EN EL POBLADO DE SALOMÓN
#"Detengámonos aquí hasta que amanezca" dice Jesús.
#"¡Maestro! ¿Pero... desde qué horas estás aquí? ¿Por qué no me llamaste para abrirte?"
Ya es muy de noche cuando Jesús llega. Por la posición de la luna podemos pensar que sea a eso de las dos de la mañana. Una hermosa luna resplandece e ilumina la tierra con suave y tranquila paz. El rocío es abundante, el grueso rocío de tierras calientes, el rocío que tanto bien hace a las plantas después de un día de intenso calor.
Los peregrinos probablemente siguieron el curso del río, que en su orilla está seco, porque las aguas corren tan sólo en el lecho por el estío. Suben por los cañaverales hasta el bosque que limita las orillas y las mantiene con su intensa red de raíces que hay cerca del agua.
"Detengámonos aquí hasta que amanezca" dice Jesús.
"Detengámonos aquí hasta que amanezca" dice Jesús.
"Maestro... no puedo más con mi alma..." dice Mateo.
"Y a mí me parece que he pillado fiebre. El río en verano no es sano... Lo sabes" le reprocha Felipe.
"Peor hubiera sido si hubiésemos subido desde el río a los montes de Judea. También esto lo saben todos" dice Zelote que se compadece de Jesús, a quien todos manifiestan sus pequeños miedos, sus dolores y hasta el mal humor que pueda haber.
"No te preocupes de ello, Simón. Tienen razón. Pero dentro de poco descansaremos... Os ruego. Un poco más de camino.... Esperemos un poco aquí. Ved cómo la luna se va acercando al occidente. No hay razón de despertar al viejo, y tal vez José todavía esté enfermo. Dentro de poco amanecerá..."
"Es que aquí todo está empapado de rocío. No sabe uno dónde estarse de pie..." refunfuña Iscariote.
"¿Tienes miedo de que se te echen a perder los vestidos? Con esta caminata de galeotes que hemos hecho entre polvo y rocío, ya no hay por qué pavonearse de ellos. Además... el amable Elquías estará así de plácemes. Tus grecas... ¡ja, ja! las de abajo, y las de las mangas se quedaron a trozos entre los espinos del desierto de Judea, y las del cuello te las acabó el sudor... Ahora eres un perfecto judío..." dice Tomás con su incansable buen humor.
"Un perfecto harapiento. Me da asco" le replica enojado Iscariote.
"Bástate tener limpio el corazón, Judas" dice con calma Jesús. "Es lo que importa..."
"¡Lo que importa! ¡Lo que importa! Estamos muertos de cansancio, de hambre... Nuestra salud se va acabando, y es lo único que importa" dice groseramente Iscariote.
"No te detengo a la fuerza. Tú eres el que quieres quedarte."
"¡Bueno!... Me conviene estarme... Soy..."
"Termina la palabra que te quema: "Estoy comprometido a los ojos del Sanedrín". Pero puedes siempre reparar... y volver a conquistar su confianza..."
"No quiero reparar... porque te amo y quiero estar contigo."
"Pero lo dices en cierto modo que más bien que amor parece odio..." dice entre dientes Judas de Alfeo.
"Es que... cada uno tiene su modo de manifestar su amor."
"Oh, sí. Hay quien dice que ama a su mujer, y la mata a palos. No me gustaría esta clase de amor" dice Santiago de Zebedeo tratando de acabar con la discusión con un chiste. Pero nadie se ríe, y gracias a Dios, nadie le replica.
Jesús aconseja: "Vamos a sentarnos al umbral de la casa.
Los aleros sobresalen y defienden del rocío..."
Jesús aconseja: "Vamos a sentarnos al umbral de la casa. Los aleros sobresalen y defienden del rocío..."
Obedecen sin hablar llegados a la casucha se sientan en fila. Pero la sencilla observación de Tomás: "Tengo hambre. Estas caminatas nocturnas siempre atormentan el estómago" vuelve a encender la discusión.
"¡No tanto las caminatas! Es que hace días que se vive del aire" le responde Iscariote.
"En casa de Nique y en la de Zaqueo se comió bien. Nique nos dio tanto que tuvimos que darlo a los pobres, porque de otro modo se hubiera echado a perder. No nos ha faltado el pan. Aquel de la caravana nos dio pan y companaje..." advierte Andrés.
