JUDAS DE KERIOT ES LADRÓN
#Todas las discípulas están ocupadas en coser y remendar.
#Ada está mala, mala... El marido quisiera consolarla con llamar a Jesús...
#Jesús rápido baja a la ciudad bañada en sol
#"Creo. Piedad, por éstos" El Señor ayuda a quien tiene fe y tiene piedad de sus hijos afligidos
#Jesús extiende sus brazos y grita: "¡Quiero!" y se vuelve
Jesús y Juan encuentran a Judas robando
#Todos los condenados podrían decirme: ¿Por qué no nos amarraste al bien como hiciste con Judas?
#¿Qué has hecho de tu libre albedrío? ¿Qué de tu inteligencia?
#Me echaste en cara que te odio
#Me has echado en cara de que quiero tu mal...
#Te he impedido que tocases ese metal infame que te enloquece...
#Pero andas pensando y diciendo, el primero de los herejes que vendrán, que soy superior al dolor
#Me preguntaste que si había pecado al sentir la tentación. ¿Recuerdas?
#Yo, el Hijo de Dios, Yo, el vencedor de Satanás, he pedido ayuda al Padre, porque soy humilde
#Meten las monedas en el cofre
#"¡Eres el desgraciado eterno! ¡Y pensar que si quisieras podrías todavía ser feliz!"
#"Juan, por amor mío, olvida todo esto. Lo quiero."
Jesús está con las discípulas y los dos apóstoles en una de las primeras ondulaciones del monte a espaldas de Efraín. Juana no trajo consigo a los niños ni a Ester. Me imagino que los habrá enviado a Jerusalén con Jonatás. Se han quedado, pues, además de la Madre de Jesús, María Cleofás, María Salomé, Juana, Elisa, Nique y Susana. No han llegado todavía las dos hermanas de Lázaro.
Elisa y Nique están doblando los vestidos, que lavaron en el arroyo y que han puesto a secar. Nique, después de haber examinado uno, lo muestra a María Cleofás diciendo: "A este vestido también descosió tu hijo el dobladillo."
María de Alfeo toma el vestido y lo pone junto a los otros, sobre la hierba.
Todas las discípulas están ocupadas en coser y remendar.
Todas las discípulas están ocupadas en coser y remendar.
Elisa, que trae otros vestidos secos, dice: "Se ve que hace tres meses no os acompañaba ninguna mujer experta. No hay un vestido bueno, exceptuando el del Maestro, que en cambio sólo tiene dos. El que trae y el que se lavó hoy."
"Los regaló. Parecía como si un ansia lo devorara para no tener nada. Desde hace varios días trae el vestido de lino" dice Judas.
"Menos mal que tu Madre pensó en traerte nuevos. Ese de púrpura es bellísimo. Lo necesitabas, Jesús. Aun cuando te quede muy bien el vestido de lino. ¡Pareces un lirio!" exclama María de Alfeo.
"Un lirio muy grande" satiriza Judas.
"Pero puro como tú no lo eres, ni como lo es Juan. También tú estás vestido de lino, pero créeme que aspecto de lirio no lo tienes" le replica francamente María de Alfeo.
"Soy de cabellos negros y de color apiñonado. Por esto soy diverso."
"No depende de eso. Es que tu candor lo tienes arriba, y Él, dentro, que transpira por su mirada, por su sonrisa, por sus palabras. ¡Eso es! ¡Qué felicidad es estar con mi Jesús!" Y la buena María pone una de sus manos secas de mujer anciana y trabajadora sobre la rodilla de Jesús que se la acaricia.
María Salomé que está viendo otro vestido, exclama: "¡Esto es peor que la misma rasgadura! ¡Hijo mío! ¿Pero quién te cosió de este modo?" y escandalizada muestra a sus compañeras... una especie de ombligo muy plegado, que sobresale entre todos los otros burdísimos pespuntes. Todos se echan a reír, y el primero en hacerlo es Juan, autor de los pespuntes que dice: "No podría soportar la rasgadura y entonces... la cosí."
"La estoy viendo. ¡Pobre de mí! ¿Por qué no le dijiste a María de Jacob que te la cosiera?"
"Está casi ciega. Y luego... no se tragaba de una rasgadura, era un huevo. El vestido se trabó en el haz de leña que traía yo cargando, al echarlo al suelo se llevó consigo el trozo de tela. Entonces cosí como pude el agujero."
"Así lo echaste a perder, hijo mío. Se necesitaría..." examina el vestido, mueve la cabeza, agrega: "Esperaba quitar el dobladillo, pero no tiene..."
"Lo quite en Nobe, porque estaba roto. Se lo di a tu hijo..." explica Elisa.
"Cierto, y lo empleé en cordones de mi alforja..."
"¡Pobres hijos! ¡Qué falta os hace que estemos cerca!" dice la Virgen que está remendando un vestido.
"Aquí falta tela. Mirad. Las puntadas en lugar de servir para algo, fueron peores... a no ser que encontremos un pedazo de trapo, para suplir el que falta... Se verá..."
Tú me has dado pie para una parábola..." dice Jesús, al mismo tiempo que Judas: "Creo que tengo en el fondo de mi alforja un pedazo de tela de ese color, resto de un vestido viejo que di a un hombre pequeño y para que le viniese le cortamos dos palmos. Si me esperas te lo voy a buscar. Pero quisiera oír la parábola."
"Que Dios te bendiga. Escucha, pues. Yo entre tanto vuelvo a meter los cordones en la alforja de Santiago. Estoy ya se acabaron.
"Habla, Maestro. Luego daré contento a María Salomé."
Parábola de la Tela
"Bueno. Comparo el alma a la tela. Cuando se pone, es nueva, sin rasgaduras. Tiene sólo la mancha original pero ninguna otra herida, ni otras manchas. Después con el tiempo, con los vicios, se llega hasta romper, por las imprudencias se mancha, por los desórdenes se rasga. Ahora cuando está rasgada no hay que hacer un remiendo malhecho, causa de otras rasgaduras, sino uno bueno, perfecto que impida que se rasgue el vestido. Si la tela está muy rasgada, de modo que se han perdido hasta trozos, no se debe pretender soberbiamente hacer el remiendo por uno mismo, sino ir con quien sabe para rehacer íntegra el alma porque se le ha concedido hacer todo y puede hacerlo. Me refiero a Dios, mi Padre, y al Salvador que soy Yo. Pero el orgullo del hombre es tal que cuanto mayor es la rasgadura de su alma, tanto más trata de remendarla con medios imperfectos que crean un malestar mayor. Se me puede replicar que siempre se ve una rasgadura. También Salomé lo ha dicho. Se verán siempre las heridas que un alma lleva. El alma pelea su batalla, y por consiguiente recibe heridas. Muchos son los enemigos que la atacan. Pero nadie al ver a un hombre cubierto de cicatrices, señales de otras tantas victorias gloriosas recibidas en batalla, puede decir: "¡Este hombre es un cobarde!" Dirá más bien: "Este es un héroe. He ahí las señales de su valor". Nunca se verá que un soldado se avergüence de una herida gloriosa, sino que va al doctor y le dice con santo orgullo: "Mira, he combatido y vencido. No evité ninguna fatiga. Cúrame ahora para que esté pronto para otras batallas y victorias". Por el contrario quien tiene llagas causadas por enfermedades inmundas, que los vicios le causaron, se avergüenza de ellas ante sus familiares y amigos, y aun delante de los médicos, y a veces es tan necio que las mantiene escondidas hasta que el hedor las descubre. Pero entonces ya es tarde su curación. Los humildes son siempre sinceros, y además muy valientes que no se avergüenzan de las heridas que tuvieron en la lucha. Los soberbios son siempre mentirosos y cobardes. A causa de su orgullo llegan a la muerte sin querer ir con quien puede curarlos y decirle: "Padre, he pecado. Pero si quieres, puedes curarme". Hay muchas almas que por orgullo de no confesar una primera culpa, llegan a la muerte. También para ellas, la hora es tarde. No reflexionan que la misericordia divina es más poderosa y mayor que puede curar cualquier gangrena, por grande y arraigada que esté. Pero las almas de los orgullosos, cuando caen en la cuenta de haber despreciado todo medio de salvarse, caen en la desesperación, porque están si Dios. Diciendo: "Es demasiado tarde", se dan a sí mismos la última muerte: la de la condenación. Ve, Judas, a traer tu tela..."
