EN CAMINO A LA CASA DE LÁZARO 

EN BETANIA

 


 

#El saber callar es una gran virtud. Pero ten en cuenta que prever más o menos exactamente lo futuro de un corazón, no libra a nadie de perseverar hasta el fin para arrancar un corazón de la ruina. 

  #Jesús pregunta por Lázaro 

  #Jesús se acerca. Marta extiende sus manos susurrando: "Apártate, Señor. En verdad que creemos ser pecadoras contra la ley que habla de la lepra.   

#Dice Jesús: Os aseguro que Lázaro no está leproso   

#Es una dura enfermedad, te consume, pero no es de peligro. ¡Créele a tu Maestro! Cúbrelo, María. Ya las vi.   

#Soy el Redentor... Pero tú estás cansado. No luches contra el sueño, amigo mío  

 


 

Jesús manda que regresen los discípulos Leví, José, Matías y Juan, que no sé dónde los encontró y les confía a Sidonia, llamado Bartolmai, el nuevo discípulo. Esto sucede en las primeras casas de Betania. Los discípulos pastores se van con Sidonia y con los otros siete que habían venido con ellos. Jesús los mira irse. Luego se vuelve a sus apóstoles y les dice: "Ahora vamos a esperar aquí a Judas de Simón..."

"¡Ah! ¿Habías caído en la cuenta de que se había ido?" preguntan sorprendidos. "Creíamos que no te habías fijado en ello Había mucha gente y has estado hablando siempre, primero con el joven, luego con los pastores y ..."

"Lo noté desde el primer momento en que se fue. Nada se me oculta. Por esto entré en las casas amigas y les dije que enviasen a Judas a Betania, si es que me buscaba..."

"Dios quiera que no" refunfuña entre dientes el otro Judas.

Jesús lo mira, pero muestra no haber dado importancia a sus palabras. Al ver que todos son del parecer de Tadeo -sus caras hablan mejor que sus palabras- dice: "Nos hará bien descansar en espera de su regreso. Nos hacía falta. Luego iremos a Tecua. Hace frío, pese al sol. Iré a hablar en aquella ciudad y luego volveremos a subir pasando por Jericó e iremos a la otra ribera. Los pastores me dijeron que muchos enfermos me buscan y les mandé a decir que no se pongan en viaje, sino que me esperen en esos lugares."

"Vamos pues" dice Pedro con un cierto tono.

"¿No estás contento de ir a casa de Lázaro?" pregunta Tomás.

"Lo estoy."

"Lo dices en cierta forma."

"No lo digo por Lázaro, sino por Judas..."

"Eres un pecador, Pedro" le advierte Jesús.

"Lo soy. Pero... él, Judas de Keriot, que se va... es un descarado, un tormento, ¿o acaso no?" pregunta encolerizado Pedro.

"Sí. Pero si lo es, no debes serlo tú. Ninguno de nosotros debe serlo. Acordaos que Dios nos pedirá cuenta: nos pedirá, porque antes que a vosotros, a Mí, me lo ha confiado y nos pedirá cuenta de lo que hicimos por redimirlo."

"¿Y crees que lo lograrás, hermano? No puedo creerlo. Sí creo que conozcas lo pasado, el presente, lo futuro. Y por esto no puedes engañarte respecto a él. Y... es mejor que no diga lo demás."

 

El saber callar es una gran virtud. Pero ten en cuenta que

 prever más o menos exactamente lo futuro de un corazón, 

no libra a nadie de perseverar hasta el fin para arrancar 

un corazón de la ruina.

