EN EL CASTILLO DE CESAREA PANÉADES
#En (la) cima del monte, hay un fuerte castillo o fortaleza, admirable por su forma singular.
#¡Qué vista se extiende cuando Jesús y demás salen a la terraza que corona la torre!
#"¡La paz sea contigo, Dorca! Mírame. No llores. Soy el Salvador. Dame a tu pequeñuelo..."
Han acabado de comer. Jesús sale con los doce, los discípulos y el dueño de la casa. Regresan al Gran Manantial. No se detienen. Continúan el camino, subiendo siempre hacia el norte.
En (la) cima del monte, hay un fuerte castillo
o fortaleza, admirable por su forma singular.
El camino es cómodo, por él pueden pasar carros. En (la) cima del monte, hay un fuerte castillo o fortaleza, admirable por su forma singular. Parecen dos construcciones disparejas por algunos metros, de modo que la de más atrás, y la mejor fortalecida, está más elevada y como que la defiende. Hay un largo muro, en que se encuentran muros y torres cuadradas entre una y otra construcción, que sin embargo forma un solo bloque porque está rodeada de una sola muralla con grandes piedras de sillares horizontales o bien un poco oblicuas en la base para sostener mejor el peso del bastión. No veo la parte occidental. Los dos lados, el del norte y el del sur suben a pico, formando un solo bloque con el monte que está aislado, y que baja casi perpendicular de estos dos lados. Me imagino que lo mismo será en el lado occidental.
El viejo Benjamín, llevado de su orgullo que cualquier ciudadano siente por su ciudad, da una grandiosa explicación del castillo del Tetrarca, que es también un lugar aptísimo para defender la ciudad. Les habla de la fortaleza, robustez, abundancia de cisternas y depósitos para agua, de la amplitud de espacio, de su posición desde donde se puede dominar el horizonte, etc., etc. "Aun los romanos dicen que es algo bello. ¡Y saben lo que dicen!..." concluye el anciano. Luego: "Yo conozco al intendente, por esto puedo entrar. Os mostraré el extenso y hermoso panorama de Palestina."
Jesús ha escuchado con aire benigno. Los otros sonríen un poco, ellos que han visto tantos panoramas... pero el anciano es tan bueno que no se atreven a mortificarlo, y sí secundan su deseo de complacer a Jesús.
"¡Venid, venid!... Adentro es más hermoso.
Subiremos a la torre más alta de la ciudadela.
Veréis..."
Llegan a la cima. La vista es verdaderamente bella aun desde la plazoleta detrás de la cual está el portón de hierro, por el que se entra. El anciano dice: "¡Venid, venid!... Adentro es más hermoso. Subiremos a la torre más alta de la ciudadela. Veréis..." Penetran por el corredor oscuro excavado en la larga muralla, hasta un patio en que los espera el intendente con su familia. Los dos amigos se saludan. El anciano explica la razón de su visita.
"¿El Rabí de Israel? Pecado que Filipo esté ausente. Desea verlo porque hasta sus oídos ha llegado su fama. Quiere a los rabíes verdaderos porque son los únicos que han defendido su derecho, y también para llevarlo contra a Antipas que no lo quiere. ¡Venid, venid!..." El intendente que al principio no dio importancia a Jesús, le hace ahora una inclinación digna de un rey.
Pasan por otro corredor y se encuentran con otro patio y otra puertecilla de hierro que lleva a un tercer patio, más allá del cual hay un profundo foso, y la muralla con las torres de la ciudadela. Caras curiosas de soldados y de otros se asoman por doquier. Penetran en la ciudadela, y luego, por una escalerilla sube al bastión y de este a una torre. Entran sólo Jesús, el intendente, Benjamín y los doce. Más no podrían caber. Los otros se quedan en el bastión.
¡Qué vista se extiende cuando Jesús y demás salen
a la terraza que corona la torre!
¡Qué vista se extiende cuando Jesús y demás salen a la terraza que corona la torre! Se asoman por lo alto del parapeto. Al ver hacia el abismo que hay del lado occidental, la parte más alta del castillo, se descubre toda Cesarea reclinada a los pies de este monte, y se ve bien que no está sobre una llanura, sino sobre perezosas colinas. Más allá se extiende una llanura fértil antes del lago Merón, que parece un pequeño mar de color verde ligero, con ondas de turquesas claras, brillantes, que contrastan con todo. Colinas, que parecen collares de esmeraldas oscuras, que son los olivos, sembrados acá y allá en los confines de la llanura. Árboles en flor que embellecen el cielo con sus penachos. Al mirar hacia el noreste se ve el gran Líbano, el Hermón que brilla al sol con su nieve y los montes de Iturea; el valle del Jordán sumido entre los montes del mar de Tiberíades, y más allá los montes de la Galaunítide. Es algo maravilloso cual un sueño.
"¡Bello! ¡Muy bello!" exclama Jesús admirado, y parece como que bendijera, que quisiera abrazar estos lugares tan hermosos y dejarles su sonrisa. Responde a los apóstoles que piden esta o aquella explicación, señalando los lugares donde estuvieron, y donde están.
"Pero no veo el Jordán" dice Bartolomé.
"No puedes. Está ahí cerca de aquella extensión entre dos cadenas de montes. Detrás de aquella occidental. Bajaremos hasta allá. Perea y la Decápolis esperan al Evangelizador."