"Voy, pero te diré que no me ha gustado la parábola. No la entendí."
"¡Pero si ha sido clara! La entendí yo, que soy una pobre mujer" replica María Salomé.
"Pues, yo no. Antes decías unas muy bellas. Ahora... las abejas... la tela... las ciudades que cambian de nombre... las almas barcas... Cosas tan pobres de sentido, tan oscuras, que no me agradan más y no las comprendo. Voy a traer la tela que, aunque necesaria, no deja de ser una tela ya vieja." Se levanta y se va.
María ha bajado cada vez más la cabeza sobre su labor mientras Judas hablaba. Juana, al contrario, la ha levantado mirando con ojos desdeñosos al imprudente. También Elisa hizo lo mismo, pero luego imitó a María, lo mismo Nique. Susana ha abierto tamaños ojos, espantada, y ha mirado a Jesús en vez de mirar a Judas, como preguntándole que por qué no reaccionaba. Pero ninguna hizo algún gesto o cosa semejante. María Salomé y María de Alfeo, más de pueblo, se han mirado, moviendo la cabeza, y apenas salido Judas, Salomé comenta: "Es él que tiene la cabeza ya acabada."
"Claro, y por eso no comprende nada. No sé si pudieras volver a arreglársela. Si mi hijo fuese así se la rompería yo. Así como se la hice, así se la puedo romper. ¡Es mejor tener una cara fea que el corazón!" sentencia María de Alfeo.
"Dices bien, pero orgullo no le faltaba. Por eso alejó al hijo de su madre muy pronto y contribuyó a desarrollar la herencia moral de su hijo con mandarlo a Jerusalén. Es doloroso decirlo, pero lo cierto es que el Templo no es el lugar donde el orgullo hereditario pueda disminuir..." dice Jesús.
"Ningún puesto de Jerusalén, que sea de honor, puede hacer que disminuya el orgullo o cualquier otro defecto" dice Juana con un suspiro. Luego: "Ni tampoco cualquier otro lugar de honor, bien esté en Jerusalén, Cesarea de Filipo, Tiberíades, o en la otra Cesarea..." y rápida con la cara inclinada sobre su labor cose.
"María de Lázaro es imponente pero no orgullosa" observa Nique.
"Ahora, pero antes era muy soberbia, lo contrario de sus padres que jamás lo fueron" responde Juana.
"¿Cuándo vendrán?" pregunta Salomé.
"Pronto. Dentro de tres días partiremos."
"Trabajemos entonces con toda rapidez, para terminar a tiempo" incita María de Alfeo.
"Nos tardamos en venir por causa de Lázaro, pero estuvo bien, porque así se ahorró mucha fatiga a María" dice Susana.
"¿Sientes fuerzas para hacer un camino tan largo? ¡Estás tan pálida y cansada, María!" dice María de Alfeo poniendo su mano sobre las rodillas de María y mirándola con preocupación.
"No estoy enferma, María, y puedo caminar."
"Enferma no, pero sí muy afligida, Madre. Daría diez y diez años de mi vida, abrazaría todos los dolores con tal de volverte a ver como cuando te vi por vez primera" dice Juan.
"Tu amor es ya medicina, Juan. Mi corazón se tranquiliza al ver qué amáis a mi Hijo. La causa de mi padecimiento no es otra que comprobar que no se le ame. Aquí, cercana a Él, y entre vosotros, tan fieles, me siento florecer. Estos meses... en Nazaret sola... después de que lo vi partir tan afligido, tan perseguido... sabiendo todos esos rumores... ¡Cuánto, cuánto dolor! Aquí cerca, lo veo y digo: "Por lo menos mi Jesús tiene a su Madre que lo consuela, que le dice palabras que le hacen olvidar otras" y veo que en Israel no ha muerto del todo el amor. Me tranquilizo un poco, no mucho... porque..." María no añade más, baja su rostro que había alzado para contestar a Juan, del que no se ve más que su frente enrojecida por la emoción... y luego dos lágrimas brillan sobre el vestido oscuro que está remendando.
Jesús suspira, se levanta de su lugar, y va a sentársele a los pies, reclina su cabeza sobre sus rodillas, besándole la mano que tiene la tela, y se queda así como un niño que descansara. María quita de la tela la aguja para no hacer mal a su Hijo y enseguida pone su mano derecha bajo la cabeza, levanta su mirada al cielo, rogando aunque no mueva los labios. Todo su aspecto es una oración. Se inclina a besar a su Hijo en los cabellos, cerca de la sien descubierta.
Las otras no hablan hasta que Salomé dice: "¡Cuánto se tarda Judas! El sol empieza a bajar y no podré ver bien."
"Tal vez alguien lo habrá entretenido" sugiere Juan y pregunta a su madre: "¿Quieres que vaya a llamarlo?"
"Harías bien. Si no ha encontrado una tela igual, cortaré las mangas, al fin y al cabo se acerca el verano, y para el otoño te prepararé otro vestido, que este no sirve ya, y con el retazo cortado te remendaré aquí. Servirá todavía para que vayas a pescar, porque después de Pentecostés, regresaréis a Galilea..."
"Voy entonces" responde Juan, y siempre cortés pregunta a las otras mujeres: "¿Tenéis vestidos ya arreglados que pueda llevar? Si los tenéis, dádmelos. Así cargaréis menos al regreso."
Las mujeres recogen lo que ya remendaron y se lo dan a Juan, que está para irse cuando al ver que llega María de Jacob, se detiene.
La viejecilla, con lo que sus fuerzas le permiten, ha venido ligera y a gritos pregunta a Juan: "¿Está allí el Maestro?"
"Sí, madre. ¿Qué se te ofrece?"
Ada está mala, mala... El marido quisiera consolarla
con llamar a Jesús...
La viejecilla responde sin dejar de camina: "Ada está mala, mala... El marido quisiera consolarla con llamar a Jesús... pero después que aquellos samaritanos se portaron... tan mal... no se atreve. Yo dije: "No lo conoces aún. Voy ... y no me dirá que no". " La viejecilla jadea por la prisa y por la subida.
"No corras más. Voy contigo. Más bien te me adelanto. Sígueme. Ya tienes años, madre, para que corras así" le dice Jesús. Luego volviéndose a su Madre y a las discípulas: "Me quedo en el poblado... La paz sea con vosotras."
Toma a Juan del brazo y baja rápidamente con él. La viejecilla, un poco descansada, lo seguiría después de haber respondido a las mujeres que le preguntan: "¡Umh! Sólo el Rabí puede salvarla, de otra manera morirá como Raquel. Está ya enfriándose, perdiendo fuerzas y se revuelva en medio de convulsiones dolorosas."
Las mujeres: "¿No le habéis puesto ladrillos calientes sobre los riñones?"
"No. Mejor envolverla en telas de lana mojadas en vino y aromas lo más caliente que se pueda."
"Cuando estuve enferma de Santiago me hicieron bien las untaduras de aceite y luego los ladrillos calientes."
"Haced que beba mucho."
"Si pudiese enderezarse, dar algún paso y mientras que alguien le podría dar un masaje en riñones."
Las que han sido madres, menos Nique y Susana, y María que no sufrió los dolores del parto, aconsejan esto o aquello.
