EN ESPERA DE LOS CAMPESINOS DE
YOCANA CERCA DE LA TORRE DE
YEZRAEL
#No piensas en un reino, en un reino que arranque de las garras del águila romana su presa.
#Juan se queda con Jesús a descansar
"Estás muy cansado, Juan, pero tenemos que llegar mañana al atardecer a Enganním."
"Llegaremos, Señor" dice Juan y sonríe aun cuando se ve que está pálido de cansancio, pues ha caminado más que todos. Trata de caminar más ligero para persuadir al Maestro que no está muy cansado, pero pocos pasos después vuelve a aflojar. Su cabeza le cae hacia delante como si la oprimiese al peso del yugo, sus pies se arrastran y tropiezan con frecuencia.
"Dame por lo menos las alforjas. La mía es pesada."
"No, Maestro. Tú no estás menos cansado que yo."
"Pero tú lo estás más porque desde Nazaret viniste al bosque de Matatías y luego regresaste a Nazaret."
"Dormí en cama, lo que no hiciste Tú. Pasaste la noche sin dormir en el bosque y partiste temprano."
"También tú. José dijo que habíais partido cuando todavía lucían las estrellas."
"Lo que causa dolor no es el poco sueño..."
"¿Qué, Juan?
¿Qué cosa te ha causado dolor?
Tal vez que mis hermanos..."
"¡Oh, pero estrellas hay todavía al amanecer!" sonríe Juan. Luego añade, poniendo cara seria: "Lo que causa dolor no es el poco sueño..."
"¿Qué, Juan? ¿Qué cosa te ha causado dolor? Tal vez que mis hermanos..."
"No, Señor. También ellos... pero lo que más me duele... lo que me pesa... lo que me llega al alma es que vi llorar a tu Madre... No me dijo el por qué, ni tampoco se lo pregunté aunque tenía ganas. La miré tanto que me dijo: "Te lo diré en la casa. Ahora no, porque lloraría yo más". Y en casa me habló de una manera tan dulce y tan triste que también me puse a llorar.
"¿Qué te dijo?"
Me dijo que te quisiera mucho, que no te causara ni siquiera
el más pequeño dolor porque después sentiría
yo remordimiento
"Me dijo que te quisiera mucho, que no te causara ni siquiera el más pequeño dolor porque después sentiría yo remordimiento. Me dijo: "Cumplamos con nuestro deber en los meses que faltan, y más que el deber". Porque cumplir sólo con el deber es poco, porque eres Dios. También me dijo -lo que me hizo sufrir mucho, y si no hubiera sido Ella a decirlo, no lo creería-: "Es muy poco cumplir con el deber para con quien se va, y a quien no podremos más servir... Para estar resignados después de que se vaya, es menester cumplir más que con el deber. Será necesario haberle entregado todo el amor, los cuidados, la obediencia, todo, todo. Ahora en la angustia de la separación se puede decir: 'Desde que fue voluntad de Dios que lo tuviese, no he dejado pasar un solo momento sin amarlo ni servirlo' ". Yo le pregunté: "¿Pero de veras se va el Maestro? ¡Todavía tiene mucho que hacer! Habrá tiempo..." Ella sacudió su cabeza. Dos gruesas lágrimas le bajaron de sus ojos. Dijo: "El verdadero Manná, el Pan vivo regresará al Padre cuando el hombre se congratule de volver a gustar el sabor del nuevo trigo... Y entonces nos quedaremos solos, Juan". Yo para confortarla, le dije: "Es un gran dolor. Pero si El regresa al padre, debemos alegrarnos. Nadie le podrá hacer daño alguno". Ella con gemidos dijo: "¡Oh, pero antes!" y creo que comprendí. ¿Pero así tiene que suceder, Señor? ¿De veras, así? Mira, no es que no creamos en tus palabras, sino es que te amamos y ... ¡Oh, Señor mío! ¿Los pecados del amor son en realidad pecados?"
"El amor nunca peca, Juan."
"Entonces, nosotros que te amamos, estamos listos a combatir y a matar para defenderte. Los otros no nos quieren a los galileos porque dicen que somos peleadores. ¡Que así sea! justificaremos la fama que tenemos, defendiéndote. Estamos en los lugares donde, en tiempos de Débora, Barac destruyó el ejército de Sísara, con sus diez mil. Y esos diez mil eran de Neftalí y Zabulón. Nosotros descendemos de ellos. El nombre será diverso, pero el corazón es el mismo."
"Diez mil... Pero aunque fueseis diez veces diez mil, ¿qué podríais hacer?"
No piensas en un reino, en un reino que arranque
de las garras del águila romana su presa.
"¿Cómo? ¿Tienes miedo a las cohortes? No son muchas y luego... No te odian. No las molestas. No piensas en un reino, en un reino que arranque de las garras del águila romana su presa. No se meterán entre nosotros y tus enemigos, que serán vencidos."
"Mil, diez mil, cien mil que fueseis, ¿qué sois contra la voluntad del Padre? Debo cumplirla..."
