JESÚS Y LA PECADORA
ENVIADA A TENTARLO
#Jesús se hiere el pulgar con el cuchillo
#Quien hacía ruido es una mujer que quiere ver al Maestro
#Se trata de una prostituta pagada para tentar a Jesús
#El estado de un corazón no me causa horror. Conozco a Satanás y sus obras.
#Mañana al amanecer en la puerta de Herodes. Iremos al Templo
Los pueblos tomados en conjunto, o los hombres, individualmente, tienen siempre algo de niños y algo de salvajes, o por lo menos, de hombres primitivos. Por esto son muy sensibles a cualquier cosa que tenga sabor de novedad, de extraordinario, de fiesta.
La proximidad de las solemnidades tiene siempre una fuerza de exaltar los hombres, como si la fiesta borrase sus tristezas, sus cansancios. Cuando la fiesta va a empezar, un cierto brío, un tantín exaltado, se apodera de todos, como si esa proximidad se asemejase al tón - tón de los salvajes cuando van a sus guerras o danzan alrededor de sus altares.
Los apóstoles también al acercarse las Encenias, son presa de euforia. Hablan, ríen, se ponen a echar planes, a recordar fiestas pasadas, en que no falta una vierta nostalgia. El aire que anima, el aire de fiesta se posesiona de ellos, los empuja a obrar, para que todo esté arreglado durante la solemnidad.
¿Que las lámparas en la casa de Juan son pocas? ¡Qué importa! En la de Tomás, en Rama, hay muchísimas. Y Tomás se va a Rama a traerlas. ¡Que el aceite no basta? ¡Oh, Elisa tiene mucho en Betsur y lo ofrece! Andrés y Juan van a Betsur a traerlo. ¿Que para cocer las hogazas se necesita fuego de maleza? Los dos Santiagos se van a los montes a traerla. ¿Parece poca la harina, la cebada, la miel para los platillos de rito? ¿Para qué se quiere a Nique en Jerusalén, que casi se ha ofendido porque nunca le piden algo, sino para que regale algo de su miel y dé cebada y dé harina de sus campos? Pedro y Zelote van a la casa de Nique, mientras Judas de Alfeo ayuda a Elisa a adornar la casa, y hasta el viejo Bartolomé se une a la alegría común, junto con Felipe, a dar una manita de cal a la cocina negra del humo, para que se vea alegre.
Judas Iscariote se reserva la parte decorativa y regresa siempre cargado de ramas de siempre viva, olorosas, adornadas de bayas, que coloca con garbo sobre las mesas y alrededor de la campana del horno.
En la vigilia de las Encenias la casucha parece estar preparada para salir al encuentro de la novia. Está cambiada. Sus utensilio de bronce brillan. Sus lámparas resplandecen como el sol. Sus ramas alegran las blancas paredes. El olor a pan y a hogazas baña el aire, lo empapa, además del olor que despiden las ramas cortadas.
Jesús los deja hacer. Parece como si estuviera lejos, pensativo y hasta triste. Responde a quien le pregunta, y que quisiera un elogio por lo que ha hecho. Estas preguntas me permiten reconstruir los trabajos que han hecho los discípulos, que preguntan: "¿No he tenido un buen pensamiento para ir a mi casa a traer lámparas?": o bien "¿No hicimos bien Felipe, y yo, para blanquear todo? Hay luz, hay alegría. Parece hasta más grande"; o también: "¿Ves, Maestro? Elisa está contenta. Le parece como si estuviera en su casa cuando vivían sus hijos. Hoy estuvo cantando cuando ponía aceite en las lámparas y cuando mezclaba la miel en la harina y lo desleía en leche para ponerlo en la cebada"; o bien: "Diga lo que quiera Elquías. Pero un poco de verde no está mal. En realidad, si el Creador ha hecho las ramas, es para que nos sirvamos de ellas, ¿no es verdad?" De este modo permiten que se reconstruya el trabajo que han hecho. Pero aun cuando responde a quienes anhelan una alabanza, su pensamiento está muy lejos. Se le nota.
La noche va cayendo. Después de los últimos saludos de los de la población, que antes de irse a sus casas, asoman su cabeza en la cocina para saludar al Maestro, el silencio cubre a Nobe. Es la hora en que todos cenan. Es la hora de descanso para los niños y ancianos, para los que están enfermos o delicados de salud.
