JESÚS EN UN POBLADILLO
DE LA DECÁPOLIS
#"Maestro" grita una mujer que es una madre "mi hijo está enfermo. ¡Ven, bendito!"
#Vamos cerca del río. El que quiera venir a oírme y a hacerme preguntas, que venga.
#Parábola del escultor que modeló una estatua perfecta y quiso que toda la tierra se llenase de ella
Un pobladillo ribereño con muchas casuchas. Debe de ser el del que partió Jesús cuando atravesó en barca el Jordán que estaba crecido, porque veo que salen a su encuentro el barquero con sus familiares a quienes había enviado de antemano a avisar, por medio de Iscariote y Tomás.
Bienvenido, Maestro, y a tiempo para nuestros enfermos.
Te están esperando. Mucho les he hablado de ti.
El barquero, al ver de lejos a Jesús, apresura el paso y al llegar a El se inclina consuma reverencia diciendo: "Bienvenido, Maestro, y a tiempo para nuestros enfermos. Te están esperando. Mucho les he hablado de ti. Todo el poblado te saluda por mi boca diciendo: "¡Bendito sea el Mesías del Dios Altísimo!"."
"La paz sea contigo y con este poblado. Vine por vosotros. Vuestras esperanzas no quedarán defraudadas. A quien cree, el cielo le será piadoso. Vamos."
Jesús se pone al lado del barquero. Caminan hacia el centro del poblado.
Mujeres, hombres, niños se asoman a los dinteles de sus casas y luego se unen al pequeño cortejo, según va avanzando. A cada metro aumenta la gente, porque no falta quien se vaya uniendo. Algunos saludan al Maestro, otros lo invocan, otros lo bendicen.
"Maestro" grita una mujer que es una madre
"mi hijo está enfermo. ¡Ven, bendito!"
"Maestro" grita una mujer que es una madre "mi hijo está enfermo. ¡Ven, bendito!"
Jesús se desvía para ir a una pobre casa, pone una mano sobre la espalda de la mujer que está bañada en lágrimas y pregunta:
"¿Dónde está tu hijo?"
"Aquí, Maestro, ven."
Entran la madre, Jesús, el barquero, Pedro, Juan, Tadeo y algunos del poblado. Los demás se aprietan en la puerta y alargando su cuello tratan de mirar.
En un rincón de la cocina que es pobre y está tiznada, cerca del fuego, hay un camastro; sobre él un niño como de siete años. Es un cadáver ya, amarillento, que ya no se mueve. De su pecho, lleno de tuberculosis, se oye el respiro dificultoso.
"Mira, Maestro. He acabado con todos mis recursos para salvar al menos a éste. No tengo marido ya; los otros dos hijos se me murieron a la edad de éste. Lo llevé a Cesarea Marítima para que lo viese un médico romano. No supo más que decirme: "Resígnate. La caries lo está consumiendo". Mira..."
La madre descubre a su pobrecito hijo, que está bajo las cobijas. Donde no hay vendas, hay huesos que sobresalen de la piel seca y amarillenta. Poco puede verse del cuerpo, porque casi todo está envuelto en vendas, que, al quitarlas ella, se ven los característicos agujeros que salen de la carcoma de los huesos. Un espectáculo que llena de terror. El enfermito está tan extenuado que ni hace gestos; parece como si al sentirse tocar, no fuese él. Apenas si abre sus ojos sumidos, sin vida, que miran indiferentes, diría yo, asta cansados, a la gente. Luego los cierra.
Jesús lo acaricia. Le pone su larga mano sobre la cabecita estirada, sin fuerzas. El niño abre los ojos otra vez. Mira con ansias a ese hombre desconocido que lo toca con tanto amor y que le sonríe con mucha compasión.
"¿Quieres curarte?" le pregunta Jesús en voz baja, inclinándose sobre su carita demacrada. Descubre el cuerpecito. Dice a la madre del niño, que quería ponerle otras vendas: "No es necesario mujer. Déjalo así."
El niño asiente sin decir palabra alguna.
"¿Por qué?"
"Porque así lo quiere mi mamita" dice una vocecita delgada, delgada. La mujer llora con más fuerzas.
"Si te curas, ¿serás siempre bueno? ¿Serás siempre un buen hijo? ¿Un buen ciudadano? ¿Un buen fiel?" Jesús hace estas preguntas en tal modo que da tiempo al niño de ir respondiendo a cada una de las preguntas. "¿Te acordarás de lo que prometes ahora? ¿Siempre?"