 

"El saber callar es una gran virtud. Pero ten en cuenta que prever más o menos exactamente lo futuro de un corazón, no libra a nadie de perseverar hasta el fin para arrancar un corazón de la ruina. No caigas también tú en el fatalismo de los fariseos que sostienen que lo que está destinado se debe cumplir y que nada puede impedir su realización. Con este razonamiento avalan sus culpas, y avalarán incluso su última manifestación de odio contra de Mí. Muchas veces Dios acepta el sacrificio de un corazón que se sobrepone a la náusea que experimenta, a sus rencores, antipatías, aun justificadas, para sacar un alma del pantano en que está sumergido. Os lo digo. Es verdad. Muchas veces Dios, el Omnipotente, el Todo, espera que una criatura, una nada, haga o no haga un sacrificio, diga o no una plegaria para firmar o no la condenación de un alma. Jamás es tarde. Jamás lo es para buscar y esperar salvar un alma. Las pruebas os las daré. Aun en el umbral mismo de la muerte, cuando tanto el pecador como el justo que por él se preocupa, están cercanos a dejar la tierra para ir al primer juicio de Dios, se puede siempre salvar, y ser salvado uno. Entre la copa y los labios, dice le proverbio, hay siempre lugar para la muerte. Yo os digo al contrario: entre la última agonía y el morir hay siempre tiempo de obtener perdón, para uno mismo o para los que quieran ser perdonados."

Nadie replica.

 

Jesús pregunta por Lázaro

 

Jesús, que ha llegado al cancel, llama a un siervo que le abra. Entra. Pregunta por Lázaro.

"Oh, Señor, ¿ves? Acabo de regresar de haber ido a cortar hojas de laurel y alcanfor y bayas de ciprés y otras hojas y frutos olorosos para hervirlos con vino y resinas y preparar el baño para mi amo. La carne se le cae a pedazos y no se aguata el hedor. No sé si te dejarán pasar..." Por temor de que aun el aire pudiera escuchar, en voz bajísima añade: "Ahora que no se puede ocultar que tiene llagas, las mas no admiten a nadie... por temor... Sabes... Pocos aman verdaderamente a Lázaro...  muchos, muchísimos se alegrarían de... ¡Oh, no me hagas pensar en lo que es el terror de este hogar!"

"Hacen bien ellas. Pero no tengáis miedo. No sucederá ninguna desgracia."

"¿Podrá curarse? Un milagro tuyo..."

"No se curará. Pero esto servirá para glorificar al Señor."

El siervo queda desilusionado... Jesús que cura a todos pero aquí en Betania no hace nada. Sólo un suspiro es la muestra de lo que piensa. Dice: "Voy a anunciarte a las amas."

Los apóstoles rodean a Jesús, deseosos de saber el estado de Lázaro, y se quedan horrorizados al saberlo. Las dos hermanas ya vienen. Su juventud y su diferente hermosura parece nublada por el dolor y fatiga de las vigilias prolongadas. Pálidas, abatidas, demacradas, con grandes ojeras en aquellos ojos que un tiempo brillaban, sin anillos, ni brazaletes, vestidas de color ceniza oscuro, parecen más bien esclavas que dueñas. Se arrodillan a cierta distancia ante Jesús, ofreciéndole sólo el llanto. Un llanto resignado, mudo, que como si descendiese de una fuente, no puede detenerse.

 

Jesús se acerca. Marta extiende sus manos susurrando:

 "Apártate, Señor. En verdad que creemos ser pecadoras

 contra la ley que habla de la lepra.

 

Jesús se acerca. Marta extiende sus manos susurrando: "Apártate, Señor. En verdad que creemos ser pecadoras contra la ley que habla de la lepra. Pero no podemos. ¡Oh Dios, no podemos provocar un decreto semejante contra nuestro Lázaro! Tú no te acerques, porque somos inmundas al no tocar otra cosa que llagas. Nosotras dos. No dejamos que algún otro lo haga. Todo se pone en el umbral, y nosotros lo tomamos, lavamos, quemamos, en la sala contigua la de él. Mira nuestras manos. La cal viva que usamos en los vasos que devolvemos a los siervos, nos las ha corroído. Pensamos que así somos menos culpables" y llora.

María Magdalena que ha estado callada, entre lágrimas dice. "Deberíamos llamar al sacerdote. Pero... Yo, yo soy la más culpable porque me opongo a ello, pues sostengo que no es la enfermedad maldita en Israel. ¡No, no lo es! Pero nos odian muchos y en qué forma, lo diría. ¡Tu apóstol Simón, por cosa menor, fue declarado leproso!".