Debe ser costumbre el hacer regalos en las Encenias, porque veo que apenas el viejo Juan se va a su cuarto, cercano a la cocina, Elisa y los apóstoles se ponen a terminar algo. Ella un vestido, éstas cosas talladas en madera y una tienda de cuerdas pintadas con rojo, verde, amarillo, morado. Especialidad de pescadores.
Tomás, Mateo, Bartolomé y Zelote los miran.
"Bueno. Ya terminé" dice Elisa levantándose y sacudiendo el vestido para que se le caigan las hebras que pudiere haber.
"Sentirá calor el pobre viejo. ¡Ey! Nosotros los hombres sin las mujeres somos en verdad infelices. No sé cómo estaríamos sin ti, después de varios meses de no haber ido a nuestras casas. Yo puedo hacer esto, pero si tuviese que poner un broche..." dice Pedro tocando el vestido.
"Te diste prisa. Te pareces a mi mujer" dice Bartolomé.
"También yo ya acabé. Esta madera era buena. Suave y resistente al mismo tiempo" dice Judas Tadeo que pone un frasquito que puede servir para salero o para poner cualquier otra especia.
"A mí todavía me falta. Hay aquí un nudo que no permite que se trabaje en él. Mi trabajo no saldrá bien. Me desagrada. Lo bello estaba en estos nudos oscuros con un fondo blanco. Mira, Jesús, ¿no te parece como si fuesen cimas de montes pintadas en la madera?" pregunta Santiago de Alfeo, enseñando una forma de vaso que no sé para qué sirva, muy bello por su forma, con su tapa veteada, como también el centro. Y el nudo resiste precisamente en la tapa.
"Continúa, continúa. Verás que lo logras. Calienta el hierro hasta el rojo. Lo lograrás, pasada la primera capa..." responde Jesús que ha estado mirando.
"¿Pero no la quema el fuego?" pregunta Mateo.
"No, si se hace con maña. Por otra parte, o se hace así o hay que desistir."
Santiago calienta el punzón y pone la roja punta en el nudo. Se siente olor a madera quemada...
"¡Basta! Ahora trabaja y lo lograrás" dice Jesús. Y ayuda a su primo, sujetando la tapa como si estuviese en un torno. Dos veces el cuchillo se resbala y ligeramente toca los dedos de Jesús.
"Quita tu mano, hermano. No quiero herirte..." dice Santiago de Alfeo, pero Jesús continúa sosteniendo el vaso
Jesús se hiere el pulgar con el cuchillo
La siguiente vez el cuchillo hiere el pulgar de Jesús.
"¿Lo viste? Te has herido. ¡Déjame ver!"
"No es nada. Dos gotas de sangre..." contesta Jesús sacudiendo su dedo porque su sangre cae sobre el nudo. "Seca la tapa. Se manchó" dice luego.
"No. ¡Dejadlo! Así vale muchísimo. Seca aquí tu dedo, Maestro. Aquí en mi velo. Tu sangre, es sangre bendita" dice Elisa envolviendo la mano en su velo de lino.
La tapa está hecha. La estría ha cedido.
"¡Quería vengarse antes!" comenta Zelote.
"Tienes razón. Un leño terco" dice Tomás.
"Con el hierro, fuego y dolor. Parece una de esas frases que tanto gustan a los romanos" observa Zelote.
"No sé por qué, pero a mí me parece que recuerdan ciertos puntos de los profetas. También nosotros somos del leño terco... ¿y habrá necesidad de hierro, fuego y dolor para hacernos buenos?" pregunta Bartolomé.
"Lo será. Pero no bastará. Trabajo con el fuego y con mi dolor, pero no todos los corazones saben imitar este leño... ¡Silencio! Afuera hay alguien... Se oyen pasos..."
Escuchan. No se oye nada.
"Tal vez el viento, Maestro. Hay hojas secas en el huerto..."
"No. Eran pasos."
"Algún animal nocturno. Yo no oigo nada."
"Tampoco yo. Tampoco yo..."
Jesús pone oídos atentos. Parece como si escuchase. Después alza su rostro y mira fijamente a Judas de Keriot que también ha estado a atento a todo ruido. Más que los otros. Lo mira tan fijamente que Judas pregunta: "¿Por qué me miras así, Maestro?" La respuesta no llega, porque alguien llama a la puerta.
De las catorce caras que la lámpara ilumina, sola la de Jesús no se muda. Las demás cambian de color.
"¡Abrid! ¡Abre, Judas de Keriot!"