"Se ha intentado todo. Sus riñones están ya cansados. Es el undécimo hijo. Ahora me voy. Ya descansé. ¡Rogad por ella! Que el Altísimo la mantenga viva hasta que llegue el Rabí." La buena y pobre anciana trota por el camino.
Jesús rápido baja a la ciudad bañada en sol
Entre tanto Jesús rápido baja a la ciudad bañada en sol. Entra por el lado contrario a donde está la casa, esto es, por el noroeste de Efraín, mientras la casa de María de Jacob está al sudeste. No se detiene a hablar con nadie. Se limita a saludar y sigue.
Un hombre hace notar: "Está irritado contra nosotros. Los de los otros lugares hicieron mal. Tiene razón."
"No. Va a casa de Yanoé. Se le está muriendo su mujer en el undécimo parto."
"¡Pobres hijos! ¿Y el Rabí va allá? Muy bueno, demasiado bueno. Aunque se le ofendió, bendice."
"¡Yanoé no lo ofendió, como ninguno de nosotros!"
"Pero no dejamos de ser samaritanos."
"El Rabí es justo y sabe distinguir. Vamos a ver el milagro."
"No podremos entrar. Es una mujer que está por parir."
"Oiremos llorar al recién nacido y será una voz del milagro."
Corren a alcanzar a Jesús. Se les unen otros que quieren ver.
Jesús llega a la casa envuelta en angustia por la desgracia que le amenaza. La mayor de los diez hijos es una jovenzuela que llora, a la que se le cuelgan otros pequeñuelos también llorando. Está en un rincón del corredor cerca de la puerta abierta. Comadres que van y vienen, murmullos de voces, ruido de pies descalzos, que se deslizan sobre el enlosado.
Una mujer ve a Jesús, grita: "¡Yanoé, espera! ¡Ha venido!" y se va con una cubeta de agua hirviente.
El Señor ayuda a quien tiene fe y tiene piedad
de sus hijos afligidos
Acude un hombre, se postra. No hace más que un gesto y no pronuncia más que estas palabras: "Creo. Piedad, por éstos" y señala a sus hijos.
"Levántate y ten ánimo. El Señor ayuda a quien tiene fe y tiene piedad de sus hijos afligidos."
"¡Ven, Maestro, ven! Está ya negra. Las convulsiones acaban con ella. Casi no respira. ¡Ven!" El hombre que ya había perdido el control de sí mismo, termina por perderlo cuando oye que una comadrona grita: "¡Yanoé, corre! ¡Ada se está muriendo!" y empuja a Jesús para que vaya pronto, muy pronto, a la habitación de la moribunda, pese a que Él le ordena: "¡Ve y ten fe!"
Fe tiene, pero lo que le falta es poder entender esas palabras. Jesús sube por la escalera para entrar en la habitación donde está la mujer, no entra, sino que se queda a unos tres metros de la puerta abierta, por donde se ve una cara pálida, amarillenta, agonizante. Las comadronas no saben hacer algo más. Han cubierto a la mujer hasta el mentón y miran. Están como petrificadas en espera del momento fatal.
Jesús extiende sus brazos y grita: "¡Quiero!" y se vuelve
Jesús extiende sus brazos y grita: "¡Quiero!" y se vuelve.
El marido, las comadronas, los curiosos que se han amontonado, se quedan desilusionados porque esperaban que Jesús hiciese algo estrambótico, que naciese el niño inmediatamente. Pero al abrirse paso por entre ellos, los mira en la cara y les dice: "No dudéis. Un poco más de fe. Un momento más. La mujer debe pagar el amargo tributo del parir. Pero está salva." Baja la escalera dejándolos sin añadir más. Cuando está para salir, dice a los niños espantados: "¡No tengáis miedo! Mamá está salvada" y al decirlo toca levemente con la mano las caritas. En ese momento se oye un grito que se esparce por todas partes, hasta el camino por donde viene María de Jacob, la cual grita: "¡Misericordia!" creyendo que había sido el grito de la muerte.
"¡No tengas miedo, María! ¡Ve rápida! Veras nacer al pequeño. Le han vuelto las fuerzas y los dolores, pero dentro de poco será feliz."
Se va con Juan. Nadie lo sigue porque todos quieren ver si se realiza el milagro, antes bien acuden a la casa, porque ha corrido la voz de que el Rabí había ido a salvar a Ada. De este modo, tomando una vereda, puede ir sin obstáculo a una casa donde entra llamando: "¡Judas, Judas!" Nadie responde.
Se fue allá, Maestro. Podemos irnos también a casa. Aquí pongo los vestidos de Judas, de Simón y de tu hermano Santiago; luego pondré los otros de Simón Pedro, de Andrés, Tomás y Felipe en casa de Ana."
Por esto colijo que para hacer lugar a las discípulas los apóstoles, sino todos, a lo menos algunos, han ido a otras casas.
Jesús y Juan encuentran a Judas robando
Sin nada en las manos se van hablando a la casa de María de Jacob, entran por la puerta del huerto que está solamente emparejada. La casa está silenciosa, vacía. Juan ve que hay una jarra llena de agua en el suelo, y tal vez pensando que la hubiera dejado allí la viejecilla cuando la llamaron para ir a asistir a la mujer, la toma y se dirige a una habitación cerrada. Jesús se queda en el corredor para quitarse el manto y doblarlo con el acostumbrado cuidado antes de ponerlo en la banca. Juan abre la puerta y lanza un "¡ah!" como de espanto. Deja caer la jarra, se tapa los ojos con las manos, agachándose como para desaparecer, para no ver. De la habitación se oye salir un retintín de monedas que corren por el suelo.
Jesús está ya en la puerta. Más tiempo tardé en escribir esto, que El en haber llegado. Empuja a Juan que gime: "¡Vete, vete!" Abre la puerta semicerrada. Entra. Es la habitación donde, ahora que están las mujeres, toman los alimentos. Hay dos cofres bien guarnecidos, y ante uno de ellos, el que está en frente de la puerta, está Judas, pálido, con los ojos inyectados de ira, de temor juntamente, con una bolsa en las manos... La chapa había sido abierta... por el suelo hay monedas, y otras caen de una bolsa que está al borde del cofre, abierta. Todo es una prueba de lo que estaba sucediendo. Judas entró en la casa, abrió el cofre, y robó, mejor dicho, estaba robando.
Nadie habla. Nadie se mueve. Pero es peor que si todos gritasen o se arrojase el uno contra el otro. Tres estatuas: Judas el demonio, Jesús el Juez, Juan el aterrorizado testigo de la bajeza de su compañero.
La mano de Judas que tiene la bolsa en la mano tiembla, y se oye el retintín ahogado de las monedas.
Juan no hace más que temblar de miedo, y aun cuando tiene sus manos sobre la boca, se oye el chasquido de sus dientes. Sus ojos espantados miran más a Jesús que a Judas.
Jesús no muestra ninguna emoción. Derecho, glacial. Da un paso, hace un gesto, dice una palabra. Un paso hacia Judas; un gesto a Juan indicándole que se retire, una palabra: "¡Vete!"
Pero Juan tiene miedo, suplica: "¡No, no! no me eches fuera. Déjame aquí. No diré nada... pero déjame aquí contigo."
"¡Vete, vete! ¡No tengas miedo! Cierra todas las puertas y si viene alguien... cualquiera que sea... aun mi Madre... no dejes que entre... Vete!"
"¡Señor!"... Juan parece más bien el culpable por el ansia que lo embarga.
