EN NOBE
MILAGRO EN EL VIENTO
#Jesús acaricia al anciano diciéndole: "No me habíais visto aún"
#Parábola del rey poderoso que quiso un día ir a visitar a sus súbditos
#Surge una gran tempestad de viento
#"¡Mannaén! ¡Timoneo! Amigos míos" dice Jesús saliendo al huerto y cerrando la puerta
#¿Y vosotros? ¿Qué pasó en Jerusalén?"
Es un poblado tranquilo, de buena apariencia. sus habitantes están dentro de sus casas porque sopla un fuerte viento. Pero cuando los discípulos van a avisar que ha llegado Jesús, es de ver cómo todas las mujeres, los niños, los viejos que no pueden salir a trabajar se apiñan alrededor de El que se ha quedado en la plazuela principal. como el poblado está en alto, aun en los días de neblina goza de aire y de luz, y los ojos pueden distinguir allá al sur Jerusalén, al norte Rama (digo Rama porque está escrito en un trozo de columna con su indicación de millas).
La gente está entusiasmada, y conmovida, porque es una gran alegría para ellos hospedar al Señor... Un anciano, un verdadero patriarca, lo dice en nombre de todos, y las mujeres asienten con la cabeza.
Jesús acaricia al anciano diciéndole:
"¿No me habíais visto aún?"
Como la soberbia de los sacerdotes y fariseos suele imponerse sobre ellos, se encuentran un poco atemorizados... Pero Jesús hace que cobren confianza tomando en sus brazos a una niñita que apenas da los primeros pasos. Acaricia al anciano diciéndole: "¿No me habíais visto aún?"
"De lejos... Cuando pasabas por el camino... Alguien te vio en el Templo. Pero nosotros que estamos muy cerca de la ciudad, nos era más difícil conseguir lo que otros que vienen de lejos" dice el anciano.
"Así siempre es, padre. Lo que parece hacer fáciles las cosas, las hace difíciles, porque todos se apoyan en la idea de que sea fácil. Pero ahora nos conoceremos. Torna a tu casa, padre. El otoño arrastra sus vientos que no son buenos para los ancianos."
"¡Oh, estoy solo! La vida no tiene más valor para mí..."
"Su hija está lejos y su mujer se le murió en las Encenias" dice una mujer.
"Juan, no debes decir así, hoy que tienes al Rabí contigo. ¡Tanto como lo deseabas ver!" le reprocha una viejecilla.
"Es verdad, pero... Tú eres el Mesías, ¿no es verdad?"
"Sí, padre."
El viejecito recuerda lo que sucedió en el Templo en la
Presentación del Señor y las palabras de Simeón
"¿Y qué puedo desear ahora que lo he visto y que he visto cumplidas las promesas hechas a Abraham? Yo estuve presente aquel día en que un anciano cantó las promesas, porque mi Lía había ido a purificarse de su único parto, estaba cerca yo de ella, y antes de nosotros había cumplido con lo prescrito una Mujer muy joven... El anciano besando el Niño dijo: "Deja, Señor, que tu siervo se vaya en paz porque sus ojos han visto al Salvador". Ese recién nacido eras Tú, entonces. ¡Oh, que felicidad! También yo pedí al Señor diciéndole: "Haz que también yo lo conozca antes de morir". Ahora te conozco. Estás aquí. La mano de mi Señor está posada sobre mi cabeza. Su voz me ha hablado. El Eterno me ha escuchado. ¿Y qué otras palabras diría yo sino las del docto y justo viejo Simeón? Las repito: "Deja, Señor, que tu siervo se vaya en paz porque sus ojos han contemplado a tu Mesías". "
"¿No quieres esperar a ver su Reino?" pregunta una mujer.
"No, María. Las fiestas no son para los viejos. No creo lo que muchos dicen. Recuerdo las palabras de Simeón... Prometió que una espada se clavaría en el corazón de aquella Mujer porque no todos amarían al Salvador... Dijo que por causa de El muchos encontrarán su destrucción o resurrección... Y está Isaías... y está David... No. Prefiero morir y esperar su gracia desde allá... Y desde allá su Reino..."
"Padre, tú ves mejor que los jóvenes. Mi Reino es el de los cielos. Pero mi venida para ti no es destrucción porque sabes creer en Mí. Vamos a tu casa, voy a estar contigo." El anciano lo lleva a una casa blanca en una callejuela cercada de árboles cuyas hojas arranca la fuerza del viento. Entran también Pedro, los dos hijos de Alfeo y Juan. Los otros se van a diversas casas...