"Yo no. ¡Que no abro! ¡Y si fuesen hombres malos que hubieran venido a propósito hoy en la noche! ¡No seré yo quien te haga mal alguno!"
"Abre tú, Simón de Jonás."
"Por lo menos les echaré encima la mesa" dice Pedro que se dispone a abrir...
"Abre, Juan, y no tengas miedo."
"¡Oh, si quieres que entre, me voy al cuarto del viejo! No quiero ver nada" dice Iscariote, que con cuatro zancadas pasa de la puerta a la habitación de Juan y se mete en ella.
Juan, de pie, junto a la puerta, con la mano en la llave, mira espantado a Jesús y en voz baja dice: "¡Señor!..."
"Abre y no tengas miedo."
"Hazlo. Somos trece hombres fuertes. ¡No serán ellos un ejército! Con cuatro puñetazos y gritos -Elisa, tú gritarás si llega el caso- los echamos a huir. ¡No estamos en un desierto!" dice Santiago de Zebedeo que se levanta el vestido, se arremanga la túnica, pronto al ataque. Pedro lo imita.
Quien hacía ruido es una mujer que quiere ver al Maestro
Juan todavía dudoso, abre la puerta, mira, mira por la rendija. No ve a nadie. Grita: "¿Quién anda por ahí?"
Una voz adolorida de mujer responde: "Soy una mujer. Quiero al Maestro."
"No es la hora de venir. Si estás enferma, ¿por qué andas a estas horas? Si eres leprosa, ¿por qué te aventuras a venir a un poblado? Si tienes algún sufrimiento, regresa mañana. Vete, vete con tu suerte" dice Pedro que está detrás de Juan.
"¡Tened piedad" Me encuentro sola en el camino. Tengo frío. Tengo hambre. Soy una infeliz. Llamadme al Maestro. El tiene piedad..."
Los apóstoles, cohibidos, miran a Jesús. Su rostro refleja severidad, pero no dice nada. Cierran la puerta.
"¿Qué hacemos, Maestro? ¿Le damos un pedazo de pan? No hay lugar para ella. Ir a las casas con una desconocida..." objeta Felipe.
"Espera. Voy a ver" dice Bartolomé y toma una lámpara para alumbrarse.
Se trata de una prostituta pagada para tentar a Jesús
"No es necesario que vayas. La mujer no tiene frío, ni hambre y sabe muy bien a dónde debe ir. No tiene miedo de la oscuridad de la noche. Pero es una infeliz, aunque no está ni enferma, ni es leprosa. Es una prostituta. Vino a tentarme. Os lo digo para que sepáis que conozco todo, para que os persuadáis de ello. Y os digo también que no ha venido porque hubiera querido, sino porque le pagaron para que viniese." Jesús habla en voz alta, de modo que los que están en la habitación contigua puedan oírlo, sobre todo Judas.
"¿Y quién te pudo haber hecho esto? ¿Para qué?" pregunta el mismo Iscariote que aparece por la cocina. "Ciertamente los fariseos, no; como tampoco los escribas, y menos los sacerdotes, si es que fuese una mujer de vida alegre. No creo que lo hayan sido los herodianos ...(Con toda probabilidad los herodianos eran la clase de judíos que hacían política, llenos de celo por la dinastía de Herodes Antipas, tetrarca de Galilea, siempre dispuestos a avisar a la autoridad romana las palabras o acciones de Jesús que pudiesen ir contra ella) cansados de entregarse a ciertos manejes para... Ni siquiera yo lo sé."
"Te diré que sí son ellos para poder acusarme de pecador, de que tengo relaciones con daifas. Tú lo sabes, como también Yo. Y te digo también que no maldigo ni a ella, ni a quien la mandó. Todavía soy y siempre seré la Misericordia. Voy a verla. Si no tienes inconveniente, ven conmigo. Voy a verla porque realmente es un ser infeliz. Dijo que lo era, por decir mentira, pues es joven, hermosa y ha sido bien pagada, es sana y está satisfecha de su vida ruin. Pero es una infeliz, lo que es verdad. Sal delante de Mi y asiste a nuestra conversación."
Yo no salgo. ¿Por qué debo hacerlo?..."
"Para que puedas referirla a quien te preguntará."
"¿Y quién me interrogará? Entre nosotros no hay razón porqué debamos hacernos preguntas, y los demás... No veo a nadie."
"Obedece. Sal primero."