Juan, desanimado, no dice más. Es extraña esta terquedad, esta incapacidad mental de comprender la misión de Jesús, aun en sus mejores seguidores. Lo aceptan como a Maestro, como a Mesías. Creen en su poder de salvar y redimir. Pero cuando se encuentran frente al modo con que redimirá, entonces su inteligencia se cierra. Parece como si perdiesen para ellos valor las profecías. ¿Y es mucho decir esto de israelitas de los que se puede afirmar que respiran, camina, se nutren y viven por medio de las profecías! Todo lo que dicen los Libros Santos es verdadero, menos esto: que el Mesías debe padecer y morir, que los hombres deben derrotarlo. Esto sí que no pueden aceptar. Me parece como que si fuesen ciegos o sordos a quienes Jesús se afana en mostrar cuadros de su futura Pasión para que puedan ver lo que representará ella. Pero cierran sus ojos. No ven y por esto no comprenden.
La tarde, un poco triste, avanza mientras llegan a la vista de Yezrael.
Jesús anima a Juan, que no ha hablado más y que camina como sonámbulo, por lo cansado que viene. Le dice: "Pronto vamos a llegar. Irás a buscar un refugio para ti."
"Y para Ti."
"No, Juan. Voy a quedarme cerca del camino que viene de la llanura. Me imagino que vendrán en la noche y quiero consolarlos y despedirlos antes de que amanezca."
"Estás muy cansado... y tal vez va a llover como anoche. Ven por lo menos hasta la mitad de la vigilia del gallo."
"No, Juan."
Juan se queda con Jesús a descansar
"Entonces me quedo contigo. Estamos cercanos a las tierras de los fariseos y ... también lo he prometido a tu Madre y a mí mismo. No quiero tener ningún remordimiento."
En los cuatro ángulos de Yezrael hay torres, que no sé para qué servirán. Serán ya antiguas. Parecen cuatro gigantes ceñudos que hacer de guardianes de la pequeña ciudad, edificada sobre una colina que domina la llanura y que poco a poco va desapareciendo envuelta en medio de un atardecer nublado.
"Vamos allá arriba cerca de la torre. Podremos ver el camino sin que seamos vistos. Hay hierba para acostarnos y las gradas enfrente de la puerta nos protegerán en caso de que llueva" dice Jesús.
Suben. Se sientan sobre una pared muy baja, semidestruida, que está a unos diez metros separada de la torre. Tal vez fue una valla construida para defender la torre. Ahora casi está en ruinas y una profusión de enredaderas selváticas como otras hierbas cubren las ruinas con sus hojas largas y velludas, cuyo nombre ignoro.
Cuando el día va desapareciendo se comen un pedazo de pan. No tienen más. Juan, aunque cansadísimo, hurga entre las ramas de una higuera torcida, nacida entre las piedras y descubre entre las hojas amarillentas alguno que otro higo que los pájaros y los niños no han tocado. Se los comen como postre. Agua beben de sus cantimploras. La cena ha terminado.
"¿Vivirá alguien en la torre?" pregunta preocupado Juan.
"No lo creo. No se ve que salga luz, ni tampoco voces. ¿Querías pedir refugio? Ya no puedes más..."
"¡Oh, no! Lo dije por decir... Aquí está uno bien..."
"Échate en el suelo, por lo menos. La hierba está tupida y aquí no ha llovido todavía. Está seco el suelo."
"No... No... Señor. No tengo sueño... Platiquemos. Dime alguna cosa... Una parábola... Me siento aquí a tus pies. Me basta con apoyar mi cabeza sobre tus rodillas..." y se sienta poyando su cabeza, con la cara hacia el cielo, sobre las rodillas de Jesús. Hace esfuerzos heroicos por no dormirse. Trata de hablar para vencer el sueño... Trata de mostrar interés por lo que ve... estrellas en el cielo, luces en el camino. Aquellas son cada vez más numerosas porque el viento arrastra las nubes. Estas disminuyen porque la noche hace que los peregrinos suspendan su caminata. Sólo alguno que otro peregrino obstinado continúa su camino con su carro en que lleva su linterna que se balancea suspendida en el techo de esteras o de mantas extendidas sobre los arcos del carruaje.
Pero el mismo silencio cada vez más profundo es el arrullo del sueño...
Juan con una voz siempre más lejana, dice: "¡Cuántas lumbreras hay en el cielo! Mira, parece como si alguna hubiese bajado a la tierra y tiembla y palpita como allá arriba... Son más pequeñas y feas... Nosotros no podemos hacer estrellas... En las nuestras hay humo, olor a mecha... y cualquier cosa las puede apagar... Tú dijiste una vez que para apagar la luz en nosotros basta una mariposa y comparaste las mariposas con las seducciones del mundo... Y luego añadiste que... mientras las mariposas pueden apagar una luz, el ala de los ángeles, y llamaste ángeles a las cosas espirituales, hacen más radiante la luz que hay en nosotros... Yo... el ángel... la luz..." Juan rueda poco a poco y se extiende sin querer, vencido por el cansancio.
Jesús espera a que se haya acomodado, luego le pone de cabecera la alforja, le extiende su manto con cariño paternal. Juan hace un esfuerzo para murmurar: "No estoy durmiendo, Maestro... Sólo que estoy viendo más estrella y te veo mejor..." y pasa a ver mejor a Jesús y el cielo estrellado en medio de un sueño profundo.
Jesús vuelve a sentarse sobre su verde banco. Apoya su codo derecho sobre la rodilla, y con la mejilla sobre la palma de la mano, piensa, ora, mirando el camino vacío del todo, mientras a sus pies el discípulo amado, con un brazo doblado bajo su cabeza, duerme con la placidez de un niño.
VIII. 319-323
A. M. D. G.