IV. "ERA, SOY EL HIJO DE DIOS.
PERO TAMBIÉN EL HIJO DEL HOMBRE"
#¡Solamente Yo sé cuánto necesitaba del Padre en la noche del jueves!
#Fue entonces cuando probé la amargura del cáliz. El sabor de la desesperación
Dice Jesús:
"Contemplaste los sufrimientos de mi agonía espiritual en la noche del jueves. Contemplaste a tu Jesús abatido como un hombre que ha sido herido a muerte y que siente que la vida se le escapa o como alguien que está horriblemente oprimido por un trauma psíquico superior a sus fuerzas. Fuiste testigo de cómo iba aumentando esta agonía hasta llegar el momento en que sudé sangre, por el esfuerzo de vencerme y de resistir el peso que sobre Mí se me había impuesto.
aparezca nítida mi doble naturaleza.
Era, soy el Hijo del Dios Altísimo,
pero también era el Hijo del hombre
Era, soy el Hijo del Dios Altísimo, pero también era el Hijo del hombre. A través de estas páginas quiero que aparezca nítida mi doble naturaleza.
Mi palabra da fe de mi divinidad. Las necesidades naturales, las pasiones, los sufrimientos que padecí en Mí mismo dan testimonio de mi Humanidad.
Tanto mi divinidad como mi perfectísima humanidad en el correr de los siglos, debido a "vuestras" humanidad imperfecta, no han sido bien comprendidas. Algunas veces se ha pensado que no tuve un cuerpo real, se le desfiguró, como se hizo también con mi divinidad, y esto o porque se quería sacar alguna ventaja de ello, o porque no podían inteligencias débiles comprender el misterio, pues se hallaban envueltas en las tinieblas del ateísmo, humanismo o racionalismo.
En esta hora, anunciadora de desventuras sin igual,
quiero daros a conocer la doble naturaleza mía:
de Dios y de hombre
En esta hora, anunciadora de desventuras sin igual, quiero daros a conocer la doble naturaleza mía: de Dios y de hombre, para que la reconozcáis, para que la améis, para que por ella os salvéis. Quien la conozca y ame se salvará.
En estos días te di a conocer mis sufrimientos físicos, que soportó mi humanidad. Te he dado a conocer mis sufrimientos morales que estaban tan entrelazados íntimamente con los de mi Madre, como se entrelazan, se cruzan, las enredaderas de las selvas tropicales. No se puede cortar una rama, sin cortar otra. Algo así como no se puede sacar sangre de una sola vena, porque la sangre corre por todo el cuerpo. O si se prefiere la comparación, no se puede hacer morir a una madre que tiene en su vientre su hijo, sin hacer morir a éste.
Mi Madre me llevó no sólo por nueve meses, sino durante toda la vida. Nuestros corazones estaban unidos por fibras espirituales, siempre palpitaron al unísono. No hubo lágrima de mi Madre que no me hubiera mojado, y no hubo lamento mío que no hubiera encontrado un fortísimo eco en su corazón.
Os causa dolor enteraros que una madre sabe que su hijo está irremediablemente enfermo, que tiene que morir, o bien que otra madre sabe que su hijo está condenado a pena de muerte. Pensad en lo que habrá sufrido mi Madre que desde que me concibió, supo que tenía Yo que ser condenado a muerte, que cuando besaba mis tiernos miembros de pequeño sabía que llegaría el momento en que serían destrozados por el flagelo. Pensad en mi Madre que habría muerto diez, cien, mil veces con tal de impedir llegara la hora en que Yo fuera un hombre adulto, la hora de mi inmolación. Sin embargo, Ella sabía que debía desear esa hora para aceptar la voluntad de Dios, para gloria de El, para beneficio del linaje humano. No existió una agonía más duradera, y terminada en un dolor más grande, que la que padeció mi Madre.
No existió un dolor más grande, más absoluto que el mío. Era Yo una sola cosa con el Padre. Me amaba desde la eternidad como sólo Dios puede amar. Encontraba en Mí sus complacencias, su gozo. Yo a mi vez lo amaba como solo un Dios puede amar, y al estar unido con El encontraba mi alegría divina. Las inefables relaciones entre el Padre y el Hijo no pueden explicarse ni siquiera con mis palabras, porque si son perfectos, no lo son vuestras inteligencias para poder comprender el profundo misterio que existe entre nosotros dos.
Para dar testimonio de mi Persona a los hombres,
tres veces mi Padre abrió el cielo:
en el Jordán, en el Tabor,
y en Jerusalén poco antes de mi pasión
Pues bien, así como una avenida aumenta al chocar contra un dique, de igual modo sentía que aumentaba hora tras hora la severidad de mi Padre. Para dar testimonio de mi Persona a los hombres, que cerraban sus corazones e inteligencias para no creer, tres veces mi Padre abrió el cielo: en el Jordán, en el Tabor, y en Jerusalén poco antes de mi pasión. Lo hizo no para consolarme, sino para los hombres. Quería El que lo expiara.