"No. En esto no obedezco, y no puedes obligarme a que me acerque a una meretriz. "
"¡Oye! ¿Pues qué piensas ser tú? Yo voy, Maestro, y no tengo miedo de que se me puede algo" dice Pedro.
"No. Voy Yo sólo. Abre."
Jesús sale al huerto. No se ve nada en lo espeso de la oscuridad. Se abre la puerta de la cocina y Pedro sale con una lámpara. "Toma esto por lo menos, Maestro, si es que no quieres que te acompañe" dice con voz fuerte. Y luego en voz baja: "Recuerda que estamos detrás de la puerta. Si algo te pasa, no tienes más que llamarnos..."
"Gracias. No discutáis de esto."
Jesús toma la lámpara y la levanta para ver. Detrás del grueso tronco del nogal se ve una figura humana. Jesús da dos pasos hacia ella, y le ordena: "Sígueme." Va a colocarse junto a la banca de piedra, recargada contra la pared, hacia la parte oriental.
La mujer se acerca velada, inclinada. Jesús pone la lámpara sobre la piedra, cerca de Sí.
"Habla" ordena enérgico, severo cual Dios, de modo que la mujer en lugar de acercarse o de hablar, retrocede y se inclina muco más, sin pronunciar palabra alguna.
"Habla, te lo exijo. Querías verme. Aquí me tienes. Habla" dice con un cierto sabor de dulzura en la voz.
Silencio.
¿Por qué me odias así que te prestas a quien desea mi
destrucción por todos los medios y posibilidades?
"Entonces el que hablará soy Yo. Respóndeme. ¿Por qué me odias así que te prestas a quien desea mi destrucción por todos los medios y posibilidades? Responde. ¿Qué mal o daño te he hecho, Yo, que ni siquiera en mi corazón me he burlado de ti por la vida infame que llevas? ¿Por qué has de odiar a quien en su corazón ni siquiera te ha deseado, que lo odias más de los que te han arrojado a esta vida de prostituta y que te desprecian cada vez que se llegan a ti? ¡Responde! ¿Qué cosa te ha hecho Jesús de Nazaret, el Hijo del Hombre, a quien apenas si conoces de vista porque te lo encontraste por las calles de la ciudad? ¿Jesús que no te conoce, que no conoce tu cara, y que no se preocupa de tu belleza física, porque sólo en tu alma busca la figura manchada, sucia, para conocerla, para curarla? ¡Habla, pues!
¿No sabes quién soy? Si que lo sabes, sabes dos cosas por lo menos. Sabes que soy joven y que te gusta mi persona. Esto te lo han dicho tus instintos bestiales. Y tu lengua de ebria lo ha dicho a quien oyó tu confesión y se ha aprovechado de ella para causarme daño.
Sabes que soy Jesús de Nazaret, el Mesías. Esto te lo dijeron quienes se están aprovechando de tu apetito carnal, que te pagaron para que vinieses a tentarme. Te dijeron: "El se llama el Mesías. Las multitudes lo proclaman el Santo, el Mesías. No es más que un impostor. Necesitamos de pruebas de su miseria de hombre. Dánoslas y te cubriremos con oro". Y como tú, con un mínimo de rectitud, con la última migaja de tesoro de rectitud que Dios puso en tu cuerpo junto con el alma, que has destruido y reducido casi a la nada, no querías hacerme mal, porque a tu modo, me amabas, ellos te prometieron: "No le causaremos ningún daño. !Antes bien! te lo entregamos como un hombre y te damos los medios para que lo hagas vivir como un rey a tu lado. No necesitamos otra cosa para poner paz en nuestras conciencias que decir que Él es un hombre cualquiera. Una prueba de que no estamos equivocados al afirmar que Él no es el Mesías". Así te hablaron. Y tú viniste. Si Yo me dejase engañar de tus encantos, el infierno caería sobre Mí. Ellos están prontos a cubrirme de lodo y capturarme. Tú eres su instrumento.
Ves que no te pregunto nada. Hablo porque lo sé.
Pero si sabes las dos primeras cosas, la tercera la ignoras.
Soy el Redentor.
Para redimir no debo tener pecado.