"No eres ni sacerdote, ni médico, María" solloza Marta.

"No los soy. Pero sabes lo que he hecho para asegurarme de lo que dije. Señor he ido y recorrido todo el valle de Hinnón, todo Siloán, todos los sepulcros que hay cerca de En Rogel, vestida de esclava, con el velo, a la luz de la aurora, con víveres y aguas medicinales, vendas y vestidos. Todo lo di, todo lo di. Decía que era un voto por un ser a quien amaba yo. Es la verdad. Pedía que se me mostrasen sólo las llagas de los leprosos. Debieron haberme tomado por loca... ¿Quién ha querido ver horrores tales? Pero, poniendo en los límites lo que llevaba, pedía que me las mostrasen. Ellos más arriba, yo más abajo; ellos sorprendidos, yo con náuseas; ellos llorando, también yo. ¡Miré, miré, miré! Miré esos cuerpos cubiertos de escamas, de costras, de llagas. Vi caras corroídas, cabellos blancos y duros cual espinas, ojos, cuevas de pus, mejillas en que se ven sólo los dientes, calaveras que se mueven en cuerpos vivientes, manos reducidas a tendones monstruosos, pies como ramas nudosas. Vi el horror, el hedor, la podredumbre. Si pequé adorando la carne, si gocé con los ojos, con el olfato, con el oído, con el tacto, gozando de lo que era bello, perfumado, armonioso, muelle y delicado, ¡oh!, te aseguro que los sentidos se purificaron ya con la mortificación de esto que vi. Mis ojos se han olvidado de la belleza seductora del hombre, al contemplar esos monstruos. Mis orejas han expiado el gozo que tuve al oír voces varoniles con aquellas feas y roncas voces, que no son humanas. Mi cuerpo todo se ha estremecido, mi asco ha sido indescriptible... todo lo que pudiera quedar de culto a mi misma ha muerto, porque he visto lo que somos después de la muerte... Pero traje conmigo esta certeza: Lázaro no es leproso. Su voz no está cascada, sus cabellos y todo el resto de su piel está intacto. Sus llagas son diferentes. ¡No, no está leproso! Y Marta me aflige porque no cree, porque no anima a Lázaro a no creerse inmundo. ¿Sabes? No quiere verte, ahora que sabe que has llegado para no contaminarte. ¡Los necios temores de mi hermana lo privan aun de tu consuelo!..."

Su vehemente genio la arrastra a la ira. Pero al ver que su hermana estalla en un llanto desolado, su vehemencia desaparece inmediatamente, la abraza, la besa diciéndole: "Marta, ¡perdón, perdón! ¡El dolor me hace ser injusta! ¡Es el amor que tengo por Lázaro y por ti el que quisiera convenceros! ¡Pobre hermana mía! ¡Pobres mujeres que somos!"

 

Dice Jesús: Os aseguro que Lázaro no está leproso

 

"¡Ea, no lloréis así! Tenéis necesidad de tranquilidad y de mutua compasión. Os aseguro que Lázaro no está leproso."

"¡Oh, ven a donde está, Señor! ¿Quién mejor que Tú puede juzgar que no está leproso?" suplica Marta.

"¿No te lo acabo de decir que no lo está?"

"Sí. ¿Pero cómo puedes afirmarlo si no lo ves?"

"¡Oh, Marta, Marta! Dios te perdona porque sufres y eres como alguien que delira. Me das compasión. Voy a ver a Lázaro y le veré las llagas y..."

"... ¡se las curarás!" grita Marta poniéndose de pie.

"Varias veces te he dicho que no puedo hacerlo... pero quiero que estéis tranquilas con lo que se refiere a la ley de la lepra. Vamos..."

Se adelanta. A los apóstoles les hace señal de que no lo sigan.