"Te he dicho que te vayas. ¡No pasará nada!" y Jesús mitiga su orden poniendo su mano sobre la cabeza del Predilecto como en señal de caricia. Y veo que esa mano tiembla ahora. Juan la siente, la toma, la besa con un sollozo que dice más que muchas palabras. Sale. Jesús pone el pasador en la puerta. Se vuelve a mirar a Judas, que debe estar hecho una miseria. Pese a su audacia no se atreve a hacer nada. Jesús se le acerca, dando vuelta por la mesa, que hay en el centro de la habitación. No sé si lo hace rápido o lento, estoy demasiado asustada al ver su rostro para poder medir el tiempo. Veo sus ojos y me dan miedo como a Juan. El mismo Judas lo tiene, retrocede entre el cofre y una ventana abierta, por donde entra la luz que ahora ilumina a Jesús.
¡Qué ojos los de Jesús! No dice ni una palabra, pero cuando ve que de la faja de Judas se asoma una ganzúa, da un sobresalto. Levanta su brazo con el puño cerrado como para golpear al ladrón y de su boca se oye que empieza una palabra: "¡Maldito!" o ¡Maldición!" Pero se controla. Detiene su brazo, no termina la palabra. Con un esfuerzo de dominio, que lo hace temblar, a abrir el puño, a bajar el brazo hasta la altura de la bolsa que Judas tiene en su mano, y a arrebatársela lanzándola al suelo, con voz ahogada, mientras la pisotea y las monedas corren, con una ira dominada pero terrible, grita: "¡Lárgate!"¡Asquerosidad de Satanás! ¡Oro maldito! ¡Esputo de infierno! ¡Veneno de serpiente! ¡Lárgate!"
Judas que había intentado dar un grito cuando vio que Jesús estaba a punto de maldecirlo, no reacciona, pero de la otra parte de la puerta cerrada se oye otro grito cuando Jesús arrojó contra el suelo la bolsa. Este grito desespera al ladrón. Le devuelve su diabólica audacia. Lo enfurece. Casi se arroja contra Jesús aullando: "Mandaste que me espiaran para quitarme la honra. Que me espiara ese muchacho estúpido que no sabe ni siquiera guardar silencio. Que me avergonzará delante de todos. Esto es lo que querías. Por lo demás... ¡Sí! Esto también lo busco yo. ¡Lo quiero! ¡Que me arrojes! ¡Que me maldigas! ¡Que me maldigas, que me maldigas! He hecho todo lo posible porque me arrojaras." Está ronco de la ira y feo como un demonio. Jadea como si tuviera alguna cosa que lo estrangulase.
Jesús le repite con voz baja pero terrible: "¡Ladrón, ladrón!" y termina: "Hoy ladrón, mañana asesino, como Barrabás. Peor que él." El soplo -porque están ya vecinos- del aliento de Jesús choca sobre la cara de Judas.
Este tomando aliento responde: "Sí, ladrón, y por culpa tuya. Todo el mal que hago es por tu culpa, y no te cansas nunca de llevarme a la ruina. Salvas a todos. Amas y honras a todos. Acoges a pecadores, no te causan asco las prostitutas, tratas como amigos a los ladrones, a los usureros, a los proxenetas de Zaqueo, acoges como si fueses el Mesías al espía del Templo. ¡Eres un necio! Has hecho jefe nuestro a un ignorante, tesorero a un recaudador de impuestos, y de tus confianzas a un estúpido. A mí me das lo mínimo, no me das ni un céntimo, me tienes cerca como a un galeote amarrado al banco, no quieres que nosotros, digo nosotros, pero soy yo, yo solo que no debo recibir los óbolos de los peregrinos. Y para que no tocase yo el dinero, has dado órdenes de que no se recibiese de nadie. Porque me odias. Pues bien: ¡también yo te odio! No te atreviste a pegarme ni a maldecirme hace poco. Tu maldición me hubiera convertido en ceniza. ¿Por qué no me la arrojaste? La habría preferido a verte así inútil, debilucho, como un hombre sin fuerzas, como un vencido..."
"¡Cállate!"
"¡No! ¿Tienes miedo de que Juan oiga? ¿Tienes miedo de que finalmente comprenda quién eres y que te abandone? ¡Ah, esto es lo que temes, Tú que te crees un héroe! ¡Temes! Me tienes miedo. ¡Temes! Por esto no pudiste maldecir. Por esto finges amarme, cuando en realidad me odias. Para ablandarme. Para tenerme quieto.¡Sabes que yo soy una fuerza! Sabes que yo soy la fuerza. La fuerza que te odia y que te vencerá. Te prometí que te seguiría hasta la muerte, ofreciéndote todo y todo te he ofrecido. Estaré cerca de Ti hasta tu hora y mi hora. ¡Valiente rey que no puede maldecir y arrojar a uno! ¡Un rey payaso! ¡Un rey ídolo! ¡Un rey necio, mentiroso! Eres un traidor de tu mismo destino. Desde mi primer encuentro me has despreciado. No me has correspondido. Te crees un sabio, y eres un estúpido. Te señalaba el camino recto. Pero Tú... ¡oh, Tú eres el puro! Eres la criatura que es hombre pero también Dios, y desprecias los consejos del inteligente. Desde el primer momento te equivocaste y sigues equivocándote. Tú... Tú eres... ¡Ah!"
El torrente de palabras cesa de golpe y sucede un silencio lúgubre, una inmovilidad lúgubre después de tantos gestos. Porque mientras yo estaba escribiendo, sin poder ver lo que sucedía, Judas, agachado, semejante, sí, muy semejante a un perro feroz que está a punto de lanzarse sobre su presa, cada vez se ha ido acercando más a Jesús, con una cara que no puede verse, con las manos en forma de garfios, los brazos pegados al cuerpo, como si fuese a echarse sobre Jesús, que no da señal de miedo alguno, y aun cuando se vuelve a la puerta y la abre para ver si no está Juan, Judas que podía aprovecharse del momento, no se atreve. En el corredor semioscuro no hay nadie. Juan, Después de haber cerrado la puerta que da al huerto, se ha ido. Al no verlo, Jesús cierra la puerta con el pasador, se recarga sobre ella, esperando, sin hacer ningún gesto, ni decir una palabra, que la furia de Judas se calme.
No soy competente, pero pienso que no me equivocaría si afirmase que por boca de Judas fue el mismo Satanás el que habló, y que fue un momento de clara posesión diabólica del apóstol pervertido, cercano ya al umbral del delito, condenado por su propia voluntad. El torrente de palabras cesó dejando al apóstol como atolondrado y me trae a la memoria otras escenas de posesión que he visto en los tres años de la vida pública de Jesús.
Apoyado contra la puerta, su color blanco hace contraste con lo negro de ella. No dice nada, sólo sus ojos impregnados de dolor miran al apóstol. Si se pudiese decir que los ojos oran, podría afirmar que los de Jesús ruegan, mientras ve al desgraciado apóstol. Porque no sólo es control el que se desprende de ellos, sino también una ferviente plegaria. Después ya cuando Judas iba a acabar de hablar, Jesús abre sus brazos que tenía juntos al cuerpo, pero no para tocar a Judas, ni para hacer algún ademán, ni para elevarlos al cielo. Los abre horizontalmente, tomando la actitud de un crucificado. Fue entonces cuando de la boca de Judas salieron las últimas palabras que terminaron en un ahogado "¡Ah!"
Jesús sigue en la misma actitud, mirando al apóstol con esa mirada de dolor y plegaria. Judas, como cuando se sale de un delirio, pasa la mano por la frente, por la cara sudada... piensa, recuerda, y cae por tierra, no sé si llorando o no, pero sí, como si le faltasen las fuerzas.
Jesús baja su mirada y los brazos y con voz queda, pero clara, le dice: "¿Y luego? ¿Te odio? Podría pegarte con el pie, aplastarte llamándote "gusano", podría maldecirte, así como te he librado de la fuerza que te hacía delirar. Has creído que el no maldecirte es debilidad de mi parte. No lo es. Soy el Salvador, y el Salvador no puede maldecir. Puede salvar, quiere hacerlo...