Ves que no te pregunto nada. Hablo porque lo sé. Pero si sabes las dos primeras cosas, la tercera la ignoras. No sabes quién sea Yo, además del hombre que estás viendo. Los otros te dijeron: "Es el Nazareno". Te diré quién soy. Soy el Redentor. Para redimir no debo tener pecado. Mi posible sensualidad de humano, mira como la tengo pisoteada. Así como hago con este feo gusano que en la oscuridad del fango iba al fango en busca de sus lascivos amores; así la he aplastado siempre. Así la estoy aplastando ahora. De igual modo estoy dispuesto a arrancarte de tu enfermedad y a pisotearla librándote de ella, para sanarte, para santificarte. Porque soy el Redentor. Esto solo. Tomé cuerpo humano para salvaros, para destruir el pecado, no para pecar. Lo tomé para borrar vuestros pecados, no para pecar con vosotros. Lo tomé para amaros, pero con un amor que da su vida, su sangre, su palabra, todo su ser, para llevaros al cielo, a la Justicia, no para amaros como animal Y ni siquiera como hombre, porque soy más que hombre.
¿Sabes quién soy Yo? No lo sabes. No conoces ni siquiera
la importancia de lo que te habías propuesto realizar
¿Sabes quién soy Yo? No lo sabes. No conoces ni siquiera la importancia de lo que te habías propuesto realizar. Y te perdono. No la conocías. Pero, ¿cómo has podido vivir de tu prostitución? No eras así antes. Eras buena. ¡Oh, infeliz! ¿No recuerdas tu infancia? ¿No recuerdas los besos de tu madre? ¿Sus palabras? ¿Las horas en que orabais juntas? ¿Las palabras de la sabiduría que tu padre te explicaba, por la noche, y en los sábados el sinagogo?... ¿Qué cosa te convirtió en estúpida y ebria? ¿No recuerdas nada de esto? ¿No lo lamentas? Dime, ¿eres realmente feliz? ¿No respondes? Lo diré en tu lugar: no eres feliz. Cuando te levantas encuentras sobre tu almohada tu vergüenza, que es la que te da los buenos días. La voz de tu conciencia te grita sus reproches, mientras te acicalas y adornas y perfumas para el placer. Hueles el olor infame aun en los perfumes más delicados. Sientes náuseas en los más exquisitos alimentos. Tus collares te pesan más que una cadena. Y lo son. Mientras ríes y seduces, algo gime dentro de ti. Te embriagas para disipar el fastidio y el asco de tu vida. Odias a los que dices amar para sacarles el dinero. Te maldices a ti misma. Tu sueño está lleno de pesadillas. El recuerdo de tu madre es una espada en tu corazón. La maldición de tu padre no te deja en paz. Y luego tienes ante tu vista los desprecios de aquellos con quienes te encuentras; la crueldad de quien te emplea, sin una gota de piedad. Eres mercancía. Te vendes. La mercancía comprada puede usársela como se quiera. Se rompe, se tira, se aplasta, se le escupe. El comprador tiene derecho de hacerlo. No puedes rebelarte... ¿Te hace feliz esta vida? No. Estás desesperada. Encadenada. Torturada. En la tierra eres una piltrafa sucia que cualquiera puede pisotear. Cuando sientes aflicción, cuando buscas consuelo y levantas tu corazón a Dios, sientes que está irritado contra ti. El cielo se te cierra más que a Adán. Si te sientes mal, tienes miedo de morir porque prevés tu suerte. El Abismo te espera.
¡Oh, infeliz! ¿Y no era suficiente esto?
¿Quieres agregar a la cadena de tus culpas, la de ser causa
de la ruina del Hijo del Hombre?
¿Del que te ama?
¡Oh, infeliz! ¿Y no era suficiente esto? ¿Quieres agregar a la cadena de tus culpas, la de ser causa de la ruina del Hijo del Hombre? ¿Del que te ama? El Único que te ama. Porque también por tu alma se hizo hombre. Yo podría salvarte si quisieras. Sobre el abismo de tu abyección se inclina el abismo de la misericordiosa Santidad, y está aguardando un deseo tuyo de querer ser salvada para que te arranque del abismo de tu inmundicia. En tu corazón piensas que es imposible que Dios te perdone. Y esto lo deduces del hecho de que el mundo no te perdona que seas una mujer de vida alegre. Pero Dios no es el mundo. Dios es bondad. Dios es perdón. Dios es amor.
En verdad te digo que el Creador, con tal de salvar a una
criatura suya, puede cambiar en bien lo que estaba mal.
Si quieres, tu venida se te cambiará en bien.
