EN MASEDA
#Caminan por lo escabroso del terreno
#de este lado está la nuera de Ananías. Lo primero que quiero hacer es hablarle.
#Jesús llega a la casa de la nuera de Ananías y conversa con ella
#"Vámonos de aquí. Daremos vuelta por detrás de la ciudad y nos vamos..."
Van subiendo por una pendiente empinada propia de cabras, en dirección a una ciudad que parece haber sido fabricada para nido de águilas. Y este es un pico -por el que jadeando suben, viniendo de occidente a oriente, dando la espalda a una cordillera continua de montes que forman parte del sistema montañoso de la Judea, y que, al expandirse cual un contrafuerte de colosales murallas, se extiende hacia el mar Muerto en su lado extremo occidental, esto es, hacia el límite meridional del Mar Muerto -es, digo, un pico alto, solitario, escarpado, igual como el que buscan las águilas para celebrar sus amores, evitar testigos, despreciar lo común.
Caminan por lo escabroso del terreno
"Pero, ¡qué camino, Dios mío!" se lamenta Pedro.
"Peor que el Yiftael" confirma Mateo.
"Pero aquí no llueve. No está húmedo. No se resbala uno. Y ya es algo" advierte Judas Tadeo.
"Sí claro, y esto ya es un consuelo... Pero no más que eso. ¡Cuídate que tus enemigos no te sorprendan! Si un terremoto no te echa abajo, los hombres no lo harán" dice Pedro hablando a la ciudad-fortaleza, encerrada en un anillo estrecho de dos murallas, con casas pegadas sobre sí, tanto, que parecen ser cual granos de granada dentro de la cáscara dura.
"¿Lo crees, Pedro?" pregunta Jesús.
"¿Que si lo creo? Si lo estoy viendo. ¡Y mucho más!"
Jesús se mueve su cabeza, y no replica.
"Era mejor que hubiésemos venido por parte del mar. Si hubiera estado Simón... conoce muy bien estos lugares" suspira Bartolomé que no puede más con su alma.
"Cuando hayamos entrado en la ciudad, veréis el otro sendero, y me agradeceréis que eligiera este. Por aquí un hombre puede subir fatigosamente; por el otro una cabra y jadeando" replica Jesús.
"¿Cómo lo sabes? ¿Te lo dijo alguien, o...?"
de este lado está la nuera de Ananías.
Lo primero que quiero hacer es hablarle.
"Lo sabía. Por otra parte, de este lado está la nuera de Ananías. Lo primero que quiero hacer es hablarle."
"¿Maestro, no encontraremos peligros allá arriba?... Porque... aquí no podemos escapar prontamente; si nos persiguen... no regresaremos a nuestras casas. ¡Mira qué precipicios! ¡Y qué peñascos tan agudos!..." dice Tomás.
"No tengáis miedo. No nos vamos a topar con un Engaddi. Muy pocos Engaddis hay en Israel; pero no nos pasará daño alguno."
"No, lo decíamos porque... sabes... ¡es la fortaleza de Herodes!"
"¿Y qué? No tengáis miedo. ¡Eh, mientras no llegue la hora, nada grave puede suceder!"
Siguen caminando y llegan cerca de los imponentes muros cuando el sol ya está en alto; pero por la altura del lugar templa el calor.
Entran en la ciudad. Pasan bajo el arco de una puerta estrecha, oscura. Las murallas de las fortalezas son poderosas, con gruesas torres y estrechas aperturas.
"¡Qué trampa para cazar!" dice Mateo.
"Yo estoy pensando en los desgraciados que transportaron estos materiales; que trajeron esos bloques, esas planchas de hierro..." dice Santiago de Alfeo.
y por la independencia
aligeraron el peso a los hombres
de Jonatás Macabeo. ...
Con sangre y lágrimas
fue bautizada esta fortaleza,
y con sangre y lágrimas perecerá,
cuando llegue la hora del castigo divino.
