pero nuestro sufrimiento no ha sido inútil. Creo, mejor dicho, sé que os ha servido mejor que un año de adiestramiento. El dolor, el reflexionar en lo que un hombre puede hacer de mal a su semejante, la compasión, la fe, la esperanza, la caridad que ejercitasteis y solos, os convirtieron en adultos..."
"Por lo que toca a mí, me he hecho viejo. No volveré a ser el Simón de Jonás que no ha mucho partió. He comprendido cuán dolorosa, fatigosa, dentro de su belleza, sea nuestra misión..." suspira Pedro.
"Bueno. Estamos aquí juntos. Contad lo que pasó..."
"Habla tú, Simón. Sabes hacerlo mejor que yo" dice Pedro a Zelote.
"No. Tú fuiste un buen jefe. ¡Cuéntalo como puedas!" le replica.
Empieza Pedro no sin antes decir: "Pero ayudadme."
Cuenta lo que sucedió desde cuando partieron hasta llegar a Antioquia. "Todos sufrían ¿sabes? Jamás olvidaré las palabras de los dos..." Pedro se quita con el dorso de la mano dos lágrimas que de pronto le habían salido... "Me parecieron los últimos gritos de dos que se estuvieran ahogando. Bueno... decid, vosotros, algo... yo no puedo..." y se levanta para ir a ocultar su emoción.
Simón Zelote habla: "Por un espacio de tiempo ninguno de nosotros habló... Y no podíamos... La garganta nos molestaba por el ansia del querer llorar. Y sin embargo no pudimos... porque si uno de nosotros hubiera empezado, todo se hubiera acabado. Tomé las riendas porque Simón de Jonás, para no dejar ver que sufría, se metió en el fondo de la carreta, entre las alforjas. Nos detuvimos en una pequeña población que hay entre Antioquia y Seleucia. Allí nos detuvimos, porque si es verdad que la luna iluminaba todo, no podíamos continuar porque ignorábamos el camino. Allí pasamos el resto de la noche, entre nuestras cosas. No comimos. Y ¿quién iba a hacerlo? Sólo pensábamos en los dos... Cuando apenas el alba despuntó, pasamos el puente y llegamos antes de las nueve a Seleucia. Devolvimos la carreta y el caballo al fondero. ¡Qué hombre tan bueno! Nos ayudó a escoger la nave. Nos dijo: "Voy con vosotros al puerto. Me conocen y conozco a todos". Encontró que tres navíos partían para estos lugares, pero en uno de ellos había ciertos... tipos que no hubiéramos querido tener cerca. Esto lo supimos porque el dueño de la nave se lo había dicho. La otra era de Ascalona, y no quería hacer escala en Tiro sólo por nosotros, sino le pagábamos una cantidad que no teníamos ya. La tercera era una pobrecita embarcación, que traía madera. Realmente una pobrecita embarcación con poca tripulación, y hasta me parece, muy pobre. Por esta razón y porque se detenía en Cesarea, consintió en atracar en Tiro, con la condición de que se le pagasen los gastos de un día y el salario para la tripulación. Nos pareció que no estaba mal. Por lo que se refiere a mí y a Mateo, ambos teníamos desconfianza, pues es la estación de las tormentas... y bien sabes lo que nos había pasado en la ida. Pero Simón Pedro dijo: "No pasará nada". Subimos, pues. Parecía como si ángeles fuesen las velas de la barca. Tan suave y ligeramente se deslizaba. En menos de la mitad del tiempo llegamos a Tiro. El dueño se portó tan bien que nos permitió que remolcásemos la barca hasta Tolemaida. Bajaron Pedro, Andrés y Juan, entendidos en las maniobras. Realmente se trataba de algo sencillo... no como cuando partimos... Estábamos tan contentos que le dimos más dinero de lo pactado, antes de bajar en el barca donde estaban ya todas nuestras cosas. Nos detuvimos un día en Tolemaida, y luego nos vinimos a acá... pero nunca olvidaremos lo que sufrimos. Simón de Jonás tiene razón."
"¿No teníamos razón de decir que el demonio era el que nos ponía zancadillas?" preguntan varios.
Lo que pasó, quede sepultado para siempre en
nuestros corazones. A ninguna pregunta
sobre ello se le dará respuesta."
"La teníais. Escuchadme ahora. Vuestra misión ha terminado. Regresaremos en dirección de Yiftael, para esperar a Felipe y a Natanael. Tenemos que darnos prisa. Los demás llegarán después... Entre tanto evangelizaremos aquí, en los confines de Fenicia, y en la misma Fenicia. Lo que pasó, quede sepultado para siempre en nuestros corazones. A ninguna pregunta sobre ello se le dará respuesta."
"¿Ni siquiera a Felipe y a Natanael? Saben que vinimos contigo."
"Esto me toca a Mí. Mucho he sufrido, amigos míos, y lo estáis viendo. Mis sufrimientos pagaron la tranquilidad de que gozan Juan y Síntica. Procurad que no sean inútiles mis sufrimientos. No hagáis más pesada mi carga... El peso que mis espaldas cargan, aumenta diariamente... Decid a Natanael que he sufrido mucho, lo mismo a Felipe y que se conformen. Decidlo a los otros dos, pero no más. Es verdad que digáis que me habéis visto que he sufrido y que no lo negué. Otra cosa no es necesaria."
Jesús se encuentra muy afligido
Jesús habla como un hombre cansado... Los ocho, afligidos, lo miran. Pedro se atreve a acariciarlo en la cabeza, acercándosele. Jesús levanta su cabeza, mira a su buen Simón con una sonrisa de amorosa tristeza.
"¡Oh, no puedo verte así! Me parece como si la alegría de habernos encontrado se hubiera acabado, y que no quede otra cosa más que la santidad. Bueno... Vayámonos a Aczib. Allí te cambiarás de vestidos, te rasurarás y te peinarás. Así como está ¡no es posible! ¡No puedo verte en esta forma! Me das la impresión... de uno que se hubiera escabullido de sus verdugos. De uno que está agotado. De un abatido... Te pareces a Abel de Belén de Galilea, cuando se vio libre de sus enemigos..."
"Tienes razón, Pedro. El corazón de tu Maestro que se siente atormentado, no sentirá ninguna consolación... Cada vez más se verá herido. Vámonos..."
Juan lanza un suspiro: "Me desagrada... Yo quería contar a Tomás que quiere mucho a tu Madre lo de la canción y lo del ungüento."
"Se lo contarás algún día... Por ahora, no. Llegará un día en que todo lo diréis. Yo mismo os diré: "Id a hablar todo lo que sabéis". Entre tanto procurad ver en el milagro la verdad. Esto es, lo que significa el poder de la fe. Tanto Juan como Síntica hicieron que se calmara el mar, que se curara el marinero no por sus palabras, ni por el ungüento, sino por la fe con que invocaron el nombre de María. Y también porque junto a la fe de ellos estaba la vuestra, y vuestra caridad. Caridad para con el herido, caridad para con el cretense. A aquel le quisisteis conservar la vida, a este comunicar la fe. Pero si es fácil curar los cuerpos, difícil es curar los corazones. No hay enfermedad más difícil que la espiritual..." y Jesús lanza un fuerte suspiro.
Están cerca de Aczib. Pedro y Mateo van en busca de alojamiento. Los demás alrededor de Jesús los siguen. El so se apaga rápidamente, mientras entran en el poblado...
VI. 78-85
A. M. D. G.