Te pagaron para que vinieses a hacerme mal. En verdad te digo que el Creador, con tal de salvar a una criatura suya, puede cambiar en bien lo que estaba mal. Si quieres, tu venida se te cambiará en bien. No te avergüences de tu Salvador. No te avergüences de mostrarle desnudo tu corazón. Aunque lo quieras ocultar, Él lo está viendo y sobre él llora. Llora. Ama. No te avergüences de arrepentirte. Trata de tener valor en el arrepentimiento como lo fuiste en la culpa. No eres la primera de este género de vida a mis pies, y que conduzca a la justicia... Jamás he arrojado a ninguna, por más culpable que fuese. He procurado, al revés, atraerla y salvarla. Es mi misión.
El estado de un corazón no me causa horror.
Conozco a Satanás y sus obras.
El estado de un corazón no me causa horror. Conozco a Satanás y sus obras. Conozco a los hombres y sus debilidades. Conozco la condición de la mujer que paga, como es justicia, más duramente que el hombre las consecuencias de la culpa de Eva. Sé, pues, juzgar y compadecer. Te aseguro que más severo soy para con los que inducen a una mujer a caer, que contra ella. Soy más severo contra los que te han enviado, que contra ti, ¡infeliz mujer!, que ignorabas para lo que te querían. Hubiera querido que te hubieras llegado empujada por un deseo de ser redimida como otras hermanas tuyas. Pero si secundas el deseo de Dios, y de una acción mala haces la piedra angular de tu nueva vida, Yo pronunciaré sobre ti la palabra de paz..."
Jesús, que al principio había hablado con un tono enérgico, poco a poco lo ha ido ablandando, pero sin mostrar ninguna debilidad en sus sentidos, y sin equívoco de su bondad, guarda silencio ahora, esperando a que la mujer hable, la cual sigue de pie, inclinada, cada vez más inclinada, a unos dos metros de distancia, y que a la mitad de las palabras de Jesús se ha llevado las manos a la cara y ha dejado ver dos hermosas manos bajo el manto oscuro, adornadas con anillos. De sus antebrazos desnudos pueden brazaletes.
Luego de pronto cae de rodillas al suelo, se encoge,
y empieza a llorar en realidad, sin importarle que se le oiga.
No tengo derecho de acusar a nadie
porque soy un montón de inmundicia
No puedo afirmar si la mujer llora o no. Si llora, lo hace tan silenciosa que no se oye ningún sollozo, ni se ve que se sacuda. Parece una estatua por lo inmóvil que sigue bajo su vestido negro. Luego de pronto cae de rodillas al suelo, se encoge, y empieza a llorar en realidad, sin importarle que se le oiga. Luego, sin erguirse, dice: "¡Es verdad! Eres verdaderamente un profeta... Todo es verdad... Me pagaron para esto... Pero me habían dicho que se trataba de una apuesta... Que ellos te descubrirían en mi casa... Pero también cerca de Ti..."
"Mujer, quiero oír sólo tus culpas..." la interrumpe Jesús.
"Es verdad. No tengo derecho de acusar a nadie porque soy un montón de inmundicia. Todo es verdad. No soy feliz... No gozo de las riquezas, festines, amores... Me pongo colorada al pensar en mi madre... Tengo miedo de Dios y de la muerte... Odio a los hombres que me pagan. Todo lo que has dicho es verdad. Pero no me arrojes, Señor. Nadie, después de mi madre, me había hablado como lo has hecho. Más bien, me has hablado con más dulzura que mi madre, que en los últimos días fue dura conmigo por mi conducta... Para no oírla huí a Jerusalén... Pero Tú... Tu dulzura es como si fuese nieve sobre el fuego que me devora. Mi fuego se apaga, antes bien es otra clase de fuego. El que sentía me devoraba sin darme luz y calor. Era yo un ser helado y en tinieblas. ¡Oh, cómo he buscado el sufrimiento! ¡Cuántos dolores inútiles y malditos yo misma me he dado! Señor, te dije a través de la puerta entreabierta que era yo una mujer infeliz y que quería piedad. No era cierto. Era mentira, pero ellos me dijeron que te las dijese para hacerte caer. Y añadieron que mi belleza haría el resto... ¡Mi belleza! ¡Mis vestidos!..."
La mujer se pone de pie. Ahora que está erguida,
veo que es alta. Se quita el velo y el manto
y deja ver su belleza.