"El amor santo por la patria y por la independencia aligeraron el peso a los hombres de Jonatás Macabeo. El amor egoísta de sí mismo y el terror a la ira del pueblo impusieron este yugo pesado, no a súbditos, sino a peor que esclavos, y esto lo hizo la voluntad de Herodes el Grande. Con sangre y lágrimas fue bautizada esta fortaleza, y con sangre y lágrimas perecerá, cuando llegue la hora del castigo divino."
¿Maestro, pero qué tienen que ver con ellos sus habitantes?
"¿Maestro, pero qué tienen que ver con ellos
sus habitantes?"
Nada y todo.
Porque cuando los súbditos imitan a sus cabezas
en sus culpas o en sus méritos,
reciben el mismo premio o castigo que ellos.
"Nada y todo. Porque cuando los súbditos imitan a sus cabezas en sus culpas o en sus méritos, reciben el mismo premio o castigo que ellos. Ved ahí la casa. Es la tercera de la segunda calle y que tiene delante un pozo. Vamos."
Jesús llega la casa de la nuera de Ananías
y conversa con ella
Jesús llama a la puerta cerrada de una casa alta y estrecha. Abre un niño.
"¿Eres pariente de Ananías?"
"Tengo su mismo nombre porque es padre de mi padre."
"Llama a tu mamá. Dile que vengo del poblado donde está Ananías y donde está el sepulcro de su marido muerto."
"El niño va y regresa. "Dice que no tiene ningún interés en tener noticias del viejo. Que te puedes ir."
Jesús muestra un rostro irritado. "No me iré sino después de que le haya hablado. Niño, ve a decirle que Jesús de Nazaret, en quien creía su marido, está aquí y que quiere hablarle. Dile que no tenga miedo. No está conmigo el anciano..."
El niño se va. Pasa el tiempo. Algunas personas se han detenido a mirar atentamente y no falta quien interrogue a los discípulos. Pero la atmósfera es dura, indiferente, irónica... Los apóstoles tratan de ser corteses, pero se ve a las claras que están impresionados. Y mucho más cuando llegan los principales de la población y soldados. Unos y otros tienen cara de... galeotes que no infunden ninguna confianza.
Jesús, está en el umbral, apoyado sobre el quicio de la puerta, con los brazos cruzados. Pacientemente espera.
"¿Qué se te ofrece? Dilo pronto,
que estoy ocupada" dice altanera.
"No se me ofrece nada. Nada. No te preocupes.
Sólo te traigo el perdón de Ananías,
su amor, y sus oraciones..."
"No lo quiero. Es inútil que se me suplique.
No quiero lamentos de viejos.
Todo terminó entre nosotros.
Al fin sale la mujer. Es alta, morena, de mirada dura, de perfil cortante. No es fea, ni tampoco vieja; pero la expresión de su cara la hace aparecer ambas cosas. "¿Qué se te ofrece? Dilo pronto, que estoy ocupada" dice altanera.
"No se me ofrece nada. Nada. No te preocupes. Sólo te traigo el perdón de Ananías, su amor, y sus oraciones..."
"No lo quiero. Es inútil que se me suplique. No quiero lamentos de viejos. Todo terminó entre nosotros. Además me voy a casar pronto otra vez, y no puedo meter en la casa de un rico a un rústico campesino, como lo es él. Bastante sufrí por el error que cometí en haberme casado con su hijo. Entonces era yo una muchacha y tenía ante los ojos la hermosura del macho. ¡Fui una desgraciada! ¡Desgraciada, sí! ¡Maldición caiga sobre el motivo que lo llevó en pos de mis pasos! Aún el recuerdo de él sea anatema..." parece una máquina...
¡Basta! Respeta a los vivos y a los muertos
de que no fuiste digna,
mujer más dura que el pedernal.
Caiga la desgracia sobre ti.
Estoy en mi casa, en la casa de mi hermano.
No te conozco.
No quiero acordarme de ese viejo.
No...