Los apenas perceptibles "sí", llenos del deseo de curarse, se oyen uno tras otro, como suspiros de su corazón.
"Chiquillo, dame una mano." El pequeñín quiere darle la izquierda, que está sana. Jesús le dice: "Dame la otra. No te causaré dolor alguno."
"Señor" dice la madre "es una llaga. Deja que la vende, por tratarse de Ti."
"Quiero ser siempre un buen hijo, como también
quiero ser un hombre y un buen fiel
para con el Dios verdadero"
"No es necesario, mujer. No tengo más asco que de la impureza de los corazones. Dame la mano y di conmigo: "Quiero ser siempre un buen hijo, como también quiero ser un hombre y un buen fiel para con el Dios verdadero"."
El niño repite con dificultad. Todos sus esfuerzos se concentran en su vocecilla, en su esperanza... y también en la de su mamá.
Un silencio profundo atraviesa la habitación y llega hasta afuera. Jesús, que con su mano izquierda tiene la derecha del enfermito, levanta su mano derecha, con ese movimiento con que quiere anunciar una verdad, o cuando quiere imponer su voluntad sobre enfermedades, sobre los elementos, y derecho, majestuoso, con voz fuerte dice: "Quiero que te cures. Levántate, niño, y alaba al Señor" y le suelta la manita que ahora está sana completamente, aunque sigue siendo flaca pero no tiene ninguna escocedura. El niño dice a su madre: "Quítame esto de encima, mamá."
La mujer, que no sabe si es una sentencia de muerte, o un favor, titubeando levanta las cobijas... lanza un grito, se echa sobre el cuerpecito flaquísimo, pero sano, lo besa, se lo estrecha... está loca de alegría, tanto que no nota que Jesús se retira del camastrón y se dirige a la puerta.
El niño lo ve y dice: "Bendíceme, Señor. Permíteme que te bendiga. ¿Mamá, no les das las gracias?"
"Oh, perdón..." la mujer con su hijo en los brazos, se echa a los pies de Jesús.
"Lo comprendo, mujer. Quédate en paz y sé feliz. Adiós, niño. Sé bueno. Adiós a todos." Y sale.
Mujeres y más mujeres levantan sus niños para que la bendición de Jesús los preserve en el porvenir de todo mal. Los pequeñines se meten por entre los adultos para que Jesús los acaricie, y El los bendice, los acaricia, los escucha. Se detiene, una vez más, a curar a tres enfermos de los ojos y a uno que tiembla como si tuviese el baile de San Vito. Ha llegado al centro de la población.
"Tengo aquí a un familiar mío que es sordo y mudo
desde nacimiento.
Es inteligente, pero no puede hacer nada por sí.
Cúralo, Jesús" dice el barquero.
"Tengo aquí a un familiar mío que es sordo y mudo desde nacimiento. Es inteligente, pero no puede hacer nada por sí. Cúralo, Jesús" dice el barquero.
"Llévame a donde está."
Penetran en un huertecillo en donde hay un hombre de unos treinta años que saca agua del pozo y siega las verduras. Como está sordo, y además volteado, no cae en la cuenta de lo que pasa y sin preocuparse continúa echando agua, pese a los gritos de la gente, que son tan fuertes que echan a volar a los palomos que hay en el techo.
El barquero lo coge de un brazo y lo lleva a Jesús, quien lo pone ante sí, muy junto, de modo que con su lengua toca la del mudo que tiene la boca abierta y con los dos dedos medios toca las orejas del sordomudo. Por un instante ora con los ojos levantados al cielo, luego dice: "Abrios" y quita los dedos y se separa.
"¿Quién eres que me haces hablar y oír?" pregunta en voz alta el curado.
Jesús hace un gesto y trata de seguir, saliendo por detrás de la casa, pero tanto el curado como el barquero lo detienen. El uno dice: "Es Jesús de Nazaret, el Mesías"; el otro: "¡Oh, quédate para que te adore!"
"Adora al Altísimo Dios y sele siempre fiel. No pierdas tiempo con palabras inútiles, y no hagas del milagro un pasatiempo humano. Usa tu lengua para el bien; más que con las orejas, con el corazón escucha las voces del Espíritu Creador que te ama y bendice."