Se vuelve, como preguntando al aire,
por un lamento, largo, sofocado,
que no es la primera vez que llega a sus oídos.
Es una de las mujeres del castillo.
Está por dar a luz su niño.
Se vuelve, como preguntando al aire, por un lamento, largo, sofocado, que no es la primera vez que llega a sus oídos. Mira al intendente como para preguntarle lo que sucede.
"Es una de las mujeres del castillo. Está por dar a luz su niño. El primero y el último porque su esposo murió en las calendas de Casleu. No sé si logrará, porque desde que murió su marido no hace más que llorar. Es un esqueleto. ¿Oyes? Ni siquiera tiene fuerzas para gritar. ¡Claro! ¡Viuda a los diecisiete años!... ¡Cuánto se amaban! Mi mujer y su suegra le dicen: "En el hijo encontrarás a Tobías" ¡Pero son palabras!..."
Bajan de la torre, dan vuelta por los bastiones, admirando siempre el lugar y panorama. El intendente insiste en ofrecer alguna bebida y frutas. Entran en un amplia habitación del castillo donde los siervos llevan todo.
El lamento es cada vez más desgarrador y cercano. El intendente pide excusa de que debido a ello su mujer no pueda atender al Maestro. Un grito más doloroso se oye. Todos se quedan como estatuas, inmóviles.
"Voy a ver lo que pasó" dice el intendente. Sale. Gritos y lloros entran por la puerta semicerrada.
"Se le murió el niño apenas nacido...
¡Qué dolor! "¡Pobre Dorca!"
"¡Tráeme al niño!"
"¡Está muerto, Señor!"
Regresa: "Se le murió el niño apenas nacido... ¡Qué dolor! Trata de reanimarlo con sus pocas fuerzas... pero no respira más... ¡Está negro!" y moviendo su cabeza dice: "¡Pobre Dorca!"
"¡Tráeme al niño!"
"¡Está muerto, Señor!"
"Tráemelo, te lo digo. Así como está. Y di a su madre que tenga fe."
El intendente va ligero. Regresa: "No quiere. Dice que no lo da a nadie. Parece loca. Dice que se lo queremos arrebatar."
"Llévame a su habitación. ¡Que me vea!"
"Pero..."
"¡No te preocupes! Ya me purificaré si fuere necesario."
Van aprisa por un corredor oscuro hasta llegar a una puerta cerrada. Jesús mismo la abre, se queda en el umbral frente al lecho, en el que una pálida mujer estrecha contra su corazón a su niño muerto.
"¡La paz sea contigo, Dorca! Mírame. No llores.
Soy el Salvador. Dame a tu pequeñuelo..."
"¡La paz sea contigo, Dorca! Mírame. No llores. Soy el Salvador. Dame a tu pequeñuelo..."
Qué cosa haya en la voz de Jesús, no lo sé. Si sé que la desesperada mujer que cuando lo vio se había estrechado con todas sus fuerzas al recién nacido, lo mira. En sus ojos lacerados del dolor y obscurecidos por la desgracia brilla una chispa de luz, llena de esperanza. Entrega al pequeñuelo envuelto en finísimos linos a la mujer del intendente... y se queda así, con manos extendidas, con ojos preñados de fe. No hace caso a los ruegos de su suegra que le dice que se recueste sobre los almohadones.
Jesús toma al pequeñín que está casi frío.
Sopla fuerte... Por unos instantes su boca
y la boquita están juntas... luego se separa...
después un pío de pajarito tiembla por el aire
inmóvil... otro más fuerte... un tercero...
A su primer llorido responde el grito
de su madre:
"¡Hijo mío! ¡Mi amor! ¡Fruto de mi Tobías! ¡Ven,
ven al corazón de tu madre!... ¡que muera feliz!"
Jesús toma al pequeñín que está casi frío. Lo sostiene derecho por las axilas, apoya su boca en los labios semicerrados. La cabecita balancea. Sopla fuerte... Por unos instantes su boca y la boquita están juntas... luego se separa... después un pío de pajarito tiembla por el aire inmóvil... otro más fuerte... un tercero... y finalmente el primer llorido atraviesa su cabecita, sus manitas, sus piecitos, y con ese llanto la cabecita del recién nacido se tiñe de color. A su primer llorido responde el grito de su madre: "¡Hijo mío! ¡Mi amor! ¡Fruto de mi Tobías! ¡Ven, ven al corazón de tu madre!... ¡que muera feliz!" dice y sus últimas palabras se acaban en un beso de frenesí.
"¡Dorca se muere!" gritan las mujeres.
!No. Descansa. Cuando se despierte decidle
que ponga al niño el nombre de: Yesai-Tobías.
Espero verla en el templo,
el día de su purificación.
¡Adiós! La paz sea con vosotros."
!No. Descansa. Cuando se despierte decidle que ponga al niño el nombre de: Yesai-Tobías. Espero verla en el templo, el día de su purificación. ¡Adiós! La paz sea con vosotros." Cierra lentamente y da la vuelta para irse cuando se encuentra con todos los demás que conmovidos lo miran.
Regresan al patio, se despiden del intendente estupefacto, que no sabe más que repetir: "¡Cómo le va a desagradar al Tetrarca no haber estado!" Descienden a la ciudad.
Jesús pone su mano sobre el hombro del anciano Benjamín diciéndole: "Te agradezco lo que nos mostraste, y porque debido a ti, se hizo un milagro..."
VI. 201-204
A. M. D. G.