"¡Basta! Respeta a los vivos y a los muertos de que no fuiste digna, mujer más dura que el pedernal. Caiga la desgracia sobre ti. ¡La desgracia! Porque en ti no existe el amor por el prójimo, y porque en ti está Satanás. Pero tiembla de miedo, mujer. Tiembla de que las lágrimas del anciano, de las de tu esposo, a quien has ofendido con tu olvido, no se conviertan en una lluvia de fuego sobre todo lo que más ames. ¡Tienes hijos, mujer!..."
"¡Hijos! ¡Ojalá nunca los hubiera tenido! Y así se hubiera extinguido hasta el último lazo. No quiero saber nada. No quiero oírte. ¡Lárgate! Estoy en mi casa, en la casa de mi hermano. No te conozco. No quiero acordarme de ese viejo. No..." y da unos chirridos como de urraca a quien se le arrancasen las plumas. Una verdadera arpía...
"Piénsalo bien" dice Jesús.
"¿Me amenazas?"
"Te amonesto a que vuelvas a Dios, a su Ley, por tu alma. ¿Qué hijos vas a educar con tales sentimientos? ¿No tienes miedo al juicio de Dios?"
Saúl, ve a llamar a mi hermano y dile que venga
con Jonatás. Te mostraré que...
No es necesario.
Dios no hará fuerza a tu alma.
Adiós.
"¡Basta! Saúl, ve a llamar a mi hermano y dile que venga con Jonatás. Te mostraré que..."
"No es necesario. Dios no hará fuerza a tu alma. Adiós."
Jesús se va, abriéndose paso entre la gente. La calle es estrecha en medio de las altas casas. La ciudad, lista para defenderse, tiene lo mejor de ella en la parte oriental, donde todo es un precipicio de centenares de metros y donde el hilo de un sendero que serpentea, de una escabrosidad que infunde temor, sube de la llanura, de la orilla del mar, hasta la cima del pico.
Jesús en una plazoleta empieza a hablar
invitando al Reino
e indicando las líneas para llegar a él,
cuando varios principales lo arrojan del lugar.
"¡Lárgate! Nuestras mujeres no tienen necesidad
de que las regañes, Galileo."
¿Cómo te atreves a ofender
a la mujer de un herodiano,
en una de las ciudades más amadas
del gran Herodes?
¡Usurpador, desde tu nacimiento,
de sus soberanos derechos!
¡Lárgate de aquí!"
Jesús está ahí; donde hay una plazoleta para las máquinas de guerra, y empieza a hablar, repitiendo una vez más su invitación al Reino de los Cielos, del que da líneas sucintas. Y va a ampliarlas cuando, abriéndose paso entre la poca gente que más bien tiene deseos de curiosear que de creer, se acercan varios principales que hablan entre sí. Apenas se encuentran ante Jesús lo intiman, de una manera confusa, porque todos hablan al mismo tiempo, pero todos de acuerdo en arrojarlo: "¡Lárgate! Nos damos abasto para educar a los hijos de Israel."
"¡Lárgate! Nuestras mujeres no tienen necesidad de que las regañes, Galileo."
"Largo de aquí. ¿Cómo te atreves a ofender a la mujer de un herodiano, en una de las ciudades más amadas del gran Herodes? ¡Usurpador, desde tu nacimiento, de sus soberanos derechos! ¡Lárgate de aquí!"
Jesús los mira, sobre todo a estos últimos, y dice tan sólo una palabra: "¡Hipócritas!"
"Lárgate de aquí. ¡Lárgate!"
Un verdadero tumulto de gritos. Unos por una parte, otros por otra, ya acusan, ya defienden su clase y su casta. No se entiende nada más. En la plazuela estrecha hay mujeres que gritan y se desmayan; niños que lloran; soldados que tratan de abrirse paso usando de su fuerza, y con ello hieren a los que cogen en la plaza, los cuales reaccionan lanzando improperios contra Herodes y sus soldados, contra el Mesías y sus secuaces. Una confusión sin igual. Los apóstoles, unidos alrededor de Jesús, los únicos que lo defienden más o menos valerosamente, a su vez les lanzan improperios; y les lanzan también a todos.