"Soy la fuerza. La fuerza que te odia y que te vencerá"
También Yo soy la Fuerza, mejor dicho: soy la única Fuerza.
Pero ella no es odio, es amor
Dijiste: "Soy la fuerza. La fuerza que te odia y que te vencerá". También Yo soy la Fuerza, mejor dicho: soy la única Fuerza. Pero ella no es odio, es amor. El amor no odia, no maldice, jamás. La Fuerza podría vencer las batallas individuales como ésta entre Yo y tú, entre Yo y Satanás que está en ti, quitarte tu patrón, para siempre, como lo hice tomando la actitud de la señal que salva, de la Tau (símbolo sagrado, en forma de tau griega (T) que ciertas divinidades egipcias llevan en la mano), que Lucifer no puede ver. Esta Fuerza podría vencer cada batalla como vencerá la que se le acerca contra el Israel incrédulo y asesino, contra el mundo y contra Satanás por medio de la redención. Podría vencer cada batalla como vencerá la última, muy lejana para quien cuenta con siglos, muy cercana para quien mide el tiempo con la medida de la eternidad. Pero, ¿de qué serviría traspasar las reglas perfectas de mi Padre? ¿Sería justicia? ¿Habría mérito? No. Ni una ni otra cosa.
No sería justicia para con los culpables, a los que no se les quitó la libertad de serlo, los cuales podrían el último día preguntarme por qué fueron condenados y echarme en cara el haber sido parcial contigo. Habrá miles y miles de hombres que cometerán tus mismos pecados, que permitirán ser presa del demonio, ofensores de Dios. Torturadores de sus padres, asesinos, ladrones, mentirosos, adúlteros, lujuriosos, sacrílegos y hasta deicidas, matando materialmente al Mesías dentro no mucho tiempo, matándolo espiritualmente en sus corazones en tiempos venideros. Todos podrían decirme, cuando venga a separar los corderos de los cabros, a bendecir a los primero y a maldecir, entonces sí, a maldecir a los otros, a maldecir porque no habrá ya más redención, sino gloria o condenación, a volverlos a maldecir, después de haberlos maldecido individualmente cuando murieron y fueron juzgados. Porque el hombre, y lo sabes porque lo he dicho muchísimas veces, puede salvarse mientras le dura la vida, aun en sus últimos momentos. Basta un instante para que todo se arregle entre alma y Dios, para que se pida perdón y se alcance la absolución...
Todos los condenados podrían decirme: ¿Por qué no nos
amarraste al bien como hiciste con Judas?
Todos los condenados podrían decirme: ¿Por qué no nos amarraste al bien como hiciste con Judas?" Y tendrían razón. Porque cada hombre nace con los mismos elementos naturales y sobrenaturales: con un cuerpo y un alma. Entre tanto que el cuerpo, engendrado por hombres, puede ser más o menos robusto, el alma creada por Dios, es igual en todos, y tiene las mismas propiedades, los mismos dones. Entre el alma de Juan el Bautista y la tuya, no hay diferencia, cuando fueron infundidas en el cuerpo. Sin embargo, te aseguro que aun cuando la Gracia no lo hubiese presantificado, para que el Precursor mío no tuviese mancha, como convendría que todos los que me anuncian fuesen, al menos por lo que se refiere a pecados actuales, su alma habría sido muy distinta de la tuya, mejor dicho, la tuya de la de él. Porque hubiera conservado su alma en la dicha de los que no cometen faltas, la habría adornado siempre secundando el querer de Dios que desea que seáis justos, haciendo fructificar los dones gratuitos con una perfección cada vez más heroica. Tú por el contrario... has destruido tu alma y los dones que Dios le entregó.
¿Qué has hecho de tu libre albedrío?
¿Qué de tu inteligencia?
¿Qué has hecho de tu libre albedrío? ¿Qué de tu inteligencia? ¿La has conservado libre? ¿Has querido que fuera inteligente? No. Tú, que no quieres obedecerme a Mí, no digo a Mí-Hombre, pero ni siquiera a Mí-Dios, obedeces a Satanás. Empleas tu inteligencia y tu libertad para comprender las Tinieblas. Voluntariamente. Delante de ti se te han puesto el Bien y el Mal. Esta has escogido. Aun más: se te ha puesto delante sólo el Bien: Yo. El Eterno, tu Creador, que ha seguido el desenvolvimiento de tu alma, que lo conocía antes de él porque nada ignora el Eterno Pensamiento de lo que sucede desde que el tiempo existe, te ha puesto delante el Bien, sólo el Bien, porque sabe que eres más débil que un alga seca.
Me echaste en cara que te odio
Me echaste en cara que te odio. Si es verdad que tengo en mi dos naturalezas, por la humana y hasta que la victoria no la libre de sus limitaciones, estoy en Efraín, y no puedo estar en otra parte; por la divina, como Verbo de Dios, estoy en el cielo como en la tierra, omnipresente y omnipotente. Ahora bien, como soy Uno con el Padre y el Amor, Uno aquí como Uno en el cielo, la acusación que lanzaste, la lanzaste contra el Dios Uno y Trino. Contra Dios Padre que te creó por amor, contra Dios Hijo que se encarnó por amor para salvarte, contra Dios Espíritu que te ha hablado muchas veces por amor para darte buenos deseos. Has acusado a Dios Uno y Trino que tanto te ha amado, que te ha traído a mi camino, haciéndote ciego al mundo para que tuvieses tiempo de verme, sordo al mundo para que pudieras oírme.
¡Y tú!... ¡Y tú!... Después de que me has visto y escuchado, después de que libremente viniste al Bien, percibiendo con tu inteligencia que éste es el único camino de la verdadera gloria, has rechazado el Bien y libremente te has entregado al Mal. Mas si tú con tu libre albedrío has querido esto, si descortésmente has siempre rechazado mi mano que te he ofrecido para sacarte del remolino, si siempre te has alejado de Mí para sumergirte en el enfurecido mar de las pasiones, del mal, ¿puedes acusarme a Mí, acusar a Aquel de quien procedo, a Aquel que hizo que me encarnara para tratar de salvarte? ¿Puedes acusarnos de que te hemos odiado?
Me has echado en cara de que quiero tu mal...
Me has echado en cara de que quiero tu mal... También el niño enfermo se enoja contra el médico y contra su madre porque le hacen beber medicinas amargas y porque le niegan cosas que le harían mal. ¿Te ha cegado tanto Satanás que no comprendas más la razón verdadera de las providencias que he tomado por tu bien, y que te atrevas a llamar: mala voluntad, deseo de llevarte a la ruina, lo que es providencia amorosa de tu Maestro, de tu Salvador, de tu Amigo que quiere curarte?
Te he impedido que tocases ese metal infame
que te enloquece...
Te he impedido que tocases ese metal infame que te enloquece... ¿No sabes, no sientes que es como uno de esos brebajes mágicos que provocan una sed insaciable, que inoculan en la sangre un ardor, una rabia que lleva a la muerte? En tu pensamiento, que leo, me estás reprochando: "¿Entonces por qué por tanto tiempo me permitiste que fuese quien administrase el dinero?" ¿Por qué? Porque si te lo hubiera impedido desde el principio, te habrías vendido antes, habrías robado antes. De todos modos te vendiste, porque poco podías robar... Yo debí de impedirlo sin hacer violencia a tu libertad. El oro es tu ruina. A causa del oro te has hecho lujurioso y traidor..."
"¡Eso! ¡Te has fiado de las palabras de Samuel! Yo no soy..."
Jesús que había ido cobrando ánimos en el hablar, pero sin poner en su voz algún tono violento de amenaza, da un grito imprevisto de orden, diría yo, de ira. Severamente ve a Judas que levantó su cara para decir esas palabras y le grita: "Cállate", grito que parece el eco de un trueno.