María corre, abre una puerta, corre por un corredor, abre otra que da a un pequeño patio interior. Da unos cuantos pasos y entra en una habitación semioscura, llena de aljofainas, vasos, jarras, vendas... Se siente mezcla de aromas y de descomposición. En frente hay otra puerta. María la abre gritando con una voz que quisiera envolverse en luminosa alegría: "Hermano, mira al Maestro, Viene a decirte que yo tengo razón. Alégrate que entra quien nos ama, quien nos trae la paz." Se inclina sobre su hermano, lo endereza sobre los almohadones, lo besa, sin preocuparse del hedor que, pese a todo paliativo, se siente que sale de su cuerpo hecho llaga. Todavía sigue arreglándolo, cuando el dulce saludo de Jesús resuena en la habitación, que parece iluminarse con la presencia del Señor.

"¡Maestro, no tienes miedo!... Estoy..."

"Enfermo. No más. Lázaro, como medida de prudencia se dieron normas muy grandes y estrictas. Es mejor exagerar por prudencia que por imprudencia en casos en que puede haber contagio. Pero tú no eres contagioso, amigo mío. No eres inmundo, tanto que no creo faltar a la prudencia, para con los hermanos, si te abrazo y beso así" y lo besa, tomando entre sus brazos el cuerpo enflaquecido.

"¡En realidad eres la Paz! Pero todavía no has visto. María te va a hacer ver. Soy yo un muerto, Señor. No sé cómo mis hermanas pueden resistir..."

Tampoco lo sé yo. Tan feas y repugnantes son las llagas varicosas que tiene en las piernas. Las hermosas y suaves manos de María pasan por encima de ellas con su voz maravillosa, que responde: "Tu enfermedad son rosas para tus hermanas. Rosas que tienen espinas sólo porque tú sufres. Mira, Maestro. ¡La lepra no es así!"

 

Es una dura enfermedad, te consume, pero no es de peligro.

 ¡Créele a tu Maestro! Cúbrelo, María. Ya las vi.

 

"No lo es. Es una dura enfermedad, te consume, pero no es de peligro. ¡Créele a tu Maestro! Cúbrelo, María. Ya las vi."

"¿No quieres tocarlas?" suspira Marta, obstinada en esperar.

"No es necesario. No lo hago, no por asco, sino para no causarle dolor."

Marta se inclina, sin resistir más, sobre una palangana donde hay vino y vinagre aromatizados, y mete piezas de lino que pasa a su hermana. Lágrimas mudas caen en el líquido de color rojizo...

María envuelve las piernas y extiende las cobijas sobre os inertes y amarillentos pies, como los de un muerto.

"¿Viniste solo?"

"No. Con todos, menos con Judas de Keriot que se quedó en Jerusalén. Vendrá... Pero si ya me hubiere ido, lo enviaréis a Betabara. Iré allá. Que allí me espere."

"Te vas pronto..."

"Y pronto regresaré. Dentro de poco es la Dedicación. Estaré contigo unos cuantos días."

"No podré hacerte los honores para las Encenias..."

"Estaré en Belén ese día. Quiero volver a ver el lugar donde nací."

"Estás triste... Sé... ¡Oh, y no poder hacer nada!"

 

Soy el Redentor... Pero tú estás cansado. 

No luches contra el sueño, amigo mío

 

"No estoy triste. Soy el Redentor... Pero tú estás cansado. No luches contra el sueño, amigo mío."

"Era para honrarte..."

"Duérmete, duérmete. Nos veremos después..." y Jesús se retira sin hacer ruido.

"¿Ya viste, Maestro?" pregunta Marta, afuera, en el patio.

"Ya vi. Pobres discípulas mías... Os compadezco y lloro con vosotras... Pero os puedo decir en secreto que mi corazón está mucho más llagado que vuestro hermano. Está rojo del dolor..." Y las mira con una tristeza tan viva que las dos olvidan su dolor. No pudiendo abrazarlo, por ser mujeres, se limitan a besarle las manos, el vestido y a querer honrarlo cual cariñosas hermanas. Le sirven en una sala pequeña y lo rodean de cariño.

Al otro lado del patio se oyen las fuertes voces de los apóstoles... Se oyen todas, menos la del discípulo malo. Jesús escucha y suspira... Suspira esperando pacientemente al apóstol que no regresa.

IX. 563-568

A. M. D. G.