... para regresar poco después a llenar la casucha, el huerto, la terraza, hasta subirse sobre una pared que separa el huerto del camino, sobre un grande nogal y sobre un manzano también grande, sin preocuparse del viento que a momentos sopla cada vez más fuerte, y arrastra el polvo.
Quieren oír a Jesús, que se pone en el umbral de la cocina de modo que su voz se esparza dentro y fuera de la casa.
Parábola del rey poderoso que quiso un día ir
a visitar a sus súbditos
"Un rey poderoso de inmensos dominios, quiso un día ir a visitar a sus súbditos. Vivía en un rico palacio desde el que por medio de sus siervos y mensajeros deba a conocer sus órdenes y los favores que hacia a sus súbditos que estaban enterados del amor que por ellos tenía, de sus intenciones, pero no lo conocían en persona, ni habían oído su voz ni sus palabras. Sabían, sí, que era su Señor y no más. Y como sucede con frecuencia, por este motivo muchas de sus leyes y disposiciones eran alteradas, o por mala voluntad o por no comprenderlas, de modo que los intereses de los súbditos y los deseos del rey, que quería que fuesen felices, padecían daño. Algunas veces se vio obligado a castigarlos, lo que le causaba mucha aflicción. Los castigos no producían ningún remedio. Entonces dijo: "Iré Yo. Les hablaré directamente. Me haré conocer. Me amarán y me seguirán mejor y serán felices". Dejó pues su rica morada para ir entre su pueblo.
Su llegada causó mucha admiración. El pueblo se conmovió, se agitó: algunos con júbilo, otros con terror; estos con ira, aquellos con desconfianza, los de más allá con odio. El rey, paciente, incansable, se acercaba a quien lo amaba como a quien lo temía u odiaba. Se uso a explicar sus leyes, a escuchar a sus súbditos, a hacerles bien, a tolerarlos. Muchos acabaron por amarlo, a no huirle porque era muy bueno; algunos, pocos, dejaron de desconfiar y de odiarlo. Eran los mejores. Muchos siguieron como antes, porque no tenían buena voluntad. Pero el rey, que era muy sabio, soportó aun esto apoyándose en el amor de los mejores que eran la recompensa de sus fatigas.
Pero, ¿qué sucedió? que aun de entre los mejores no todos lo comprendieron. ¡Venia desde lejanas tierras! ¡Su modo de hablar era tan nuevo! ¡Sus planes eran tan diversos de los de sus súbditos! No todos lo comprendieron... Aun más algunos le causaron dolores, y con ello daño, o por lo menos pudieron habérselo dado, porque no lo comprendieron bien. Y cuando comprendieron que le causaron aflicción y daño, huyeron desesperanzados de su presencia, y jamás volvieron a El, por temor a su palabra.
El rey, por el contrario, había leído en sus corazones y diariamente los llamaba con amor, rogaba al eterno que le permitiese volver a verlos para poder decirles: "Por qué me teméis? Es verdad que vuestra incomprensión me causó pena, pero no había malicia en ella, sino que era fruto de vuestra incapacidad para comprender mi lenguaje que es diverso del vuestro. Lo que me aflige es que me temáis, porque significa para mí que no sólo no me tomáis por rey, pero ni siquiera como a un amigo. ¿Por qué no habéis venido? Volved en buena hora. Si la alegría de amarme no os hizo capaces de comprenderme, que lo haga el dolor que me habéis causado. ¡Oh, venid amigos míos! No aumentéis vuestra ignorancia con estar lejos, vuestras tinieblas con esconderos, vuestra amargura con privaros de mi amor. ¿Lo veis? Vosotros y yo sufrimos por estar desunidos. mucho más Yo que vosotros. Venid pues a darme alegría".
Y Dios habla de este modo a los corazones que pecan,
así habla el Salvador a los que pudieron
haberse equivocado.
Así quiso hablar el rey, y así habla. Y Dios habla de este modo a los corazones que pecan, así habla el Salvador a los que pudieron haberse equivocado.
Así habla el rey de Israel a sus súbditos. El verdadero rey de Israel, el que del pequeño reino de la tierra quiere llevar a sus súbditos al gran Reino de los cielos. En él no pueden entrar los que persiguen al Rey, los que no quieren comprender sus palabras y su pensamiento. ¿Y cómo lo podrían si de quien huyen ante todo es del Maestro?
Que ninguno se acobarde si es que pecó y se ha arrepentido; si se equivocó y reconoce su error. Que venga a la fuente que borra os errores y que da luz y sabiduría, y si tiene sed venga a quien muere por entregarse y vino del cielo para darse a los hombres."