Pero claro, decir a uno, que ha sido tan desgraciado, que no hable de su felicidad, es cosa inútil. El curado se paga bien de todo el tiempo en que estuvo mudo y sordo y cuenta a todos los que le rodean.
El barquero insiste a Jesús para que entre a su casa a descansar y a tomar algo. Comprende que es la causa de todo lo que pasa a Jesús y quiere se le reconozca su derecho.
"Si el principal del lugar soy yo" dice un viejo imponente.
"Si no hubiese estado con mis barcas, no hubieras visto a Jesús" responde el barquero.
Pedro, siempre franco e impulsivo: "Tienes razón... si no te hubiera dicho yo una cosita, tú... las barcas..."
Vamos cerca del río. El que quiera venir a oírme
y a hacerme preguntas, que venga.
Jesús atinadamente interviene, dando contento a todos. "Vamos cerca del río. Mientras esperamos allí la comida, que debe ser parca y frugal porque la comida debe servir al cuerpo, y no estorbarle, hablaré a todos. El que quiera venir a oírme y a hacerme preguntas, que venga."
Puedo decir que todo el poblado lo sigue.
Jesús sube a una barca, arrastrada a la arena, y se convierte en su tribuna improvisada. Ante sí tiene, sentados a su alrededor, sobre la orilla y entre los árboles, a sus oyentes.
Nuestra Ley, como que en cierta forma señala
que los que nacen con algún mal,
han sido castigados por Dios, de modo que
les prohíbe que le sirvan al altar.
Pero ¿qué culpa pueden tener ellos?
Toma como punto de partida la pregunta que le hace un hombre: "Nuestra Ley, como que en cierta forma señala que los que nacen con algún mal, han sido castigados por Dios, de modo que les prohíbe que le sirvan al altar. Pero ¿qué culpa pueden tener ellos? ¿No sería justo decir que sus padres son los pobres, que los dieron a luz en un estado lamentable? ¿Sobre todo sus madres? ¿Cómo debemos comportarnos con estos desventurados?"
que modeló una estatua perfecta
y quiso que toda la tierra se llenase de ella
"Escuchad:
Un escultor peritísimo modeló un día una estatua. Era muy perfecta, de modo que dijo: "Quiero que toda la tierra se llene de iguales". Pero él solo no podía hacer todo este trabajo. Llamó para que le ayudasen a otros y les dijo: "Según este modelo, modelad miles y miles de estatuas igualmente perfectas. yo les daré el último retoque, al darles la fisonomía". Los ayudantes no eran capaces de una obra tan sublime, parte porque eran inferiores en capacidad al maestro, parte porque se habían embriagado al probar un fruto cuyo jugo produce delirios y mareos en la cabeza. Entonces el escultor les dio los moldes y les dijo: "Modelad según estos moldes. Todo saldrá bien. Yo le daré la última mano". Sus ayudantes pusieron manos a la obra.
Pero el escultor tenía un gran enemigo, enemigo personal suyo y de sus ayudantes. Este enemigo buscaba por todos los medios hacer que el escultor fracasase y poner discordia entre él y sus ayudantes. Por esto, en las obras que hacían, no dejaba de emplear su astucia, y cambiaba ahora el material que debía emplearse, ahora haciendo que el fuego soplase menos, o bien alabándolos. Entonces el que rige el mundo, para tratar de impedir lo más posible que su obra se convirtiese en copias imperfectas, puso sanciones graves contra los modelos que eran imperfectos. Y hubo una obra que no podía ponerse en la casa de Dios: donde todo debe, y debería ser perfecto. Digo: debería, porque no sucede esto. Aun cuando la apariencia es buena, en realidad no es una buena obra. Los que están en la casa de Dios, parecen no tener defectos, pero los ojos de Dios descubren en ellos muy grandes defectos, los que hay en el corazón.
¡Oh el corazón! Con él se sirve a Dios. No hay otra cosa. No es necesario ni basta tener los ojos limpios, y las orejas completas, voz armoniosa, miembros proporcionados para cantar las alabanzas que agradan a Dios. No es necesario ni basta tener cara hermosa, limpia, perfumada. El corazón debe ser limpio, perfecto, armonioso, bien proporcionado en la mirada, en los oídos, en la voz, en las formas espirituales, y estas deben estar adornadas de pureza: y para esto sirve el hermoso, el limpio y perfumado vestido de la caridad: este es, el aceite que reboza de esencias que agradan a Dios.