Judas que no puede negarlo, se queda callado.
Un gallo lejano saluda los primeros brotes de la alborada.
"¡Qué bueno! Dentro de poco tenemos el alba" dice Pedro estirándose, pues se había adormecido.
Esperan en silencio a que llegue el día.
Balidos... luego un rebuzno lejano por el camino principal... Un cercano curu-cucú de los palomos de Ananías. Una ronca voz varonil entre el cañaveral.. Es un pescador que regresa con su pesca nocturna y lanza sus palabrotas al aire porque fue poca. Ve a Jesús y se detiene. Duda, luego dice: "Si te doy lo que traigo ¿me prometes abundancia en lo futuro?"
"¿Por ganancia o por necesidad?"
"Por necesidad. Tengo siete hijos, además tengo mi mujer y a mi suegra..."
"Tienes razón. Sé bueno y te prometo que no faltará lo necesario."
"Entonces, ten. Allí dentro está también el herido que no puede curarse del todo, pese a los cuidados..."
"Dios te lo pague y te dé su paz" dice Jesús.
El hombre se despide y se va. Deja sus pescados colgados de la boca en una rama de sauce.
Nuevamente silencio, interrumpido apenas por el choque de las cañas, por algún silbido de pájaro... Luego un chirrido cercano. El cancel rústico que Ananías hizo, gira chirriando, y el viejo se asoma y mira el cielo. La oveja viene balando detrás de él...
"¡La paz sea contigo, Ananías!"
"¡Maestro! ¿Pero... desde qué horas estás aquí?
¿Por qué no me llamaste para abrirte?"
"¡Maestro! ¿Pero... desde qué horas estás aquí? ¿Por qué no me llamaste para abrirte?"
"No hace mucho. No quise disturbar a nadie... ¿Cómo sigue José?"
"¿Sabes?... Está mal. Le sale pus de una oreja y sufre mucho en la cabeza. Creo que se morirá. Bueno: creía. Ahora está aquí y me imagino que vas a curarlo. Iba a buscar hierbas para emplastos..."
"¿Están aquí los compañeros de José?..."
"Dos de ellos. Los otros siguieron adelante. Aquí están Salomón y Elías."
"¡Os han molestado los fariseos?"
"Apenas te habías ido. Luego dieron más fastidio. Querían saber a dónde habías partido. Les dije: "A la casa de mi nuera, en Maseda". ¿Hice mal?"
"Hiciste bien."
"¿Y de veras fuiste?" El viejo tiembla.
"Sí, está bien."
"¿Te escuchó?"
"No. Hay que orar mucho por ella."
"Y por los pequeñines... Que los eduque en el temor del Señor..." dice el viejo, y dos lagrimones aclaran lo que su boca calla. Concluye: "¿Los viste?"
"Puedo afirmar que a uno sí lo vi... a los otros no. Todos están bien."
"Ofrezco a Dios mi sacrificio y mi perdón... Pero... es muy amargo decir: "Que no los veré más"..."
"Pronto verás a tu hijo y con él estarás en el cielo."
"Gracias, Señor. Entra..."
"Vamos a donde está el enfermo. ¿Dónde?"
"En la mejor cama."
Jesús se inclina sobre el enfermo
que duerme entre dolores. Se inclina, se inclina...
sopla en su oreja sobre la que se ven las vendas llenas de pus.
Se levanta.
Déjalo que duerma. No sufre más.
Se restablecerá
Entran al huerto, que está muy bien cultivado. De aquí pasan a la cocina y de esta a la habitación. Jesús se inclina sobre el enfermo que duerme entre dolores. Se inclina, se inclina... sopla en su oreja sobre la que se ven las vendas llenas de pus. Se levanta. Sale sin hacer ruido.
"¿No lo despiertas?" pregunta en voz queda el anciano.
"No. Déjalo que duerma. No sufre más. Se restablecerá. Vamos a donde están los demás." Jesús abre la puerta sin hacer ruido y pasa al dormitorio donde están los lechos que se compraron la otra vez. Los dos discípulos, cansados, todavía están durmiendo.
"Velan hasta el amanecer. Yo desde el amanecer hasta la noche. Por eso están cansados. Son muy buenos."
Los dos tal vez duerman con las orejas abiertas porque al punto se despiertan: "¡Maestro, Maestro nuestro! Llegaste a tiempo. José está..."