Muchas veces Dios muestra a los hombres algún siervo suyo para que se sientan atraídos por sus ejemplos, pero también por sus dolores. Con éstos paga este siervo, comiendo el pan amargo del rigor de Dios, los consuelos y la salvación de sus hermanos. ¿O no es verdad? Las víctimas expiatorias han probado el rigor de Dios. Después viene la gloria, pero sólo después de que la Justicia se ha aplacado. Mi amor, al contrario, a sus víctimas suele prodigarles besos. Yo sufrí, y supe por experiencia personal que significa el que Dios lo mire a uno con rigor, que lo abandone a uno. Suelo consumir a mis víctimas en un incendio de amor, y no soy jamás ni severo con ellas, ni las abandono.
Cuanto más se acercaba la hora de la expiación, tanto más sentía que mi Padre se alejaba. Mi Humanidad se sentía menos sostenida por la Divinidad, al sentir que el Padre se alejaba de ella, y de este modo sufría lo indecible.
Cuando Dios se aleja se siente el terror, se siente un ansia por la vida, se experimenta languidez, cansancio, tedio, y cuanto más profundo, tanto mayores son las consecuencias. Cuando es total se siente la desesperación. Y cuando alguien , porque Dios así lo quiere, prueba este alejamiento sin haberlo merecido, sufre mucho más porque el alma siente esta separación, así como es doloroso cuando se arranca un miembro del cuerpo. Es algo horroroso que sólo quien lo experimenta puede entenderlo. Yo lo probé. Todo tuve que probar para poder interceder por vosotros ante el Padre, aun por los momentos en que os parece llegar a la desesperación. Sé lo que significa decir: "Me encuentro solo. Todos me han traicionado. Todos me han abandonado. El Padre, Dios, no viene en mi ayuda".
Por este motivo realizo prodigios misteriosos de gracia en los corazones oprimidos por la desesperación, y por esto pido a mis predilectos que beban de mi cáliz amargo que bebí, para que al sentirse naufragar en el mar de la desesperación, no rechacen la cruz que les ofrezco como áncora de salvación, para que se asgan a ella, y así pueda llevarlos al puerto de la bienaventuranza.
¡Solamente Yo sé cuánto necesitaba del Padre
en la noche del jueves!
Mi alma agonizaba por los dos más grandes dolores
que pueda un hombre soportar:
la despedida de una madre sin igual,
y la proximidad del amigo infiel.
¡Solamente Yo sé cuánto necesitaba del Padre en la noche del jueves! Mi alma agonizaba por el doble esfuerzo que tenía que hacer al tratar de vencer los dos más grandes dolores que pueda un hombre soportar: la despedida de una madre sin igual, y la proximidad del amigo infiel. Dos heridas que me taladraban el corazón. Una con su llanto, la otra con su odio.
Me vi obligado a partir el pan con mi Caín. Tuve que tratarlo como amigo para que los demás no cayesen en la cuenta y evitar de este modo un crimen, que por otra parte era inútil, porque estaba ya escrito en el libro de la vida: mi santa muerte, y el suicidio de Judas. Dios no quería otras muertes. Tan solo mi sangre debía ser derramada. Judas se ahorcó y entregó su sangre impura a Satanás, sangre que no debía mezclarse, al caer sobre la tierra, con la sangre purísima del Inocente.
Estas dos heridas hubieran sido bastantes para hacerme agonizar. Pero era Yo el que tenía que expiar, la víctima, el cordero. Este antes de ser inmolado sabe lo que duele la marca del hierro candente, los golpes, el trasquilo, ser vendido al matancero, para sentir al fin el frío del hierro que le corta la garganta. Debe dejar antes todo: su pastizal, su madre que lo crió, que lo alimentó, le dio calor, sus compañeros con quienes convivió. Todo lo conocí y experimenté, Yo, el Cordero de Dios.
Por esta razón, al alejarse el Padre, llegó Satanás. Había venido al principio de mi misión a tentarme para que no la realizase. Ahora regresaba. Era su hora. La hora del odio satánico.
Multitudes de demonios había sobre la tierra
para seducir los corazones,
para ayudarlos a decidir mi muerte.
Multitudes de demonios había sobre la tierra para seducir los corazones, para ayudarlos a decidir mi muerte. Cada sinedrista tenía el suyo, lo mismo que Herodes, Pilatos, y todos los judíos que pidieron mi Sangre. También lo tenían los apóstoles, que los adormecían, mientras yo me debilitaba, que los preparaba para ser cobardes. Sin embargo, hay que tener en cuenta el poder de la pureza. Juan, que era puro, fue el primero que se libró del influjo satánico, no me dejó, y me llevó a mi Madre.