La mujer se pone de pie. Ahora que está erguida, veo que es alta. Se quita el velo y el manto y deja ver su belleza. Sus ojos pintados con el bistre son grandes y bellísimos. Tienen una mirada de inocencia asombrada que es extraño ver en mujeres de esta clase. Tal vez los ha lavado con el llanto. Arranca y pisotea su manto; rompe el velo, arranca los preciosos broches de uno y de otro y los arroja al suelo; se quita los anillos y brazaletes; arroja lejos los adornos que traía en la cabeza, se agarra sus relucientes guedejas, se las despeina para borrar en ellas todo lo artificial, llevada de un ansia de sacrificio que causa hasta miedo. El collar que llevaba pendiente va a parar al suelo y sus bolitas se pierden en él. Pisotea las piedras que adornaban sus sandalias. Su preciosa faja tiene igual destino, lo mismo que el broche con el que sostenía su vestido sobre el pecho. Y todo lo hace mientras anhelosa repita: "¡Fuera, fuera! ¡Malditas cosas, fuera! Vosotras y quienes me las dieron. ¡Largo de aquí, belleza! ¡Adiós cabellos! ¡Adiós piel de jazmín!"
Rápida, toma una piedra aguda que ve en el suelo y se golpea con ella la cara, la boca; con las uñas pintadas se rasga el cuerpo. La sangre cae de las heridas, los lugares golpeados se hinchan... hasta que su furia se aplaca, y jadeante, agotada, desfigurada, despeinada, con su vestido sucio por la sangre, por polvo, se echa al suelo, a los pies de Jesús, gimiendo: "Y ahora puedes perdonarme, si ves mi corazón, porque no existe más de mi pasado, ni alguna otra cosa... Has vencido, Señor, a tus enemigos y a mí misma... Perdóname mis pecados..."
"Te había ya perdonado desde que vine a tu encuentro.
Levántate y no peque más."
"Dime qué debo hacer, y lo haré."
"Aléjate de los lugares donde pecabas, de los que te conocen.
Tu madre..."
"Te había ya perdonado desde que vine a tu encuentro. Levántate y no peque más."
"Dime qué debo hacer, y lo haré."
"Aléjate de los lugares donde pecabas, de los que te conocen. Tu madre..."
"¡Oh, Señor mío, no me recibirá ya! Me odia, porque por mi causa murió mi padre, maldiciéndome."
Si te recibe Dios que es Dios, y te recibe porque es Padre,
¿ no puede tu madre acogerte, tu madre que te engendró
y que es mujer como tú?
"Si te recibe Dios que es Dios, y te recibe porque es Padre, ¿ no puede tu madre acogerte, tu madre que te engendró y que es mujer como tú? Humildemente ve a su casa. Llora a sus pies, como has llorado a los míos. Dile todo lo que ha pasado, como lo has hecho conmigo. Cuéntale tus sufrimiento. Invoca su compasión. Hace años que tu madre está esperando este momento. Lo espera para morir en paz. Sufre sus palabras de amoroso reproche, como has sufrido las mías. Es tu madre. Y por esto tienes la doble obligación de oírla con respecto."
"Eres el Mesías. Eres más que una madre."
"Ahora lo dices. Cuando viniste a tentarme no lo sabías, y con todo oíste mis palabras."
"Eres muy diverso de todos los hombres... algo... Eres Santo. ¡Oh Jesús de Nazaret!"
"Tu mamá es santa como madre y como criatura. Por sus oraciones has encontrado misericordia ante Dios. ¡Una madre siempre es santa! ¡Dios quiere que siempre se la honre."
"Yo le quité la fama. Toda la población sabe lo que soy."
"Con mayor razón debes ir a decirle: "Madre, perdóname". Para consagrarle tu vida, para reparar la aflicción que por ti ha sufrido."
Señor, no me devuelvas a Jerusalén.
Ellos me están esperando... y no sé si pudiera resistir
a sus amenazas... Déjame aquí hasta que amanezca, y luego...
"Así lo haré... Pero... Señor, no me devuelvas a Jerusalén. Ellos me están esperando... y no sé si pudiera resistir a sus amenazas... Déjame aquí hasta que amanezca, y luego..."
"Espera un momento."
Jesús se levanta, se dirige a la puerta de la cocina, toca, se le abre, dice: "Elisa, ven conmigo."
Ella obedece. La lleva a donde está la mujer que al ver venir a otra mujer, y anciana, tiene un movimiento de vergüenza y trata de cubrirse sus carnes y su vestido provocativo con los pedazos de manto y velo desgarrados.