"Curado. Ya lo hice. Duerme y no lo sabe. Pero no tiene ninguna otra cosa más. Tan sólo que se limpie la podredumbre, y estará tan sano como antes."
"Entonces límpianos, porque hemos pecado."
"¿En qué cosa?"
Porque no fuimos al Templo por haber asistido a José."
La caridad levanta un templo en cada lugar,
y en el templo de la caridad está Dios.
Si todos nos amásemos, toda la tierra sería un templo.
Quedaos en paz.
"La caridad levanta un templo en cada lugar, y en el templo de la caridad está Dios. Si todos nos amásemos, toda la tierra sería un templo. Quedaos en paz. Vendrá un día que Pentecostés querrá decir "Amor". Manifestación del amor. Vosotros os habéis adelantado al futuro Pentecostés, porque amasteis a vuestro hermano."
Se oye a José que llama: "Ananías! ¡Elías! ¿Salomón! ¡Estoy curado!" y así con su túnica corta, flaco, todavía pálido, pero sin dolor alguno, se asoma. Ve a Jesús y dice: "¡Ah, fuiste Tú, Maestro mío!" y corre a besarle los pies.
"Dios te dé paz, José, y perdóname si sufriste por Mí."
"Me glorío de haber derramado sangre por Ti, como la derramó mi padre. ¡Te bendigo por haberme hecho digno de ello!" La cara campesina de José esparce alegría con estas palabras y toma el aire de nobleza; se hace bello con una luz que de su interior le brota.
Jesús lo acaricia y dice a Salomón: "Tu casa sirve para hacer mucho bien."
"Oh, porque es tuya! Antes no servía sino para alimentar las pesadillas del que tenía que atravesar el río. Me siento feliz de que te sirva y de que te sirva para lo que quieres. Tendremos ahora contigo algún día de contento."
"Me desagrada, amigo. Partiréis al punto. No se nos permite descanso. Este tiempo es de prueba y sólo los fuertes de voluntad permanecerán fieles. Ahora vamos a partir juntos el pan, luego os iréis por la orilla del río, con media jornada de ventaja."
"Sí, Maestro. ¿También José?"
"También, a no ser que tema a que otra vez le hieran..."
"¡Oh, Maestro! ¡Quisiera Dios que pudiese precederte en la muerte, dando mi sangre por Ti!"
Salen al huerto lleno de rocío, brillante con las primeras caricias del sol. Ananías corta los primeros higos maduros, y dice que no puede ofrecer un pichoncito porque los que había los mataron para el enfermo. Pero hay pescado, y todos se dan prisa en preparar la comida.
Jesús pasea entre Elías y José que le cuentan la aventura pasada y la fuerza de Salomón que cargó en su espalda al herido por varios kilómetros, durante varias noches...
"Pero tú, José, perdonas a quien te hirió
¿no es verdad?"
"Nunca sentí rencor por esos infelices.
Ofrecí mi perdón y mis sufrimientos para que se rediman."
"Pero tú, José, perdonas a quien te hirió ¿no es verdad?"
"Nunca sentí rencor por esos infelices. Ofrecí mi perdón y mis sufrimientos para que se rediman."
"Muy bien hiciste, José. ¿Y Ogla?"
"Ogla se fue con Timoneo. No sé si lo seguirá o se detendrán en el Hermón. Siempre hablaba de que quería ir al Líbano."
"Bien. Que Dios lo cuide siempre."
El poblado está ya en actividad. Por todas partes se oyen los trinos de los pájaros en medio de la fronda, los balidos, las voces de niños, las de mujeres, rebuznos, ruido de carretillas de pozos.
En el huerto se distribuyen el pan y los pescados. La comida termina pronto. Parten los tres, después de que Dios los bendice. Ligeros, van por el camino que lleva al río y desaparecen entre el cañaveral fresco y lleno de sombra...
"Ahora vamos a descansar hasta el atardecer y luego los seguiremos" dice Jesús.
Se echan a descansar, algunos sobre los camastros, otros sobre un montón de redes que ha hecho Ananías para no estar de ocioso, según dice, y para ganar así su pan cotidiano.
Ananías junta los vestidos sudados; sale sin hacer ruido; cierra la puerta y el cancel; baja al río para lavarlos y así estarán frescos y secos para la tarde...
VII. 674-679
A. M. D. G.