Judas se empequeñece sobre sus calcañales y no abre la boca.
Se escucha un silencio en que se ve que Jesús claramente se esfuerza para dominarse, y su esfuerzo es tal que muestra lo divino que hay en El. Vuelve a hablar con su tono usual, animado, dulce aunque enérgico, persuasivo, conquistador... Sólo los demonios pueden resistir a esta voz.
No tengo necesidad de que hable Samuel, ni cualesquiera
para conocer tus acciones
¿Sabes delante de Quien estás?
"No tengo necesidad de que hable Samuel, ni cualesquiera para conocer tus acciones. ¡Oh, desgraciado! ¿Sabes delante de Quien estás? ¿De veras? Dijiste que no comprendías más mis palabras. No las comprendes más. ¡Pobre infeliz! Ni siquiera te comprendes a ti mismo. No comprendes ni siquiera el bien y el mal. Satanás, al que has obedecido en todas las tentaciones que te ha presentado, te ha vuelto estúpido. Pero hubo un tiempo en que me comprendías. ¡Creías que soy quien soy! Y este recuerdo no se ha apagado en ti. ¿Puedes creer que el Hijo de Dios tenga necesidad de palabras de un hombre para saber el pensamiento y acciones de algún otro? Aun no estás del todo pervertido que no creas que soy Dios, y en esto está tu mayor culpa. Lo muestra el miedo que tienes a mi ira. Sientes que no luchas contra un hombre, sino contra Dios mismo, y tiemblas. Tiemblas, Caín, porque no puedes ver ni pensar a Dios sino como Vengador de sí mismo y de los inocentes. Tienes miedo que te suceda lo que a Coré, a Datán, a Abirón y secuaces. Pese a que sabes quién soy, luchas contra Mí. Debería decirte: "¡Maldito!", pero no sería más el Salvador...
Querrías que te arrojase. Dices que todo lo haces para
que te arroje. Esta razón no justifica tus acciones
Querrías que te arrojase. Dices que todo lo haces para que te arroje. Esta razón no justifica tus acciones, porque no hay necesidad de pecar para separarte de Mí. Lo puedes hacer, te lo he venido diciendo. Desde Nobe, cuando regresaste en una limpia mañana, lleno de mentiras y lascivia, como si hubieras salido del infierno para caer en el fango de los cerdos, o con los libidinosos monos, y tuve que hacerme fuerza a Mí mismo para no arrojarte con un puntapié como un harapo asqueroso y para refrenar la náusea que sentía, no sólo en el corazón, sino aun en las entrañas. Siempre te lo he dicho, aun antes de aceptarte, antes de que vinieras con nosotros. Entonces, sólo por ti, y para ti solo, dije aquellas cosas. Pero quisiste quedarte. ¡Para tu ruina! Tú, mi más grande dolor!
Pero andas pensando y diciendo, el primero de los herejes
que vendrán, que soy superior al dolor
Pero andas pensando y diciendo, el primero de los herejes que vendrán, que soy superior al dolor. No, sólo al pecado soy superior. Sólo a la ignorancia lo soy. Al pecado porque soy Dios, a la ignorancia porque no puede existir en el alma que no ha herido la culpa original. Te hablo como Hombre, como el Hombre, como el Adán-Redentor venido a reparar la culpa del Adán-pecador y a mostrar qué hubiera sido el hombre, si hubiera permanecido como fue creado: inocente
Entre los dones que Dios concedió a Adán, ¿no acaso fue el de una inteligencia sin mengua, una ciencia grandísima por unión con El, unión que le daba al hijo bendito Yo, el nuevo Adán, soy superior al pecado por mi propia voluntad?...
Un día, hace mucho tiempo, te admiraste de que
hubiese sido tentado, y me preguntaste que si no había
consentido
La prudencia que es como el triple velo puesto entre el
santo y el pueblo, extendido para ocultar el secreto del Rey.
Esa prudencia que regula las palabras según la persona que
lo escucha, según su capacidad de entender, según su pureza
espiritual y rectitud.
Un día, hace mucho tiempo, te admiraste de que hubiese sido tentado, y me preguntaste que si no había consentido. ¿Recuerdas? Te respondí, como pude haberlo hecho... Porque tu eras desde entonces... un hombre caído, ante cuyos ojos era inútil descubrir las perlas preciosísimas de mis virtudes. No habrías comprendido su valor... las habrías tomado por... piedras, dada su grandeza excepcional. En el desierto volví a repetirte no sólo las palabras, sino su sentido que te había dicho ya cuando íbamos a Getsemaní. Si hubiera sido Juan, o aun Simón Zelote, que me hubiese hecho otra vez esa pregunta, les habría respondido de manera diversa, porque Juan es puro y no la habría hecho con la malicia con que la hiciste... y Simón es un anciano sabio, que sin ignorar la vida, cual la ignora Juan, ha llegado a tal sabiduría que sabe contemplar todo evento sin turbarse en su ser mismo. Ellos no me preguntaron si había consentido a las tentaciones, a la tentación más común. Porque en la pureza no manchada de Juan no hay huellas de lujuria, y en la reflexiva de Simón hay mucha luz con la que ve la pureza que brilla en Mí. Preguntaste... y te respondí, como pude. Con esa prudencia que no debe distinguirse de la sinceridad, virtudes amadas a los ojos de Dios. La prudencia que es como el triple velo puesto entre el santo y el pueblo, extendido para ocultar el secreto del Rey. Esa prudencia que regula las palabras según la persona que lo escucha, según su capacidad de entender, según su pureza espiritual y rectitud. Porque ciertas verdades si se dicen a los tontos les causan risa, pero no veneración...
El Maestro jamás se ha considerado superior al hombre
por ser 'el Mesías', sino que sabiendo que es el Hombre,
ha querido serlo en todo, a excepción del pecado
No sé si recuerdes aquellas palabras. Te las repito aquí, ahora en que Yo y tú estamos al borde del abismo. Porque... no es necesario decirlo. Te dije en el desierto, al responder al tu "por qué" mi explicación no te había satisfecho: "El Maestro jamás se ha considerado superior al hombre por ser 'el Mesías', sino que sabiendo que es el Hombre, ha querido serlo en todo, a excepción del pecado. Para ser Maestro es necesario haber sido alumno. Todo lo sé como Dios. La inteligencia divina puede hacer comprender aun las luchas del hombre. Pero un día algún pobre amigo mío habría podido decir: "Tú no sabes lo que quiere decir ser hombre y tener sentidos y pasiones". Habría sido un reproche justo. Vine aquí no sólo para prepararme a mi misión, sino también a la tentación. A la tentación diabólica. Porque el hombre no habría podido tener poder sobre Mí. Satanás llegó cuando había terminado mi unión solitaria con Dios y sentí que era Hombre con un cuerpo verdadero sujeto a sus propias debilidades: hambre, cansancio, sed, frío. Sentí el cuerpo con sus exigencias, lo psíquico con sus pasiones. Si por mi voluntad he doblegado desde su nacimiento todas las pasiones no buenas, he dejado que crecieran la santas" ¿Recuerdas estas palabras?
"La vida es un don santo y hay que amarla santamente.
La vida es un medio que sirve al fin, que es la eternidad"
Te dije a ti, a ti solo aquella primera vez: "La vida es un don santo y hay que amarla santamente. La vida es un medio que sirve al fin, que es la eternidad". Dije: "Demos entonces a la vida lo que necesita para durar y servir al espíritu en su conquista: continencia de la carne en sus apetitos, continencia del corazón en sus deseos, un anhelo ilimitado a las pasiones que son del cielo: amor a Dios y al prójimo, obediencia a la voz de Dios, heroísmo en el bien y en la virtud". Me dijiste que podía hacer esto porque era Yo santo, pero que tú no lo podías porque eras joven, lleno de vida. Como si el ser joven y fuerte fuese una excusa para ser vicioso, como si sólo los viejos o enfermos fuesen impotentes para lo que pensabas, tú que ardías en lujuria, como si sólo ellos fuesen libres de las tentaciones carnales.
el hombre sano puede ser casto, aun cuando sufra las
seducciones del demonio y de los sentidos.