Judas tenía a Lucifer y Yo lo tenía cerca. El en el corazón, Yo a mi lado. Éramos los dos personajes principales de la tragedia y Satanás se ocupaba personalmente de nosotros. Después de que empujó a Judas hasta el punto de que no podía retroceder, se volvió contra Mí.
Con su perfecta astucia me presentó los tormentos corporales con un realismo inimaginable. Ya había hecho las pruebas en el desierto. Con la oración lo vencí. El espíritu se sobrepuso al temor que sentía la carne.
Me presentó la inutilidad de mi muerte, el gozo de la vida, sin tener que ocuparme de hombres ingratos. Vivir rico, feliz, amado. Vivir para mi Madre, para no hacerla sufrir. Vivir para llevar a Dios a través de un largo apostolado a muchísimo hombres, los cuales, una vez que hubiera muerto, me habrían olvidado, mientras que si era un Maestro que enseñara no por tres años, sino por lustros y lustros, habrían terminado por absorber completamente mi doctrina. Su ángeles me hubieran ayudado a seducir a los hombres. ¿No estaba Yo viendo que los ángeles de Dios no venían en mi ayuda? Después, Dios me habría perdonado al ver las multitudes de creyentes que le llevaría. También en el desierto me había tentado a poner a Dios en prueba con la imprudencia. Lo vencí con la oración. El espíritu se sobrepuso a la tentación moral.
Me presentó el abandono de Dios. Que el Padre no me amaba más. Que cargaba con todos los pecados del mundo. Que le causaba asco. Que se había ausentado, y me dejaba solo. Que me entregaba al ludibrio de una plebe feroz. Que no me concedía ni siquiera su consolación divina. Que estaría Yo solo, solo y solo. Que él, Satanás, estaría cerca de Mí. Que Dios y los hombres estaban lejos de Mí porque ya no me amaban. O bien me odiaban, o bien indiferentes. Entre tanto Yo oraba para cubrir con mi oración las palabras satánicas. Pero mi plegaria no subía hasta donde está Dios. Volvía a caer sobre Mí. Como piedras lanzadas para lapidar a alguien. La plegaria que había sido para Mí una caricia del Padre, voz que llegaba hasta El, y a la que respondía con amor y palabras paternales, ahora estaba muerta. Era inútil enviarla a un cielo que había cerrado sus puertas.
Fue entonces cuando probé la amargura del cáliz.
El sabor de la desesperación
Fue entonces cuando probé la amargura del cáliz. El sabor de la desesperación. Esto era lo que pretendía Satanás: llevarme a la desesperación para convertirme en esclavo. Vencí la desesperación y la vencí con mis propias fuerzas, porque quise vencerla. Con solas mis fuerzas de Hombre. No era más que el Hombre. No era más que un hombre, a quien Dios no ayudaba.
Cuando Dios ayuda es fácil soportar aun el mundo como si fuera un juguete de niños. Pero cuando no, aun el peso de una flor produce cansancio.
Vencí la desesperación y a Satanás que es su origen para servir a Dios y daros a vosotros la vida. Pero saboreé la muerte. No la muerte física del crucificado -no fue tan dolorosa- sino la muerte total, consciente, del luchador que cae después de haber triunfado con un corazón destrozado, con una sangre que se perdía por la herida de un esfuerzo superior a las fuerzas humanas. Y sudé sangre. La sudé, sí para ser fiel a la voluntad de Dios.
Esta es la razón por la cual el ángel que me acompañó
en mi dolor me habló de la esperanza de todos
los que se salvarían por medio de mi sacrificio
Esta es la razón por la cual el ángel que me acompañó en mi dolor me habló de la esperanza de todos los que se salvarían por medio de mi sacrificio. Como un bálsamo para mi agonía. Vuestros nombres. Cada uno de ellos fue como una inyección en mis venas que me dio fuerzas. Cada uno de vuestros nombres fue luz, vigor. Durante las horas dolorosísimas, para no mostrar el dolor que soportaba como Hombre, para no desesperar de Dios y no decir que era muy severo e injusto con su Víctima, me repetía vuestros nombres. Os vi. Desde aquella hora os bendije. Desde aquellos momentos los he llevado en mi corazón. Y cuando sonó el momento de que vinieseis a la tierra, quise estar presente a vuestra llegada regocijándome al pensar que una nueva flor de amor había brotado en el mundo y que viviría para Mí.
¡Oh, benditos míos! ¡Consuelo mío cuando agonizaba! Mi Madre, mi apóstol, las mujeres piadosas estuvieron presentes cuando moría, pero también vosotros. Mis ojos agonizantes os miraron junto con el rostro adolorido de mi Madre, y los cerré gozoso porque habían visto que os salvaríais, que erais dignos del sacrificio de un Dios."
X. 341-345
A. M. D. G.