¿Qué caridad sería la de quien, siendo él feliz y viendo un desgraciado, tuviera para éste desprecio y odio? Antes, hay que rodear con doble y triple caridad al que nació desventurado. La desventura es una aflicción que da méritos a quien la soporta y a quien, junto con el desventurado, ve que se le sobrelleva y que sufre por amor a sus padres, y tal vez se golpea el pecho pensando: "Soy causa de esta desventura por mis vicios". Pero no debe jamás convertirse en causa de culpa espiritual en quien la ve. Se convierte en culpa, si es anticaridad. por lo que os digo: Nunca dejéis de tener caridad para con vuestro prójimo. ¿Nació infeliz? Amadlo porque sobrelleva una gran aflicción. ¿Es infeliz por su culpa? Amadlo porque su culpa se cambió en castigo. ¿Es padre de un infeliz que nació así o que más tarde lo fue? Amadlo porque no hay pena más grande que el dolor de un padre que se ve castigado en su hijo. ¿Es una madre que engendró un monstruo? Amadlo porque ella está literalmente aplastada con tal dolor que piensa ser el más inhumano. E inhumano lo es. Pero todavía lo es más el dolor de una que es madre de uno que es monstruo en su corazón, de esa madre que cae en la cuenta de haber dado a luz un demonio y a algo que es un peligro para la tierra, para la patria, para la familia, para los amigos. ¡Oh, esta madre en realidad no se atreve ni siquiera a levantar la frente! ¡Pobre madre de un hombre cruel, de un abyecto, de un homicida, de un traidor, de un ladrón, de un desvergonzado!
amad aun a estas madres, que son las más infelices.
Esas que en los siglos venideros llevarán el nombre
de madres de un asesino, de un traidor.
Pues bien. Yo os digo: amad aun a estas madres, que son las más infelices. Esas que en los siglos venideros llevarán el nombre de madres de un asesino, de un traidor.
Por doquier la tierra ha escuchado el llanto de madres desgarradas de dolor ante la muerte cruel de su hijo. Eva y luego cuántas madres han sentido que se les desgarran sus entrañas, más que cuando daban a luz. Pero ¡qué digo! Sintieron que se les arrancaban las entrañas y con ellas el corazón, cuando una mano cruel lo hacía al cadáver de su hijo que había sido asesinado, ajusticiado, martirizado. Y gritaron, y enloquecieron de dolor ante los despojos de alguien que no oía más, que no tenía más calor en su cuerpo, que no podía decir ni con la boca, ni con los ojos, ni con el gesto: "Madre, te odio".
Y con todo os digo que la tierra todavía no ha oído
el grito y el llanto de la más santa
y de la más infeliz de las madres.
De esa cuyo recuerdo permanecerá para siempre en la
memoria del hombre.
La Madre del Redentor Muerto
y la madre de quien será el traidor.
Y con todo os digo que la tierra todavía no ha oído el grito y el llanto de la más santa y de la más infeliz de las madres. De esa cuyo recuerdo permanecerá para siempre en la memoria del hombre. La Madre del Redentor Muerto y la madre de quien será el traidor. Estas dos, mártires de un modo diverso, se escucharán, a través de la lejana distancia, se las escuchará llorar. La madre inocente y santa, la más inocente, la Madre inocente del que no es Culpable, será quien diga a su hermana lejana, mártir de un hijo inimaginablemente cruel: "Hermana, te amo".
Amad para que seáis dignos de Esta que amará por todos
y amará a todos.
El amor es lo que salvará a la Tierra."
Amad para que seáis dignos de Esta que amará por todos y amará a todos. El amor es lo que salvará a la Tierra."
Jesús baja de su rústico púlpito, se inclina a acariciar a un niño semidesnudo, cuya camisita se traba entre la hierba. Después de unas palabras tan sublimes, ¡qué dulce es ver al Maestro, que se preocupa de un pequeñín, de un hombre cualquiera, y que luego distribuye el pan, lo da a los que están más cerca, que se sienta a comerlo, como todos los demás, mientras, a no dudarlo, en su corazón oye el grito de su Madre y ve a Judas a su lado.
A mí, que soy impulsiva, me hace impresión más grande este control suyo que cualquier otra cosa. Es una lección continua que tengo. Los oyentes parecen que han quedado embebidos. Comen pensativos. Silenciosos, miran con reverencia al dulce Maestro del amor.
VII. 679-685
A. M. D. G.