Daremos vuelta por detrás de la ciudad
y nos vamos..."
Jesús los llama al orden: "Vámonos de aquí. Daremos vuelta por detrás de la ciudad y nos vamos..."
"Y para siempre ¿sabes? Y para siempre" grita Pedro rojo de ira.
"Sí, para siempre..."
Uno después del otro se van yendo; y el último, no obstante todo esfuerzo en contrario, es Jesús. Las guardias, pese a que dicen burlarse del "profeta de quien todos se ríen" y al que hacen miles de gestos de mal gusto, no pierden su sentido común y se apresuran a cerrar la entrada pequeña de las murallas y volverse con las armas hacia la plaza.
Jesús camina por una veredilla que costea las murallas, una vereda de dos palmos de ancho, más allá de la cual, está el vacío, la muerte. Los apóstoles lo siguen, sin mirar hacia el horrible abismo.
Ya llegaron cerca de la puerta por la que habían entrado. Jesús, sin detenerse, comienza a bajar. La ciudad ha cerrado también de esta parte la puerta...
A muchos metros de la ciudad, Jesús se detiene y pone su mano sobre la espalda de Pedro, que dice, secándose el sudor de la frente: "¡De la que nos libramos! ¡Maldita ciudad! ¡Maldita mujer! ¡Pobre Ananías! Esa mujer es peor que mi suegra... ¡Qué víbora!"
"Así es. Tiene el corazón frío de las sierpes... Simón de Jonás, ¿qué piensas de eso? ¿Te parece que la ciudad esté segura con todos esas defensas?"
"Así es. Tiene el corazón frío de las sierpes...
Simón de Jonás,
¿qué piensas de eso?
¿Te parece que la ciudad esté segura
con todos esas defensas?"
Está acumulando contra sí
los rayos de la ira divina.
Y no sólo porque me arrojó,
sino porque viola el Decálogo
en todos sus preceptos.
"¡No, Señor! No tiene a Dios dentro de sí. Yo afirmo que correrá la misma suerte que Sodoma y Gomorra."
"Muy bien dijiste, Simón de Jonás. Está acumulando contra sí los rayos de la ira divina. Y no sólo porque me arrojó, sino porque viola el Decálogo en todos sus preceptos. Vámonos. Bajo su sombra no faltará una caverna que nos acoja en estas horas en que el sol quema. Cuando atardezca nos iremos a Keriot, mientras la luna nos lo permita..."
Jesús lo entiende y le dice:
"Dios te ayudará, hijo mío amado.
No te faltará su auxilio.
No llores más.
Vámonos, vámonos..."
"Maestro mío" gime Juan con lágrimas imprevistas.
"¿Qué te pasa?" le preguntan todos.
Juan no sabe dar razón alguna. Llora con las manos sobre la cara, un poco inclinado... Parece ser el Juan desgarrado en el día de la Pasión...
"¡No llores! Ven aquí... Todavía tenemos ante nuestra vista dulces horas" dice Jesús trayéndolo hacia Sí, lo que si consuela su corazón, le hace aumentar las lágrimas.
"¡Oh, Maestro, Maestro mío! ¿Qué haré, qué haré?"
"¿De qué cosa, hermano?"
"¿De qué, amigo?" le preguntan Santiago y los demás.
Juan se esfuerza en decir algo, pero luego, levanta su mirada y echa sus brazos al cuello de Jesús, haciéndolo que se doble sobre su cara desgarrada del dolor, grita, y dice a Jesús más bien que a los que le habían preguntado la razón: "Al verte morir."
"Dios te ayudará, hijo mío amado. No te faltará su auxilio. No llores más. Vámonos, vámonos..." y Jesús continúa el camino, teniendo de la mano a Juan que lleva los ojos llenos de lágrimas.
VII. 529-533
A. M. D. G.