Surge una gran tempestad de viento
Jesús se calla. Tan solo oye el bufido del aire, cada vez más fuerte. Sobre la cima del monte donde está Nobe se enfurece tanto que parece que los árboles van a ser arrancados de cuajo.
La gente debe correr a refugiarse a sus casas. Cuando se retiró Jesús volvió a casa cerrando la puerta, Matías, seguido de Mannaén y Timoneo, sale de detrás de la pared, entra en el huertecillo y llama a la puerta.
Jesús mismo viene a abrir. "¡Maestro, aquí los tienes!..." dice Matías señalando a los dos que se habían detenido avergonzados en el borde del huerto y no se atreven levantar su mirada para ver a Jesús.
"¡Mannaén! ¡Timoneo! Amigos míos" dice Jesús saliendo
al huerto y cerrando la puerta
"¡Mannaén! ¡Timoneo! Amigos míos" dice Jesús saliendo al huerto y cerrando la puerta para indicar a los de adentro que no salgan a ver. Se dirige a los dos con los brazos abiertos, abiertos para recibir el abrazo.
Los dos levantan su mirada, enternecidos con el amor que se percibe en la voz del Maestro. Ven su rostro y sus ojos, llenos de amor, y el miedo huye, corren hacia El con un grito ahogado en llanto: "¡Maestro!" y caen a sus pies abrazándoselos, besando esos pies desnudos, bañándoselos en lágrimas.
"¡Amigos míos! No allí, sino aquí, en el corazón. ¡Tanto como os he esperado! Os conozco. ¡Ea, arriba!..." y trata de levantarlos.
"¡Perdón, perdón!... No nos lo niegues, Maestro. ¡Cuánto hemos sufrido!"
"Lo sé. Si hubierais venido antes, antes os hubiera dicho: "Os amo". "
"¿Nos amas, Maestro? ¿Como antes?" pregunta Timoneo, levantando una cara dudosa.
"Más que antes, porque ahora os habéis curado de todo lo humano que sentía vuestro corazón por Mí."
"Es verdad. ¡Oh, Maestro mío!" y Mannaén se pone de pie al no resistir más. Se echa sobre el pecho de Jesús y Timoneo lo imita...
"¿Veis que así se está bien? ¿No es mejor estar aquí que en un pobre palacio? ¿En dónde podéis conocer que soy más poderoso, más condescendiente, más rico en tesoros inagotables, que al tenerme como a Salvador, a Redentor, a un Rey espiritual y como a un buen Amigo?"
"Es verdad. Es verdad. ¡Nos engañaron! Creímos honrarte, y que ellos estaban en lo justo."
"No penséis más en ello. Ya pasó. Dejad que el tiempo, que pasa veloz como el torbellino que nos azota, lleve lejos todo eso, lo disperse para siempre... Pero entremos en casa. No es posible estar aquí..."
De hecho un fuerte torbellino se arroja sobre el poblado soplando del norte. Ramas arrancadas, tejas que vuelan, paredes débiles de las terrazas que caen. El nogal y el manzano se revuelven como si estuviesen a punto de ser arrancados del suelo.
Entran en casa. Los cuatro apóstoles sorprendidos miran la cara bañada todavía en lágrimas de los dos discípulos, que forma un contraste con la sonrisa que sobre ella se dibuja. Pero nada dicen.
"Se nos viene encima alguna desgracia" dice el anciano Juan.
"Os que están todavía en las chozas lo pasarán mal..." dice Pedro.
El viento es tan fuerte que las llamas de una lámpara de tres mechas, encendida para alumbrar la habitación, oscila pese a que las puertas estén cerradas.
Al rugido del viento que cada vez aumenta y sacude la casa con tierra y desperdicios, de modo que parece como si estuviese cayendo sobre ella una granizada, se mezclan los gritos cada vez más cercanos de las mujeres. Son las esposas aterrorizadas, son las madres angustiadas: "¡Nuestros maridos! ¡Nuestros hijos! Están en los senderos. Tenemos miedo. Se cayó la pared de la casa abandonada... ¡Señor, Jesús, piedad!"
Jesús se pone de pie, abre con dificultad la puerta que el viento empuja con toda su violencia. Algunas mujeres para resistir al ventarrón -una tempestad con un cielo que infunde terror- gritan con los brazos extendidos.
"Entrad. ¡No tengáis miedo!" dice Jesús. Mira el cielo, y los árboles que están a punto de ser arrancados de cuajo.