Castidad es un afecto espiritual,
es un movimiento que repercute en el cuerpo y lo invade,
lo eleva, lo perfuma, lo preserva.
El que está lleno de castidad no tiene lugar para otros
movimientos que no sean buenos.
En él no penetra la corrupción.
En ese entonces pude haberte objetado muchas cosas, pero no podías comprenderlas, ni siquiera ahora, pero a lo menos ahora no puedes sonreír incrédulamente si te digo que el hombre sano puede ser casto, aun cuando sufra las seducciones del demonio y de los sentidos. Castidad es un afecto espiritual, es un movimiento que repercute en el cuerpo y lo invade, lo eleva, lo perfuma, lo preserva. El que está lleno de castidad no tiene lugar para otros movimientos que no sean buenos. En él no penetra la corrupción. Además, la corrupción no entra de afuera, no es algo que penetre de lo exterior a lo interior. Es un movimiento que procede de lo interno, del corazón, del pensamiento, que penetra e invade la carne. Por esto he dicho que del corazón salen las corrupciones. El adulterio, la lujuria, cualquier otro pecado sensual no provienen de lo exterior, sino del laborío del pensamiento, que corrompido, viste de aspecto solicitador todo lo que ve.
Todos los hombres tienen ojos para ver
Cómo se explica que una mujer que deja indiferentes a diez,...
turba al hombre undécimo y lo arrastra a concupiscencias
indignas
Todos los hombres tienen ojos para ver. ¿Cómo se explica que una mujer que deja indiferentes a diez, que la miran como un ser igual a ellos, que la ven aún como una bella obra del Creador, pero sin encender dentro de ellos estímulos e imaginaciones obscenas, turba al hombre undécimo y lo arrastra a concupiscencias indignas? Porque ese undécimo ha corrompido su corazón, su pensamiento, y donde diez ven a una hermana, él ve a la hembra. Aun cuando entonces no te dije esto, te dije que había venido sólo para los hombres, no para los ángeles. Vine para devolver a los hombres su realeza de hijos de Dios enseñándoles a vivir como dioses. Dios no tiene lujuria, Judas. Yo he querido demostrar que aun el hombre puede existir sin lujuria. Os he querido demostrar que se puede vivir como enseño. Para mostrároslo tuve que tomar un cuerpo verdadero para poder sufrir las tentaciones humanas y decir al hombre, después de haberlo instruido: "Haced como Yo"
Me preguntaste que si había pecado al sentir la tentación.
¿Recuerdas?
cualquier tentación -pese a que rechazándola aumenta
su violencia- es una victoria mayor, porque el demonio
ha luchado con mayores fuerzas para vencerme
Me preguntaste que si había pecado al sentir la tentación. ¿Recuerdas? Como veía que no podías comprender que hubiera sido tentado sin haber caído, pues te parecía mal que el Verbo fuese tentado y te parecía imposible que el Hombre no pecase, te respondí que todos pueden ser tentados, pero que sólo son pecadores los que quieren serlo. Tu admiración fue grande, incapaz de dominarse y preguntaste: "¿No has pecado nunca?" En ese entonces podías no creer. Hacía poco tiempo que nos conocimos. Palestina está llena de rabinos cuya doctrina es una antítesis de la vida que llevan. Ahora sabes que no he pecado, que no peco. Sabes que la tentación, aun la más terrible que pueda sufrir un hombre sano, viril, no me perturba. Antes bien cualquier tentación -pese a que rechazándola aumenta su violencia- es una victoria mayor, porque el demonio ha luchado con mayores fuerzas para vencerme.
Yo, el Hijo de Dios, Yo, el vencedor de Satanás,
he pedido ayuda al Padre, porque soy humilde
Y no solo en lo que se refiere a la tentación carnal, torbellino que ha dado vueltas a mi alrededor, sin sacudir, sin rasguñar mi voluntad. No hay pecado, donde no se consiente a la tentación, Judas. Existe el pecado donde, aun sin consumarlo, se acepta la tentación y se la mira con buenos ojos. Será pecado venial, pero es ya una preparación para el pecado mortal que se desenvuelve en vosotros. Porque acoger la tentación y pensar en ella, seguir mentalmente las fases del pecado, es debilitarse a sí mismo. Satanás lo sabe, y por esto lanza repetidas llamas, esperando que una de ellas penetre... Después... puede ser fácil que el hombre tentado se haga culpable. Entonces no lo comprendiste. No podías. Ahora sí. Ahora mereces menos de entender que entonces, y con todo te repito lo que te dije, porque tú, no Yo, eres el hombre en el que la tentación rechazada no se calma... No se calma porque no la rechazas totalmente. No realizar el acto, sino que cobijas su deseo. Y así lo has hecho... hasta que caes en la realización del pecado. Por esto te enseñé que pidieses la ayuda del Padre, te enseñé que pidieses al Padre que no te dejase entrar en la tentación. Yo, el Hijo de Dios, Yo, el vencedor de Satanás, he pedido ayuda al Padre, porque soy humilde. Tú no lo eres. No has pedido a Dios la salvación, la preservación. Eres un soberbio, y por esto te hundes.
¿Quieres que te arroje? No. Jamás.
Cuando alguien se está ahogando, asesino es el que lo deja
que se hunda.
Te encuentras en medio de dos fuerzas que te jalan.
Yo y Satanás.
Si te dejo, lo tendrás a él sólo
¿y cómo te salvarás? Y con todo me abandonarás...
¿Recuerdas esto? ¡Puedes ahora comprender lo que significa para Mí, verdadero hombre, con todas las reacciones humanas, y verdadero Dios, con todas las reacciones de Dios, verte así: lujurioso, mentiroso, ladrón, traidor, homicida! ¿Sabes cuáles son los esfuerzos a que me sujetas por tenerte cercano? ¿Sabes lo que me cuesta dominarme, como ahora, para que mi misión en ti se realice completamente? Cualquier otro hombre te habría cogido por la garganta al sorprenderte forzando los cofres y apoderándote del dinero, al saber que eres un traidor, y más que un traidor... Te hablo con compasión. Mira. No es verano y por la ventana entra ya el aire fresco del atardecer, y sin embargo estoy sudando como si hubiese hecho un trabajo demasiado duro. ¿No te das cuenta de lo que me cuestas? ¿De lo que eres? ¿Quieres que te arroje? No. Jamás. Cuando alguien se está ahogando, asesino es el que lo deja que se hunda. Te encuentras en medio de dos fuerzas que te jalan. Yo y Satanás. Si te dejo, lo tendrás a él sólo ¿y cómo te salvarás? Y con todo me abandonarás... Me has ya abandonado con tu corazón...
¿No encuentras una palabra que decir a tu Maestro?
¿Una súplica que hacerme? No te exijo que me digas: "¡Perdón!"
¡Judas! Si no me temes, con todo todavía te amo.
¿No tienes nada que pedir ahora a mi amor infinito?"