"Óyeme, Elisa. Me voy ahora mismo de esta casa. Dirás a mis discípulos que se reúnan conmigo al amanecer en la puerta de Herodes. Todos, menos Judas de Keriot que debe venir conmigo. Vas a llevar a esta mujer a dormir contigo. Puedes tomar mi cama, porque no regresaré por mucho tiempo a Nobe. Mañana, cuando Juan se levante, tú y él, acompañaréis a esta mujer a donde os dijere. Le darás un vestido cualquiera y un manto de los tuyos. La ayudaréis en todo."
"Está bien, Señor. Se hará como has dicho. Me desagrada por Juan..."
"A Mí también. Quería que estuviese contento, pero el odio de los hombres impide al Hijo del hombre que tenga una hora de regocijo..."
"¿Y luego, Señor?"
"¿Luego? Puedes regresar a Betsur en espera... Hasta pronto, Elisa. Mi bendición y mi paz estén contigo. Adiós, mujer. Te confío a una madre y a un hombre justo. Si crees que tienes que regresar a tomar tus prendas..."
"No. No quiero tener nada con el pasado."
"Pero, ¡óyeme!, no vas a dejar todo tirado. ¿No tienes siervos? ¿No tienes familiares?" pregunta Elisa.
"No tengo más que una esclava... y ..."
"Tendrás que dejarla libre, tendrás..."
"Te ruego que lo hagas tú, cuando regreses. Ayúdame a que me cure del todo." La angustia palpita en su voz.
"¡Si, hija mía, sí! No te angusties. Mañana pensaremos en todo. Ahora ven conmigo allá arriba." Elisa la toma de la mano, la lleva por escaleras, a una de las dos habitaciones que hay. Luego ligera baja: "Pensé que estaba bien que todos te viesen sin ella, Señor; y que ni supiesen dónde está. Estos joyeles..." Se inclina a recoger anillos y brazaletes, broches, horquillas, la faja y las bolitas del collar que no fueron pisoteadas. "¿Qué haremos de esto, Señor?"
"Ven conmigo. Tienes razón. Está bien que no me vean con ella."
Entran a la cocina. Todos miran a Jesús interrogativamente. El viejo Juan se ha levantado, tal vez al oír la discusión de los apóstoles.
Elisa, da esas cosas preciosas a Tomás.
Mañana las venderás a algún orfebre.
Servirá para los pobres.
Sí. Son joyeles de una mujer, de ésa.
"Elisa, da esas cosas preciosas a Tomás. Mañana las venderás a algún orfebre. Servirá para los pobres. Sí. Son joyeles de una mujer, de ésa. Y esta es la repuesta a quien piensa que una mujer puede tentar al Hijo del hombre y desviarlo de su misión. También es el consejo que doy a los que me odian, que es inútil todo lo que hagan por encontrar algo de qué acusarme. Juan, Elisa te dirá lo que tienes que hacer. Te bendigo..."
"¿Te vas, Señor?"
"Tengo que irme. Adiós. La paz sea contigo." Se vuelve a los apóstoles y les ordena: "Id a acostaros, menos tú, Judas de Keriot, que vendrás conmigo."
"¿ A dónde? ¿Y de noche? " replica Judas.
"A orar. No te hará mal. ¿O temes el aire nocturno, si estás junto a Mí?"
Judas inclina su cabeza, toma de mala gana su manto. Jesús toma el suyo.
Mañana al amanecer en la puerta de Herodes.
Iremos al Templo
"Mañana al amanecer en la puerta de Herodes. Iremos al Templo y..."
"¡No!" El no es unánime. El de Judas es más fuerte.
"Iremos al Templo. ¿No dijiste que los habías convencido de que me dejarían en paz?"
"Cierto."
"Entonces iremos al Templo. Ven" y se dirige a la puerta para salir.
"Y así ha acabado una fiesta que habíamos preparado..." suspira Pedro.
"Terminada, antes de empezarla, deberás decir" le replica Santiago de Zebedeo.
Jesús está ya en los umbrales de la puerta abierta. Se vuelve y bendice. Lugo, desaparece en la oscuridad.
En la cocina todos están mudos. Mateo pregunta a Elisa: "Pero, ¿cómo sucedió esto?"
"No lo sé. Había una mujer que lloraba. Él la dijo a ella lo que también os dijo. Quién haya sido, de dónde y para qué haya venido, no lo sé..."
"Está bien. Vámonos..." Menos Bartolomé y Mateo, que duermen en la casa, todos los demás se van.
IX. 664 - 676
A. M. D. G.