"¡Entra, Jesús! Mira cómo se rompen las ramas y caen las tejas. No está bien que estés afuera" grita Judas de Alfeo.
"¡Pobres olivos! Esto es una granizada. Donde caiga, no recogerán más" dice sentenciosamente Pedro.
Jesús no entra. Más bien sale haciendo frente al torbellino
que le sacude los vestidos y lo despeina.
Abre los brazos, ora y luego ordena:
"¡Basta! ¡Lo quiero!"
Jesús no entra. Más bien sale haciendo frente al torbellino que le sacude los vestidos y lo despeina. Abre los brazos, ora y luego ordena: "¡Basta! ¡Lo quiero!" y vuelve a entrar en casa.
El viento lanza su postrer rugido, y luego se calma. El silencio que después de tanto fragor se impone, impresiona. Tanto lo es que caras asustadas se asoman de las casas. Las señales de la tempestad están ahí: hojas, ramas tronchadas, pedazos de telas de tiendas. Ahora todo está en calma. El firmamento al ver la tierra calmada se quita las nubes negras que le cubrían y empieza a sonreír, y las nubecillas empiezan una fina llovizna que purifica el aire ensuciado con tanto polvo.
"¿Qué ha pasado?"
"¿Se acabó?"
"¿Parecía una tormenta y ya se calmó?"
Son gritos que se escapan de casa en casa.
Las mujeres que habían ido a ver a Jesús salen fuera. "¡El Señor, el Señor está con nosotros! Ha hecho un milagro. Apaciguó el ventarrón. Despejó las nubes. ¡Hosanna! ¡Hosanna! Sea alabado el Hijo de David. ¡Paz, bendición! El Mesías está con nosotros. ¡Con nosotros el Bendito, el Santo! ¡El Santo, el Santo! ¡Aleluya!"
El poblado saca afuera a todos sus habitantes y a sus huéspedes, esto es, apóstoles y discípulos que corren a la casucha donde está Jesús. Todos quieren besarlo, tocarlo, alabarlo.
"Alabad al Altísimo Señor. El es el Señor de vientos y aguas.
Si El escuchó a su Hijo, lo hizo para premiar
la fe y el amor que le habéis mostrado."
"Alabad al Altísimo Señor. El es el Señor de vientos y aguas. Si El escuchó a su Hijo, lo hizo para premiar la fe y el amor que le habéis mostrado."
Quisiera despedirse de ellos, pero ¿quién puede calmar a una población llena de alegría, conmovida con un milagro? ¿Sobre todo si es un poblado lleno de mujeres? Los esfuerzos de Jesús son vanos. Pacientemente sonríe mientras el anciano, su anfitrión, le enjuga las lágrimas y le besa la mano izquierda.
Ahora llegan de Jerusalén los primeros hombres jadeantes, aterrorizados. Temen que haya sucedido alguna desgracia. Ven que todos están de fiesta. "¿Qué pasó? ¿No os azotaba una tormenta? Desde el monte se vio que la población desaparecía en medio de nubes de polvo. Creímos que hubiera sido destruida. ¡Y todo está en calma!"
¿Y vosotros? ¿Qué pasó en Jerusalén?"
"¡El Señor! ¡El Señor! Vino a tiempo para salvarnos de la destrucción. Tan sólo cayó a los suelos la casa maldita, y una que otra teja y algunas ramas. ¿Y vosotros? ¿Qué pasó en Jerusalén?"
Las preguntas, las respuestas se cruzan. Pero los hombres se abren paso para ir a venerar al Salvador. Después dicen que la ciudad temía el ventarrón que se acercaba y que todos huían de sus tiendas a las casas y que los dueños de los olivos gritaban porque nada podrían recoger... cuando en un momento el viento se calmó, y el cielo se aclaró con una llovizna... y que toda la ciudad quedó asombrada. Y como la fantasía trabaja inmediatamente en casos similares, los hombres dicen que mientras huía la gente, muchos de los que habían estado en el Templo los primeros días, al ver que el Moria era sacudido de las ráfagas del viento, en tal forma que las mesas de los cambistas rodaban por los suelos y que la casa del Pontífice había sufrido varios daños, decían que era el castigo de Dios por las ofensas que habían hecho a su Mesías. Y tales eran los rumores... Cuantos más hombres llegan, tanto más hay que contar. Hay momentos en que da la impresión de que fue algo más apocalíptico de lo que sucedió el Viernes Santo...
VIII. 377-383
A. M. D. G.