Pues bien, yo detengo todavía conmigo la crisálida de Judas. Tu cuerpo privado de la voluntad de amarme, tu cuerpo inerte para el bien. Lo detengo hasta que no me exijas eso poco que es tu despojo para unirlo al espíritu para pecar con todo tu ser... Judas... ¿no me hablas? ¿No encuentras una palabra que decir a tu Maestro? ¿Una súplica que hacerme? No te exijo que me digas: "¡Perdón!" Muchas veces te he perdonado sin resultado, se que esa palabra saldría solo de tus labios, no de tu espíritu arrepentido. Quisiera que saliese de tu corazón. ¿Estás tan muerto que no eres capaz de formar un deseo? ¡Habla! ¿Me temes? ¡Oh, si fuera realidad! ¡Por lo menos esto! Pero no. Si me temieses te diría las palabras que te dije aquel día ya lejano, en que hablamos de las tentaciones y pecados: "Te aseguro que aun después del mayor Crimen que se cometerá, si el culpable de él corriese a los pies de Dios con verdadero arrepentimiento, y llorando le pidiese perdón, ofreciéndose a expiar confiadamente, sin desesperarse, Dios lo perdonaría, y por medio de la expiación salvaría su alma". ¡Judas! Si no me temes, con todo todavía te amo. ¿No tienes nada que pedir ahora a mi amor infinito?"
"No. Mejor dicho, una sola cosa. Que impongas silencio a Juan. ¿Cómo quieres que pueda reparar si seré la vergüenza entre vosotros?" y habla con altanería.
"¿Y así hablas? Juan no hablará, pero al menos tú, y esto te lo pido, obra de tal modo que nada trasluzca tu ruina. Recoge esas monedas y ponlas en la bolsa de Juana (de Cusa)... Trataré de cerrar el cofre... con el fierro que empleaste para abrirlo..."
Mientras Judas de mala manera recoge las monedas regadas, Jesús se apoya sobre el cofre abierto como cansado. Aunque la luz es débil, permite ver que Jesús llora en silencio, mirando al apóstol encorvado que recoge las monedas.
Judas ha terminado, se acerca al cofre, toma la bolsa gruesa, pesada de Juana y mete dentro las monedas, la cierra diciendo: "Aquí están". Se hace a un lado.
Jesús toma la improvisada ganzúa hecha por Judas, y con temblorosa mano hace girar la chapa y cierra el cofre. Luego pone el fierro sobre su rodilla y lo dobla en forma de V, lo aplasta con el pie, para que no sirva para nada y se lo guarda en el pecho. Al hacerlo le caen lágrimas sobre su vestido de lino.
Judas finalmente tiene un movimiento de arrepentimiento, se cubre la cara con las manos y en medio de un sollozo dice: "¡Soy un maldito! ¡Soy el oprobio de la tierra!"
¡Y pensar que si quisieras podrías todavía ser feliz!"
Pronuncia la palabra de humildad: "¡Señor, sálvame!"
y te libraré de tu opresor.
¿No comprendes que espero esta palabra con más ansias
que un beso de mi Madre?"
"¡Eres el desgraciado eterno! ¡Y pensar que si quisieras podrías todavía ser feliz!"
"Júrame, júrame que nadie se enterará de esto... y yo te juro que me redimiré" grita Judas.
"No digas: "me redimiré". No puedes. Yo solo puedo redimirte Sólo Yo puedo vencer al que habló por tus labios. Pronuncia la palabra de humildad: "¡Señor, sálvame!" y te libraré de tu opresor. ¿No comprendes que espero esta palabra con más ansias que un beso de mi Madre?"
Judas llora, llora, pero no la pronuncia.
"Vete. Sube a la terraza. Vete a donde quieras, pero no hagas alguna comedia. Vete, vete. Nadie te descubrirá porque Yo me preocuparé de ello. Desde mañana tendrás el dinero. ¡Es inútil todo ya!"
Judas sale sin replicar. Jesús se queda solo, se sienta sobre una silla que hay cerca de la mesa y con la cabeza apoyada sobre sus brazos llora angustiosamente.
Pocos minutos después llega Juan, se detiene un momento en el umbral. Está pálido como un muerto, luego corre a Jesús, lo abraza suplicando: "¡No llores, Maestro, no llores! Te amo también por ese infeliz..." Lo endereza, ve las lágrimas de su Dios y llora a su vez. Jesús lo abraza y las dos cabezas rubias, juntas, se intercambian las lágrimas y los besos.
"Juan, por amor mío, olvida todo esto. Lo quiero."
Jesús pronto se domina, dice: "Juan, por amor mío, olvida todo esto. Lo quiero."
"Sí, Señor mío. Trataré de hacerlo. Pero no sufras más... ¡Ah, qué dolor!... Me hizo pecar, Señor mío. Mentí. Tuve que mentir porque regresaron las discípulas. No. Primero aquellos de la mujer. Querían verte para agradecerte. Nació felizmente un varoncito. Dije que habías ido al monte... Luego vinieron las mujeres y volví a mentir diciendo que no estabas, que tal vez estarías en casa de Ada... No pude menos que decir eso. Estaba yo atolondrado. Tu Madre me vio que tenía lágrimas y me preguntó: "¿Qué te pasa, Juan?" Se puso angustiada... parecía que supiese. Mentí otra vez diciendo: "Estoy conmovido por la felicidad de Ada..." ¡A tanto puede llevar el estar cerca de un pecador! ¡A la mentira!... Perdóname Jesús mío."
"Quédate en paz. Olvídate de estos momentos. No ha sido nada... Un sueño..."
"¡Sufres! ¡Qué cambiado estás, Maestro! Respóndeme sólo esto: "Se arrepintió a lo menos?"
"¡Quién puede comprenderlo, hijo mío!"
"Ninguno de nosotros, pero Tú sí."
Jesús no responde. Nuevas lágrimas silenciosas corren por su cansado rostro.
"¡Ah, no se arrepintió!..." Juan está aterrado.
"¿Dónde está ahora? ¿Lo viste?"
"Sí. Asomándose a la terraza, mirando si había alguien, y al verme solo, que estaba sentado bajo la higuera, bajó de carrera y salió por la puerta del huerto. Entonces me vine..."
"Hiciste bien. Pongamos en su lugar las sillas. Recoge la jarra. Que no haya huellas de nada..."
"Luchó contigo."
"No, Juan, no."
"Estás muy turbado, Maestro, para quedarte aquí. Tu Madre comprendería... y sufriría."
"Tienes razón. Salgamos... Darás la llave a la vecina. Me adelanto al arroyo, en dirección al monte..."
Jesús sale y Juan se queda a poner todo en orden. Luego sale, da la llave a la vecina y a la carrera se mete entre los matorrales para que nadie lo vea.
A unos cien metros distante de la casa Jesús está sentado sobre una piedra. Se vuelve al oír los pasos del apóstol. Su figura resalta a la luz del atardecer. Juan se sienta en tierra cerca de Él y recuesta su cabeza sobre sus rodillas, levantando su cabeza para mirarlo. Ve que todavía llora.
"¡No sufras más, no sufras más, Maestro! ¡No puedo verte sufrir!"
éste será para siempre mi mayor dolor
Todavía no puedes comprender todo... Mi mayor dolor...
"¿No puedo sufrir por esto? ¡Es mi mayor dolor! Recuérdalo, Juan: éste será para siempre mi mayor dolor! Todavía no puedes comprender todo... Mi mayor dolor..." Jesús está abatido. Juan se aflige por no poderlo consolar.
Jesús levanta su cabeza, abre sus ojos que tenía cerrados para detener las lágrimas y dice: "Recuerda que somos tres los que sabemos: el culpable, Yo y tú, y que ningún otro debe saberlo."
"Nadie lo sabrá de mi boca. ¿Pero cómo pudo hacerlo? Cuando se apropiaba el dinero de la bolsa común, paciencia... ¡Pero esto! ¡Creí que estaba loco cuando lo vi... ¡Horror!"
"Te he dicho que lo olvides..."
"Me esfuerzo, Maestro, pero es muy horrible..."
"¡Horrible! Sí, ¡horrible!" Jesús apoya su cabeza sobre la espalda de Juan y vuelve a llorar su dolor. Las sombras, que rápidamente bajan, no permiten verlos más.
X. 194-214
A. M. D. G.